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Capítulo 8

De haber estado a solas, mi primer instinto hubiera sido atraerlo a mi boca, chupar su labio inferior, luego iría más abajo, besaría su abdomen, continuaría descendiendo, y me concentraría en lengüetear su rico...

—¡Georgeanne! —Pero no estaba solo.

Su sobrina está con él. Mejor dicho: apareció entre sus piernas como un gato, y se plantó con pose de superhéroe frente a mí.

Le dirijo una sonrisa a la princesa.

—¡Hola, Judith!

—¡Sí viniste! —Brinca de la emoción.

—Claro que sí, nunca rompo una promesa —hablo muy en serio, a pesar de mi tono infantil.

Toma mi mano y me lleva al interior de su hogar.

—Ven. Vamos.

Hudson se hace a un lado, pero sé que me está viendo el culo. Giro mi cabeza sobre mi hombro, y lo descubro en el acto. ¡Qué bien! He estado haciendo sentadillas, quiero que note lo elevadas que están mis nalgas. Ponerme estos jeans fue una excelente idea.

Me siento en el sofá de tres plazas. En la mesa frente a nosotras hay palomitas, ositos de goma, sodas, chocolates, entre otras frituras. Pongo la caja de donas y los nachos con queso en la mesita, y veo a Judith ir a un mueble rosa en el que distingo varias películas infantiles.

—El espectáculo está por empezar —dice.

Me doy cuenta de que a su lado está el mismo modelo del mueble, pero con el estilo para un adulto. Ése debe ser el de Michael.

—¿Cuál veremos primero?

—Veamos las opciones —le sugiero, levantándome y yendo a su lado.

Siento los ojos de Hudson sobre mis movimientos.

—A ver, a ver... ¿Te gusta el ballet? —le pregunto tomando la película de Barbie en el Cascanueces.

—Sí, lo práctico. Soy una profesional.

—¿En serio?

—Voy a ser bailarina cuando sea grande. Como mi mamá.

Enarco una ceja, y me ahorro las preguntas.

—Era bailarina de ballet como Clara, la Barbie del Cascanueces. ¿Sabes? Yo también tengo un cascanueces como muñeca, pero papá no me deja dormir con él porque teme que lo vaya a romper.

Por el rabillo del ojo veo las fotografías de esta familia. Están decoradas en marcos de plata, colocadas en una mesita que desprende un aroma agradable. Algunas de estas son en blanco y negro, en especial, las de una mujer muy bella que le sonríe a la camara usando sus ojos y labios. «Ésa debe ser Clara», me digo. En algunas veo a Michael, en otras a Judith de recién nacida, pero la mayoría son de Clara.

—Ésa es mi mami.

—Guau...

—¿Verdad que es bellísima?

—Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida.

«Hasta yo me quedo corta.»

—Papi dice que me parezco a ella, ¿es cierto?

La miro, luego a Clara, y de hecho encuentro varias similitudes entre ambas. Apuesto a que de ella heredó el pelo rubio y los bucles.

—Son como dos gotas de agua —respondo.

Me mira con su ceño fruncido, confundida.

—¿Eso es un sí?

—Sí, es un sí.

La alegría vuelve a su rostro.

—¡Sí! —Da saltitos de emoción.

Es curioso, Judith me recuerda a mí cuando tenía su edad. La inocencia, el amor, y la felicidad que desprende su cuerpecito no tiene precio. No conoce la maldad, el engaño, y la crueldad de los hombres hacia las mujeres que bajan la guardia cuando se enamoran. Es ajena a todo lo que yo he vivido, y eso me alegra a la vez que me preocupa. Siempre he pensado que los niños deben saberlo todo, todo el tiempo, lo bueno y lo malo. Es importante que sepan lo que es el suicidio, la violencia, el horror que puede visitarte sin aviso, los ataques de pánico, los nervios, los traumas, lo que son las autolesiones, los quiebres emocionales, el dolor, la terapia, los psicologos, todo eso. Para que, si necesitan ayuda, ellos puedan confiarnos sus pesadillas, buscar profesionales que sepan lo que se debe hacer, puedas enmendar los errores con quién te hizo daño, y aprender a respirar cuando sientes que el pasado está hundiendo tu espalda.

Lo extraño es que, aun cuando recibes ayuda y estás en tratamiento, no estás curado del todo. Yo, por ejemplo, aún tengo demasiada mierda con la que lidiar. No es sencillo vivir con problemas psicológicos.

El mundo no es como lo pintan en las películas de Disney, pero ¿quién soy yo para prohibirle a una niña soñar? Además, entre más inocente es, menos probabilidades tiene de ser infeliz.

Poniendo una sonrisa en mi rostro, vuelvo al mundo de Judith.

—Bueno, en honor a tu mami, ¿qué te parece si primero empezamos con Barbie en el Cascanueces?

—Sí, y después vemos Barbie: La princesa y la plebeya.

—Hecho.

Judith se encarga de poner el disco, mientras yo miro a mi alrededor. Hudson sigue con nosotras, en silencio, pero con nosotras.

—Listo.

—Muy bien, nena.

Me conduce de la mano hacia el sofá de tres plazas. Me siento en un extremo, y ella está a mi lado. Hudson se sienta en el otro extremo del sofá, y se apodera de las donas que traje para la princesa.

La película está por comenzar.

—¿Y tu papi, nena? —le pregunto.

—Trabajando duro —me responde sin apartar los ojos de la pantalla—. Está salvando vidas todos los días. Salva cerebros.

—De seguro ya es famoso.

—¡Soy su fan número uno! —exclama mientras me ve.

Le sonrío con amor.

Como un cachorrito, se acurruca en mi regazo haciéndose un ovillo. Mis uñas rascan con cariño su cabecita. Noto que su cuerpecito se relaja bajo el poder de mis mimos, y sus ojitos se cierran de un segundo a otro, descansando.

—Se siente rico.

Le sonrío en silencio, y Hudson me observa sin poder creérselo.

—Eres buena conmigo.

—Tuve una estupenda madre.

—¿En dónde está?

Se me forma un nudo en la garganta.

—Está... cuidándome desde el cielo.

Rueda en mi regazo y me mira desde abajo con una sonrisa sin atisbo de tristeza. Algo especial brilla en sus pupilas; quizá complicidad.

—Como mi mami.

—Así es.

—Papi dice que mami es un lindo ángel.

—Tu papi tiene toda la razón.

—Pero Martha no lo cree —refunfuña—. Ella dice que mami está bajo tierra, y que es imposible que sepamos si nos está viendo. Ella dice que cuando mueres, es todo.

—¿Martha?

—La bruja malvada del cuento: mi abuela.

—¿Y la llamas Martha?

—Ella dice que no es una vieja como la mayoría de los abuelos. Por eso me ordena que la llame Martha.

—Vaya fichita —digo, y Judith se ríe.

Mira a Hudson desde su posición, y comenta riéndose:

—Mi tío la llama perra maldita.

Se me escapa una carcajada estruendosa. Lo siento, pero los niños que sueltan groserías a diestra y siniestra me parecen divertidos. Me tapo la boca antes de que Hudson haga algún comentario acerca de mi particular risotada, pero, nada, se mantiene observando mis gestos sin emitir sonidos.

—Te ríes bien chistoso —dice Judith.

—Sí, es hereditaria.

La princesa se ríe, y yo con ella, mientras Hudson nos sonríe sin apartar sus ojos de mí.

♥︎♥︎♥︎

Judith duerme con su cabecita en mi regazo. No se chupa el dedo, ronca, o sufre de alguna pesadilla que la atormente. Está bien, tranquila, confiando en mí. Si no fuera porque soy una Pedagoga excelente, creo que no permitiría que se me acercara.

Soy buena con los niños. Los entiendo mejor que a los adultos. Son personitas en crecimiento que se alegran con cualquier banalidad que encuentran, ¿quién no quiere algo así?

La veo dormir, envidiando (un poco) su paz, el inicio de su vida, el padre que tiene, y la seguridad que posee de creer que su madre murió amándola.

Ojalá pudiera empezar de nuevo con los conocimientos que ahora tengo.

Noto el cambio de posición en el sofá. Siento cómo su peso se hunde a mi lado. Toma las piernas de Judith con cuidado, sin despertarla, y las coloca encima de sus rodillas. Ahora está mucho más cerca de lo que planeé para esta cita de películas.

—¿Quieres una algún día? —me pregunta.

Sabiendo bien a qué se refiere, le respondo con honestidad:

—No lo sé. A veces, cuando tengo a un niño a mi cuidado me replanteo mis ideas y ya no estoy tan segura de lo que quiero.

—Bien, estamos progresando.

Mi cuello gira en su dirección, y lo miro arqueando una ceja.

—¿No estar segura de lo que quieres es progreso para ti?

—Sí, porque ahora no te cierras a las posibilidades que ondean a tu alrededor, y existe un: «¿Y si...?» que antes no veías porque creías conocerte. Pero cuando no tienes idea de nada, el riesgo es la mejor medicina.

Cierro los ojos, sonriendo, mientras la película sigue su curso. Clara ahora sabe que es la princesa Ciruela.

—La mayoría no es como tú —digo.

—Gracias.

—Pero tampoco es como yo.

—Creo que somos los marginados.

—Ja. No, creo que ese no es el término correcto para definirnos.

—Cierto —dice—. Encajamos, pero no con la familia que nos tocó.

—Estoy de acuerdo. Vera siempre se molesta conmigo por no ser como ella, pero la verdad es que no la veo como la hermana perfecta que pretende ser.

—Te entiendo. Michael es igual. Siempre está jodiendo y criticando mi vida como si él fuera el hombre de las respuestas, y yo el idiota que sólo heredó un montón de dinero.

—Te encanta presumir de que tienes mucho dinero, ¿cierto?

—Sí, la verdad sí.

—¿Existe algún nombre para eso?

—¿Presuntuoso? ¿Patán? ¿Arrogante?

—No, tú no, me refiero a cómo nos definimos nosotros si somos los excluidos.

—Ah, claro. Sí, creo que sí. Nos llamarían raritos.

—¿Soy rara?

—Sí, pero descuida, yo lo soy más.

Muevo la barriga mientras me rio, y Judith murmura palabras inentendibles, queriendo despertar.

—Ups —musito.

—Chsss... —Hudson acaricia la frente de su sobrina usando su pulgar.

—¿Sabes? —susurro volviendo a arrullar la cabecita de la princesa—. Yo tengo otro término para definirnos.

—Dimelo.

—Somos los chicos cool.

—¿Lo somos? —eleva las cejas.

—Piénsalo, quizá por eso nadie quiere juntarse con nosotros. Somos intimidantes.

—Es verdad.

—Sí, y no tienen nada que ver con nuestras rarezas.

—Cierto. Eso debe ser.

Madre de Dios, no puedo dejar de sonreír como una idiota, y él, ni se diga, porque tampoco puede retirar su sonrisa o apartar sus ojos de los míos. Los dos somos unos idiotas.

—Aún no me has regresado mi broche de plata preferido —le recuerdo.

—Sacalo de mi bolsillo.

—Ah, ¿es un reto?

—Ya te gustaría competir conmigo.

—Vaya, sí eres un arrogante.

Se ríe.

—También soy un presumido de lo peor.

—Y yo soy una metralleta de decir groserías, pero nadie es perfecto.

Vuelve a desatar su risa en silencio.

—Creo que voy a cambiar tu mote.

—¿«Mote»?

—Sí. Ahora no te pensaré como platita.

—Aww...

—Tienes chispa, nena. A partir de hoy te llamaré: chispita.

—Con que me llames «chispa» está bien.

—Bien, entonces ya está. No hay nada más que hablar.

—¿Estás seguro que no me pones un mote porque no recuerdas mi nombre?

—Es difícil olvidar un nombre como el tuyo, chispa.

—Bien. Entonces dilo.

Me sostiene la mirada por un largo rato hasta que consigue justo lo que desea: mis mejillas se convierten en un par de hornos.

—Lo gemiré para ti más tarde —su sonrisa divertida ha sido sustituida por una lasciva.

Atrapo mi labio inferior entre mis dientes, e intento no llenarme la cabeza con imágenes de él penetrando mi vulva.

—¿Tienes muchas...? —aclaro mi garganta; me siento muy torpe—. Quiero decir, ¿crees que la suerte está de tu lado?

—Te pusiste nerviosa. Creo que voy por buen camino.

«¡Mierda!»

—Soy una buena actriz —me recompongo con rapidez—. ¿No te habías dado cuenta?

—Algunas cosas no se pueden fingir.

—¿Ejemplo?

—Tus sentimientos por mí.

—¡Ja! Más despacio, vaquero. Apenas si nos conocemos.

—Oye, nos reímos juntos, te di un beso, conocí esa perforación que aún me vuelve loco recordar que estuvo en mi boca, y tengo una garantía tuya en mi bolsillo. ¿Quieres anotar otra cosa?

—Sí: Una chica segura de sí misma que sólo quiere un revolcón.

—¿Lo vamos a hacer sólo una vez, chispita? —me pregunta arqueando una ceja, retándome.

—Es chispa, y... Sí. Sólo necesito una vez. Por lo general me aburro con facilidad.

—Ah, ¿me estás retando?

—No —finjo inocencia—, sólo te digo la verdad. Y..., créeme, es lo que va a pasar.

—¿Lo tienes por escrito?

—¿Te burlas de mí?

Judith gimotea en mi regazo, frotando su carita contra mis jeans.

«Ups.»

—Creo que se va a despertar —susurro.

—Lo hará. Y se va a molestar cuando descubra que terminamos de ver la película sin ella.

—Oh, no. ¿Es agresiva? Ya sabes, como un... ¿bebé Chucky?

Se ríe con la nariz.

—Nah, nada que deba preocuparte.





NOTA: Ay, estos dos me tienen... Uff...

Nos vemos la próxima semana.

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