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Omnisciente

El sonido de las manecillas del reloj colgado en la pared era lo único que se oía en el interior de aquel oscuro despacho.

Los tres hombres que habían asistido a la reunión programada se encontraban sentados alrededor de una mesa ovalada, sumidos en un silencio lleno de tensión mientras eran alcanzados por el humo del cigarrillo que Alcides Do Cardo, el líder y dueño del lugar, sostenía entre los dedos.

Apenas eran las once de la mañana y ese era el quinto cigarrillo que Do Cardo había puesto en sus labios, un claro reflejo de que la impaciencia lo carcomía por dentro.

El encuentro había sido pactado para las once y media de ese día, el misterioso hombre al cual esperaban no tardaría en llegar y de sólo saberlo las ansias de Alcides lo hacían devorar cigarrillos enteros sin notarlo, y no era para menos, él era consciente de que el hombre que aparecería por la puerta del despacho en donde todos lo esperaban era el mismo hombre que salió de la nada y que en poco tiempo consiguió convertirse en una amenaza para su negocio de tráfico de sustancias ilícitas, pues había adquirido tal impacto que con sólo oír su nombre más de uno demostraba respeto, y, sobre todo, temor.

—¿Vendrá? —cuestionó uno de los sujetos que todavía se mantenía en duda.

—Vendrá. —contestó Alcides con seguridad.

—Esto me sigue pareciendo una total pérdida de tiempo. —se quejó el segundo socio—. Sólo se trata de una nueva cucaracha que tuvo su golpe de suerte, pero en tres meses les aseguro que estará fuera del juego.

—Tenemos más de noventa kilos de cocaína echados a perder por esa cucaracha. ¿Crees que debemos relajarnos? —encaró el primer socio con enojo—. Si no hacemos algo pronto quienes estarán fuera del juego dentro de tres meses seremos nosotros.

—Es mejor tener al enemigo cerca. —expresó Do Cardo—. Nuestra alianza con él no será eterna, por supuesto, sólo necesito asegurarme de que él baje la guardia, una vez que eso pase será exterminado como lo que ya dijeron que es: Una cucaracha.

—¿Y cuál es el nombre del susodicho?

—Señor... —interrumpió una de las empleadas de la mansión—. Alejandro Vercelli acaba de llegar.

Todos se miraron entre sí, cada uno esforzándose por reprimir su inseguridad. Acomodaron casi de manera simultánea sus corbatas y mejoraron su postura corporal.

—Hazlo pasar. —ordenó Alcides.

La mujer obedeció, abrió las dos puertas del despacho y en medio de ellas apareció un jovencísimo hombre de considerable estatura que, a diferencia de quienes lo esperaban alrededor de la mesa ovalada, no iba tan elegante. Usaba unos zapatos italianos negros, un pantalón de vestir también negro y una camisa blanca.

—Buenos días. —saludó ampliando más una sonrisa apática.

—Buenos días. —le contestaron todos.

Las puertas fueron cerradas otra vez. Do Cardo se acercó a él con una sonrisa también (o más) fingida y le dio un apretón de manos.

—No imaginaba que fueras tan joven, Alejandro. —le dijo tratando de suavizar el ambiente.

—Mi espalda no dice lo mismo.

Do Cardo dio una risa en tanto lo conducía hasta el lugar que le habían designado, un asiento que estaba excluido de todos, como clara muestra de la inferioridad con la que ellos veían al muchacho.

—Imagino que sabes el motivo por el que estamos aquí. —supuso Do Cardo.

—¿Para ser amigos? —ironizó Alejandro.

—La reputación que te persigue nos ha dejado claras muestras de que no eres un hombre de muchos amigos, Vercelli. —le contestó el primer socio con seriedad.

—Digamos que no queremos entablar un vínculo tan íntimo como una amistad, pero tampoco queremos un vínculo tan extenso que abra paso a una enemistad. —añadió el segundo socio.

Alejandro suspiró con evidente impaciencia.

—Entenderán que el tiempo es lo único que el dinero no puede comprar, caballeros, así que vayamos al punto. ¿Qué demonios quieren?

—Te queremos con nosotros. —reveló Do Cardo.

—¿Con ustedes?

—Muy a pesar de lo joven que eres, quiero confiar en tu experiencia, en tu audacia, quiero creer que sabes que en este tipo de negocios es importante tener aliados. Nosotros queremos ser los tuyos.

—Aliados. —repitió Alejandro volviendo a esbozar una sonrisa mientras la sangre se le calentaba.

—Tus fuerzas con las nuestras te convertirán en el hombre más poderoso del país, del continente entero.

—Eso suena atrayente. Muy atrayente. Pero hay un pequeñísimo detalle.

—¿Qué detalle?

—No es poder lo que quiero.

—¿Y qué es lo que quieres?

Entonces la sonrisa que Alejandro había mantenido desde que entró en esa habitación se fue deformando hasta desaparecer.

—Venganza.

Todos se miraron con cierta duda.

—Te ayudaremos a vengarte de quien tú quieras, Vercelli.

—¿De verdad? —cuestionó Alejandro con diversión—. ¿De quién sea?

—De quien sea. —reafirmaron.

—¿Y qué pasa si la persona de la que me quiero vengar está en esta habitación?

Finalmente, el fingido ambiente amable desapareció cuando los ojos marrones de Alejandro se posicionaron sobre Do Cardo, quien no terminaba de entender por qué él.

¿Qué de malo le había hecho a Alejandro Vercelli si nunca antes había escuchado su nombre?

O quizá nunca lo había sabido hasta ese día.

—¿No me recuerdas?

—¿Recordarte? —inquirió el hombre con confusión.

—¿En serio mi rostro no te habla? ¿Tanto he cambiado, patrón?

La última palabra fue la clave para que los recuerdos de Do Cardo se desataran y la imagen de un débil niño que sostenía el cuerpo muerto de su padre se adueñara de su mente.

—Tú lo mataste. —afirmó Alejandro con la voz tranquila, pero llena de rencor—. Mataste a mi padre frente a mí. Sólo por una manzana que él robó para darme de comer.

Las caras impactadas de todos deleitaron su alma. Ante aquella revelación ellos por fin entendieron por qué un hombre como él se había empeñado tanto en estropear sus negocios, pues Alejandro no sólo quería llamar su atención, él quería que Alcides Do Cardo supiera que el niño a quien había intentado matar hace once años había vuelto.

—¡MÁTENLO! —ordenó Alcides, pero incluso antes de que este terminara de hablar, Alejandro aprisionó al segundo socio para asfixiarlo valiéndose sólo de los músculos de su brazo derecho.

—Mi padre era lo único que tenía y me lo quitaste. Es justo que ahora yo haga lo mismo contigo, ¿no te parece, patrón?

Sonrió por última vez y dado que el hombre que tenía entre sus brazos tardaba en morir, decidió apresurar su muerte al torcerle el cuello con un solo movimiento.

Tanto Do Cardo como el primer socio intentaron atacar a su enemigo de forma simultánea, pero ni siquiera la fuerza de ambos era capaz de superar a la de Alejandro, él era muchísimo más alto, muchísimo más joven, muchísimo más entrenado, muchísimo más todo.

Un puñetazo en la sien izquierda fue suficiente para que Do Cardo cayera sobre el cuerpo sin vida del segundo socio mientras que Vercelli terminaba con el primer socio, y pese a que este último ya estaba muerto, la frustración del italiano hizo que continuara estrellando la cabeza contra la mesa ovalada hasta que los ojos salieron disparados y el cráneo se despedazó en sus manos.

Las respiraciones de Alejandro eran capaces incluso de reflejarse en su torso. Él dio media vuelta para encontrarse con los ojos horrorizados de Alcides Do Cardo.

—¿No es irónico? —encaró Vercelli inclinándose para quedar a la altura de su enemigo y mostrarle más de cerca sus palmas empapadas de sangre—. Hace once años yo tenía la misma mirada que tienes tú ahora.

—¿Vas...? ¿Vas a matarme?

—El miedo realmente idiotiza a la gente —murmuró Alejandro—. Pero por supuesto que voy a matarte, Do Cardo. No vine desde Italia hasta Brasil sólo para amenazarte. ¿Eres imbécil?

Tomó al viejo por la corbata y comenzó a tirar de esta, presionando su tráquea.

—Sin embargo, antes de matarte me aseguraré de quitarte todo. Porque así será, Do Cardo, te quitaré todo y lo haré mío.

—No sabes con quién te estás metiendo... —le contestó él con dificultad.

—Te daré la oportunidad de mostrarme con quién me he metido.

Y antes de que la piel de Alcides se tornara azul, lo soltó.

Alejandro se puso de pie, fue hasta las puertas y las abrió, dejando que un par de hombres ingresen al sitio para tomar a Do Cardo con brusquedad.

—El caballero ya se va. Acompáñenlo a la salida.

La cara de Alcides terminó de impactarse. Aquella era su mansión, lo había sido por más de veinte años, y en esos instantes él estaba siendo expulsado de ella para que sea invadida por Alejandro Vercelli.

—¡TE VAS A ARREPENTIR! —le gritó a este último lleno de rabia—. ¡HIJO DE PERRA! ¡TE VOY A MATAR!

Alejandro hizo una señal y Alcides fue retirado de la habitación mientras seguía gritando amenazas que sólo enaltecían a su enemigo.

El hombre fue llevado hasta la salida de la mansión ante la vista de toda su gente, quien a todas luces había decidido unirse y apoyar al italiano.

Poco a poco Alejandro Vercelli iba cumpliendo lo que prometió: Todo lo que le pertenecía a Alcides Do Cardo sería suyo.

Salió del despacho para que este pudiera ser limpiado, y pese a que todo había resultado como lo planeó, no estaba satisfecho. Sabía que existía la posibilidad de que luego de su venganza el sentimiento de inconformidad lo atormentara, pero no le importaba, al menos la muerte de su padre habría sido cobrada.

Miró más a detalle la enorme mansión en la que fue esclavizado toda su infancia junto a su padre, un hombre campesino que siempre soñó con una mejor vida para su hijo. Alejandro inclinó la mirada y contempló sus elegantes zapatos negros de origen italiano, entonces recordó también los pies maltratados de su padre por el constante trabajo en las tierras de Do Cardo, el mismo que a punta de golpes y latigazos los obligaba a llamarlo "patrón". Recordó sus propios pies descalzos y lastimados por todas las veces que caminó de una ciudad a otra con el fin de servir al mismo líder cuando él ni siquiera se molestaba en pagarles lo justo o al menos darles un par de zapatos.

A lo lejos vio los establos en donde estaban los puercos y los caballos, con ello, un último recuerdo hizo que su corazón doliera. Se recordó a sí mismo hurgando entre los desechos destinados para los cerdos con el propósito de encontrar algún alimento para él y su padre ya que Alcides tampoco les daba eso.

El odio lo consumió más, fue hasta una de las habitaciones que habían preparado para él y se metió en el baño con rapidez, abrió la ducha y se quedó quieto bajo el chorro de agua fría que poco a poco iba empapando su ropa.

Bajó entonces la mirada para ver más de cerca sus manos, lentamente el agua iba limpiando la sangre de ellas. Pero, ¿qué había de su alma? El agua era incapaz de limpiar algo como eso, era incapaz de borrar su pasado lleno de cicatrices, sufrimiento y pecados.

Se quitó la ropa para darse un baño de cuerpo entero. Necesitaba al menos borrar las huellas de su piel, con las de su alma ya no había mucho que hacer.

—Saldré, regresaré antes del anochecer.

—¿Saldrá solo, señor? —inquirió su jefe de seguridad con preocupación—. Estos barrios son muy peligrosos, y bueno... La noticia de su regreso ya está por todo el país. Eso sin sumar a lo que acaba de pasar en esta mansión, Alcides Do Cardo ya habrá ordenado a un ejército para que lo maten apenas lo vean desprotegido.

—Sé en dónde estoy, amigo. Me cuidarán y me cuidaré, no tienes de qué angustiarte.

Él asintió y dejó que Alejandro terminara de salir de la mansión. Subió a uno de sus autos para conducir hasta resultar frente a una calle de la cual provenía una música que daba pie a una celebración.

Todos los vecinos parecían estar en medio de una fiesta, había mucha gente, bailaban, comían, bebían. Así, por fin su alma encontró un poco de tranquilidad al recordar ciertos momentos felices de su niñez.

Estacionó el auto, bajó de él y regresó a mirar la fiesta en la que estaba a punto de adentrarse.

Se vio de pies a cabeza a sí mismo, su atuendo no encajaba para nada con el atuendo de esas personas, sobre todo con el de las sensuales bailarinas, pero ellas pasaban a un segundo plano, su corazón quería ver a alguien más.

Caminó y resultó sumido entre toda la gente, una de las bonitas bailarinas tomó su mano y ambos compartieron una sonrisa. Alejandro continuó avanzando hasta que a cierta distancia tuvo la imagen de una mujer mayor, quien repartía refrescos en vasos de plástico.

Los ojos de ella de pronto sintieron los de él, entonces alzó el rostro y se encontró con el apuesto joven que la veía de manera nostálgica.

—¡Dios mío! —expulsó ella en un suspiro.

Soltó el vaso y abrió los brazos.

—¡ALEJANDRO!

Él caminó más rápido y ambos se encontraron en un corto abrazo del que ella se separó para tomar al muchacho por ambas mejillas y mirarlo fijamente.

—Soy yo, Vera. He regresado.

—Sí... ¡Sí eres tú! —exclamó la señora y volvió a abrazarlo—. Mi niño... He pensado tanto en ti, en lo que te pudo haber pasado. ¿Por qué desapareciste así sin más? ¿Tienes idea de lo mucho que te he buscado? No hay calle en este país que yo no haya recorrido preguntando por ti.

—Es una historia larga.

—¡Vera! ¡Tres bebidas más! —pidió un muchacho estirando un par de dólares.

—Anda, tres bebidas más, déjame ayudarte. —dijo Alejandro recibiendo los dólares y dándoselos a ella para luego tomar tres vasos y llenarlos de refresco.

La mirada de Vera lo escaneó con dulzura, ella había sido la cocinera de Alcides durante el tiempo en el que Alejandro y su padre vivían (o sobrevivían) dentro de la mansión. De vez en cuando Vera ponía en riesgo su vida con el fin de alcanzarle al chico y a su padre un poco de arroz cocinado u otro alimento. Así, ambos forjaron un vínculo tan fuerte que Vera vio en Alejandro a un hijo y él a una madre en ella, pero ahora que lo había vuelto a ver, la mujer sabía que él ya no era aquel niño hambriento e intrépido, su porte elegante lo hacía ver como un hombre extraño.

—¿Hace cuánto regresaste? —preguntó Vera.

—Hoy en la madrugada. —le contestó él con los ojos enfocados en el mar de gente.

Ella siguió viéndolo a detalle, su corazón le decía que había algo malo en él, ya no percibía su inocencia, su sonrisa le parecía vacía.

¿En qué te convertiste, Alejandro?

Se hizo esa pregunta mentalmente y se llenó de tristeza al pensar en cualquiera que fuera la respuesta. Su niño en realidad no había vuelto. Nunca volvería.

—Quise que fueras tú la primera persona a quien yo viera —le dijo él de repente—. Pero surgieron un par de percances y...

—Estás aquí. Lo demás no importa.

Él sonrió de nuevo.

—¿Ya comiste?

—Bueno... Yo... Todavía no...

—¡Válgame dios! ¡¿Y cuándo pensabas decírmelo?! —lo reprendió Vera—. Ven, hay un pan de queso que te va a encantar, al menos te servirá de aperitivo mientras te preparo una feijolada como dios manda.

—No, no podemos dejar el negocio sin nadie que lo atienda —intervino Alejandro señalando los refrescos—. Me encargaré de esto.

Vera acarició su mejilla.

—No me tardo.

Ella dio media vuelta y se adentró en su casa.

Alejandro, por su parte, dobló las mangas de su camisa hasta dejarlas a la altura de sus codos y desabrochó dos botones de esta, dejando ver más su pecho debido al calor.

Tomó el cucharón junto con un vaso para servírselo a un niño que llegó con él. El pequeño pagó e inmediatamente fue con sus padres para seguir disfrutando de la fiesta.

No celebraban nada en particular, las fiestas en el lugar siempre habían sido tan espontáneas, igual de espontáneas que todo lo que había pasado en su vida.

Hace años él se encontraba en medio de la misma fiesta, pero no en las mismas circunstancias. Pensó en lo diferente que su vida pudo haber sido si Do Cardo no hubiera matado a su padre, la rabia creaba un fuego dentro de él que lentamente lo iba consumiendo.

Sin embargo, sus pensamientos de odio se detuvieron al tiempo en el que su mano atrapó la mano que estaba cerca de sus pantalones, específicamente sobre su bolsillo trasero, en donde estaba su billetera.

Dio media vuelta y sus ojos se encontraron con unos de un tono marrón más claro. La dueña de estos era una joven trigueña un poco más baja que él, su ondulado cabello castaño le cubría la mitad de la cara, así que, sin medirse, Alejandro tiró de su muñeca para acercarla, liberando su rostro de lo que lo escondía.

Era preciosa, quizá la mujer más hermosa que había visto en toda su vida.

—Si no me sueltas gritaré. —amenazó ella.

—Grita.

Y cuando estuvo a punto de hacerlo él la adentró en el solitario pasillo que conducía a la casa de Vera. Aprisionó las dos muñecas de la chica con una sola mano contra la pared y la contempló con más detalle. Podría mirarla durante horas, durante la eternidad, nunca se iba a cansar.

Pero en los ojos de aquella mujer, junto con el miedo escondido, encontraba algo muy familiar, algo que no sabía qué era.

—Porco infeliz. (Cerdo infeliz.) —escupió ella en portugués con la finalidad de que él no la pudiera entender, pues, a todas luces, el porte de Alejandro delataba su procedencia italiana.

En los labios del muchacho nació una sonrisa sincera.

—Lindo ladrão. (Hermosa ladrona.) —le contestó él en el mismo idioma, provocando que ella se sorprendiera.

Le quitó la billetera de las manos y finalmente la soltó. Entonces el pecho de la mujer se calmó.

La manera en cómo él la había tomado despertó en ella recuerdos no muy lejanos sobre el infierno de su vida.

—En mi defensa, sólo te estaba saludando. —se excusó la chica.

—¿Me saludaste llamándome "cerdo infeliz"?

—Los cerdos son bonitos.

Él no hizo caso y regresó junto al enorme contenedor de refrescos.

—Nunca te he visto por aquí. —dijo ella siguiéndolo y posicionándose a su par.

—Entonces aprovéchame. No soy el tipo de hombre que verás dos veces en tu vida.

La joven empezó a reír con sátira.

—Los italianos no son mi tipo.

—¿Sabes una cosa? Tienes razón, al fin y al cabo, las ladronas tampoco son mi tipo.

—¿Ni siquiera las hermosas?

—Quizá podría hacer una excepción.

Ella no pudo mantenerle la mirada intensa y tomó uno de los vasos de refresco para beber su contenido de un sólo trago.

—Te lo pagaré —se adelantó ella antes de que él dijera algo—. Después de todo, lo de la billetera sólo era un juego.

—¿Qué tan seguido juegas ese juego?

—Lo suficiente como para comprar mi libertad.

Su respuesta hizo eco en la mente de Alejandro.

¿Libertad? ¿Ella necesitaba dinero para ser libre? ¿De quién?

—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó intrigado.

—¿De verdad piensas que te lo diré?

Él no quiso insistir, no cuando más preguntas llenaban sus pensamientos.

¿Quién es ella?

¿Por qué sus ojos son tan familiares?

¿Por qué y de quién quiere ser libre?

—Sara. —reveló la trigueña por fin.

Alejandro volvió a mirarla.

—Sara. —repitió.

—¿Cuál es el tuyo?

Y cuando él estuvo a punto de responder, un grito resaltó entre todo el ruido de la fiesta.

—¡SARA!

Se trataba del llamado de dos hombres armados y con rostros furiosos, se dirigían a ella, probablemente no sólo querían saludarla.

Él llevó una de sus manos hasta el arma que tenía escondida en su cinturón, pero antes de que pudiera sacarla, su acompañante lo interrumpió.

—Teniendo en cuenta que no eres el tipo de hombre que veré dos veces en mi vida, hasta nunca, guapo.

Sara tomó a Alejandro por los extremos del rostro y dejó un beso en su mejilla derecha para luego correr y perderse entre toda la gente, siendo seguida por esos dos hombres.

—¡Espera! ¡Sara! —la llamó, pero fue inútil.

Ella corrió tan rápido que consiguió alejarse lo suficiente, aunque de un momento a otro se detuvo para tomar el tacón que llevaba en el pie derecho y lanzarlo contra uno de los hombres que la perseguían, consiguiendo noquearlo.

El joven no quería rendirse, no quería quedarse parado y dejar que ella se las arreglara sola, y cuando oyó un disparo, se decidió.

Alejandro sacó su arma y comenzó a correr siguiendo la misma dirección de Sara y los dos hombres, todas las personas dentro de la fiesta también corrieron debido al miedo que el disparo impuso, lo que obstaculizó su paso y ocasionó que se retrasara unos cuantos microsegundos. Cuando llegó a la esquina de una de las calles, tanto ella como los otros habían desaparecido.

El pecho le ardía. Derrotado y con arma en mano, Alejandro regresó hasta el lugar de la fiesta, viendo el sitio totalmente vacío, Vera había salido a su encuentro, pero de un momento a otro se detuvo, aterrada.

Él no entendía, siguió avanzando, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, notó que la mirada de Vera estaba direccionada hacia la pistola que él llevaba. Con ello la mujer terminó de confirmar lo que intuyó desde el principio.

Su niño se había ido.

—Cuando mi padre fue asesinado tuve que escapar, de lo contrario Alcides Do Cardo también habría acabado conmigo. —confesó Alejandro. Tanto él como Vera estaban sentados alrededor de una mesa dentro de la casa de esta última.

Él necesitaba contar su historia y ella necesitaba escucharla.

—Luego de escapar, trabajé un par de semanas dentro de un casino, la paga no era mucha, pero me ayudaba a sobrevivir. Hasta que una noche uno de los enemigos del dueño irrumpió en el sitio y lo mató. Entonces sólo había dos opciones, las mismas dos opciones de siempre; o me iba con él o dejaba que también me asesine. Yo no quería morir, Vera, mi padre murió por salvarme a mí, no quería que su muerte sea en vano. Decidí ponerme a disposición de aquel hombre, era un italiano con un importante puesto en el tráfico de drogas, me ofreció llevarme consigo a Italia y no lo dudé mucho, pensé que regresar al país en donde nací podría ser una buena forma de olvidar lo que pasé aquí, pero no. No he podido olvidar.

Los ojos de Vera se llenaron de lágrimas.

—El italiano fue un buen hombre conmigo después de todo, me instruyó, me entrenó, me educó. Me dio todo lo que yo necesitaba para sobrevivir en un mundo como este. Con el tiempo conseguí convertirme en más que su mano derecha, me veía como un hijo y sabía que mi lealtad hacia él era absoluta. Pero esa misma lealtad no fue suficiente para evitar que lo mataran. Cuando lo mataron yo quedé al mando, durante los últimos tres años me he dedicado a fortalecer el negocio, he establecido alianzas con gente muy importante, también he conseguido rutas que han incrementado mis exportaciones, tengo más dinero del que antes necesité. Pero...

—No te sientes satisfecho. —adivinó Vera.

—La muerte de mi padre me ha perseguido por muchos años, él no merecía morir de esa forma, no después de todo lo que sufrimos.

—Entonces, ¿estás aquí para vengarte del hombre que lo mató?

Él asintió.

Vera estiró sus manos hasta encontrar las de él.

—Hazlo. —le dijo con firmeza.

Alejandro levantó la mirada, sin creer lo que había escuchado.

—Calma tu sed de venganza. Mátalo, hazlo sufrir, haz lo que quieras con él. Es mejor arrepentirte por hacerlo que arrepentirte por nunca haberlo hecho. —continuó.

Él entrelazó sus dedos con los suyos.

—Te vi con esa muchacha hace un momento. Ella es tu pasaporte a la venganza, Alejandro. Úsala, no la pierdas.

—¿Sara? —se extrañó él—. ¿Qué tiene que ver Sara en todo esto?

—¿No lo sabes?

El joven negó con la cabeza.

—Sara es la hija de Alcides Do Cardo. Sara Do Cardo es la hija del hombre que mató a tu padre.

(***)

Dentro de una habitación no muy bien iluminada, los párpados de Sara Do Cardo lentamente iban abriéndose. El dolor que sentía a la altura del hombro la obligó a despertar por completo.

—Es la quinta vez que has huido mí en lo que va de la semana, Sara. —escuchó la voz de Efraín, el hombre que se creía su dueño incluso sin todavía estar casados.

Antes de que ella pudiera levantarse por su cuenta, él la tomó por la parte trasera del cuello para hacerla quedar muy cerca de su rostro.

—No me importa. —escupió el tipo—. Yo siempre te voy a encontrar.

Y sin remordimiento, impactó uno de sus puños contra los labios de la muchacha para después dejarla caer sobre el piso.

—¡Sara! —le gritó su padre apareciendo dentro de la habitación.

Llegó a ella y la tomó por el mentón, sus ojos ni siquiera se impactaron por la sangre que brotaba de su piel.

—¿Dónde te habías metido? ¿Tienes idea del riesgo al que te expusiste allá afuera? Él podría haberte encontrado y te habría... —Alcides no continuó. Le gustaba pensar que Alejandro todavía no sabía sobre la existencia de Sara, después de todo, ella era lo único que él no estaba dispuesto a entregarle.

—Sara ya me prometió que no volverá a pasar —intervino Efraín—. ¿Cierto?

Ella lo miró con odio, pero se odiaba más a sí misma por no ser capaz de defenderse. Aunque, ¿cómo podría hacerlo? La última vez que quiso evitar que Efraín la golpeara terminó con marcas en la parte trasera del cuello que dejarían cicatrices para la eternidad.

—Ve a darte un baño —le ordenó su padre—. Las mucamas traerán tus maletas en unos minutos, temo que no podremos volver a casa dentro de mucho tiempo.

—¿Por qué? —inquirió ella—. ¿Qué pasó?

—Digamos que tu "inteligentísimo" padre tiene un nuevo enemigo. —le contestó Efraín—. Hoy por la mañana ese enemigo consiguió adueñarse de la mansión y por alguna extraña razón dejó que tu padre saliera de ella con vida, aunque sólo es cuestión de tiempo para que Alejandro Vercelli regrese a buscarlos tanto a él como a ti. Do Cardo me ha pedido refugio aquí para ambos, y claro que lo tendrán. Pero él ya sabe cuáles son las condiciones. ¿No es así?

Alcides regresó a mirar a Sara.

—Te casarás con Efraín mañana.

—¡¿QUÉ?!

—No tiene caso esperar, Sara —manifestó el muchacho—. Después de todo, tú y yo ya estamos comprometidos. Es mejor apresurar la boda ahora que las cosas se han tornado tensas por la llegada de ese... Individuo.

—No. —dijo ella inconscientemente—. Por favor, papá...

Se arrastró hasta los pies de su padre y comenzó a llorar.

—Te lo suplico, no me entregues a él, mi vida será un infierno. Por favor...

—Es necesario que las dos familias se unan, Sara.

—Únanse ustedes, hagan un pacto, un contrato, lo que sea, pero no un matrimonio. Por favor, papá, no quiero casarme, ni con él ni con nadie, no quiero que me quites la poca libertad que tengo.

El sujeto se quedó en silencio, aquella decisión ya estaba tomada y sus suplicas eran inútiles. Miró a Efraín sin saber qué decir y este dio un paso para llegar a Sara y tomarla por los hombros.

—Vete. —le ordenó al hombre con la ira recorriendo sus venas a causa del desprecio indirecto de Sara.

Do Cardo dio media vuelta y los dejó solos en medio de la habitación.

—Sabes bien que yo no te quiero, Efraín.

—Y el sólo hecho de saber que estarás atada a mí por el resto de tu vida me es suficiente.

La sujetó por el cuello y de un solo jalón la estampó contra la cama para luego montarse sobre ella.

—Te odio. —escupió Sara.

Él le mostró una sonrisa maquiavélica para luego desabrocharse los pantalones.

—Si supieras todo lo que eso me motiva a hacerte no volverías a decirlo nunca más.

(***)

Durante esa cálida noche, la mente de Alejandro no podía dejar de repetir el nombre de quien, en palabras de Vera, sería el pasaporte a su venganza.

Sara Do Cardo.

Cambió de posición en medio de las sábanas y se recostó mirando hacia el techo.

—Sara. —pronunció.

Cerró los ojos con derrota.

¿Por qué tienes que ser tú?

Aunque ni siquiera estaba enamorado y sólo se sentía físicamente atraído por ella, le disgustaba el hecho de sentirse en la obligación de hacerle daño.

Entre tanta gente, entre tantas calles, entre tantos días, Sara y Alejandro habían coincidido como si de una ironía se tratara. Como si la vida odiara lo suficiente a Sara como para llevarla hasta las manos de alguien como Alejandro.

—Pero aún no está en mis manos. —se dijo a sí mismo.

Y ahí se encontraba la palabra clave: "Aún"

Entonces, cuando lo estuviera, ¿qué pasaría?

¿Él sería capaz de torturarla frente a los ojos de su padre? ¿Sería capaz de matarla?

Dio un suspiro con el que resolvió su dilema.

Lo siento por ti, Sara.

—Ojo por ojo.

Se descubrió de las sábanas, reanudó su posición inicial y luego de definir el destino de la trigueña, finalmente pudo dormir, sin saber que no muy lejos de donde él estaba, Sara despertaba.

Con cuidado, se liberó de los brazos de Efraín, quien afortunadamente padecía de un sueño tan pesado que ni siquiera el ruido de un tren lo podría despertar.

Con las extremidades adoloridas alcanzó una bata con la que se cubrió rápidamente dado que no soportaba mirar su cuerpo luego de que Efraín lo tomara. Quiso dar un par de pasos, pero sus piernas temblaban tanto que no pudo seguir de pie y cayó de rodillas.

Se arrastró hasta la alcoba y, como solía hacerlo cuando era sólo una niña pequeña, se escondió entre las cortinas.

Recordó lo que su padre le había dicho durante la mañana. Se imaginó casada al día siguiente, se imaginó esclavizada el resto de su vida, y sabía perfectamente que si eso llegaba a pasar nadie allá afuera la iría a salvar.

Durante sus veinte años, Sara fue testigo y víctima principal de los arrebatos de locura de su padre. Luego de la muerte de su madre, cuando ella era todavía una recién nacida, él prometió protegerla, pero esa protección se convirtió en el principal motivo de su sufrimiento.

Alcides comprometió a Sara con Efraín cuando ellos apenas tenían quince años. El hombre sabía que Efraín provenía de una de las familias más poderosas de Brasil, tanto el futuro de su hija como el de sus negocios ilícitos estarían amparados por él. Entonces, bajo esa creencia, decidió vendarse los ojos ante los abusos y humillaciones que Sara empezó a recibir por parte de su prometido. Decidió continuar con aquel compromiso y perpetuar una alianza de protección que, irónicamente, sólo lo protegía a él. Al menos por el momento.

Sara sabía que su padre quería protegerla, pero sus métodos no eran los correctos. Y comprendiendo que nadie más que ella misma podía rescatarse del verdadero infierno en el que pronto sería sumergida eternamente, decidió, por primera vez, intentar librarse de él. Al final, si era descubierta no había nada peor que Efraín pudiera hacerle si ya le había hecho de todo.

Ni siquiera quiso perder tiempo en vestirse, únicamente amarró la cinta de la bata con más fuerza a su cintura para que esta no se le cayera y volvió a ponerse de pie.

Los nervios hicieron que la respiración se le acelerara. Salió de la habitación y con ello su mente entendió que no existía la opción de regresar. Cada segundo contaba, ella no desperdiciaría ni uno solo.

Llegó hasta la puerta principal, pero antes de abrirla un golpe de realidad la detuvo.

Había aproximadamente quince hombres vigilando la entrada y los alrededores de la mansión de Efraín, pasar desapercibida sería imposible. Y aunque lo lograse y consiguiera llegar a las calles, ¿a dónde iría? Efraín podría encontrarla en donde sea que estuviese con sólo hacer una llamada.

—Digamos que tu "inteligentísimo" padre tiene un nuevo enemigo. Hoy por la mañana ese enemigo consiguió adueñarse de la mansión y por alguna extraña razón dejó que tu padre saliera de ella con vida, aunque sólo es cuestión de tiempo para que Alejandro Vercelli regrese a buscarlos.

Sus pensamientos quizá podrían considerarse descabellados.

Alejandro Vercelli.

Ir con el enemigo de su padre y pedir protección era la peor de las ideas. Pero era consciente de que al estar con ese extraño ni Efraín ni Alcides podrían encontrarla, más aún, prefería estar encerrada en el sótano de ese extraño que esperando en el altar de una iglesia.

¿Y qué si Alejandro Vercelli la asesinaba? Si lo hiciera ella realmente se lo agradecería.

Aunque todavía existía un pequeño detalle: Los vigilantes que custodiaban la casa.

Sara tomó el pasillo que conducía hacia la cocina, tomó también unos cerillos junto con varios pedazos de manteles que alguien había dejado sobre la mesa y subió las escaleras otra vez para ir a las habitaciones en donde su padre y Efraín dormían.

Sostuvo uno de los manteles, prendió el primer cerillo y esperó que la tela se encendiera por completo antes de colocarlo bajo las cortinas de la habitación de su padre. Salió, cerró la puerta con llave por fuera y fue a la habitación de Efraín para seguir el mismo procedimiento, pero esta vez con una mayor rapidez.

Una vez que terminó con ellos, bajó hasta el dormitorio de las muchachas que trabajaban en la mansión, hizo lo mismo con la tela, cuidando de que el fuego se iniciara en un punto alejado de ellas para que no resultaran heridas, y, con el dolor de su corazón, también las encerró.

Corrió para colocarse en la parte lateral derecha de la puerta principal y esperó.

El corazón de Sara empezó a angustiarse, se calmó a sí misma confiando en que si todo terminaba mal al menos tendría el consuelo de que intentó salvarse.

Todo su cuerpo estaba en un estado de alerta, listo para salir corriendo apenas se diera la oportunidad; sin embargo, los minutos pasaban y nada parecía estar dando resultado. Hasta que oyó un primer grito, era el de Efraín.

—¡ME QUEMO! ¡ME ESTOY QUEMADO!

Luego escuchó los gritos de las mujeres del servicio. Y, por último, los de su padre.

La culpa casi quiso hacerla desistir. Pero cuando el montón de hombres que cuidaban la mansión entraron por la puerta para ir y distribuirse hacia cada habitación, entendió que era hora de elegirse. Al final, su padre sería rescatado en un par de minutos y no recibiría mayor daño al que ella había tenido durante toda su vida.

Salió de la casa corriendo, creyendo que nadie podría percatarse de su huida. No obstante, su paso se detuvo debido a que había un hombre que no había entrado en la mansión y se mantenía vigilando atentamente la entrada.

Ambos se miraron fijamente.

Aunque él no parecía tener más de quince años, el miedo de Sara era tal que creyó que incluso vomitaría en ese instante.

El sujeto la apuntó con su arma, la cual temblaba debido a que su mano también lo hacía.

—Por favor... —le suplicó Sara acercándose con lentitud—. Déjame ir. Por favor... Por lo que más quieras.

—Los señores me matarán si dejo que se vaya.

—Entonces ven conmigo. —propuso ella con desesperación dado que el tiempo se le iba acabando—. Sé de un lugar en el que nos cuidarán, podremos estar seguros allá.

El chico no supo qué responder. Sara no lo conocía, no sabía su historia ni sus motivos para estar ahí, aun así, su desesperación fue más fuerte, había llegado demasiado lejos como para dejarse recapturar.

—Ven conmigo —insistió—. Haré que protejan también a tu familia.

—Yo... No tengo familia.

—¿Sólo...? ¿Sólo eres tú?

Él asintió.

—Si te quedas ellos terminarán por esclavizarte —le dijo Sara—. Los conozco, sé cómo es mi padre, sé cómo es Efraín, ellos no son buenos, y tú no mereces estar con gente como esa.

El joven siguió dudando.

—Por favor...

Las voces de los hombres acercándose los alertaron.

Él guardó el arma, abrió las puertas y volvió a mirar a Sara.

—Vámonos.

Pese a que aún no se encontraba totalmente libre, el pecho de la chica experimentó un alivio que consiguió fortalecerla.

Ambos corrieron entre las calles confiando en que nadie los seguía.

—¿A dónde iremos, señora?

—Con Alejandro Vercelli.

—¿Alejandro Vercelli? —se alarmó el muchacho—. ¿Quién me garantiza que viviré para contarlo?

—Yo. Te doy mi palabra.

El ruido de un primer disparo hizo que sus cuerpos se estremecieran. Los hombres de Efraín ya habían notado su ausencia e iban por ella.

Sara y el muchacho se mezclaron entre la gente, jugaron con las avenidas yendo de un lado para el otro, se separaron, se reunieron, se separaron otra vez y se volvieron a reunir, aunque todo parecía ser en vano, no podían perder a sus persecutores.

Ella confiaba en que Alejandro estuviera en la mansión que le había quitado a su padre, en la que ella vivía hasta hace unas horas.

Pero en el caso de que fuera así y finalmente pudiera encontrarlo, ¿qué le diría?

Un tropiezo hizo que el joven que la acompañaba cayera al piso, obligándola a regresar con él para ayudarlo a levantarse.

—¡No! ¡No regrese por mí!

Ella hizo caso omiso, lo tomó por uno de los brazos y continuó corriendo hasta perder a quienes los seguían, viendo a lo lejos aquella mansión.

Sus piernas ya no daban más, todo lo que había pasado hace sólo unos minutos poco a poco iba debilitándola.

—¡ALEJANDRO! —gritó en un arranque de histeria, ocasionando que los hombres que cuidaban esa mansión la retengan—. ¡ALEJANDRO!

El muchacho que la acompañaba se encargó de calmar a los sujetos con el fin de evitar que ella sea apuntada por sus armas, aunque no pasó mucho tiempo para que esos mismos hombres la reconocieran ya que habían servido a su padre durante muchos años hasta que decidieron unirse a Alejandro por motivos de una venganza compartida.

—¡DÉJENME VERLO! ¡NECESITO HABLAR CON ÉL!

Pero pese a que la conocían, no la iban a dejar pasar.

—¡ALEJANDRO!

—Señora...

—¡ALEJANDRO!

Su fuerza ya no fue suficiente para seguir gritando, y antes de que cayera al piso, el muchacho consiguió sujetarla. Lentamente sus párpados fueron cerrándose, estaba tan débil que su desmayo era inevitable. Lo último que vio fue la silueta borrosa de un corpulento hombre que se acercó a ella y la tomó por las mejillas.

Todo había quedado en silencio luego de que Sara cayera inconsciente, lo único que se escuchaba eran las tensas respiraciones del joven que había llegado con ella.

Alejandro miró a sus hombres esperando explicaciones, pero no las había. Miró entonces al nervioso muchacho cuyas piernas temblaban incluso más que sus manos, él sabía quién era Alejandro Vercelli, había oído de él, de cómo desmembraba a sus enemigos sin piedad, de cómo perseguía y torturaba a quienes se atrevían a traicionarlo.

—¿Qué es lo que hacen aquí? —le preguntó. Su voz era fuerte, amenazante, reflejaba claramente su personalidad imponente.

—Señor... —tartamudeó el chico—. Por favor... Por piedad, somos fugitivos ahora mismo, necesitamos protección y mi señora me aseguró que usted podría dárnosla.

—¿Fugitivos? —inquirió el jefe de seguridad de Alejandro—. ¿Fugitivos de quién? ¿Por qué?

—Yo... No puedo decir más...

El hombre tomó al joven por el cuello para estamparlo contra una de las paredes externas de la mansión.

—Todo esto puede ser perfectamente una emboscada, señor —le dijo a Alejandro, quien permanecía arrodillado mientras sostenía a Sara—. Esa mujer que usted tiene entre sus brazos es la hija del hombre al que le pertenecía esta mansión, y, sobre todo, es la hija del hombre que fue el causante de su desafortunada vida. Es mejor terminar con ellos antes de que nos den más problemas.

—Señor... —intervino el chico, hablando con dificultad—. Hay una explicación, créame, pero es mi señora quien tendrá que dársela, ha arriesgado su vida para estar aquí, frente a usted, mire las heridas de sus pies. Nada de esto es parte de una trampa; sin embargo... Sé muy bien que nuestra huida despertará el enojo de su padre, y, más aún, el enojo de su supuesto prometido, allá afuera hay decenas de hombres buscándonos, por eso le quiero pedir que, al menos por esta noche, nos deje quedarnos aquí.

Alejandro volvió a mirar a Sara y comprobó lo que Vera le había revelado. Entonces, por fin tuvo respuesta a las preguntas que le surgieron cuando la conoció.

Entendió por qué sus ojos se le hacían tan familiares, eran los mismos ojos del hombre al cual él quería matar.

Pero, ¿qué daño le hizo aquel hombre a su propia hija para que ella tuviera que huir y resultar en los brazos de su peor enemigo?

Al final, la razón lo importaba.

Tenerte fue más fácil de lo que pensé, Sara.

—Redoblen la seguridad y tráiganme al chico. —ordenó Alejandro mientras cargaba a Sara.

Entraron en la mansión, él se dirigió hasta la única habitación a la que no había dejado entrar a nadie; la habitación que había ocupado Sara cuando esa mansión todavía le pertenecía a su padre. Recostó a la joven sobre su cama y regresó a mirar al muchacho que había llegado con ella.

—Si te atreves a salir de esta casa, si te atreves a husmear en las habitaciones, incluso si te atreves a mirar por cualquiera de las ventanas, voy a arrancarte los ojos y los cuervos quedarán satisfechos luego de tragárselos. ¿Me entendiste?

—S-sí, señor.

—Ven conmigo, te mostraré en dónde dormirás.

—Si no le importa, yo preferiría quedarme aquí y cuidar de cerca a mi señora.

—No pensarás compartir la cama con ella, ¿o sí? —le encaró Alejandro con una molestia que lo hizo sentir extraño.

—Por supuesto que no, señor, es sólo que no pienso apartarme de ella hasta estar seguro de que está a salvo aquí, con su gente y con... Usted.

Alejandro esbozó una sonrisa irónica.

—Haz lo que quieras.

Les dio la espalda a ambos y con la cabeza les indicó a sus hombres retirarse para dejarlos solos. Cerró la puerta de la habitación, ordenó a uno de los sujetos cuidar el lugar el resto de la noche y finalmente regresó a la cama.

Su corazón estaba tan satisfecho que por un momento temió que todo sólo fuera producto de un sueño.

No lo terminaba de creer, tenía a Sara en sus manos, podría hacer con ella lo que quisiera, podría incluso hacer que ella se arrepintiera de haber ido con él. Sin embargo, necesitaba más información, necesitaba que ella misma le diera una explicación de por qué estaba ahí, de por qué había huido de su padre.

Su ansiedad era tanta que sería capaz de ir con Sara en ese preciso instante, despertarla a la fuerza y obligarla a contarle todo, sería capaz incluso de matar a aquel muchacho si se atrevía a intervenir.

Pero siendo un hombre que durante toda su vida había sido dominado por sus impulsos, decidió no guiarse por ellos, al menos no esa noche.

Dentro de la habitación en donde Sara descansaba todo estaba en silencio, si bien ella había logrado huir de su realidad, no existía manera alguna de que pudiera huir de sus sueños, en donde todavía era perseguida por los demonios de su infierno.

Casi todos esos sueños involucraban a Efraín, involucraban lo que él le hizo durante tantos años, y pese a que ella se había tomado la tarea de abandonar su cuerpo cada vez que era tomado, su mente la traicionaba al recordar con exactitud todo lo que él le hacía.

Así que, dado que no podía gritar en los momentos en los que quería hacerlo, los sueños liberaban sus gritos inconscientemente.

—¡Señora! ¡Tranquilícese! —la calmó el joven apenas los gritos lo despertaron—. Aún no nos han encontrado, estamos bien...

Ya había amanecido. Sara terminó de sentarse sobre la cama, le llevó unos segundos reconocer la habitación en la que se encontraba, era la misma habitación que ella tuvo cuando esa mansión era suya.

—¿Qué pasó? —le preguntó al muchacho—. ¿Estás bien? No te han hecho nada, ¿verdad?

—Estoy bien.

Ella asintió en tanto se concentraba en respirar.

—Hablé con Alejandro Vercelli, no quise decirle nada sobre el por qué estamos aquí, temía decir algo incorrecto y meternos en más problemas. Él espera que sea usted quien le explique todo.

Sara suspiró.

—¿Cómo es él? —preguntó—. ¿De verdad da mucho miedo?

—Si quiere que le sea sincero, no es exactamente como me lo imaginaba. Creí que sería más viejo y arrugado, aun así, su apariencia sí es de temer, es tan alto y corpulento que podría desaparecerme al pisarme.

—Imagino que tenernos aquí no ha sido muy agradable para él.

—Eso es verdad, él desconfía de nosotros, ha doblado la seguridad en todo el perímetro de la mansión. Es más, uno de sus hombres le aconsejó incluso matarnos en ese mismo instante porque decía que podía ser parte de una trampa.

—¿Y qué lo hizo negarse?

—Yo. Me empeñé en convencerlo de esperar para que hable con usted, aparentemente aceptó, la trajo a esta habitación y antes de irse me advirtió que si todo esto era un engaño íbamos a lamentarlo, también me prohibió husmear por la mansión y acercarme a las ventanas, se lo digo para que usted evite hacerlo y ahorrarnos un regaño.

Sara se frotó el rostro con el fin de disimular su preocupación.

La cabeza se le había enfriado, pero sus ideas no estaban claras, todavía no sabía qué era lo que le diría, mucho peor, temía saber los motivos por los que Alejandro Vercelli odiaba a su padre y si ello también influiría en lo que pudiera hacerle a ella.

—¿Pasaste aquí la noche?

—No quise apartarme de usted, temía que algo le pasara, estamos en medio de hombres extraños, quería cuidarla.

—Te lo agradezco.

—No tiene por qué, después de todo, usted también me salvó al regresar por mí aun cuando no tenía motivo para hacerlo.

Ella sonrió con melancolía.

—Aún no sé cuál es tu nombre.

—Jesús, señora. Jesús Céspedes.

—¿Por qué aceptaste venir conmigo, Jesús?

—Bueno... Yo... Tengo la vida promedio de un huérfano. He crecido en las calles y durante mis quince años nunca he tenido un hogar realmente, hace un par de meses uno de los hombres de su padre me convenció de ir y trabajar para él, dijo que la paga sería buena, que tendría techo y comida, no había motivo para negarme; sin embargo, nunca me dijo que aquel trabajo consistía en, ya sabe, matar gente.

Sara sintió un dolor en el pecho, ella sabía que Jesús no era el único muchacho que había sido engañado de esa manera por su padre, había decenas, y su destino siempre era el mismo.

—Yo no quería matar más gente —confesó él—. Entonces decidí venir con usted, si me quedaba quizá terminaría convertido en alguien como su padre, sin ofender, o quizá habría terminado muerto. Me gusta pensar que, si me quedo a su lado, no tendré que hacer más lo que hacía antes.

—Lamento mucho el sufrimiento que pasaste por culpa de mi padre, Jesús...

—No tiene que disculparse, el sufrimiento no siempre es malo.

La puerta se abrió de golpe y ante ellos apareció el jefe de seguridad de Alejandro.

—Por lo que veo es evidente que ya despertó. —comentó mirando a Sara para luego desviar su mirada hacia Jesús—. ¿Cuándo pensabas decírmelo? ¿O acaso esperabas ponerte de acuerdo con ella para que diga la misma mentira que tu dijiste anoche?

—Él no ha dicho ninguna mentira —lo enfrentó ella con molestia—. Y es mejor que midas el tono con el que hablas en mi presencia.

—Usted no me da órdenes.

—Por ahora.

Sara se puso de pie con la ayuda del joven.

—¿En dónde está Alejandro? —preguntó.

—El señor tuvo que ir a una reunión muy importante, regresará hasta el anochecer, me dejó claro que ninguno de los dos podía salir de esta habitación, así que... —hizo una señal con los dedos y dos mujeres ingresaron con un par de bandejas en donde se encontraba el desayuno.

Ambientaron una pequeña mesita, también trajeron dos sillas y acomodaron los platos.

—Quiero creer que su vasallo le ha explicado las reglas que el señor dio anoche, señorita.

—Me las explicó claramente.

El tipo asintió y se retiró junto con las mujeres que había llevado el desayuno, cerrando la puerta otra vez.

—En mi vida había visto tanta comida —se maravilló Jesús—. Un momento, ¿qué pasa si está envenenada?

—Es poco probable.

—Mi señora, permítame dar el primer bocado de su plato, sería para mí todo un honor morir en su lugar.

Ella sonrió con gracia debido a tal exageración, y dado que estaba completamente segura de que la comida no estaba envenenada, dejó que él tomara un pedazo del omelette con jamón que le habían preparado.

—Delicioso... Exquisito...

—¿Ya te convenciste o quieres más?

—Con eso me conformo.

Sara volvió a sonreír y finalmente comió. Había pasado tanto tiempo desde la última comida tranquila que ella había podido disfrutar.

—¿Qué me dice de usted? —inquirió Jesús captando la atención de la chica—. ¿Por qué está aquí? ¿Por qué escapó de su padre y de su prometido?

Ella suspiró.

—Mi vida tampoco ha sido fácil, Jesús. Aunque no he carecido de dinero ni de comida, he lidiado con problemas que me han convertido en lo que soy ahora.

—Ellos le hacían daño. —adivinó el joven.

—Yo permitía que me lo hicieran.

—¿Nadie podía defenderla? ¿Qué hay de su madre?

—Mi madre falleció durante mi nacimiento, nunca pude conocerla. Siempre hemos sido mi padre y yo, él hizo todo lo que pudo para darme una buena vida, pero... A veces el miedo ciega tanto a las personas que terminan por arruinar a otras.

—¿Cree que la estén buscando?

—Estoy segura de que los hombres del infeliz de Efraín están poniendo a este país de cabeza buscándome.

—No lo entiendo, señora, si Alejandro Vercelli es uno de los enemigos de su padre, ¿por qué vino con él? ¿no teme que la dañe a manera de venganza? Hasta donde oí, Vercelli odia a su padre, se quiere vengar de él por alguna razón.

—Lo sé, Jesús, sé que se quiere vengar de él y también desconozco la razón. Pero...

Ella bajó la mirada.

—Él ya no puede hacerme nada que Efraín no me haya hecho ya. —concluyó.

El pecho de Jesús dolió por el impacto de aquellas palabras.

¿Por cuántas cosas había pasado Sara que ni siquiera temía ser lastimada por un hombre como Alejandro?

Su charla se extendió hasta las ocho de la noche, pese a que ambos habían vivido realidades diferentes, compartían muchas cosas en común que abría paso a una amistad.

Sólo cuando la puerta se abrió ellos se quedaron en silencio. El jefe de seguridad hizo presencia para confirmar que Alejandro Vercelli había vuelto.

—El señor la espera en el comedor. —anunció el tipo.

Sara caminó con el fin de seguirlo, pero este se detuvo al ver que Jesús también dio unos cuantos pasos para ir tras ellos.

—Sólo hablará con usted. Puede ordenarle a su intento de guardaespaldas que se quede aquí.

Ella le dirigió una mirada enojada para luego mirar a Jesús, pidiéndole que hiciera caso a la orden indirecta y se quedara dentro de la habitación.

El chico, pese a que no estaba muy convencido de dejar que ella fuera sola, aceptó.

Sara salió de la habitación y fue guiada hacia el mismo comedor en el que ella cenó junto a su padre hace no más de un día.

Ambos se detuvieron frente a las enormes puertas.

—Traje a la chica, señor.

—Hazla pasar. —ordenó él.

Ella pareció reconocer esa voz.

El sujeto abrió la puerta y le hizo una señal para que pasara. Una vez que lo hizo, la puerta volvió a ser cerrada, dejando que tanto ella como Alejandro se quedaran solos en el sitio.

Sobre la mesa Sara pudo ver un par de platos de comida, tal parecía que ambos cenarían juntos.

—Finalmente podemos hablar con tranquilidad, Sara.

Ella elevó un poco más la mirada y se encontró con el rostro de aquel sujeto al que había intentado robarle la billetera durante una fiesta, aquel mismo sujeto en cuyo apuesto rostro dejó un beso.

Entonces, su pecho sintió una leve tranquilidad.

—Hola, guapo. —lo saludó con la voz nostálgica.

—¿Tan guapo como un cerdo?

La chica se encogió de hombros y su tranquilidad desapareció.

—Creí que eras el tipo de hombre que no vería dos veces en mi vida. —encaró mientras se esforzaba internamente por aparentar una actitud igual o más desafiante que la de él.

—Eres tú quien me ha buscado. —contraatacó Alejandro.

Sara no tuvo respuesta, ese había sido su primer "cara a cara" y oficialmente se declaraba perdedora.

—¿Me harías el honor? —cuestionó Alejandro sosteniendo la silla destinada para ella.

La muchacha se sentó en tanto él se la acomodaba, una vez que terminó, fue a su propio asiento.

—Espero que te guste el lomo de cerdo.

—Vayamos al punto, Alejandro. —intervino ella dispuesta a dejar su nostalgia a un lado—. Sé que sabes quién soy, y ahora yo sé por completo quién eres.

—¿Y quién soy? —preguntó Alejandro luego de llevarse a la boca un trozo del lomo.

—Alguien que quiere matar a mi padre.

Él sonrió con verdadera gracia.

—Deberías saber que yo no soy tan benevolente, Sara. Mi único objetivo no es sólo matar a tu padre.

—¿Qué fue lo que te hizo? ¿Por qué lo odias tanto?

—Eres tú quien está en mi propiedad, las preguntas debería hacerlas yo.

—¡Esta también fue mi propiedad! ¡Lo fue hasta que tú nos la robaste!

—¡Y CON JUSTA RAZÓN! —le gritó Alejandro aventando su silla al levantarse con fuerza y golpear la mesa con sus manos—. Tu padre consiguió toda su riqueza valiéndose del sufrimiento de los demás.

Las extremidades de la muchacha comenzaron a temblar al percibir la rabia que los ojos del enemigo de su padre desprendían.

—Soy yo quien te lo pide esta vez, ve al punto y dime por qué estás aquí. Dime qué es lo que quieres.

Ella tragó saliva.

—Nada.

—¿Nada? —se impactó él.

—Venir aquí fue un error. Perdóname. Es mejor que me vaya.

Rodeó la mesa, pero él atrapó su muñeca con rapidez.

—No, Sara. Tú no te vas.

—Quiero irme...

—Pues yo no quiero eso. No hasta que me digas por qué decidiste venir aquí, por qué gritaste mi nombre con tanta desesperación anoche, como si tu vida dependiera de ello.

Sara agachó la cabeza.

—¡¿QUÉ ES LO QUE QUIERES?!

—¡PROTECCIÓN! —gritó igual o más fuerte que él—. Deseaba que tú...

—¿Que yo pudiera protegerte de tu propio padre?

—Quiero irme. Por favor, deja que me vaya...

—¿Por qué necesitarías esa protección? ¿Qué fue lo que él te hizo?

—Si te lo digo sólo aumentaré mi vulnerabilidad ante ti.

—Puedo percibir esa vulnerabilidad incluso sin oír tu respuesta.

Sara sintió una presión terrible en el pecho por el llanto contenido. Pese a que se había empeñado en mostrar un carácter firme, Alejandro había conseguido dominarla por completo, ahora él era uno más que la creía débil, insignificante y desechable, o eso pensaba ella.

—Me pregunto qué te hizo pensar que yo podía protegerte. —manifestó él sin intenciones de soltarla.

—Estaba... Desesperada...

—Muy bien, ese primer motivo suena coherente.

—Alejandro, por favor...

—Sé que hay algo más, Sara.

Finalmente, el pánico se apoderó de ella, ocasionando que sus lágrimas cayeran y la voz se le terminara de ausentar.

—Mírame.

Ella alzó el rostro para que él pudiera apreciar con más detalle sus tristes ojos marrones.

—En el hipotético caso de que yo accediera a tu pedido de protección. ¿Qué obtendría a cambio?

El llanto de la chica se detuvo. No supo qué contestar, sólo se quedó callada, causando que Alejandro sonría.

—Entonces, ¿viniste a pedirme protección sin la intención de ofrecerme nada? —encaró.

—¿Qué es lo que quieres?

—Dime, ¿qué estás dispuesta a darme?

De nuevo, ella mantuvo silencio.

—No suelo cumplir peticiones sin recibir nada a cambio, Sara. Imagino que lo entiendes.

—Lo entiendo...

—Entonces, mi trato es este: Te daré exactamente un día para pensar en cómo puedes pagarme por mi protección. Si al terminar ese día no encuentras ninguna manera, podrás irte libremente.

Por fin, él la soltó.

—Búscame en el despacho mañana a esta hora y dame tu respuesta. —finalizó.

Alejandro se dirigió a la puerta y salió del comedor, dejando a Sara sola, llena de conflictos internos que sólo la hacían sentir aún más miserable.

Cuando consiguió limpiar sus lágrimas por completo, decidió volver hasta su habitación, necesitaba pensar cuidadosamente en lo que decidiría, pues era consciente de que aquella decisión definiría su futuro.

—¡Mi señora! —la recibió Jesús—. Cuéntemelo todo, la curiosidad me está matando.

Ella lo miró con detenimiento. Pensó también en él, ella le había ofrecido protección, le había asegurado que en ese lugar ambos estarían a salvo, y él esperaba que fuera así.

—Si no te importa, quisiera dormir. Te prometo que te contaré todo mañana.

—Está bien, recuéstese, el ama de llaves me preparó una cama provisional para descansar, también me prestó unos cuantos libros, leeré un poco, o al menos intentaré hacerlo. ¿Quiere alguno?

—Buenas noches.

Ella se metió bajo las sábanas y cerró los ojos.

Alejandro verdaderamente le tenía rencor a su padre, lo había comprobado, no obstante, el motivo seguía siendo incierto, igual de incierto que las intenciones que él tenía para con ella.

¿Cómo podría pagarle por su protección?

No podía hacerlo con dinero, eso era algo que Sara no tenía en absoluto y de lo que Alejandro gozaba en millones.

La noche pasó hasta que amaneció de nuevo. Ella no había podido dormir ni siquiera unos minutos, sus conclusiones no la habían dejado.

Sara sabía que era una mujer atractiva, tenía un cuerpo esbeltamente formado, todos los halagos que había recibido a lo largo de su vida eran solamente dirigidos a su belleza. Y creía fielmente que esa belleza era lo único valioso que poseía, quizá lo único que un hombre como Alejandro Vercelli esperaba recibir de ella.

—Mi señora...

Ella regresó a mirar al chico, dejándole apreciar las enormes manchas negras que habían aparecido bajo sus ojos como producto de la falta de sueño.

—No ha comido nada en todo el día —le dijo él—. No probó el desayuno y ni siquiera miró el almuerzo, venga al menos a ver su cena, está muy rica.

—No tengo hambre.

Se recostó nuevamente en la cama y cerró los ojos para seguir pensando.

No quería que su cuerpo siguiera siendo usado, pero, ¿qué más podría ofrecer?

—Mi señora... —la llamó otra vez el joven.

—¡¿QUÉ?!

—Encontré esto bajo la cama.

Alzó la cabeza y vio a Jesús sostener una botella de ron que ella misma había escondido en esa habitación una semana atrás.

—Dame eso. —le ordenó.

Él se puso de pie y obedeció.

Sara vio con detenimiento la botella llena del licor, la abrió ligeramente y su olor se desprendió por todo el sitio, era un olor que le provocaba nauseas, era el mismo olor al que Efraín solía oler todo el tiempo.

La muchacha se reincorporó en la cama y vio a lo lejos un reloj de pared indicando que eran las ocho de la noche, faltaba una hora para que el plazo que le dio Alejandro se cumpliera.

Para bien o para mal, conocía a Efraín, sabía que el hecho de que ella haya escapado había sido un golpe directo a su orgullo, a su ego. No existía ser más peligroso que aquel que tenía el ego herido. Si él todavía no se había atrevido a ir por ella era porque se encontraba en la mansión de Alejandro Vercelli, el único lugar en el país sobre el que Efraín no tenía poder alguno. Entonces, estaba claro que, si ella decidía salir a las calles, su libertad finalmente no existiría más.

Agarró con fuerza la botella y bebió un enorme trago que le dejó la garganta ardiendo. Necesitaba buscar valor y no pensar en lo que iba a hacer.

Dio un nuevo trago.

Ingenua.

Sonrió con cólera. Los ojos se le llenaron de lágrimas debido a sus propios reproches.

Su vida jamás iba a cambiar, o al menos eso pensaba ella. Al final, todos sólo la usaban por su cuerpo, por su belleza.

—¿Señora? ¿A dónde va?

—A asegurar al menos una buena vida para ti. Porque tú sí la mereces.

—¿Para mí? ¿Qué hay de usted?

—Espérame aquí.

—Pero...

—Es una orden.

Ella se sostuvo de las paredes y caminó hasta el despacho, debido a que todavía no llegaba la hora en la que Alejandro la citó, este estaba vacío. Caminó entonces por los siguientes pasillos, todo parecía moverse como consecuencia el efecto del alcohol.

Pudo encontrar una elegante puerta que abrió, a lo lejos vio los zapatos italianos bajo la cama y el traje negro sobre ella, lo que confirmó que esa habitación era la de Alejandro.

Entró y cerró la puerta, el sonido de la ducha indicaba que él estaba tomando un baño. Ella permaneció quieta, con la visión tan borrosa que le impidió analizar el sitio.

—¿Sara? —escuchó su voz.

Giró y vio a Alejandro parado en medio de la puerta del baño, cubierto sólo por una bata.

Él la miraba con los ojos muy abiertos, como si no creyera que estaba ahí. La vio caminar con intenciones de acercarse, la manera en la que se sostenía de las paredes lo alarmó.

¿Estaba enferma? ¿Herida?

—Dijiste... —la voz se le fue y aquella pregunta fue suficiente para que el aliento de Sara delatara su estado de ebriedad—. Dijiste que querías algo a cambio.

—¿Has bebido? ¿Quién te dio licor? —reclamó él sintiendo su sangre hervir mientras iba por ella para sostenerla, pero sin que se lo esperara, Sara jaló su bata y lo acercó con fuerza para unir sus labios con los suyos.

La desesperación con la que ella lo besaba por un momento lo llevaron a creer que se trataba de un beso anhelado.

—Espera... —la detuvo apenas sintió las manos de ella deshacer el nudo de la bata para pasearse por su abdomen—. Estás ebria, ¿cómo fue que te embriagaste?

—¿De verdad te importa?

—Ven, te llevaré a tu habitación, así como te encuentras será mejor que hablemos mañana.

—No. —se soltó de su agarre—. Hablaremos ahora.

Alejandro la vio con más detenimiento. Era tan bonita y al mismo tiempo tan triste. No se parecía en nada a la joven que conoció en la fiesta frente a la casa de Vera.

—Soy Sara Do Cardo, hija única de Alcides Do Cardo. Pero eso tú ya lo sabes. Sé que odias a mi padre. Sé que el estar aquí, frente a ti, es peligroso tanto para él como para mí. Pero... Eres el único hombre con el que estoy a salvo por el momento.

—¿Por qué huiste de tu padre?

—Estoy comprometida —confesó—. Él me comprometió en contra de mi voluntad con un hombre cuya finalidad sólo es hacerme sufrir. Ahora él me está buscando, sé que apenas me encuentre me matará y sé también que mi padre no será capaz de defenderme. Estoy aquí porque quiero tu protección, tanto para mí como para el muchacho que me acompaña, pero no quiero ser encerrada en estas paredes, quiero salir, ir a donde yo desee con las garantías de que volveré aquí sana y salva. No quiero convertirme en una prisionera, sólo quiero que me ayudes a vivir como una persona normal.

—De acuerdo a tu situación, tenerte como una prisionera es lo más factible para que permanezcas sana y salva. ¿No te parece?

—Entonces tendrás que encontrar la manera de protegerme incluso fuera de esta mansión.

Alejandro se sentó sobre la cama, las condiciones no le importaban, no cuando quería confirmar lo que sospechaba que ella estaba dispuesta a hacer a cambio de esa protección.

—¿Cómo vas a pagarme?

—No tengo dinero. Y sé que eso es lo que menos necesitas.

—Es correcto.

Sara caminó hasta él y sin perder mucho tiempo se posicionó entre sus piernas, deslizó los tirantes de su bata y esta cayó al suelo, dejándola completamente desnuda.

Los ojos de Alejandro recorrieron todo su cuerpo evidenciando las heridas infectadas, los rasguños y los moretones.

—Puedo darte compañía sexual. Tengo experiencia, podrás tenerme la cantidad de veces al día que tú quieras, no voy a quejarme, no voy lastimarte... No voy a llorar mientras me lo hagas.

El lado izquierdo del pecho de Alejandro comenzó a doler.

Inconscientemente, ella estaba prometiendo no hacer todo lo que a Efraín le disgustaba.

—Sé las posiciones que a los hombres les gusta, sé cómo y dónde besarte —continuó mientras iniciaba un descendiente camino de besos hacia su entrepierna—, también sé cómo chupar...

—Basta. —la calló atrapando sus manos para que no lo tocaran más.

—Eso es lo que puedo ofrecerte. Estoy aquí para darte un adelanto.

Tomó lo extremos del rostro del hombre para intentar besarlo otra vez.

—Te dije que no, Sara. —impuso él con voz fuerte.

—¿No?

Recogió la bata y se la dio.

—Vístete.

—¿Es por mis moretones? ¿Por mis marcas?

Él se puso de pie con la intención de alejarse, pero ella lo retuvo.

—¿Es porque no quieres tocar algo que ya fue usado? ¿Ya no te parezco hermosa? ¿Te doy asco?

—Es porque soy incapaz de verte como un objeto sexual. —respondió.

En esa ocasión fue ella quien se alejó.

—¿Te estás burlando de mí?

Él la miró fijamente. ¿De verdad ella estaba tan mal que consideraba aquello como una burla?

—Contéstame —le reclamó dándole un empujón—. ¿Te estás burlando? ¿Quieres hacerme sentir aún más miserable?

Sus ojos estaban cristalizados, decepcionados. Ella no podía terminar de creer que ya ni siquiera la querían para eso.

Él la tomó por los hombros con delicadeza y sin aviso previo, Sara se abrazó a su abdomen.

—Por favor... No tengo nada más que darte, acepta esto, acéptame a mí. Necesito tu protección, al menos para mi amigo.

El corazón de Alejandro se encogió. Se atrevió a abrazarla de vuelta, ella sintió ese gesto y finalmente comenzó a llorar.

Sin soltarla, la llevó hasta el baño, llenó la bañera con agua caliente y esperó que esta se temperara para que sus heridas no ardieran cuando ella se metiera. Una vez que comprobó que el agua ya estaba tibia, la tomó en brazos y lentamente la sumergió en la tina.

—Déjame limpiarte.

La vio asentir tímidamente.

Alejandro tomó una esponja y suavemente la usó para tallar el cuerpo de Sara. Aunque las heridas seguirían en su piel durante un tiempo, lo que él buscaba darle era una limpieza simbólica.

Una vez que terminó, la envolvió con una enorme toalla para regresarla a la habitación. La sentó sobre la cama y se apartó para buscarle algo limpio que ella pudiera usar, encontró una camisa negra, dado las enormes diferencias entre el cuerpo de la chica y el suyo, aquella camisa podría quedarle perfectamente como un vestido.

Le quitó la toalla con cuidado, dejando su desnudez nuevamente frente a él, le colocó la prenda y se la abotonó con rapidez para no hacerla pasar frío.

Pensó en la posibilidad de regresarla a su cama, pero esa misma posibilidad le disgustaba incluso a él. Ella podría interpretarla como un rechazo indirecto hacia su petición de protección cuando en realidad era todo lo contrario, Alejandro quería hacerle sentir que la estaba protegiendo y que la iba a proteger aun si todavía no existía un trato de por medio.

Abrió las sábanas de su cama y la recostó para después cubrirla.

—Retomaremos esta conversación cuando sea el momento. —le aseguró él—. Puedes dormir tranquila. Nadie va a tocarte mientras estés aquí, eso me incluye a mí.

Le dio la espalda y fue a vestirse. Cuando regresó, ella ya había caído en un sueño profundo.

Salió del dormitorio como alma que lleva el diablo hasta ver a lo lejos a su jefe de seguridad.

—Hablé con algunos de mis hombres, ellos estuvieron hoy por las calles debido a que era su día libre, me contaron que esa muchacha está siendo buscada incluso por la misma policía. ¡El miserable de su padre se atrevió a involucrar a la policía, señor! Ha encargado que ellos vigilen discretamente aeropuertos y fronteras con el fin de capturarla si se atreve a salir del país a cambio de dos millones de dólares.

El hombre permaneció de espaldas, sin impactarse por lo que su empleado decía.

—No podemos seguir teniéndola con nosotros, señor —continuó este último—. Sólo es cuestión de tiempo para que se sepa que ella está aquí. No es bueno que la policía ponga sus ojos en usted, y, aunque su historial está limpio, el tipo de negocios que maneja es difícil de camuflar.

Alejandro terminó de beber el whisky del vaso que sostenía en la mano derecha y regresó a mirar al jefe de seguridad.

—Busca al capitán de la policía, tráemelo mañana a primera hora. Si el padre de Sara compró a la policía con dos millones de dólares para encontrarla, nosotros la compraremos con cinco millones para seguir escondiéndola.

—¿Y si el capitán no acepta el dinero?

—Entonces ve por su familia. —estableció Alejandro mirándolo fijamente.

—¿Por qué tomarnos tantas molestias por una mujer, señor? Ella sólo le traerá problemas.

—Las ventajas de tenerla conmigo superan a los problemas que me pueda traer.

—Perdóneme, pero no entiendo.

—Sara es una mujer con un resentimiento reprimido hacia su padre. —detalló Alejandro—. Ella me dará toda la información que necesito sobre él, me dará las coordenadas de sus rutas, la información de sus compradores, todo. La mujer que tengo en mi cama es la mujer que necesito.

—No quiero contradecirlo, señor, pero... ¿Usted cree que ella le revelará toda esa información sabiendo que perjudicará a su padre? Ambos sabemos que la muchacha no odia lo suficiente al hombre como para dejarlo a merced de usted.

—Por ahora.

—¿Qué pasará con ella después de que le dé lo que usted quiere y complete su venganza?

—Ve a hacer lo que te ordené, por favor.

—Lo siento, señor, iré enseguida.

El sujeto desapareció y Alejandro volvió junto a Sara. No quiso contestar la última pregunta ya que francamente no tenía respuesta.

Cuando todo terminara, cuando Alcides Do Cardo estuviera muerto y su padre hubiera sido vengado, ¿qué pasaría con esa mujer?

Él no quiso pensar en ninguna posibilidad, lo que tuviera que pasar simplemente pasaría. El tiempo y el destino eran las dos únicas cosas que Alejandro Vercelli sabía que no podía controlar.

—¿Quiere que le prepare una cama en otra habitación, señor? —le preguntó el ama de llaves apareciendo en medio del dormitorio.

—No.

—Pero... Entonces, ¿dónde dormirá usted esta noche?

—No podría hacerlo aunque quisiera.

Ella se tomó la libertad de acercarse a Sara y apreciarla con una mirada tierna.

—Es una mujer muy bella, ¿no le parece, señor?

Él sonrió discretamente.

—Preciosa.

—Pienso que alguien como ella no merece ser arrastrada por las maldades del padre que tiene. —volvió a decir la señora.

—¿Temes que la dañe?

Ella negó levemente con la cabeza.

—Sé que Alejandro Vercelli no daña a inocentes.

—No me fío de mi propio juicio moral, es mejor que tampoco lo hagas tú.

La vio encogerse de hombros para después salir de la habitación, la puerta fue cerrada y ambos se quedaron nuevamente solos.

En su mente, Alejandro reafirmaba lo que dijo minutos atrás.

Sara sí tenía rencor hacia su padre. Ella sí era la mujer que necesitaba. Pero su seguridad al lado de un hombre como Alejandro no estaba garantizada.

La miró por última vez y comprobó aquella última verdad.

Es preciosa.

Sara continuó durmiendo el resto de la noche, nunca antes había sentido tanta tranquilidad al dormir; sin embargo, esa misma tranquilidad se convirtió en un motivo para que su mente se angustiara.

¿Y si todo sólo era una trampa?

¿Y si cuando despertara Efraín aparecería frente a ella?

—¡NO! ¡NO!

—¡Sara!

Alejandro, quien había estado a punto de dormirse, dio un salto debido a los gritos de la chica.

—Está bien, no pasa nada —la calmó tomando sus manos—. Tuviste una pesadilla.

Ella no se convenció. Entrelazó sus dedos con los de él con la fuerza suficiente para comprobar que era verdad. Pero no bastó. Fue entonces que atrapó el cuello de Alejandro y besó sus labios.

Él se paralizó, no supo qué hacer, si alejarla o dejar que siguiera. Optó por la segunda opción, aunque él no la besó de vuelta y tampoco la tocó, pues sabía perfectamente que aquel beso no era sincero.

—¡Mi señora! ¡Suéltenme! Mi señora... —Jesús detuvo su habla al abrir la puerta de golpe y ver la escena.

—Perdón, señor —se excusó el jefe de seguridad apareciendo detrás del chico—. El niño enloqueció cuando escuchó a la chica gritar...

—¿Está bien, señora? —interrumpió él mirando fijamente a Sara—. Lo siento. Perdóneme. No debí entrar así, pero creí que le estaban haciendo daño y...

—Estoy bien, Jesús, sólo tuve una pesadilla.

—Oh... Entiendo.

Todo se quedó en un silencio incómodo, al menos para Alejandro.

—¿Tienen hambre? —preguntó él dado que fue lo primero que se le ocurrió.

Sara falló en disimular su sonrisa.

—Sí, tenemos hambre, mucha hambre.

Él se puso de pie y salió de la habitación, llevándose a su jefe de seguridad consigo.

La muchacha continuó sonriendo incluso después de verlo desaparecer.

—Creo que interrumpí un momento importante, ¿verdad? —se reprendió Jesús a sí mismo.

—No era un momento importante, no para él.

—¡Se estaban besando!

—¡Baja la voz!

—Perdón.

Ella se puso de pie y se miró de pies a cabeza, llevaba una elegantísima camisa negra que le llegaba hasta la mitad de los muslos. También contempló admirada el lugar en donde estaba, a diferencia de la noche anterior, en la que tenía la visión borrosa debido al alcohol.

Sólo había una cama y un armario, fuera de ello, todo estaba vacío, lo cual le resultó curioso puesto que el resto de la casa estaba muy bien decorada con muebles y elegantes colecciones de pinturas.

—¿Pudo hablar con él? ¿Nos protegerá?

Y antes de que Sara contestara, Alejandro apareció por la puerta otra vez.

—El desayuno ya está servido.

Los condujo al comedor y Jesús pareció enloquecer nuevamente con la cantidad de comida que tenía frente a él.

—Buen provecho.

Alejandro dio media vuelta, dispuesto a irse.

—¿No comerás con nosotros? —lo detuvo Sara.

—Tengo mucho trabajo.

Ella asintió con cierta tristeza.

Él les dio la espalda, salió de la mansión para subir a uno de los autos y alejarse.

Una vez que se quedaron solos, Jesús fue el primero en sentarse y devorar todo lo que les habían preparado. Sara, por su lado, simplemente bebió un jugo de manzana.

—Déjame limpiarte.

Una sonrisa le fue iluminando el rostro. Jamás se había sentido tan conmovida. Jamás había sido tocada con tanta delicadeza y cuidado.

Pero dadas las circunstancias, tenía presente que Alejandro Vercelli era un hombre en el no que podía confiar.

(***)

—¿Es un trato?

—Es un trato.

Alejandro y el Capitán de la policía se estrecharon las manos como señal de alianza. Disimuladamente, el italiano le dirigió una mirada a su jefe de seguridad para ordenarle detener la ejecución de la familia de aquel Capitán.

El sujeto obedeció rápidamente y salió de la oficina para hacer la llamada, dejando a ambos hombres solos.

—Jamás creí recibir cinco millones de dólares sólo por una mujer. —confesó el Capitán entre risas—. Eres consciente de que Efraín, su prometido, ha mandado a medio país tras ella, ¿no es así, Alejandro?

—Es mejor que se encargue personalmente de controlar a esa mitad del país. Porque debería saber que, si alguien toca a Sara, no sólo mataré a ese medio país. También vendré por usted.

Ver la sonrisa del Capitán desvanecerse fue un motivo para que la de Alejandro apareciera mientras se ponía de pie.

—Fue todo un honor hacer negocios con usted, Capitán. Debo retirarme, pienso que su palidez desaparecerá si lo hago.

Le dio una última sonrisa y salió de la oficina, con sus pensamientos centrados en el compromiso de Sara.

Efraín.

La sangre se le calentó.

—Puedo darte compañía sexual. Tengo experiencia, podrás tenerme la cantidad de veces al día que tú quieras, no voy a quejarme, no voy lastimarte, no voy a llorar mientras me lo hagas.

Volvió a sentir aquel dolor en el pecho cuando oyó esas palabras por primera vez.

—Sé las posiciones que a los hombres les gusta, sé cómo y dónde besarte.

¿Y ella lo sabía por culpa de Efraín? ¿Porque él la había obligado? ¿Porque aprendió a la fuerza?

El choque de uno de sus hombros con el de otro sujeto lo regresó a la realidad. Alejandro regresó a mirar al tipo, esperando que se disculpase, pero este simplemente lo miró de vuelta con aires desafiantes.

Ninguno de los dos dijo nada, cada uno siguió caminando, ignorantes al hecho de que ese había sido el primer encuentro entre Efraín y Alejandro Vercelli.

Este último subió al auto que lo esperaba fuera de la estación policial para regresar a la mansión.

Eres consciente de que Efraín, su prometido, ha mandado a medio país tras ella, ¿no es así, Alejandro?

¿El Capitán lo tomaba por tonto? ¡Claro que era consciente!

Él sabía que Sara poseía mucha información sobre las rutas de exportación de droga con las que Alcides Do Cardo llenó sus bolsillos. Ese tipo de rutas eran imperceptibles y desconocidas incluso para la policía, lo cual las convertía en la fuente de codicia de toda la competencia.

Tener a Sara con él no sólo era cuestión de venganza, también involucraba su ambición, y recordando las palabras que lo habían motivado los últimos años, se declaró indispuesto a dejar que alguien más se adueñara de esas rutas, más aún, rechazaba la sola idea de dejar que alguien más se adueñara de Sara.

Entró con paso apresurado a la mansión, decidido a hacerle la propuesta con la que se aseguraría de eliminar toda probabilidad que lo separara de ella. La necesitaba cerca, al menos hasta conseguir la información que tanto anhelaba.

Subió las escaleras y abrió la puerta de la habitación de Sara casi de golpe, sin encontrarla.

¿Dónde está?

Salió endemoniado hacia los pasillos.

—¿Y la chica? —le cuestionó al ama de llaves.

—Debería estar en su habitación, señor.

—Pues no está.

—Yo... Yo no sé dónde está.

—¿No será que la ayudaste a escapar? —increpó acercándose hasta acorralar a la mujer contra una de las paredes—. ¿De verdad tuviste mucho miedo de que yo la lastime? ¿Cómo te convenció de dejarla ir?

—Le juro por mi vida que yo no la ayudé a escapar, señor. Y... Francamente no creo que ella haya escapado, su amigo aún sigue aquí, ayudando al jardinero.

Tomó distancia de ella y se concentró en respirar.

—Ordena que la busquen en toda la casa, y, por tu bien, será mejor que la encuentren.

—Sí... Sí, señor.

El ama de llaves se alejó casi corriendo mientras que él abrió la puerta de su propia habitación y entró en ella para empezar a desvestirse, tenía el cuerpo sudado, necesitaba ducharse para al menos calmar su mal humor.

—Buenas tardes, señor.

La voz de Sara lo hizo voltear de inmediato, entonces la tuvo ante él, estaba vestida con el uniforme amarillo de tonalidad pastel que usaban las muchachas del servicio; una falda que, se supone, cubría hasta las rodillas, pero que ella había estilizado para convertirla en una minifalda, y una blusa.

—Ordené tu dormitorio. ¿Te gusta?

—¿Por qué estás vestida así?

—Bueno, no habrás creído que usaría tu camisa todo el día, ¿o sí? ¡Hay hombres aquí!

Él se frotó la cara.

—Perdóname, olvidé ese detalle.

—Está bien, tu ama de llaves fue muy gentil al prestarme uno de sus uniformes.

—¿Alguno de mis hombres te faltó el respeto?

—No, ellos también me han tratado muy bien.

—Bien.

Ella tomó uno de sus brazos y lo hizo sentar sobre la cama para terminar de quitarle la camisa.

—Te ves cansado, ¿no ha sido un buen día?

—Es momento de retomar la conversación que se nos quedó pendiente, Sara.

La media sonrisa de la chica desapareció.

—Quieres protección y la tendrás. A cambio, necesito de tus servicios.

—¿Los servicios que te ofrecí anoche? —preguntó ella con inseguridad.

—No. No ese tipo de servicios.

Él apenas pudo percibir que el pecho de Sara se relajó.

—¿Qué quieres de mí?

—Quiero que seas mi esposa.

(***)

Había pasado un día desde que Sara escuchó la propuesta de Alejandro, aunque aquella propuesta en el fondo no era más que una vil mentira.

Él sabía que al convertir a Sara en su esposa cualquiera que se atreviera siquiera a tocarla se sentenciaría. Así, tanto la información que ella poseía como ella misma estarían protegidas.

De igual forma, le gustaba pensar en la rabia que desataría en Alcides.

¿Qué pensaría Do Cardo si viera a su hija casada con su peor enemigo?

—¿Casarse con él? —se sorprendió Jesús—. ¿Sólo eso?

—Tiene cierto sentido —argumentó Sara—. Alejandro odia a mi padre, eventualmente querrá sacarle más de un disgusto al casarse conmigo. Me gusta creer que eso es lo peor que él podría llegar a hacerle. Al casarme con Alejandro quizá yo pueda saber el motivo de su venganza y evaluar la posibilidad de hacerlo reflexionar.

—No quiero sonar pesimista, señora, pero no estoy seguro de que un hombre como Alejandro desista de sus objetivos de la noche a la mañana.

Sara suspiró con pesar. Para ella, la propuesta no le parecía amenazante puesto que compartía el pensamiento de Alejandro, sabía que, al verla casada con él, su padre enloquecería, pero no sufriría mayor daño por ello. Sara también sabía que al ser la esposa de Alejandro podría adquirir un poco de la libertad con la que soñaba, ni Efraín ni su padre se atreverían a ir por ella debido a los acuerdos dentro del territorio, mismos que consistían en no dañar a la familia del enemigo. Y al casarse con Alejandro, Sara automáticamente se convertiría en su familia.

Entonces, consciente de que el precio que tenía que pagar por su libertad no lo pagaría ella sino su padre, se decidió.

Salió de su habitación, caminó hasta el despacho y encontró a Alejandro dentro de él, hablaba por teléfono con quién sabe quién mientras permanecía de espaldas a la puerta.

Ella se tomó la libertad de entrar en silencio, en tanto él seguía discutiendo. Debido a sus movimientos bruscos por lo alterado que estaba, su camisa dejó que los ojos de Sara evidencien con brevedad la sombra de una cicatriz en la parte baja del cuello del hombre.

—No volveré pronto a Italia. —lo escuchó decir—. Y de hacerlo, no pienso verte. Buenas noches.

Colgó golpeando con fuerza el microteléfono contra el aparato en donde encajaba.

—¿Qué culpa tiene el teléfono?

—¿Sara?

Ella sonrió cuando recibió su mirada.

—¿Qué necesitas?

—Sólo quería verte.

—Mi humor no es el mejor ahora mismo, Sara. Deja de jugar y dime qué es lo que quieres.

—¿Por qué estás tan molesto?

—Por cosas que no te incumben.

—Quiero ayudarte y lo único que recibo son groserías. Eso no es justo. —se quejó la muchacha mientras se acercaba más a él. Pero antes de que lo tocara, Alejandro tomó distancia para ir y sentarse sobre la silla que se encontraba detrás del escritorio.

—Me pregunto qué ayuda me darás.

—El plazo que me diste para pensar sobre tu propuesta vencerá dentro de una hora.

—Lo sé.

—No necesito esa hora restante.

—¿A qué te refieres?

—Me quiero casar contigo, Alejandro.

Él ni siquiera se sorprendió. Lo había calculado todo con tanta minuciosidad que era imposible que Sara le diera una respuesta que él no quería oír.

—¿De verdad? —fingió.

—De verdad.

—Luces demasiado tranquila. ¿Piensas envenenarme durante nuestra luna de miel o qué?

Sara empezó a reír, aunque su diversión lentamente se desvaneció.

—No me siento segura con nadie más que contigo. —reveló mirándolo fijamente.

—Por ahora.

Ella asintió. Alejandro acababa de admitir que su seguridad a lado de él no estaba garantizada y eso a Sara no le importó. Era algo que ya sabía.

—Sólo por esta vez pondré el tablero a tu favor, Sara —dijo él haciendo que ella vuelva a mirarlo—. Bajo mis leyes, un matrimonio real debería ser eterno. Pero dado que nuestro matrimonio será una mentira, te daré la oportunidad de terminarlo cuando ya no te sientas segura conmigo, cuando ya nadie te persiga o cuando quieras volver con tu padre.

—Eso significa...

—Significa que podrás deshacer este matrimonio cuando tú quieras. No me opondré.

—¿Y si no quiero terminarlo? ¿Estarías dispuesto a compartir tu vida a lado de una mujer que no te ama sólo para cumplir una venganza?

—La última persona que me amó fue asesinada hace once años. Durante todo ese tiempo no he compartido mi vida con alguien que me haya amado. Estoy acostumbrado.

Sara sintió cierta lástima.

—Lamento que esa persona haya sido asesinada. —manifestó con la voz triste.

Y muy dentro de ella, infirió que ese era el núcleo de la venganza de Alejandro, y que su padre probablemente estaba detrás de la muerte de esa persona.

¿Pero quién era esa persona?

—Sin embargo, también tengo mis condiciones.

—Ah, ¿sí?

—Sé que nuestro matrimonio será una mentira, pero quiero que me hagas creer incluso a mí que es real.

—¿Y cómo haré eso?

—Viéndome como tu esposa. Tu esposa de verdad.

Sin darse cuenta, Alejandro ya la tenía enfrente, aunque en esa ocasión no había forma de que él escapara puesto que estaba acorralado contra la silla sobre la que él mismo se había sentado.

—Quiero que duermas conmigo. Quiero que me tomes de la mano. —pidió ella mientras se acomodaba sobre las piernas del hombre—. Quiero que me beses...

Rodeó su cuello con delicadeza y lo acercó hasta que los labios de ambos se unieron.

Él tardó en responder aquel beso ya que se mantenía alerta a cualquier otro movimiento que Sara tuviera planeado hacer. Pero empezó a dudar de que eso fuera una distracción. Las manos de la chica estaban sobre las mejillas de él, tenía los ojos cerrados y el cuerpo recostado cómodamente sobre su abdomen.

¿De verdad su única intención es besarme?

Él movió ligeramente los labios. Ella sintió ser correspondida y lo besó con más intensidad. Entonces Alejandro ya no se pudo alejar.

Envolvió la espalda de Sara con ambos brazos y continuó el beso. Su primer beso oficialmente.

Aunque él se distanció apenas sintió una de las manos de ella sobre la cicatriz que se asomaba por su cuello y la otra sobre el cinturón de sus pantalones.

—Puedo hacer todo eso —le prometió con la voz agitada—. Puedo dormir contigo, puedo tomarte de la mano y puedo besarte todos los días...

Tragó saliva antes de seguir.

—Pero no voy a acostarme contigo. —concluyó.

—¿Por qué no?

—Porque no quiero decepcionarte.

—¿Decepcionarme? —se sorprendió Sara—. ¿Eres terrible en la cama?

Él sonrió, ocasionando que ella también lo hiciera.

—Además, sé que tus experiencias sexuales no han sido las ideales. —continuó Alejandro.

El nombre de Efraín se adueñó de la mente de Sara, lo que provocó que ella bajara la cabeza.

—Quiero que lleves un tratamiento profesional respecto a eso. Quiero tener una esposa libre, al menos psicológicamente. La libertad en el mundo te la daré yo.

—Supongo que no tengo alternativa.

Él la sostuvo con más fuerza.

—No. No la tienes.

—Pero deberás recompensarme.

—¿Y qué quieres a cambio?

—Quiero que tú y yo tengamos una boda de verdad.

—No lo sé, Sara, reunirnos con tanta gente mientras aún te siguen buscando es peligroso. Mis hombres no merecen que los exponga a...

—Dije "tú y yo". Eso no cuenta como "mucha gente", ¿o sí?

—¿Quieres una boda en la que sólo estemos tú y yo?

—¡Sí! Aunque también podríamos invitar al ama de llaves y a las muchachas del servicio, han sido muy buenas conmigo, las considero mis amigas. También podríamos invitar a tus hombres, incluso a tu jefe de seguridad a pesar de que no le agrado. Podremos casarnos frente a ellos. No quiero ir y simplemente firmar, eso sería muy deprimente.

Él suspiró.

—¿Entonces? ¿Qué me dices?

—Tú ganas. Tendremos una boda de verdad.

Ella sostuvo las mejillas de Alejandro y en un movimiento violento tiró de él para besar sus labios.

—Espera... Sara... Me asfixias...

Lo soltó y se puso de pie para correr como una niña pequeña hacia su habitación.

—¡Debo contárselo a Jesús!

Alejandro la miró embelesado hasta que desapareció. Permaneció inmóvil por unos segundos hasta que cayó en cuenta de la sonrisa que se había adueñado de sus labios.

Recobró su compostura, se acomodó la camisa junto con los pantalones y también salió de la habitación para pasar por la de Sara, pudiendo oír los gritos de emoción de Jesús.

Llegó al primer piso y con una señal llamó a su jefe de seguridad.

—Cancela mis asuntos de mañana. Quiero que dispongas a seis hombres mimetizados para mí y para la chica, saldré de aquí unas horas y la llevaré conmigo. Prefiero no llevar seguridad personal, es mejor evitar llamar la atención.

—Entonces sí se casará con ella.

—No quiero que nadie lo sepa por ahora.

—Confío en que usted sabe lo que está haciendo, señor. Pero no estoy de acuerdo.

Alejandro lo miró con una seriedad asesina, el tipo dio media vuelta y se dirigió a cumplir la orden, él, por su parte, se adentró en la casa nuevamente con la necesidad de regresar al dormitorio de Sara.

Abrió la puerta y la encontró. Estaba sola.

Ella volteó a mirarlo, y antes de que pudiera decir algo, Alejandro se adelantó al tomarla por la parte trasera del cuello para obtener un nuevo beso que robara su aliento a totalidad.

(***)

—Vercelli —lo saludó una elegante mujer, dueña y diseñadora de una de las tiendas de ropa más famosas del país a la que él había decidido llevar a Sara—. Veo que vienes acompañado de... ¿Tu sirvienta?

—Soy su prometida. —corrigió Sara, quien llevaba puesto todavía el uniforme de servicio por puro capricho.

El hombre inconscientemente cerró los ojos.

Se supone que nadie debía saberlo todavía.

—¿Así que te casarás con una sirvienta, Alejandro? —inquirió la mujer en un tono de burla.

—¿Algún problema? —se adelantó Sara otra vez antes de que Alejandro interviniera.

—Aunque es bonita creí que los gustos de un hombre como tú eran mucho más... Sofisticados.

—Frente a ti tienes a mi futura esposa. Te aconsejo reservar tus comentarios. —la reprendió Alejandro sosteniendo a Sara por la cintura para evitar que diera un paso hacia la mujer

—Me esforzaré. ¿Qué los trae por aquí?

—Es mejor que nos vayamos. —murmuró Sara.

—Confío en que podrás asignarle un estilo apropiado a mi prometida.

—¿Asignarme? —volvió a murmurar Sara.

La mujer la miró de pies a cabeza con evidente desprecio.

—Tiene buen cuerpo, buena estatura y un color de piel... Aceptable. Veré qué puedo hacer.

Le hizo una señal a Sara para que la siguiera y así lo hizo, dejando a Alejandro en medio de la tienda mientras sus hombres vigilaban las afueras junto con Jesús.

Pasaron alrededor de diez minutos hasta que él vio salir a Sara de los vestidores con paso rápido para dirigirse a la salida de la tienda.

—Espera... Sara...

—Suéltame.

Sostuvo su rostro y vio sus ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué pasó? ¿Te hizo algo?

—Me quiero ir.

—Dime qué te hizo.

—Ella... Ella dijo...

Las lágrimas de Sara la vencieron, llevándola a refugiarse en el pecho de Alejandro.

—Por favor. Me quiero ir. —repitió.

Él decidió cumplir su petición y regresarla hasta el auto. Miró por última vez la bonita tienda, hizo la señal al chofer para que empezara a conducir y este obedeció.

—¿Me dirás qué fue lo que ella te dijo? —le preguntó cuando estuvo más calmada.

—No. No perderé el tiempo repitiendo esa cantidad de barbaridades. Ella ni siquiera me conoce, entonces no existe ni la mínima posibilidad de que lo que dijo de mí sea verdad.

Alejandro no pudo decir nada. La seguridad reflejada en la respuesta que Sara le había dado lo dejó lo suficientemente satisfecho.

Ella aprovechó que él no la había soltado, y dado que iban solos en el auto, volvió a recostar su cabeza sobre el pecho del hombre, cerró los ojos mientras que con uno de sus brazos rodeó su abdomen.

Quince minutos después, el auto se detuvo frente a una exclusiva joyería.

—Ya llegamos. ¿Quieres escoger tu anillo de bodas tú misma o prefieres que lo haga yo?

Ella no respondió.

—¿Sara?

Giró su rostro suavemente para darse cuenta de que se había quedado dormida.

Con cuidado, acomodó el cuerpo de la trigueña sobre el asiento del auto, no quería despertarla, sobre todo cuando él mismo había sido testigo de las pesadillas que irrumpían sus sueños todas las noches.

Salió del auto, dejó que Jesús y uno de sus hombres se quedaran custodiándolo mientras los demás hombres de seguridad llegaban al sitio, y se adentró en la enorme joyería junto a su jefe de seguridad.

—¿Por qué el dilema, señor? Sólo elija un anillo cualquiera, ella ni siquiera lo usará.

—¿Quieres que te arranque la lengua aquí mismo?

—Muy bien, me callaré.

Alejandro continuó paseándose por los mostradores.

¿Qué anillo debía elegir?

Probablemente él tiene razón. Ella ni siquiera lo usará.

Un particular brillo rojizo atrajo su atención. Se trataba de un anillo dorado con una piedra de tono carmesí.

La vendedora lo puso a su alcance y él lo tomó.

—Quiero este.

—Usualmente las piedras de los anillos de matrimonio son de un estilo diferente, señor. ¿Está seguro de que quiere ese? —inquirió la mujer.

Él le estiró su chequera como respuesta. Ella la tomó y se retiró.

—¿Qué te parece? —le preguntó a su jefe de seguridad.

—Precioso. Sólo diré eso ya que quiero conservar mi lengua.

Alejandro sonrió mientras seguía admirando el anillo y se imaginó a Sara luciéndolo junto a un vestido de noche de igual tonalidad.

Una vez que pagó, el anillo fue empaquetado cuidadosamente, él lo recibió y se encaminó hacia las afueras de la tienda, notando a lo lejos el rostro tenso del hombre que había quedado a cargo de Sara y de Jesús.

—¿Qué pasó?

—Señor...

Alejandro lo hizo a un lado, abrió la puerta del auto esperando ver a Sara, pero este estaba vacío.

—Sólo me distraje un momento, señor, cuando volteé la chica y el muchacho ya no estaban...

Alejandro impactó el cuello del tipo contra el auto, impidiéndole seguir hablando.

—Búsquenlos. —ordenó.

El jefe de seguridad distribuyó a sus compañeros y todos se apartaron. Alejandro empujó al hombre dentro del auto para luego cerrar las puertas con seguro automático y quedar junto a él.

—Lo siento, señor, por favor... Por favor, perdóneme. Sólo fueron un par de segundos y...

La voz del sujeto se apagó. El disparo silencioso atravesó su cabeza dejando las lunas polarizadas manchadas de sangre al igual que el pequeño empaque en donde se encontraba el anillo.

Alejandro terminó de sentarse en la parte limpia del asiento, el pecho le dolía. Cerró los ojos y una sonrisa llena de rabia se le dibujó en el rostro.

Muy bien. Finalmente conseguiste engañarme, Sara.

Era de esperarse que ella había mentido, que no se casaría con él. Aunque eso en el fondo no le importaba (o eso quería fingir), sobre todo cuando no había obtenido nada de Sara, ni siquiera la información para destruir a su padre y adueñarse de sus rutas.

Tomó aire, el dolor en el pecho no desparecía, la rabia que sentía sólo lo intensificaba más. Sostuvo el empaque del anillo, abrió la puerta y bajó, cerrándola de inmediato.

—No hay rastro de ellos por ningún lado, señor —comentó el jefe de seguridad regresando con él—. Mis hombres seguirán buscando, pero será realmente difícil encontrarla, quizá los hombres de Do Cardo ya la hayan capturado.

—¿A quién capturaron?

Aquella voz femenina los petrificó.

Alejandro y el jefe de seguridad voltearon al mismo tiempo, con la misma lentitud. Y ante sus ojos tuvieron la silueta de Sara acompañada de Jesús.

Ambos parecían tranquilos, ella sostenía entre sus manos dos bonitas bolsas que cayeron al piso cuando Alejandro la tomó por los hombros.

—¡¿Dónde estabas?!

—Quería...

—¿Tienes idea del peligro al que te expusiste?

—Fui con...

—No vuelvas a hacer una estupidez como esta. Nunca.

—¡No es una estupidez! ¡Yo fui por un regalo para ti!

—¡¿A escondidas?!

—Si se lo decía a tu escolta él te lo habría dicho a ti y se habría arruinado la sorpresa.

Ella recogió la bolsa y se la entregó.

—Y esto es para ti —dijo estirando la segunda bolsa hacia el jefe de seguridad.

Antes de que este último la recibiera, Alejandro se adelantó en abrirla, hallando una fina corbata negra.

—Comunícate con tus hombres, diles que ya la encontramos. —le ordenó al jefe de seguridad luego de darle la corbata—. Y tráeme otro auto.

—¿Por qué otro auto? Tenemos uno justo aquí. —manifestó Sara queriendo abrir la puerta, pero su brazo fue jalado por el hombre.

—No.

—¿No?

—Se le acabó el combustible.

Alejandro no liberó el brazo de Sara, ni siquiera lo hizo cuando estuvieron dentro de la mansión.

—Me estás lastimando... —se quejó ella, pero él la ignoró.

La adentró en su habitación y cerró la puerta con llave.

—¿Por qué estás tan enojado? Ni siquiera has visto el regalo, te va a gustar...

—Al diablo con el regalo. ¿Me crees estúpido?

—¿Por qué me hablas así?

—Dime la verdad, Sara, ¿escapaste y luego te arrepentiste?

—Yo no...

—¿Qué te hizo volver? ¿Es que acaso viste a la cantidad de ratas lideradas por tu padre detrás de ti?

—¡YO NO ESCAPÉ!

—No te creo.

—El ama de llaves me prestó un poco de dinero, quería darte algo como regalo de bodas.

—Pues me has dado un susto. ¿Estás contenta?

—Lo siento.

Él finalmente la soltó para concentrarse en respirar.

—¿Qué fue lo que me compraste?

—Creí que no te interesaba.

Alejandro entrecerró los ojos y ella comenzó a reír.

—Siéntate. —empujó el cuerpo del hombre sobre la cama. Levantó la bolsa y se la estiró.

—¿Un reloj?

—Están muy de moda hoy en día.

Ella se lo quitó y se sentó sobre sus piernas.

—Dame tu mano —ordenó. Le acomodó el reloj plateado en la muñeca derecha y dejó que él lo observe—. Sabía que te quedaría bien.

—¿Y cuánto te costó?

—Es de mal gusto revelar el precio de los regalos, señor.

Él sonrió levemente.

—¿Ya no estás enojado conmigo? —preguntó rodeando su cuello con ambos brazos.

—Un poco.

—¿Y cuántos besos tendré que darte para desaparecer tu enojo?

—Con uno me conformo.

Ella acercó sus labios a los de él, pero el contacto no parecía llegar nunca. Fue entonces que Alejandro se encargó de iniciar el beso al pegar más el cuerpo de la chica al suyo.

Una sonrisa se le escapó a Sara. Con ello supo que él también anhelaba besarla, después de todo, cada beso que ellos se habían dado fue por iniciativa de ella; sin embargo, en esa ocasión era Alejandro quien la besaba con una desesperación apasionada. Sintió su espalda ser acariciada por las manos del hombre, se pasearon también por las curvas de su cintura y siguieron a sus caderas. Él la tocaba con una suavidad que a ella le gustaba, pero que le era insuficiente. Quería más.

Despacio, Sara desabotonó la camisa de Alejandro. Este, por su parte, desabotonó también la blusa que ella llevaba, sintió cómo la misma mano en donde él tenía el reloj era tomada por la muchacha para llevarla a sus pechos desnudos, él se encargó de recorrerlos con sus dedos, hasta que tomó uno de ellos y lo apretó suavemente. Sara liberó un gemido, aunque inmediatamente se llevó las manos a la boca.

—Perdóname. —se disculpó.

—No. No me pidas perdón.

Le quitó la blusa por completo.

—Dijiste que no te acostarías conmigo...

—No lo voy a hacer.

—¿Y por qué me estás desvistiendo?

—Porque no te voy a quitar el derecho de tener otro tipo de placer.

Hizo que ella rodeara su cuello otra vez para volver a besarla, mientras que con una de sus manos separó sus piernas. Sus dedos recorrieron el interior de los muslos de Sara, cortándole la respiración, hasta que llegaron a la humedecida tela de su ropa interior.

—Si no te gusta, puedes...

—Me gusta. —afirmó ella rápidamente, besándolo con más intensidad.

Alejandro corrió a un lado la tela y con el dedo de en medio hizo un movimiento circular que provocó un nuevo gemido por parte de Sara. Adentró un segundo dedo y lo movió un poco más rápido mientras la escuchaba gemir aún más fuerte.

Continuó hasta que el cuerpo de Sara se tensó, se aferró a su cuello con fuerza y él aumentó la rapidez. Finalmente, sus dedos quedaron empapados por ella.

Él volvió a besarla. Envolvió su cintura con los dos brazos y dejó que lo abrazara, aunque la apartó de golpe cuando quiso quitarle la camisa.

—¿Qué pasa?

—Nada. Te dejaré dormir.

—Yo no quiero dormir.

—Es mejor que lo hagas.

—¿Te incomodó que yo te tocara?

Él se puso de pie, pero ella rápidamente lo retuvo por una de sus muñecas.

—Duérmete, Sara, es tarde.

—Puedes contarme.

—¿Contarte? —ironizó Alejandro—. ¿Por qué querría contarle cosas de mi pasado a alguien como tú?

—Por el simple hecho de que alguien como yo será tu esposa.

—Mi esposa falsa. —corrigió.

—Pero se supone que me tratarías como una verdadera esposa...

—Prometí dormir contigo, tomarte de la mano y besarte. Nada más.

—¿No necesitas nada más de mí?

—No.

Un extraño dolor se instaló en la garganta de la muchacha.

—Entonces, me convertirás en tu esposa sólo para molestar a mi padre, ¿pero me tratarás con indiferencia igual que él?

—No me compares con él.

—Ahora mismo eres igual a él.

—¡YO NO SOY IGUAL QUE TU PADRE! —le gritó manteniendo su distancia—. Él sólo arruina a la gente, destroza su vida y los condena a un infierno terrenal que les arrebata el alma.

—¿Eso hizo contigo?

—Eso hizo con muchos.

—Me importas tú. Quiero saber de ti, ¿qué fue lo que te hizo?

—¿Quieres saber lo que me hizo? —encaró Alejandro con los ojos inyectados en sangre—. Él me quitó a mi padre. Lo mató frente a mí sólo porque robó una manzana para darme de comer. Mató a mi padre sólo por una manzana, Sara.

Se quitó la camisa y le dio la espalda, mostrándole una cicatriz dejada por una quemadura.

—Tu padre me hizo esta marca, como si yo fuera parte de su ganado. Esta cicatriz nunca va a borrarse. —su voz se quebró ligeramente—. Y mi padre nunca va a regresar.

Los ojos de Sara se habían llenado de lágrimas, aunque eso a Alejandro no le importó.

—Tu maldito padre es un desperdicio de vida, Sara. Y escúchame bien —se acercó más—, ni tú ni nadie va a impedirme matarlo con mis propias manos.

Sabía que su llanto también lo vencería pronto, así que dio media vuelta con la intención de dirigirse a la puerta mientras se colocaba la camisa, pero su paso se detuvo de golpe cuando su abdomen fue rodeado por los brazos de la chica.

Ella no dijo nada. Al final, Sara sabía que las palabras no tenían el don de curar heridas, y consciente de que aquellas heridas nunca desaparecerían, decidió aprender a abrazarlas.

(***)

—¡Espere, señorita! ¡El ramo! —la detuvo el ama de llaves antes de que Sara terminara de salir de la habitación.

Ella regresó corriendo, le recibió el ramo y volvió a correr con dirección a las escaleras. Jesús la esperaba en el primer piso mientras que Alejandro permanecía fuera de la casa, en el jardín, justo en donde sería la ceremonia.

—¿Me veo bien?

—¿Es que acaso mis lágrimas no son suficientes, mi señora? ¡Se ve divina!

Él le ofreció su brazo y ella lo tomó.

—Aunque, si se arrepiente, me ofrezco como sacrificio para cubrirla mientras corre. —añadió el joven haciéndola reír.

—No voy a arrepentirme, Jesús, pierde cuidado.

—Pues qué suerte, no quisiera morir sin antes probar el pastel de bodas.

Ambos caminaron hacia el jardín, y apenas ella apareció, una melodía suave la recibió. Los hombres de Alejandro habían formado dos columnas, al final de ellas se encontraba él, acompañado por su jefe de seguridad y el juez.

Una presión en el pecho la obligó a tomar aire, cuando aquella presión desapareció, ella inició su camino para pasar entre las dos columnas de hombres, llegando hasta Alejandro. Este la recibió sosteniendo una de sus manos, besó el dorso y la atrajo a su par para posicionarse frente al juez.

Alejandro fue el primero en dar su respuesta. Prometió amarla. Prometió respetarla. Incluso en la pobreza y en la enfermedad.

Y cuando llegó el turno de Sara, ella no despegó sus ojos de los de él.

—Prometo amarte, honrarte y respetarte. Prometo abrazar todas y cada una de las cicatrices que tu valiente recorrido por la vida te ha dejado.

Aquellas palabras resonaron en la mente de Alejandro.

Apartó sus manos de Sara y, en su lugar, sostuvo sus mejillas para darle un beso que desató los aplausos de quienes estaban presentes.

—Sí... Ya puede besar a la novia. —ironizó el juez.

—¡QUE VIVAN LOS NOVIOS!

El acta de matrimonio había sido firmada. Oficialmente, eran marido y mujer.

El juez los felicitó y se retiró, dando inicio a la celebración.

Alejandro se encargó de repartir el pastel, entregándole el primer pedazo a un ansioso Jesús cuyos ojos brillaron al observar el plato.

—Este es para ti —le ofreció Sara al jefe de seguridad.

—Se lo agradezco, señora, pero no me gusta la vainilla.

La rodeó y siguió caminando, dejándola con el plato estirado.

—¿Qué me dices del coco? —preguntó ella siguiéndolo.

—El coco es ligeramente agradable.

Sara le hizo una señal a uno de los muchachos y este se acercó a ellos, sosteniendo un pequeño pastel de coco.

—¿Es...? ¿Para mí? —se extrañó el jefe de seguridad.

—Lo mandé a hacer exclusivamente para ti.

Él se lo recibió dudoso. Ella estuvo a punto de irse, pero regresó a mirarlo otra vez.

—Casi lo olvido, la corbata te queda muy bien.

—Gracias, señora.

Sara asintió y regresó junto a Alejandro.

Cuando la celebración terminó ya era más de media noche, entraron a la casa; sin embargo, antes de que se dirigieran a su dormitorio uno de los hombres de Alejandro llegó hacia él con el rostro agitado.

—La señorita Grettel está aquí, señor. —le dijo y el ceño del italiano se frunció inconscientemente.

—¿Quién es Grettel? —preguntó Sara. No pasó mucho para que ante sus ojos tuviera la respuesta.

Una joven mujer apareció frente a ellos. Tenía el cabello rojizo, igual o más rojo que su corto vestido.

—Cuando supe que te casarías preferí no creerlo. —anunció mirándolo fijamente—. Pero luego de que me contaran sobre la falsedad de tu matrimonio, supuse que me necesitarías.

Dirigió sus ojos a Sara para analizarla con evidente altanería.

—¿No vas a presentarme a tu esposa?

—Sara. —se presentó ella misma estirándole la mano.

—Grettel. —le contestó la mujer, recibiéndosela.

—¿Eres amiga de mi esposo?

—Bueno, digamos que soy el tipo de amiga con la que tu esposo ha compartido la cama más de una vez.

Sara alejó su mano de la de ella por el impacto.

Alejandro tomó a Grettel por uno de los brazos y la llevó hasta su habitación, cerrando la puerta con llave.

—¿Está bien, señora? —le preguntó el jefe de seguridad al ver que ella se había quedado paralizada.

—Sí... Estoy bien...

Dio media vuelta y caminó con rapidez para encerrarse en su propia habitación también, sin hacer caso a Jesús o a alguien más.

Pasó alrededor de una hora, Sara seguía usando su vestido blanco, pero cuando aquella hora se convirtió en dos, decidió sacárselo y tirarlo a una esquina de la habitación.

Se puso el pijama, se acostó y cerró los ojos.

El molesto dolor de garganta no la dejaba dormir. Ni siquiera ella misma entendía por qué es que se sentía tan mal.

Una infinidad de preguntas y suposiciones la mantenían intranquila.

Quizá esa mujer había seducido a Alejandro, quizá él la había llamado después de todo.

Cuando por fin pudo conciliar el sueño, este se vio perturbado por una nueva pesadilla que aprovechó la ausencia de Alejandro para atormentarla.

—Sara...

—No...

—Sara...

—No... ¡No!

Se levantó de golpe, encontrándose con el rostro de Alejandro, estaba arrodillado a un lado de la cama.

—Está bien, sólo fue un mal sueño. —la calmó envolviendo sus manos con las suyas.

—Creí que estarías con ella.

—Soy un hombre casado ahora. Mi lugar está con mi esposa.

—¿Aunque sea falsa?

Él negó con la cabeza.

—Nunca he tenido nada tan real como tú.

Ella levantó la barbilla para dejar un beso en sus labios.

—¿Por qué tardaste tanto?

—Quería asegurarme de que esa mujer no regrese nunca más.

Sara atrapó su mirada.

—¿Es verdad lo que dijo? ¿Te has acostado con ella antes?

—Sí.

—Y... ¿A partir de ahora? ¿Te acostarás con otras mujeres?

—Con nadie que no seas tú.

Ella lo observó unos segundos más, sin saber qué decir.

—Tengo algo para ti.

—¿Un regalo? —inquirió ella con una emoción reprimida.

Él tomó su mano derecha y de su bolsillo izquierdo sacó el anillo con el diamante color carmesí.

—La boda me obligó a darte un anillo para sellar nuestra unión simbólicamente. Ahora quiero entregarte este anillo por voluntad propia. A ti. Mi amada y honrada esposa.

Ella contempló el anillo en su dedo anular. Alejandro dejó un beso en el dorso de esa misma mano y volvió a acariciarla.

Sara atrapó sus labios mientras envolvía su cuello como siempre acostumbraba a hacerlo, ocasionando que él termine sobre ella. Aflojó sus pantalones para que él termine de quitárselos, aunque cuando quiso despojarlo de su camisa se tomó el tiempo de hacerlo con lentitud. Cuando lo tuvo completamente desnudo, acarició la cicatriz de su espalda con el mismo amor con el que él había acariciado las suyas.

Sin bien, esa cicatriz reflejaba el sufrimiento del pasado, Alejandro no había permitido que aquella marca condene también su futuro.

Él terminó de desnudarla y se dedicó a besar cada centímetro de su piel, venerándola. Volvió a sus labios, se abrió camino entre sus piernas y le hizo el amor todas las veces que ella se lo pidió.

(***)

Dentro de un enorme y elegante salón residencial, Efraín mantenía los ojos puestos hacia la entrada. Necesitaba comprobar los rumores que había oído el día anterior, necesitaba saber si Sara había sido capaz de casarse con otro que no fuera él.

Eran aproximadamente las once de la noche, casi todos los invitados ya habían llegado a la fiesta de gala organizada por el gobernador de la ciudad, pero faltaban ellos. Dos recién casados.

—El señor y la señora Vercelli. —los presentó uno de los recepcionistas.

Efraín alzó la mirada y ante él tuvo la viva imagen de una mujer cuya espectacular silueta lucía un largo y brillante vestido rojo, llevaba el cabello suelto y los hombros descubiertos. Junto a ella, hacía entrada un hombre de alta estatura que usaba un traje negro.

El sujeto le arranchó una copa de licor a uno de los meseros y la bebió de un sorbo mientras veía a Sara ingresar al salón del brazo de Alejandro, siendo admirada por todos los que tenían ojos.

Durante toda la fiesta, la pareja se robó múltiples miradas de asombro, mientras que Alcides Do Cardo y Efraín recibían las humillantes. Ahora todo el mundo sabía que Sara había rechazado a Efraín y había huido de su padre con la finalidad de refugiarse en Alejandro Vercelli.

—Zorra desgraciada. —la maldijo Efraín en voz baja.

Volteó a ver a Alcides, notando que él también había quedado ensimismado con su hija.

—Era cierto después de todo —le dijo captando su atención—. Tu hija te traicionó.

Alcides inclinó la cabeza.

—Así que, dado que Sara no será para mí, no tengo motivo para seguir ayudándote en tus negocios. —concluyó.

El hombre entró en una desesperación silenciosa.

Rodeó el salón y aprovechando que Alejandro se había apartado un momento de ella para despedirse de algunos conocidos, se acercó.

—Hija.

Un líquido helado recorrió la espalda de Sara. Dio media vuelta y se encontró con unos tristes ojos.

—Papá.

Él la miró de pies a cabeza.

—Creí que nunca volvería a verte.

El corazón de Sara se encogió por aquellas palabras.

¿Él me ha extrañado?

Do Cardo le estiró la mano y ella la tomó, sintiendo ser acariciada por él.

—Vámonos. Él no está viendo, es nuestra oportunidad.

Entonces el momento se rompió.

—¿Qué?

—Camina, debo sacarte de aquí sin que él se dé cuenta...

—No. —lo rechazó Sara, apartando su mano de inmediato.

—¿Qué?

—No voy a irme, papá. No contigo.

—Si es así, le pediré a Efraín que te lleve con él...

—Vine con mi esposo y me iré con mi esposo.

—¿Tu esposo? —interpeló Do Cardo, esperando, ingenuamente, una respuesta diferente a la verdad.

—Me casé con Alejandro Vercelli. —reveló Sara mostrándole los dos anillos en una de sus manos.

—Te casaste.

—Yo... Yo realmente hubiera querido que las cosas fueran diferentes, papá. Pero no me diste otra opción.

—Es mi culpa que te hayas casado con ese hijo de perra. ¿Eso quieres decir?

—No lo insultes.

—Y para variar lo defiendes.

Sara se encogió de hombros.

—Estoy a punto de perder todo lo que he conseguido durante toda mi vida por tu culpa, Sara. —le reclamó él—. Camina. No me obligues a llevarte conmigo por las malas.

Ella terminó de sentirse derrotada.

—Nunca vas a cambiar. ¿Verdad, papá?

Y cuando él estuvo a punto de tomar a la muchacha, su panorama se oscureció con la aparición del corpulento italiano.

—¿Estás bien, mi amor? —le preguntó a Sara mientras le cubría la espalda con uno de sus brazos.

—Sí. Sólo me estaba despidiendo del señor —vio fijamente a Do Cardo, aunque no pudo mantenerle la mirada—. Buenas noches.

Él no respondió, se quedó quieto, observando a Sara alejarse en compañía de Alejandro.

Este último regresó a mirarlo con una pequeña sonrisa en sus labios. Así, ambos recordaron aquellas proféticas palabras:

—Te quitaré todo y lo haré mío.

—¿De verdad estás bien? —volvió a preguntar Alejandro cuando estuvieron al otro extremo del salón, aunque en esa ocasión ella no respondió, sus lágrimas se encargaron de hacerlo.

Él lo notó y detuvo su paso para atesorar el rostro de su esposa entre sus manos.

—Él nunca va a cambiar. Ni siquiera por mí.

—No lo necesitas. —estableció Alejandro—. No cuando me tienes a mí.

Dejó un beso en sus labios para después abrazarla.

Las luces se apagaron en todo el salón con la llegada de una larguísima mesa sobre la que se encontraba el banquete. Los invitados se reunieron alrededor con plato en mano para disfrutar los aperitivos.

Una vez que las luces se encendieron nuevamente, todos los platillos fueron revelados, salvo el platillo central que estaba en medio de la mesa. Por unos segundos, los invitados ignoraron completamente la presencia del platillo; sin embargo, uno de ellos decidió satisfacer su curiosidad y levantar el objeto de metal que lo cubría. Lo siguiente que se escuchó fue el ruido de una explosión ensordecedora.

Debido a que Alejandro y Sara se encontraban a una distancia lejana de la mesa en donde se originó la explosión, no habían sufrido mayor daño, pero, por el impacto, habían quedado separados.

Los ojos de Sara se abrieron con debilidad. Todo a su alrededor era caos, los gritos la aturdieron. Cuando se puso de pie, buscó a Alejandro con la mirada, aunque en lugar de él, fue otro rostro con el que se encontró.

—Efraín...

—Buenas noches, señora Vercelli.

Sonrió burlón, y antes de que ella pudiera escapar, terminó debilitándola con un golpe en el rostro que finalmente la hizo desmayarse.

Como si de un sueño se tratara, Sara despertó dentro de una habitación no muy bien iluminada, igual a aquella ocasión hace varios meses.

—Por fin despiertas. —escuchó la voz de Efraín.

—No sabes lo que hiciste. Acabas de cometer un error...

—¿Y me lo dices tú? ¿Una maldita traicionera que se revolcó con el enemigo de su padre?

La tomó por el mentón.

—Me das tanto asco.

—Déjame ir...

—¿Así de fácil? ¿Después de que me humillaste frente a todo este país?

—Por favor... Hazlo por ti.

—He desperdiciado años enteros esperándote, Sara. No pienso tirar esos años a la basura.

—¡¿Qué más quieres?! —le reclamó ella—. Ya has tenido todo lo que quisiste de mí, incluso sin mi permiso. ¿Qué más tengo para darte?

—Más de lo que crees.

Tomó asiento sobre la cama para quedar frente a ella.

—Sé muy bien que sabes en dónde están escondidas las coordenadas exactas de las rutas de exportación de tu padre. Él prometió convertirme en el dueño de esas rutas luego de que tú y yo nos casáramos, pero debido a que ese matrimonio nunca llegó, merezco una indemnización, ¿no te parece?

—¿Por qué no se las pides tú personalmente?

—No me las daría tan fácil, no hay nada con lo que yo pueda chantajearlo ahora, podría decirle que te tengo aquí, amarrada a una cama, pero le importas tan poco que ni siquiera vendría a buscarte. Me es mucho más fácil negociar contigo.

—Si te doy esas coordenadas, ¿me dejarás ir?

—¿Dejarte ir?

Él se acercó más para acariciar el rostro de la muchacha.

—Cuando pienso en todas las veces que estuvimos juntos sobre esta misma cama... —paseó sus dedos por sus labios—. Lo último que quiero es dejarte ir.

Ella sintió que la garganta se le cerró.

—Pero saber que ahora te has convertido en la zorra personal de otro me desmotiva en gran medida.

Continuó acariciándola.

—He oído que los italianos no son muy buenos en la cama. ¿Es verdad?

—Por última vez, Efraín. Deja que me vaya.

—Voy a darte una hora para recordar esas coordenadas. Si al regresar no recibo una respuesta, me veré en la obligación de sacártela por las malas.

Dejó un beso en los labios de Sara y se fue. Entonces ella recordó lo que Alejandro le dijo el día anterior:

—Hay una fiesta hoy.

—¿Debemos ir?

—Efraín espera que vayamos.

—¿Crees que quiere hacernos daño?

—Eso es evidente, Sara. Él tiene planificado una distracción lo suficientemente convincente para ir por ti.

—¿Qué tipo de distracción?

—Pondrá una bomba en la mesa del buffet.

—¿Una bomba? Pero... Pero eso podría matar a mucha gente...

—No es algo que a él le importe mientras pueda llegar a ti.

—¿Qué tienes planeado?

Alejandro sabía lo que pasaría. Y sabía también que Sara necesitaría fortaleza para sobrellevarlo.

—Quiero que te dejes capturar.

—¿Dejarme capturar por Efraín? No... No puedo... Él me matará apenas me vea...

—Lo sé, Sara, lo sé —la calmó él arrodillándose ante ella mientras tomaba sus manos—. Pero necesito que hagas eso. Ese hombre nunca se dará por vencido cuando se trata de ti, no irá por nadie más que no seas tú. Eres la única que puede ayudarme a acabar con él.

El italiano tenía razón. Efraín no había ido por nadie más que no fuera ella.

—Él te pedirá las rutas de tu padre.

—¿Y se las daré?

—Sí. Se las darás.

—Pero tú también quiere esas rutas, Alejandro...

—Y las tendré.

La inseguridad hacía que el corazón de Sara doliera.

—Necesito que me ayudes a salvarte, Sara.

—¿Y bien? —se anunció Efraín—. ¿Has podido recordar?

Ella mantuvo silencio, provocando que el hombre la tome con fuerza del mentón.

—¿Debería preguntártelo sin gentileza?

—¡No! —respondió Sara de inmediato—. Yo... Es verdad, sé dónde están las coordenadas. Están enterradas no muy lejos de la cuidad.

—Buena niña.

Efraín tomó un lápiz y un cuaderno, listo para dibujar el mapa que le serviría de referencia para encontrar las coordenadas.

—Déjame hacerlo. —pidió Sara—. Son direcciones complicadas de explicar...

El tipo elevó los ojos a ella, desconfiado.

—No hace falta recordarte lo que te puede pasar si intentas algo, ¿verdad?

Ella asintió. Efraín liberó sus manos, le entregó el cuaderno y la vio dibujar lo más rápido que pudo, pero cuando quiso entregarlo, él no se lo recibió.

—Serás mi guía personal por hoy. —estableció—. Camina.

La obligó a ponerse de pie y juntos fueron hasta los autos que esperaban listos para partir. Subieron a uno e iniciaron el camino que Sara indicó.

Llegaron a un solitario y espeso bosque que se encontraba a las afueras de la ciudad. Efraín hizo que sus hombres aseguraran la zona, luego, ella bajó primero y él le siguió.

—Ilumínanos. —pidió el tipo.

Sara se puso al frente de todos y empezó a caminar. Lo hicieron por aproximadamente treinta minutos.

—Ya hemos pasado por este árbol más de tres veces.

—No, aún estamos lejos de...

Él la sostuvo del cuello.

—¿Está jugando conmigo, Sara? ¿Eh? ¿Estás buscando hacer tiempo hasta que tu querido esposo venga por ti?

Sin aviso, impactó uno de sus puños contra el labio de la muchacha, tirándola al piso.

Decidido a buscar las coordenadas él mismo, tomó el cuaderno en el que Sara había dibujado el mapa, pero al abrirlo sólo se encontró con un montón de dibujitos de flores.

Tiró el cuaderno a un lado y cegado por la rabia sostuvo a Sara por el cabello para obligarla a mirarlo, y en lugar de encontrarse con una mirada aterrada, lo que ella mostraba era una sonrisa triunfante.

—Te dije que era mejor que me dejaras ir —encaró ella sin dejar de sonreír—. Ahora es tarde.

Y antes de que él le dé un nuevo golpe, un disparo impactó en su hombro derecho, lo cual hizo que Sara se liberara, pero al mismo tiempo dio inicio a una balacera entre los hombres de Efraín y los de Alejandro, estos últimos camuflados sobre la copa de los frondosos árboles.

La muchacha consiguió arrastrarse para darle el encuentro a su esposo, quien junto con un grupo de hombres habían descendido de los árboles para abrirse camino e ir por ella.

Pese al nuevo caos que se había desatado y lo pesados que eran sus latidos, Sara no miró atrás, estaba decidida a escapar no sólo de Efraín sino también de su pasado, del sufrimiento con el que tuvo que vivir por tantos años.

Poco a poco, el caos adquirió lentitud ante los ojos de la trigueña. Se puso de pie arriesgándose a ser herida por alguna bala y comenzó a correr, consciente de que Efraín iba tras ella. Alejandro le cubría la espalda, corriendo hacia ella también mientras era respaldado por un extraño hombre y una extraña mujer.

Apenas lo tuvo cerca, Sara se lanzó a los brazos de su esposo, y con la misma lentitud vio el cuerpo de Efraín caer sin vida debido al disparo en la frente con el que Alejandro lo asesinó.

El italiano continuó abrazando a su esposa hasta que esta se soltó de sus brazos para besarlo. Sólo así, supo que ella lo sabía: Todo se había terminado.

Ambos regresaron a mirar la masacre, aunque la mirada de la muchacha fue atraída por la cantidad de hombres uniformados de negro con los que Alejandro había llegado, parecía ser que él había conseguido un ejército.

—¿Quiénes son ellos? —preguntó Sara refiriéndose a la extraña mujer que se encontraba junto al también extraño hombre.

—Son amigos que han venido a ayudarme. —le contestó Alejandro.

La mujer dio un paso hacia ellos y estiró la mano hacia Sara.

—Alina Saravia. —saludó sonriente.

Sara le respondió el saludo y luego miró al hombre.

—Darío Ávalos —se presentó con voz gruesa y firme—. A tu servicio.

—Darío es el Comandante del Escuadrón Élite de Inteligencia Militar de Hidforth, ha perseguido a Efraín por muchos años. Y Alina es Teniente de primera línea del mismo escuadrón.

—Gracias por ayudarnos. —dijo Sara.

—La ayuda fue mutua. —le respondió Alina con amabilidad—. Es mejor que nos vayamos, nuestros hombres se encargarán de limpiar este desastre. Hay un avión privado no muy lejos de aquí que nos llevará a Hidforth, estaremos allá en menos de tres horas.

—¿Irnos? —inquirió Sara mirando a Alejandro.

—Las cosas se han complicado durante las últimas horas —contestó este último—. Me han responsabilizado por la explosión que Efraín ocasionó, él se las arregló para incriminarme.

—¡Pero eso no es verdad! ¡Tú no hiciste nada!

—Muchos no piensan lo mismo. —manifestó Alina.

—Es mejor que desaparezcamos un tiempo. En esa explosión murió gente muy importante, muchos vienen detrás de mí ahora. —añadió el italiano.

El corazón de Sara empezó a doler. Ignorando aquel dolor, ella simplemente besó a Alejandro y entrelazó su mano con la suya, dando una respuesta.

Alina adelantó su paso y los dirigió hasta el avión privado que había mencionado. Apenas Sara subió en él, se encontró con el rostro de Jesús y el jefe de seguridad, aunque junto a ellos había también un rostro conocido.

—¿Papá?

Él se lanzó a abrazarla.

—Lamento tanto todo lo que pasó, lamento haberte hecho sufrir. Ni siquiera merezco que me perdones.

Ella lo abrazó con más fuerza y un par de lágrimas abandonaron sus ojos.

Cuando el avión despegó, Sara miró por última vez aquella ciudad. Decidió enterrarla en su pasado junto a sus recuerdos, no dejaría que la atormenten más, después de todo y después de tantos años, se sentí a salvo, tanto con ella misma como con Alejandro.

Dos horas después, ya podía ver bajo ella un pequeñísimo y oscuro pueblito, el avión aterrizó no muy lejos de este y todos bajaron. Darío fue recibido por un jovencísimo Dante Ávalos que acompañaba a una bonita mujer, la cual se abalanzó hacia el recién llegado para darle un beso que él pareció no disfrutar, mientras que Alina fue recibida por un hombre que cargaba en brazos a un niño pequeño de grandes ojos negros.

—¡Mamá! —pronunció él con un poco de dificultad, probablemente no tenía más de dos años—. ¡Mamá!

—Fabio, cariño...

El niño se lanzó de los brazos de su padre para ir con ella y pedirla cargarlo.

—Te presento a Sara Vercelli y a Alejandro Vercelli —le dijo Alina a su hijo.

—Hola, Fabio. —lo saludó Sara con voz dulce.

A lo lejos, Darío era atolondrado por las palabras irrelevantes de su esposa que él ni siquiera oía, puesto que su atención estaba enfocada en aquella preciosa trigueña a la que no había podido dejar de mirar.

Pero su encanto desapareció cuando vio sus labios ser besados por Alejandro.

El pensamiento de que el italiano no merecía tener una mujer como ella lo llenó de coraje. Alejandro ni siquiera tenía la mitad del poder que Darío Ávalos había conseguido gracias a su doble vida como Comandante y como líder de la Parvada. Creía fielmente que una mujer como Sara merecía más, se merecía a alguien como él.

Y sin importar lo que tuviera que hacer, Darío se prometió a sí mismo quitar a Alejandro Vercelli de su camino.

La oportunidad para hacerlo se le presentó tres meses después, Alejandro todavía era buscado por haber sido señalado como el causante de aquella explosión en Brasil, y dado que Darío contaba con los contactos suficientes, delató su ubicación sin que él lo supiera, obligándolo a huir luego de haberlo convencido de dejar que Sara se quedara, al fin y al cabo, ella estaría más segura en Hidforth que huyendo de un lado a otro con él.

El abandono de Alejandro causó un quiebre en Sara.

¿Ya no la amaba?

No. Eso no podía ser. Alejandro había prometido hacerlo por el resto de su vida.

Entonces, ¿por qué se fue?

Pese a las manipulaciones de Darío, Sara se refugió en que su esposo volvería, él no podía abandonarla así sin más, tuvo que tener una razón para irse y ella lo esperaría el tiempo que fuera necesario para saber la verdad. Aunque sus constantes desmayos y vómitos parecían ser un reflejo de su tristeza.

Pero luego de la insistencia de su padre, ella decidió realizarse una prueba de embarazo.

—¿Y? —cuestionó Do Cardo viendo a Sara salir del baño con la prueba en mano.

Tenía la piel pálida y los dedos temblando.

—Estoy embarazada. —dijo. Entonces los ojos del viejo se cerraron—. Estoy esperando un hijo de Alejandro.

Tras cinco meses, se supo que el hijo que Sara esperaba era una niña.

Saber que Alejandro Vercelli era el padre de su primera nieta desencadenó en Alcides un rencor que se había cansado de ocultar.

—Te quitaré todo y lo haré mío.

Estaba decidido a pagarle con la misma moneda.

Cuando los nueve meses se cumplieron y las contracciones de Sara aparecieron, Alcides permaneció junto a ella, esperando el momento exacto para inyectarle un sedante que la dormiría al menos por un día.

El parto tardó alrededor de doce horas. Ella continuaba batallando, hasta que finalmente escuchó los gritos de un bebé.

—Melissa... —la llamó estirando los brazos hacia ella. Pero el sedante poco a poco fue haciendo efecto—. Melissa...

Los ojos se le cerraron y la pequeña niña continuó llorando.

Alcides la tomó en brazos luego de que la limpiaran, recorriéndola con una mirada de desprecio.

Sara tenía razón al final. Alcides Do Cardo nunca iba a cambiar.

Salió de la habitación y llegó a la sala, en donde Darío esperaba.

—Llévatela antes de que la mate con mis propias manos. —le dijo entregándosela.

—El dinero está en esa maleta —señaló Darío—. Aunque insisto en que yo podría hacerme cargo de tu hija también. Puedo divorciarme y casarme con ella.

—Ya intenté entregarla una vez a un hombre al que ella no quería. No pienso pasar por eso una segunda vez.

Darío miró a la niña en sus brazos. Sabía que, pese a que Alejandro ya no estaba, seguía siendo un obstáculo entre Sara y él. Entonces, consciente de que ella nunca lo aceptaría, Darío Ávalos se conformaba con tener una parte de aquella mujer.

Salió de la casa, subió al auto que lo esperaba y se fue.

Apenas llegó a su hogar, vio a Daysi en el jardín, jugando con un pequeño niño de dos años. Cuando vio a su esposo aparecer, cargó al niño en sus brazos y fue a su encuentro.

—¿Es ella? —le preguntó refiriéndose a la bebé.

Darío asintió y descubrió el rostro de la recién nacida.

—Saluda a tu nueva hermana, Gabriel. Saluda a Melanie.

Cuatro años tuvieron que pasar para que Sara supiera la verdad.

—Es sólo una niña. Te lo suplico, Melissa es sólo una niña, ella me necesita.

—Melissa no está aquí.

—No puedes quitármela. No puedes hacerme esto, Darío, Alejandro confió en ti, él es tu amigo, por favor...

—Hazle llegar mis saludos a mi amigo.

—¡Papá!

Sara oyó aquella fina voz. Dirigió sus ojos a la asustada niña, entonces su corazón la reconoció.

Melissa.

Y la silueta de su hija fue lo último que vio.

(Quizá en una realidad alterna)

—Ya era hora.

Los ojos de Alejandro terminaron de abrirse ante esa voz.

—¿Sara? —Él la reconoció de inmediato.

—Hola, guapo.

Alejandro se puso de pie rápidamente para ir a ella y tomar sus manos.

—Sí eres tú.

La trigueña acarició una de sus mejillas y acercó su rostro para darle un beso.

—Empezaba a sentirme sola.

—Perdóname por haber tardado tanto.

—¿La encontraste? ¿Encontraste a Melissa?

Entonces los ojos de Alejandro se llenaron de lágrimas.

—Melissa me encontró a mí. —respondió—. Nuestra hija nos encontró a ambos.

Sara sonrió. Alejandro la abrazó y, finalmente, su corazón estuvo completo. Así, ambos pudieron descansar. 

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