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4.

Si Frank es un volcán, Anne es una playa. Luminosa y tranquila, fresca y reconfortante. Un lugar donde refugiarse. Joseph conoce a Anne desde que eran pequeños, de cuando su familia vivía también en ese edificio ahora casi abandonado. Joseph se siente más unido a ella que a su propio hermano. Más incluso que a Frank. Frank es su mejor amigo, pero con él hay cosas de las que le resulta difícil hablar. No es que con Anne no sea difícil: es que con ella no le hace falta explicarse. Es como si pudiera ver en su interior, leerle la mente con solo mirarle a los ojos. Como esta mañana. Cuando asoman por el hueco de las escaleras del piso 15, Anne les espera apoyada en el marco de la puerta, con la cabeza ladeada. Sin decir una sola palabra,Joseph comprende la pregunta que ella le hace en silencio: «¿Qué te pasa?». Es en estos momentos cuando Joseph agradece ir acompañado con Frank, al que el silencio le pica como una pulga.
—Uf, uf, uf —jadea su amigo, con la mano en el corazón como si se le fuera a parar en cualquier momento—. Anne, colega, te llevo llamando al móvil quince pisos. ¿Lo tienes de adorno, o algo? Al escuchar la reprimenda de Frank, Anne desaparece dentro de la casa y vuelve con el teléfono en la mano.
—¡Perdona, Frank! ¡Tengo quince llamadas perdidas tuyas! —¡Ves como sí que funcionaba! —le reprocha Frank a Joseph, a quien se le dibuja una media sonrisa en los labios. Limpiándose el sudor de la frente con el dorso de la mano, le dice otra vez a Anne—: De todas maneras, tía, ya podías esperarnos abajo. Que todos los días pasamos a la misma hora. Anne mira al suelo, avergonzada.
—Estaba saliendo, te lo juro, perdona —se disculpa—. Además pensaba que no llevabais
el teléfono encima… —Pues ya ves que sí —insiste Frank. —Perdón… —se disculpa Anne—. La luz lleva cortada desde anoche. Los de la compañía eléctrica dijeron que vendrían esta mañana a primera hora pero… Bueno, como aquí ya no vive casi nadie, estas reparaciones salen muy caras y… Y no vienen porque les da miedo pasar por aquí. Igual que a ellos les da miedo llevar encima algo de valor, a pesar del arranque de valentía de Frank. Igual que a Anne le da miedo esperarles sola en la calle. Joseph no lo dice en voz alta, pero siente como si sus pensamientos rebotaran en el silencio que sigue a las palabras de su amiga. Frank se da cuenta, y lo rellena rápidamente.
—Bah, no me hagas ni caso —dice, sosteniendo la mochila de Anne mientras ella se pone la sudadera—. Además, subiendo las escaleras de tu casa nos ahorramos el gimnasio —se ríe—. Bueno, aunque este no dejaría de ir al suyo ni aunque vivieras en el piso treinta.
No sé qué coño le da ese tal M, pero aquí tu amigo no se pierde ni un entrenamiento. Dice que esa cara de muerto es de los madrugones, pero yo creo que se pasa las noches dejándose los nudillos en el saco.
—Sí, tío, la verdad es que pareces una calavera —le dice Anne, con una sonrisa cómplice, mientras le da a Joseph un golpecito en la visera de la gorra. A Frank, no sabe por qué, ese tipo de cosas le hacen sentir incómodo. No es que tenga celos de Anne y Joseph, ni nada por el estilo. Pero, cuando se ponen así, se siente fuera de lugar, un intruso en medio de ese lenguaje privado con el que sus dos amigos se comunican. Eso no le gusta, así que rompe la magia a empujones, como hace siempre:
—¡Venga, daos prisa! Mucho gimnasio y todo lo que tú quieras, pero al final hemos tardado más por su culpa que por la mía —se burla Frank. Después, le quita la gorra a Joseph y echa a correr escaleras abajo.
—¡Frank, joder, devuélvemela! —Joseph grita, pero en realidad no está enfadado.
—¡Si la quieres, ven a buscarla, caracol! —la voz de su amigo se escucha un par de pisos por debajo. Cuando están solos, Anne se echa la mochila al hombro y se acerca a Joseph. Le levanta el mentón con suavidad y le obliga a mirarla a los ojos.
—No has dormido nada. No es una pregunta.
—Hoy me tocaba ayudar a mis padres.
—Ya, pero no es por eso. —No. Joseph sabe que no tiene sentido mentirle. —¿Me quieres enseñar lo que has escrito? —le pide Anne. Joseph se descuelga la mochila del hombro, entierra la mano dentro y busca un montón de hojas arrugadas, llenas de manchas azules.
—Iba a tirarlo, pero mi madre las ha visto encima de la mesa antes de ir a la panadería, y no quería que las leyera.
—¿Por qué no, Joseph? A mí me gustan. Siempre. Son muy buenas. —Bueno, da igual que sean buenas o no. No van a llevarme a ningún sitio… Ni siquiera me atrevo a enseñarlas.
—Me las enseñas a mí. —Eres la única. A nadie más. No sé ni para qué las escribo. Nunca me voy a atrever a cantarlas. Joseph se queda callado e intenta evitar la mirada de Anne, que tampoco sabe cómo deshacer el silencio que los envuelve. Menos mal que Frank sí.
—¡Oye! ¿Bajáis o qué? —el eco de sus palabras llena el descansillo de la escalera—. ¡Que vamos tardísimo! ¡Y todavía tenemos que pasar el control! —¡Joder, es verdad! —murmura Joseph—. ¡Ya vamos! —grita. Luego, le dice a Anne—: Léelas, si quieres. Pero después las tiras. Yo no las quiero. Esta noche seguramente me la volveré a pasar en blanco, y tendré más. Anne guarda con cuidado las hojas en la mochila y sigue a Joseph escaleras abajo, en silencio. Un silencio que entre ellos, por primera vez, resulta incómodo.

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