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2.

En la Ciudad casi nunca hace mucho frío. El mar está muy cerca: si la habitación de Joseph no diera a un patio interior, escucharía el ruido de las olas desde la ventana. Y, aunque en invierno el agua está demasiado fría como para bañarse, siempre hace una temperatura muy agradable para pasear por la playa. La playa es lo único bonito que tiene la Ciudad. Es una franja de arena blanca de varios kilómetros a la que se llega después de atravesar un pequeño desierto de rocas de formas imposibles. A Joseph le encanta la playa. A su hermano, en cambio, le gusta más el desierto. Joseph cree que es porque Andrew se siente como si estuviera en uno de esos paisajes extraterrestres que salen en sus cómics. Sin embargo, lo que realmente parece sacado de un mundo de fantasía es el resto de la Ciudad. Aunque es bastante grande, en realidad no puede considerarse una ciudad. Es más bien una cuadrícula de edificios, de prismas idénticos de veinte plantas, fabricados en hormigón y ladrillo, que se construyeron a toda prisa alrededor de la Fábrica para que las familias de los trabajadores tuvieran un lugar donde vivir. A Joseph la Fábrica siempre le ha parecido una especie de dragón dormido, con sus chimeneas, puntiagudas como púas, y su revestimiento metálico de escamas. En cambio, los edificios de viviendas le sugieren un bosque muerto, como si el dragón hubiera vomitado ceniza y lava sobre ellos, convirtiéndolos en una selva de cemento gris. El dragón hace ya un par de años que no vomita cenizas, y el bosque de edificios parece ahora más muerto que nunca.

Cuando la Fábrica cerró, muchos de los trabajadores abandonaron la Ciudad. Los que no tuvieron más remedio que quedarse, como Joseph y su familia, tienen la sensación de vivir en una especie de ciudad fantasma. Como si la misma enfermedad que en su momento devoró al dragón hubiera infectado también todo lo demás. En cada una de las manzanas de ese bosque de edificios muertos siempre hay un claro de edificios más bajos, una pequeña plaza con un mercado, un colegio para cada distrito y algunas tiendas. Es ahí donde sus padres tienen la panadería. En la Ciudad casi nunca hace mucho frío, pero, en cambio, en los meses de verano hace un calor intenso y pegajoso, tan insoportable que Joseph siente a veces que el aire que respira está más fresco cuando lo expulsa que cuando entra en sus pulmones. El mismo calor que hace dentro de la panadería todos los días, todos los meses del año, cuando los hornos están encendidos, preparados para recibir las hogazas de pan. A veces, Joseph tiene la sensación de que el dragón de la Fábrica no está muerto, sino que se ha hecho más pequeño y vive escondido en los hornos de la panadería de sus padres. Joseph intenta combatir el calor y el sueño pensando en la playa, en la brisa fresca que corre entre las dunas, imagina que los sacos que lo rodean son de arena en vez de harina. Con los ojos cerrados, perdido en su fantasía, mezcla las diferentes composiciones de cereal con agua, levadura y sal en la amasadora industrial. Las varillas dan vueltas y vueltas a los ingredientes hasta que se forma una pasta que parece chicle. Saca la masa del recipiente con ayuda de su padre y la moldea con forma de panecillos, de barras, de hogazas, de roscas de mil maneras diferentes y las dispone en bandejas que luego mete en los hornos. Ofrendas al dragón. Cuando termina de preparar el pan, Joseph pasa al taller contiguo, donde su madre tiene las manos hundidas en masas mucho más dulces: cruasanes, hojaldres, palmeras y pastas que impregnan el calor de un aroma dulzón y grasiento. Para cuando empieza a salir el sol, la primera remesa humeante sale de los fogones. Joseph se quema las manos mientras coloca el pan caliente en las estanterías de la tienda, y luego vuelve dentro para repetir el mismo proceso otra vez y dejar una nueva hornada lista antes de terminar su turno.
—Vamos, Joseph, dúchate. Frank debe de estar a punto de llegar —le dice su madre. Joseph deja lo que está haciendo y va al baño. Frente al espejo, se mira las manos, pegajosas de azúcar, mantequilla y miel. Se mira la ropa, empolvada de harina y empapada de sudor. Se desviste y deja que el chorro de agua le refresque la piel, que siente como carbonizada en torno a los huesos de tanto calor. Se viste con unos vaqueros, una camiseta y una sudadera limpias, se pone la gorra, se cala la capucha y sale al mostrador, donde su padre ya empieza a despachar a los primeros clientes. Son las siete y media de la mañana. Frank le espera, con unos enormes auriculares que asoman bajo la capucha de la sudadera y moviendo la cabeza al ritmo de la música que está escuchando.
—Vaya careto, colega —le dice, al ver las ojeras de Joseph.
—Es que hoy tampoco ha dormido nada —le recrimina su madre, tendiéndole una bolsa de papel con cruasanes recién hechos—. Toma, para que empecéis bien el día.
—Gracias, mamá —dice Joseph—. Oye, hoy igual no llego a cenar. Quiero pasar un rato por el gimnasio. —Pero no llegues muy tarde, Joseph, por favor. Necesitas dormir un poco —su madre le mira preocupada. Joseph no contesta. Les da un beso en la mejilla a sus padres y sale con Frank de la panadería. Cuando ya se han alejado unos metros, le pasa a su amigo la bolsa de papel, como si en vez de cruasanes dentro hubiera una bomba.
—¿No quieres? —le pregunta su amigo, relamiéndose—. Tío, si están cojonudos.
—Es que no tengo hambre —se excusa, encogiéndose de hombros. Le da demasiada vergüenza admitir que el olor de todo lo que sale del fuego del dragón le provoca unas náuseas insoportables.

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