capítulo doce | ★
Desde mi dormitorio podía escuchar la algarabía que reinaba en mi hogar ante la ineludible fiesta que iba a tener lugar en apenas unas horas. Mi madre se había encargado de hasta el más mínimo detalle, consciente de lo importante que resultaban... además de decisivos. En especial para nuestros rivales, quienes estarían relamiéndose, a la espera de encontrar el más mínimo error que pudieran usar en su beneficio.
Por el reflejo del espejo ovalado de mi tocador contemplé la cascada de tela roja que reposaba sobre mi cama. Entre la reducida lista de colores a elegir, finalmente tuve que decantarme por el rojo; el blanco, tal y como hubiera deseado, habría sido demasiado evidente. Una pequeña bofetada para todas aquellas ilusas que habían sido invitadas a nuestra fiesta, y que también formarían parte del burdo espectáculo organizado por la madre del Dragmar.
Me tragué la risa que pugnaba por escapárseme de la garganta al pensar en todas esas chicas, a las que ni siquiera podía considerar rivales... O eso es lo que me había asegurado mi padre; sin embargo, yo había decidido no confiarme en aquel acuerdo que habían alcanzado mi familia con el Otkaja.
Mis doncellas revoloteaban de un lado a otro del dormitorio, excitadas por el ambiente que reinaba por toda la casa. Mi madre ya les había advertido al respecto, señalándoles a todas ellas lo que sucedería si cometían el más mínimo error; quizá por ello había cierto aire de temeridad en sus agitados movimientos.
—Báryshnya —murmuró una de mis doncellas con tono casi reverencial—, el baño ya está preparado.
Me aparté del espejo y seguí a mi silenciosa doncella hacia las puertas que conducían a mi baño privado. Otras dos chicas ya estaban allí, comprobando la temperatura del agua y terminando de añadir unas gotas de olorosa fragancia que se impregnarían en mi piel; la que me había avisado sobre mi baño, se apresuró a retirarme la bata que cubría mi cuerpo desnudo.
Caminé hacia la bañera excavada directamente en el suelo de mi dormitorio y bajé los escalones con lentitud, cuidando cada paso que daba para evitar una estrepitosa caída que pudiera destrozar la fiesta que mi madre había preparado con tanto esmero para que pudiésemos conocer de más cerca a las chicas que viajarían hasta el palacio como potenciales prometidas del Dragmar. Inspiré cuando la temperatura del agua —templada, tal y como a mí me gustaba— empezó a cubrir mi piel; luego me senté sobre uno de los asientos con los que contaba la bañera mientras una de mis doncellas se encargaba de introducir las manos en el agua, con el único propósito de masajear mis músculos antes de proceder a enjabonarme.
Una vez estuve limpia y mi cuerpo desprendía un ligero aroma a lavanda, salí de la bañera, hacia una mullida toalla —que habían dejado cerca del fuego en aquel tiempo que había pasado sumergida, siendo mimada por las expertas manos de mi doncella— que sujetaba otra de mis chicas. Envuelta en aquella cálida suavidad, hice el camino de regreso hacia el dormitorio; los productos ya se encontraban esperándome sobre el tocador, listos para ser aplicados sobre mi cuerpo. Todo ello por orden expresa de mi madre.
Mis doncellas me condujeron de nuevo hacia el espejo, donde tuve que deshacerme de la toalla para permitir que siguieran adelante con los preparativos. Por el rabillo del ojo vi cómo tomaban frascos y vertían parte de su contenido en sus palmas; luego sentí la viscosidad siendo extendida por mi cuerpo antes de que me espolvorearan una tímida cantidad de purpurina dorada sobre mis hombros y la parte superior de mi escote, zonas que quedarían al aire libre cuando me pusiera el vestido elegido para la ocasión.
Tras ser embadurnada, me coloqué la ropa interior y tomé asiento en la banqueta del tocador, entregándome otra vez a las expertas manos de mis doncellas. Cerré los ojos mientras las dejaba enredar en mis cabellos oscuros, entrelazando las cintas del mismo color que la purpurina que cubría mi piel que había visto junto a los frascos en el tocador.
Escuché los murmullos de excitación cuando llegó el momento de ponerme el vestido.
Mi madre había sido muy persuasiva con madame Ludovica, tratando de que dedicara todo su tiempo —y cuando me refería a todo, quería decir todo— a diseñar aquella exclusiva prenda para mí. La modista parecía haber cumplido con su palabra, apartando los pedidos —incluido el de aquella chica con la que habíamos coincidido en la trastienda, la misma cuyo rostro me resultaba vagamente familiar y no lograba entender por qué— que debían colmar su larga lista y volcando toda su creatividad en aquel modelo hecho para mí.
Aquella última semana había tenido que soportar constantes viajes a su tienda para poder hacer las pruebas pertinentes, después de encontrar el boceto que más nos gustaba. A pesar de ello, el resultado era espectacular, y mi parte más vanidosa estaba deseando lucirlo allí abajo, rodeada de todas las ilusionadas jovencitas que soñaban con tener una oportunidad real de convertirse en la prometida del Dragmar... y en la futura Emperatriz de todo Zakovek.
Abrí los ojos justo cuando dos de mis doncellas me acercaban el vestido, sosteniéndolo como si fuera un objeto de incalculable valor. La tela carmesí parecía resplandecer bajo la luz de las lámparas de mi dormitorio, además de las pequeñas joyas incrustadas y cosidas una por una que llevaba en la línea del intrínseco escote; mantuve una expresión imperturbable mientras bullía por la emoción interiormente.
Gracias al espejo de tres hojas podría contemplarme, una vez lo llevara puesto, desde casi todos los ángulos.
Alcé los brazos para que la prenda entrara con facilidad por mi cabeza. La tela se deslizó con suntuosidad por mi cuerpo, ajustándose a mis curvas como si se tratara de un guante; observé el modo en que se ceñía en las partes correctas —busto y cintura—, además de aquel arriesgado escote —dos vaporosas tiras de tela que se entrecruzaban en el punto de mi garganta y luego quedaban unidos a la altura de mi nuca— que dejaba mis hombros y espalda al aire libre, formando en la cara trasera del vestido una V entretejida con gemas del mismo color que la tela.
Presioné mis labios con fuerza para no sonreír al escuchar los suspiros ahogados de algunas de las chicas, que no podían ocultar su envidia al contemplarme en el espejo.
Todo en mí era resultante y un poco atrevido, pero sin caer en lo provocador.
Mi piel de color oscuro hacía contraste con la calidez del rojo del vestido; los puntitos dorados que estaban dispersos por mis hombros y espalda también ayudaban a que estuviera resplandeciente, lista para atrapar las miradas —y atención— de todos los invitados.
Además de enviar un mensaje claro a las otras competidoras: nunca estarían a mi altura, por mucho que lo intentaran.
Era posible que existiera un contrato cerrado entre el Otkaja y mi familia, pero estaba segura que el Dragmar no podría resistirse a mis encantos. Me encargaría personalmente de demostrarles a mis padres lo eficiente que podía resultar tras años de aprendizaje, transformándome en lo que el Dragmar —y el país— necesitaba.
—Quiero los labios de color rojo.
Mi madre no se hizo de rogar y vino para comprobar cómo iba todo en mi dormitorio. Resplandeciente en su vestido de color naranja —una pieza cerrada y recta con el cuello redondo y las hombreras puntiagudas, cuyas mangas se abrían a la altura del codo y caían en una cascada de tela hasta el suelo—, realmente tenía el aspecto de una Emperatriz y no de una condesa.
Llevaba su largo cabello suelto, con dos pesadas peinetas dejando despejado su rostro y permitiendo que sus maravillosos pendientes —una estrella y una luna que pendían de dos finas cadenas— se balancearan a la altura de su barbilla, atrapando la luz y brillando. Su perfilada mirada ya estaba clavada en mí nada más traspasar el umbral de la puerta, estudiando mi aspecto de manera minuciosa; buscando el mínimo detalle que estuviera fuera de lugar.
—Los primeros invitados están a punto de llegar y tu padre quiere que los recibamos a todos ellos mostrando un frente unido —fue su único saludo.
Las doncellas se apartaron de su camino y yo simplemente esperé a que llegara hasta mí, permitiéndome oler su costoso perfume a cítricos. Mi madre apoyó sus manos sobre mis hombros desnudos y me dio una última pasada con sus ojos castaños, tratando de descubrir si se le había pasado por alto algo; aguardé hasta que su escrutinio finalizó, al parecer con todo en orden.
—Madre.
Su mirada resplandecía de evidente orgullo y sus labios se encontraban curvados en una pequeña sonrisa que mostraba parte de su aprobación.
En su mente, ya me veía convertida en la prometida del Dragmar. Mi aspecto había sido escogido, precisamente, para llamar la atención del propio príncipe, si se dignaba a aparecer en la fiesta; no sabíamos si la invitación que mi padre había hecho enviar al castillo sería aceptada por el monarca, un movimiento un tanto atrevido por su parte, que no pasaría por alto a ninguno de los invitados.
—Estás preciosa, Vik —me halagó, recorriéndome de nuevo con la mirada y estrechando mis hombros, clavándome de manera inconsciente los anillos que decoraban sus dedos—. Tienes el aspecto de una...
Esbocé una sonrisa comedida.
—Lo sé, madre —la interrumpí, confirmando mis sospechas sobre el rumbo que estaban siguiendo sus pensamientos.
—Vamos, tu padre nos está esperando abajo.
★
El papel de anfitriona hizo que pusiera en juego mi paciencia y mi habilidad para mantener una perfecta sonrisa en mi rostro mientras estrechaba manos y les deseaba a los recién llegados «una velada encantadora». Las comisuras habían empezado a molestarme, haciendo que estuviera a punto de buscar una excusa que me permitiera poder alejarme de mis padres y la hilera de invitados que aún nos quedaba pendiente por saludar, cuando la chica de madame Ludovica y su familia se detuvieron frente a nosotros.
A pesar de su procedencia provinciana, el aspecto que presentaban delataba el esfuerzo que habían puesto por tratar de encajar en la capital: todos ellos vestían modelos recientes de modistas conocidos, aunque ninguno de ellos parecía haber sido creado por madame Ludovica.
Mi atención se vio atrapada por el joven que iba al lado de la chica; en especial su extraña mirada, pues aquel chico tenía los iris de distinto color. Él se limitó a devolverme la mirada, con aquella postura que delataba lo pagado de sí mismo que se encontraba; algo común en las personas que formaban parte de nuestro mismo círculo social.
Ella, por el contrario, trataba de ocultar la incomodidad que le producía estar en presencia de tan ilustre compañía. Por el rabillo del ojo vi cómo trataba de rehuirme la mirada, como si me tuviera miedo; una pequeña ventaja que casi me hizo sonreír de placer al pensar en lo fácil que sería deshacerme de ella una vez estuviéramos instaladas en el palacio.
Apenas escuché el cruce de formalidades entre mis padres y los barones, atenta como me encontraba a aquellos dos extraños hermanos. Había algo en ellos que me provocaba un extraño cosquilleo por todo mi cuerpo; una señal que no supe cómo interpretar, ya que ambos no podían ser considerados como una auténtica amenaza.
Toda la familia se inclinó en una reverencia y mi madre les indicó con un elegante gesto de su mano enjoyada que salieran al patio, junto al resto de invitados a los que ya habíamos dado la bienvenida y se encontraban disfrutando de los placeres que estaban dispersos en diversas —y alargadas— mesas.
No pude evitar seguirlos con la mirada mientras uno de nuestros mayordomos se encargaba de conducirlos hacia el patio. Mis padres compartieron un par de rápidos susurros —seguramente comentando sus impresiones respecto a los barones de Sigorsky— antes de volver a sus posiciones y sonrisas para los siguientes invitados.
Tras un par de invitados más, sentí cómo mis padres se tensaban a la par. El motivo a semejante reacción se presentó ante nosotros, vestidos con lujosas prendas y con el inconfundible —además de visible— escudo del Otkaja reluciendo en las capas de los guardias que les acompañaban.
La esplendorosa Velikaia Kniaginia Nikolaeva, hermana del mismísimo Otkaja, se detuvo frente a mi familia en un torbellino de seda azul oscuro; a su lado se erguía su esposo, el silencioso Yaroslav Vasilievich, quien no solía ser muy comunicativo, dejándole el peso —y la atención— a su mujer.
Detrás de ellos descubrí a sus cinco hijos, todos ellos procurando mantener la compostura hasta que pudieran deshacerse del control de sus padres para disfrutar de lo que la fiesta les ofrecía.
Que el Otkaja hubiera enviado a su hermana, la Gran Duquesa, a nuestra fiesta era algo positivo; no tan satisfactorio como si hubiera acudido el propio Otkaja junto a la Emperatriz y sus vástagos, incluyendo al Dragmar, pero sí una señal que indicaba el interés del monarca por estrechar los lazos que habíamos tendido al alcanzar aquel acuerdo, tan beneficioso para ambas partes.
En aquella ocasión fue mi familia la que tuvo que doblarse en una pronunciada reverencia.
—Mis queridos amigos —canturreó la Velikaia Kniaginia, complacida—, me temo que mi hermano no ha podido asistir debido a su apretada agenda, pero ha decidido enviarme a mí en su lugar.
Cuando nos guiñó un ojo de manera cómplice, no pude evitar sonreír.
Mi madre, aferrándose a su papel de anfitriona, y sabiendo lo que se encontraba en juego, dio un paso hacia delante e hizo un amplio gesto en dirección al patio; ahora que no quedaban invitados pendientes —la Gran Duquesa se había encargado de elegir el momento propicio para hacer su entrada triunfal—, podríamos conducirlos personalmente e impresionar al resto de invitados que ya se encontraban allí.
Dejé que mis padres tomaran la delantera, respaldando a Nikolaeva y su esposo. Traté de esbozar una sonrisa amable que dirigí hacia los cinco vástagos del matrimonio; al contrario que el Dragmar y sus hermanas, aquellos cinco rostros no me resultaban desconocidos: bien era sabido que el Otkaja empleaba la baza de utilizar a su hermana —y a su familia— como emisaria para las ocasiones en las que no tenía pensado acudir, lo que sucedía con demasiada asiduidad.
Sergei, Lev e Ilya eran los hijos varones. Sergei y Lev eran mucho más corpulentos que Ilya, aunque compartían rasgos comunes que delataban sus evidentes lazos de sangre: ojos castaños verdosos y cabello color rubio oscuro, herencia de su madre; las otras dos hijas del matrimonio, Sachenka y Mavra, eran idénticas: facciones delicadas, varios centímetros más bajas que sus hermanos mayores, cabellos de un tono más oscuro y ojos castaños. Todo el mundo afirmaba que habían heredado el aspecto de Yaroslav Vasilievich.
Fueron ellas las primeras en cerrar filas a mi alrededor, situándose cada una de ellas a ambos lados de mi cuerpo. Apenas habíamos cruzado un par de palabras en las ocasiones en las que habíamos coincidido, aunque la opinión que guardaba al respecto de las gemelas las pintaba como demasiado superficiales y preocupadas por temas tan insípidos como estar al tanto de los últimos rumores que corrían sobre cierta hija de una acomodada familia que había sido descubierta en una situación muy poco decorosa con alguien de su servicio.
—Un hogar encantador —comentó una de ellas, no sabía si Sachena o Mavra.
—Hemos escuchado historias sobre ti, Viktoriya Pavlovna —agregó la otra gemela—. Encabezas la mayoría de las apuestas sobre quién se convertirá en la futura prometida del Dragmar.
Me satisfizo enormemente escuchar cómo ellas también parecían contar con mi indudable victoria. Mantuve mi sonrisa estable, sin permitirme hacerla crecer ni un solo milímetro; era posible que las gemelas fueran superficiales, pero sería una estupidez —además de un error garrafal— confiarme demasiado.
Su madre era una consumada jugadora dentro de la corte, lo que suponía que se habría encargado de enseñar bien a sus hijos. Y eso significaba que no podía bajar la guardia en presencia de ninguno de ellos.
Así que pestañeé con fingida inocencia y dije:
—Sois muy amables conmigo, pero tengo las mismas posibilidades que cualquiera de las otras chicas...
Creí ver al joven Ilya poner los ojos en blanco, pero no tuve oportunidad de comprobarlo, ya que alcanzamos el jardín y la atención —teñida de entumecimiento y cierta envidia por nuestros regios acompañantes— de todos los invitados se clavaba en nosotros como teas ardientes.
Alcé mi barbilla y les mostré mi sonrisa más deslumbrante.
* * *
Consulta más realizada por los lectores: ¿¿¿¿¿DÓNDE ESTÁ EL DRAGMAR????
En un par de capítulos lo conoceremos... de la mano de otro principal
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