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Capítulo 29


GEORGEANNE CRUZ

No me había levantado tan tarde desde que era una niña berrinchuda. He dormido hasta las doce, pero no es tan malo: el medio día es mi hora favorita. Además, si tenemos en cuenta los acontecimientos de ayer y de esta madrugada, diría que el descanso ha estado de maravilla. Me lo merecía. Hasta las once de esa mañana, cuando mis párpados batían sus pestañas y mis ojos se acostumbraban a la luz, me pregunté: «¿cómo pude haber sobrevivido estos años en vela? ¿Y sin Hudson?». Bueno, esa respuesta se respondió por sí misma cuando, encima de ser recompensada por las horas extra descansando, mi cuerpo fue apremiado por embestidas soñolientas de un apasionado Hudson Taylor.

En ese momento de súbito deseo, no me preocupó la píldora. He olvidado mi rutina habitual desde hace cuatro años, y eso no es bueno. Mis recordatorios, alarmas y precauciones anotadas en mi celular están arrinconadas en un cajón de mi memoria. Mi enamoramiento sofoca las otras caras de mí, que no saben cómo procesar estas emociones. Estoy siendo arrasada por la alteración de mis latidos. Es obvia mi falta de responsabilidad cuando se trata de él.

Tengo que conseguir otra píldora del día después si quiero llegar al miércoles. El implante anticonceptivo es lo mejor para los dos. Las pruebas de sangre deben estar limpias: sin embarazo a la vista.

Para mi mala suerte, debo encargarme de unos asuntos antes de ir a la farmacia. No es que no quiera, eh. Aún estoy dentro de las horas requeridas para tomar la píldora. «O eso creo.» Pero debo hacer esto, la actitud de Vera me está poniendo los pelos como escarpias. Hace una hora me llamó para agobiarme con interrogatorios sobre con quién estoy y en dónde he dormido los últimos dos días; le contesté lo mejor que pude, pero la conversación se tornó alarmante cuando empezó a gritar y a maldecir y a decir quién sabe qué acerca de su madre, su padre y de mí. No podía dejarla en ese estado, menos cuando la línea se cortó de improviso con Sully ladrando desesperada como ruido de fondo.

Dejé a Hudson durmiendo y me alisté en silencio. Vera no está actuando como ella: mi hermana no maldice o levanta la voz, se deprime y duerme hasta tarde. Este comportamiento es inquietante. Me preocupa que cometa una tontería.

Con esfuerzo conduzco por la carretera de la que me desvié para orinar y ver la noticia que me provocó una crisis nerviosa. No es momento de recordar eventos traumáticos, lo importante es Vera. Quiero que mi hermana mayor esté bien. ¡A la mierda con Jack, Michael, Gema y el muerto de Gideon! Si nadie va a tomar la iniciativa, lo haré yo.

Mi cabeza me dice que va a tomarme todo el día razonar con mi hermana. Debí haberle dejado una nota a Hudson. Espero que traer el broche le quite un peso de encima.

Veo mi auto en el estacionamiento de Travis. Gracias al cielo, aún conserva sus neumáticos. Tomo nota mental de regresar a mi viejo Jetta cuando tenga oportunidad. Le pedí prestado el auto a una vecina del primer piso para ir a casa de Vera. La señora Ruth es un ángel cuando no está ensayando en ningún festival con su gaita.

Llego a mi destino. No veo el auto de Jack, Michael o Gema aparcado cerca de la entrada: bien. Iré a por mi hermana y la llevaré a una consulta con Alex Kendall. Mi terapeuta no es como el resto: tiene su propio método para interactuar contigo y se respira tranquilidad a su alrededor. Vera estará a salvo con Alex.

—Hermana —la llamo, pero no contesta cuando toco con impaciencia a su puerta—. Vera, voy a entrar —le aviso.

Una parte de mí se alegra de no ver las cajas esparcidas por doquier en su recibidor. Quizá las guardó en la habitación para su bebé no nacido, o tal vez las donó. Conociendo a Gema, sé que esa probabilidad nunca pasará. Esa mujer está empeñada en tener un nieto.

—¿Vera? —Mis pies me guían a la cocina, donde mi nariz me insta a inhalar el fuerte hedor que aturde mis sentidos cuando doy un paso en el suelo cerámico—. ¿Vera?

El olor a cobre me marea, pero no detengo mi marcha. Mi curiosidad despierta, pero también el instinto de recelo. «¿A qué me enfrento esta vez?». Después de la escena que presencié hace unos días, ya no me sorprende nada.

Obvio: nada fuera de lo común. Pero ¿y un perro muerto? Peor aún: Sully. Muerta. Suelo. Cocina.

—¡Puta madre! —chillo con horror cuando veo la imagen detrás de la isleta—. ¡Sully! —Me lanzo hacia su cuerpo inerte encima de una laguna de sangre—. ¡No, Dios mío! ¡No puede ser!

La tomo en mis brazos y la estrecho contra mi pecho en un patético intento por hacerla reaccionar.

—Sully, no... No, ¿por qué?

Me ahogo en sollozos que no me esfuerzo en controlar. Libero las lágrimas que calcinan mis mejillas y entristecen mi alma. La acuno y mezo como a un bebé que necesito consolar. No se mueve. Está muerta. Cada latido que ella no puede sentir es una tortura.

—Sully ¿qué te hicieron?

No la suelto cuando me levanto con las rodillas manchadas de sangre y la piel expuesta de mi vientre embarrada de su inocencia. «¿Qué sucedió?» Tiene los ojitos abiertos y el hocico sucio. Toco la sensible y rosada piel escondida entre su pelaje: sangre... tibia y pegajosa sangre. Está en mis manos y dentro de mis uñas. Sully es tan pequeña... No pensé que tuviera tanta sangre que derramar.

Y ahí, debajo de las costillas, encuentro la herida de gravedad.

Me la mataron. Mi pobrecita fue apuñalada. Advierto un ruido a mis espaldas: Vera está a dos metros de mí con el pijama untado de sangre y las pantuflas húmedas de un crimen que aún no se enfría.

Sully fue asesinada por el cuchillo que sostiene mi hermana.

HUDSON TAYLOR

No está.

Mi amor se ha ido.

Pero sé adónde fue.

Se lo voy a decir todo. Nos vamos a ir a la mierda juntas.

La mantuve callada una vez.

Nadie va a quitarme lo que es mío.

GEORGEANNE CRUZ

Tiemblo al vigilar sus movimientos. Está desconsolada, pero... irritada, cansada, como una hoja en otoño que resiste el invierno, pero... como un caracol extinguiéndose en un mar de sal.

Me mira con las córneas hinchadas, los labios pálidos y cortados como el suelo de un desierto, y las mejillas hundidas y moradas. Con el aspecto de una enferma en fase cuatro, acorta el espacio entre nosotras a paticojo arrastre de personalidad.

—¿Vera? —Amparo el cuerpecito de Sully aunque no esté viva—. ¿Por qué?

Soy precavida con mi andar estratégico a la puerta de la cocina. Mi hermana... Ella mató a Sully. «Vete. Lárgate. Huye», pienso en un tsunami de óbitos espejismos que pueden ser mi destino si no planeo con inteligencia mi próxima jugada. «Tienes que salvarte. Está loca. Tienes que salvarte», me aconseja un adrenalínico subconsciente.

Sin embargo, mi hereditaria ingenuidad es la culpable de mi obstrucción a la salida. Estoy conteniendo la respiración, estrecha en una ramificación de posibles «caliente o frío» en el que puedo y quiero salvar a mi hermana, hacerle entender de su error, subirla al auto e internarla en el mismo lugar que yo años atrás.

—Vera, pero ¿qué hiciste? —No pierdo de vista el cuchillo al que aún se aferra. Debo tener cuidado con su volátil estado de ánimo.

Frunce los labios y agrava el gesto de su barbilla. Junta y arquea las cejas. Contiene el llanto, pero no funciona. Sacude los hombros; cada segundo más violentos. En medio de su inestabilidad encuentra la razón. Sabe que hizo algo malo. «Creo que encontré mi ventaja.»

—No dejaba de llorar —dice—. Quería que durmiera, sólo eso. No quería hacerle daño a mi bebé.

Desquiciada, perturbadora, calmada, irritada, y ahora... arrepentida. Pero ¿y yo? Estoy confundida.

—¿Tú bebé?

—¿Sally está bien? —Se me acerca, pero no retrocedo. Le permito tomar a su perrita y llorar su pérdida—. Te juro que no quería lastimarla, hermanita. —Está sollozando y sonriendo, cansada y aliviada. No sabe lo que hace.

La meze contra su pecho... como una madre inexperta que consuela a su bebé con el primer instinto de supervivencia y desesperación: zangolotea a la pobre creyendo que al fin se ha calmado, cuando lo único que consigue es que escurran hilos de sangre que se confunden con el charco a sus pies.

—Vera... —Me la quedo viendo, pero no reacciona. Está en una nube—. ¿Quién es Sally?

—Mi hija... Mi dulce nena. ¿Qué te hice, mi amor?

—¿Hija? —murmuro para mí, consternada. No me había dado cuenta que tenía las manos extendidas hasta que vi el color rojo en mis palmas. La sangre de Sully está seca en mis brazos y entre mis dedos—. ¿Vera...?

—Shhh... —me interrumpe, susurrando un perturbador—: Está dormida.

Un celular vibra lejos de nosotras. Anuncia una llamada que no atendemos. El ruido pierde su insistencia y queda en el olvido. No es mío; está perdido. Debió ser Jack. ¿En dónde está? ¿Y Gema? ¿Qué sucedió con ellos?

—¿Vera?

—¿Quieres dormir junto a ella? —me pregunta de pronto, tomándome con la guardia baja cuando levanta la hoja del cuchillo e intenta filetear la piel de mi vientre.

—¡Mierda! —grito saltando hacia atrás, retrocediendo de mi hermana mayor, la mujer que me abrazó cuando me conoció y dijo que ya me quería, la misma que ahora tiene ojos psicóticos y deja caer a Sully como una res a sus pies.

Oigo los huesos rotos de la cockapoo, sus órganos impactando contra el suelo de la cocina, las garras de sus patitas deslizándose como si los reflejos de sus músculos siguieran vigentes.

—¿Vera? —Retrocedo—. ¿Qué estás haciendo?

—¿Quieres dormir con nosotras? —me pregunta con un entusiasmo preocupante, salivando y mirando el contorno de mi figura manchada de sangre—. Por favor, no quiero estar sola.

Mi cabeza juega en mi contra cuando veo flashbacks de aquella noche en donde todo cambió. Mi vida dejó de pertenecerme por míseros minutos en los que pude haber muerto. No percibo a mi hermana frente a mí, sino a Justin Miller, el monstruo que destrozó una parte esencial de mi autoestima y me dejó una lesión física como recordatorio de su crimen.

Avanza, y me alejo. Rodeo la isleta y sigue mis pasos como las huellas en la nieve. Cojea, volviendo lento, pero no menos amenazador su ataque. Está apuntando el cuchillo a mi cara, pero con metros de ventaja para salir corriendo a por mí o para huir de ella.

—¡Vera! ¡No! ¡Hermana, escuchame! —Me altero cuando adelanta la marcha, pero desvío mis pasos y me voy contra el otro extremo de la cocina, marcando las distancias—. Vera, no hagas esto. ¡Soy yo! —chillo, desesperada, cuando corre hacia mí con arma en mano e intenta clavar la punta en mi estómago.

Salgo disparada de la cocina, rodeando su cuerpo enloquecido, yendo a la salida principal como única fuente de alivio. Vera me pisa los talones, alterada y jadeando, llorando y berreando incoherencias que intensifican el temor a ser de nuevo abierta y degradada como ser humano. «Misma historia, diferente casa.» Está sucediendo otra vez.

—¡Ven aquí, Gala! ¡Ven aquí, puta! —aúlla a un metro de mis oídos, creyéndome alguien más, alguien que piensa como un rompe hogares. «Maldita Gema»—. ¡Ven aquí, puta! ¡Tú eres la perra que quiero matar!

La sangre de Sully actúa a mi favor cuando los pies de Vera resbalan como patines en el hielo y cae pecho piso, golpeándose la barbilla y escupiendo un rastro de sangre que mancha sus dientes y escurre de su boca. Se levanta y sigue mi pista con facilidad, gracias a las pisadas estampadas en su suelo con sangre. Me deslizo y choco contra su puerta. Quiero abrir, pero tengo las manos húmedas por el sudor y la oscuridad del líquido que provoca una batalla angustiosa frente a la salida: ¡se me resbala la maldita perilla de las manos! No puedo tomarla.

—¡Ay, carajo! ¡Me lleva la puta! —Me volteo justo a tiempo: Vera se presenta con un rugido aterrorizador y se lanza a mi cara. Esquivo su ataque y corro escaleras arriba. Miro sobre mi hombro: mi hermana enterró la punta en la madera, tan fuerte, que no encuentra una solución a su contratiempo.

Por un momento tengo ventaja. Pero la mala suerte me visita cuando en su desequilibrio mental descubre que no le importa lastimarse con tal de obtener lo que quiere. Rodea la hoja del cuchillo con su mano e intenta, insiste, y lo saca con dificultad de la entrada. Desprende trozos de madera cuando libera el cuchillo de la puerta. Se hace daño, pero no puedo sentir empatía por ella. ¡Quiere matarme! ¡Mi hermana quiere matarme!

Gira sobre sus talones y da la cara. Desearía no haber visto la expresión de su rostro. Está irreconocible: el cabello teñido de sangre, su mandíbula magullada, los ojos de una bestia, el labio inferior temblando y brillante de sangre y saliva... Miro la herida en su mano por el arma que ansía hundir en mi cuerpo: el corte en su palma drena la sangre que confundo con la de Sully.

—Vera...

Brama un estruendo de rabia desatada contra mí antes de correr escaleras arriba, siguiendo mis pasos y cortando a cada escalón más rápido la distancia que nos separa. No sé cómo, pero mis piernas reaccionan y me guía el instinto a la habitación más cercana que encuentro para sobrevivir. Su mano intenta alcanzarme, pero cierro la puerta de su alcoba justo cuando su brazo está próximo a tomar las puntas de mi pelo y hacerme retroceder.

No me quiero imaginar el dolor que explota en su brazo porque me volverá débil; mi intención no es hacerle daño, pero no puedo evitarlo o detener mis acciones. «Quiero vivir. No quiero morir.» Aun así, no le rompo el hueso o escucho un crujir en su cuerpo. Veo con las órbitas desequilibradas su mano casi esquelética en un intento por atraparme. No sé qué más hacer, sólo perseverar la presión de mis manos contra la puerta, con las suelas de los tenis húmedas y, rogando en silencio no resbalar por los nervios o la torpeza de mi sistema.

Vera desiste por segundos en donde aprovecho para cerrar la puerta y pegar la espalda contra ésta, jadeando y resoplando aire que desperdicio y corre apresurado por mis pulmones. Siento estallar los bronquios y ahogarme con el vómito implantado en mi tráquea.

—¡Lo siento! —le chillo en un combate de supervivencia y repetición de súplicas que puedan hacerla entrar en razón—. ¡Vera, por favor! ¡Reacciona! ¡Soy yo, hermana! ¡Soy Georgeanne! —le ruego como ventaja, pero su mano no cede ante mis plegarias. Quiere atraparme—. ¡No soy Gala! —le grito como última esperanza.

—¡Perra! ¡Perra! ¡Perra! —me devuelve los gritos, acompañados de violentos empujones contra la puerta que amenazan el hierro instalado en mis piernas. La adrenalina está al tope. Es fuerte, pero no más que mi efecto de sobrevivir—. ¡Maldita puta loca! ¡Maldita! ¡Te acostaste con mi esposo! ¡Te revolcaste con Jack!

En medio de la furia sofocante, me permito un minuto de vulnerabilidad. Lágrimas empañan mis ojos cuando entiendo el quiebre de su cordura con la realidad. Mi hermana me cree capaz de algo así, algo que hizo mi madre y tuvo como efecto un ser que ella nunca quiso porque fue fruto de la otra mujer. Porque Gema se encargó de implantar en Vera una idea mal vista y prejuzgadora sobre lo correcto y lo incorrecto acerca de las relaciones.

La odio. Odio a esa mujer. Una madre cuida, educa y enseña, no proyecta sobre su hija sus rencores o la manipula para obtener lo que ella no pudo, no suelta palabras hirientes que dañan su autoestima o llena su cabeza de mierda que no le corresponde enfrentar.

Sólo tengo que resistir. Un poco más. Alguien vendrá, lo puedo sentir. Igual que aquella vez, alguien oirá los gritos y llamará a emergencias.

—No, Vera, eso no es...

—¡Cállate! —golpea la puerta tan fuerte que retumba—. ¡Sé que te acostaste con él! ¡Cambiaste las putas sábanas de mi cama, estúpida! ¡¿Crees que no me iba a dar cuenta de ese detalle?!

—¡No me acosté con él! —me defiendo—. ¡Fue con Hudson! ¡Me acosté con Hudson en tu habitación! ¡Y no sólo aquí, también en la habitación de tu bebé imaginario, perra loca! —Pierdo la paciencia con ese último grito. No quería usar la palabra «loca» para protegerme de sus acciones, pero el miedo me tiene con el alma en la boca y el corazón en la garganta.

—¡Te odio! ¡Eres una mentirosa! —grita, amenazando con tumbar la puerta—. ¡Mentirosa! ¡Mentirosa! ¡Mentirosa!

Estoy temblando. Los segundos cronometrados por los latidos de mi corazón son del susto y el dolor. Mi hermana mayor es reducida a una figura esquizofrénica cuyo deseo fluctúa entre la destrucción y los llantos que atraviesan mi pecho.

Los choques han reducido su intensidad. Dejó de intentar entrar. No me relajo aunque quiera. Puede volver con más intensidad o arremeter con su cuchillo contra mi cuerpo. Los impactos a mi espalda y cabeza amonestan mi estabilidad. Me duele el cuerpo y el alma. El único ruido que se escucha son los sollozos de Vera: una combinación de berrinches intermitentes entre la desolación y el lamento, intensos, como si orara clemencia y salvación.

Es un ruido atroz. Me llevo las manos a la cabeza y cierro los ojos profiriendo un silencioso «Shhh...» que ella no puede oír. No quiero saber de sus locuras, sus dramas o entender su jodida cabeza. No más. No sirvo para esto.

De repente escucho un auto derrapar sus ruedas. Salgo de mi aturdimiento y me pongo en estado de alerta. «Ya está. ¿La ayuda llegó?» Mi hermana debió oír el rugido del motor porque tan pronto como la sentí deslizarse por la puerta, tan rápido se levantó y aceleró la marcha escaleras abajo hasta escuchar sus pasos en el recibidor como un perro ansioso por la aparición de su amo.

Quizá es Jack, viniendo de quién sabe qué lugar para volver a su casa.

Me aproximo a la ventana, pero no sin antes usar el tocador como viga para atorar el único acceso que se me ocurre como desventaja. Veo el auto mal estacionado en el jardín, con el caucho del neumático caliente encima de las hortensias, zampado en el lodo y el césped, sucio en la parte de las luces delanteras y el parachoques, con la placa de la matrícula desprendida de un lado y oscilando.

—¿Jack? —El esposo de mi hermana no me cae bien, pero agradezco que esté aquí.

El auto echa humo por el escape y veo la emanación del redondel directo al cielo. Vino como si el alma le estuviera en juego. Tal vez algún vecino alertó a mi cuñado.

—No... —Un hombre desciende del vehículo y corre a la puerta—. ¡No! ¡No! —comienzo a gritar y a aporrear la ventana cuando veo de quién se trata—. ¡No! ¡No! ¡¡HUDSON!! —El desespero ahoga mis cuerdas vocales—: ¡Hudson! ¡Hudson! ¡Hudson!

No pienso en lo que hago. No planifico mi siguiente movimiento. No escucho alarmas o tengo pesadillas en las que Justin es el protagonista de mi sufrir. No tengo a nadie en mento salvo a Hudson, a mi hombre de ojos violetas y sencillas palabras. A mi amor.

Me despego de la ventana y arrojo el tocador con una fuerza descomunal a un lado, rompiendo el espejo que impacta contra la madera y desaloja de los cajones las pertenencias de mi hermana. Las manos me funcionan y abro la puerta. No pienso si al otro lado existe una trampa o el filo de una navaja esperando por mi cuello. Sólo pienso en Hudson, en su seguridad y la hermosa vida que me prometió y a la que quiero aferrarme con todas mis fuerzas.

Si salimos vivos de ésta le diré que lo amo. Si salimos vivos de ésta le confesaré la verdad. Si salimos vivos de ésta lo abrazaré y le besaré y le haré el amor y le regalaré caricias y mimos y apapachos hasta que la muerte nos separe.

—¡HUDSON! —le advierto en un alarido desgastante y electrificante de voz que frena los pasos de mi hermana a centímetros de la entrada.

Me mira como si fuera su enemiga, elevando el cuchillo en una insinuación de correr o morir si me quedo observando su delito. «Qué Dios me perdone, pero... ¡A la mierda con mi hermana!» Ella no me importa. Mi Hudson es quién me importa.

—¡Georgeanne! —Me maldigo por traer el broche pensando que eso lo dejaría tranquilo. Me maldigo por haberme metido en su cabeza pensando que eso haría más rápida la conquista. Me maldigo por pensar que lo nuestro es sano y no una obsesión mutua de la cual uno será el vencedor; por primera vez, no deseo ser yo quien se quede la corona.

—Vera... —digo antes de que mi hermana se adelante a cualquier imprevisto. El problema está en ella y en mí; no veo venir su ataque, pero mis reflejos sí, porque mi brazo se levanta justo cuando la puerta se abre y Hudson corre hacia nosotras, gritando mi nombre en una exclamación de horror al presenciar cómo mi hermana desgarra la piel de mi brazo con el filo de la punta.

Caigo de nalgas en el último escalón, con el corazón acelerado por el impacto y el ritmo cardíaco en mis oídos, hasta que se convierte en un zumbido de altercados como sobrevivir a una colisión de autos.

«Mi hermana me ha lastimado. Vera me lastimó.»

La impotencia me paraliza el cerebro cuando veo la hoja del cuchillo venir hacia mí desde arriba. Soy la víctima de su guillotina. Pero el alivio vuelve a mis pulmones cuando otra mano interfiere en su sentencia y me salva de una muerte vengativa.

—Hudson... —murmuro en un débil llamado que no tiene efecto en él.

—¡Suéltame! ¡Suéltame! —Aullidos demenciales llegan a mis oídos—. ¡Quítate! ¡Quítate!

Hudson está forcejeando con Vera: intenta arrebatar el cuchillo de su poder. Quiero levantarme, ayudar o hacer algo más que no sea procesar en el peor momento de mi vida lo que ven mis ojos cansados por la falta de sangre y adrenalina: a una yo más pequeña e insignificante por los efectos del amor no correspondido. Soy yo, estoy maltratada y cubierta de sangre, con la cabeza abierta y el pecho quebrado, pensando en dónde estará mi cuero cabelludo.

Las heridas abiertas son lo peor, físicas o emocionales, no importa, nadie quiere sobrevivir después del abismo.

—Hudson... —Siento una carga sustancial en la cabeza, como si en ésta tuviera una piedra que hunde mi consciencia y afloja mi resistencia.

—¡Georgeanne! ¡Georgeanne, no te duermas!

Me aferro a la voz de Hudson. Intento mantener los ojos abiertos, pero el olor a podrido y la constante corriente que nace de mi brazo es incontenible. Sangre nueva empapa la vieja. Veo rojo por donde esté mi visión. Debajo de mí se crea un manto tibio de sangre. No pensé que las recaídas se sintieran de este modo, como un limbo de ensoñación.

—¡Georgeanne! —El tacto de Hudson no me permite ir a la inconsciencia. Atrae mis ojos a los suyos cuando se adueña de mis mejillas y centra nuestras miradas—. ¡Mi amor, tranquila! ¡Ya estoy aquí!

No sé qué pensar o cómo sentirme. Veo la sangre, siento dolor, padezco de un adormecimiento de piernas y brazos como si me hubieran baleado. Pero lejos de las heridas nuevas y las viejas, se encuentra mi encaramiento con él, con mi Hudson, y sólo entonces, experimento una sensación diferente a las anteriores, algo que me faltó cuando me rescataron de mi propia casa: una persona, alguien que conociera cómo se siente sentirse vulnerable, pequeño e insignificante.

«Somos el uno para el otro, ¿verdad? Siempre vamos a estar juntos, ¿cierto?»

Formulo preguntas que no soy capaz de decir:

«¿En dónde está mi hermana?

»¿Por qué tienes sangre en tu rostro?

»¿Por qué el cuchillo está a un lado de tus rodillas?».

... Preguntas que no responde porque la luz se desvanece.



FIN DE LA PRIMERA PARTE

Nota: Aquí termina la primera parte de mi historia que empezó este año. La segunda parte vuelve el siguiente con nuevas emociones y personajes que les dejarán un mal sabor de boca y bonitas sensaciones.

Feliz Navidad y Año nuevo. Todo por adelantado, así soy yo.

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