Capítulo 25
NOTA: La ignorancia es la mejor medicina.
Capítulo 25
GEORGEANNE CRUZ
—¿Cansada?
—Algo —sonrío al ver su cara de niño orgulloso—. No te vengas arriba, vaquero. Ahora no estoy para mover la barriga cuando aún sigues untando mi vagina de tu rica leche.
—¿Te gusta mi esperma, eh?
—¡Puaj! No seas asqueroso.
Nos reímos en una cómoda postura que devuelve la pasión al punto de partida. Retoma los círculos y el suave golpeteo de pelvis. El contacto al desnudo es inmediato. Nuestras pieles bañadas en sudor se restriegan y conectan y mezclan y marcan el cuerpo del otro mientras los besos continúan. Cada uno es mejor que el anterior. Cada segundo es una nueva declaración de amor. Mis labios no pueden despegarse de los suyos. Me mantiene prisionera debajo de su cuerpo anclado al mío, entrando y saliendo de mí en un ritmo perfecto entre la calma y el éxtasis.
«Marea estable.»
Hacemos el amor por segunda vez.
Después de los resuellos y las deliciosas embestidas, terminamos abrazados y con las piernas enredadas, infestando de ese rico olor a sexo la habitación que creí prohibida para cualquiera de mis amantes.
Maldigo a Hudson.
Descanso la cabeza en su pecho exaltado por la euforia, aún desahogando el aliento en su piel, besando el centro de su tórax, deleitándome de su aroma.
—Ya veo que no estás cansada —dice, y me rio.
El silencio se extiende. Su corazón late apresurado debajo de mi oreja, sacudiendo el mío. Estamos en la misma onda.
—Cuéntame algo sobre ti.
—¿Algo como qué?
—Algo como... ¿Cómo eras de niño? —le pregunto.
—Un desastre, pero en el buen sentido. Mi madre siempre me vestía con pantaloncillos y camisa. También a mi hermano. Incluso usaba cinturones con hebillas enormes que cubrían mi estómago. Me veía ridículamente gracioso —se ríe.
—¿Pero...? Siempre hay un «pero», ¿cierto?
—No te equivocas. Pero nunca me mantenía limpio, jugaba al extremo con los otros chicos, y mi ropa terminaba destruida o rota por las rodillas —dice—. Siempre era el chico enlodado del vecindario, el sucio Hudson, el piojoso.
—¿Te molestaban los otros niños?
—Todo el tiempo.
Restriego la mejilla contra su pecho, queriendo infundir valor. Sé lo que siente. Cuando era niña también me molestaban los otros chicos. Digamos que mi nombre, mi origen y mis granos, no ayudaban a mi rango de popularidad en la escuela pública.
—Los niños pueden ser muy crueles si no se les educa bien.
—Dijo nuestra maravillosa Pedagoga —bromea para relajar el ambiente.
—No sé si soy maravillosa.
—Me encantaría verte trabajar con los niños algún día.
—Sí. ¿Por qué no?
—Apuesto a que te manejas bien con ellos. Quizá podría conocer a tus amigos —sugiere.
—¿A Perla? —Asiente—. Sí, ¿por qué no? Podríamos salir un día de estos.
—¿Me presentarás como un amigo más, o...?
—Tengo hambre —le doy una palmada a su pectoral. Me levanto de la cama y me pongo mi calzón—. Voy a ordenar una pizza.
Desinfla el pecho en un suspiro cansado. Sabe que estoy tratando de evadir el tema. Y el que no me lo discuta sólo hace que lo quiera aún más para mí, eternamente, de ser posible hasta que lleguemos a viejos y muramos los dos de un paro cardíaco.
—¿Mitad y mitad? —le propongo—. ¿Qué te parece? Es que a mí me gustan las anchoas y la piña en una pizza al sartén.
—A mí también. No me importa, sólo ordena la comida. También tengo hambre.
Está enfadado, y no puedo culpar a su temperamento. Si él me alejara para mantenerse en las sombras, también me enfadaría.
—¿Comemos en la sala?
—Sí. —Se levanta y busca su bóxer. Ni siquiera me mira. ¿Está molesto, de verdad?
Eso parece, porque se viste como si nada, como si los minutos de unión entre ambos nunca hubiesen ocurrido.
«¿Va a ignorarme? ¿Quiero eso?»
Los ojos me arden; el detonante de un llanto. Protejo mi desnudez cubriendo mis senos, pensando en arrancar la camiseta que sostiene entre sus manos para tapar mi vulnerable estado. Pero él se la pone como una maldita armadura contra mi mirada triste.
Cuando lo veo ahí de pie, vestido y sin un atisbo de dar el primer paso, me acerco a él y, frente a frente, y sin quitarle los ojos de encima, tomo el dobladillo de su camiseta y la levanto lo suficiente para meter mi cabeza y mis hombros dentro, pegando la frente a su tórax.
Estoy debajo del fino material que se adecúa a su cuerpo, sintiendo su piel brillante y combinada con mi olor.
Recupero de a poco mi fuerza.
Hudson se mantiene estático y en silencio durante unos segundos eternos, que me saben mal. Pero en su tercera respiración, corresponde mi abrazo con uno sincero, estrechándome contra él, rodeándome con sus músculos fuertes y destinados a protegerme. Apoya el mentón en mi coronilla, y acaricia con sus dedos índice y pulgar las puntas onduladas de mi pelo, consintiéndome en el acto.
Vuelve a suspirar, pero esta vez, resignado, como si no tuviera otra opción que estar aquí conmigo. Cuando sí la tiene: dejarme y volver a su vida de antes.
Pero no quiero. Y nunca querré.
Me gustan las cosas como son ahora, y haré lo que sea para que sigan así.
—Vamos, sal de ahí —dice con una nueva actitud, levantando su camiseta y sacando mi cabeza de mi nuevo lugar favorito.
—No —digo aferrándome a su torso, como una garrapata en el lomo de un perro—. No quiero.
—Por favor, Georgeanne. —Toma mis hombros, y me empuja con delicadeza para desprenderme de su cuerpo—. Vamos, Georgeanne. Terminemos de hacer bien las paces. —Mantengo la cara abajo, negando con la cabeza—. Quiero ver tu bello rostro, nena.
Eleva mi mentón hacia sus ojos, y no me resisto. Me siento débil. Ve mis pestañas húmedas y mi nariz un poco roja.
—¡Mierda, chispita! —exclama preocupado—. Por favor, no llores —me pide volviéndome a abrazar, desesperado—. No quería lastimarte. Por favor, perdóname. Tú no te mereces esto.
Quiero olvidar los últimos minutos. Quiero enterrarlos y pretender que este quiebre emocional jamás pasó. Pero la realidad es otra, y tenemos que enfrentarla. Además, cualquier universo es vano en comparación con éste, porque en ningún otro estaría con Hudson. No así de juntos, o así de unidos. No existiría el amor, el cariño y la complicidad.
Amor... Estoy enamorada. «¿Cuándo pasó?». Con este hombre es imposible averiguarlo. Todo está pasando demasiado rápido y de un modo tan pasional, que no me lo creo. Soy joven y debo tomarmelo con calma, pero mi instinto me dice lo contrario. No quiero detenerlo, empequeñecer nuestras emociones o sabotear sus sentimientos por mí. Quiero que crezcan y sean imposibles de olvidar. No deseo otro camino en donde no esté Hudson.
Me da un beso en la sien, antes de apartar mi cara de su pecho y acunar mis mejillas. Sus ojos están empañados de arrepentimiento.
—Tú te mereces mimos y apapachos, no dolor y mucho menos a mí. Soy malo, Georgeanne.
—Basta. No digas eso —le pongo un dedo en los labios—. Eres un hombre hermoso, Hudson Taylor.
—Físicamente hablando, ¿no?
—No —poso mi mano sobre su rostro afeitado y perfumado, acercándome a sus labios—. Todo de ti es hermoso. La manera en la que te preocupas y te interesas por mí, te obsesionas e incluso me hablas; porque lo haces de un modo tan cerquita y tan íntimo, como si me estuvieras contando uno de tus más grandes secretos. Tus palabras, tu consuelo, tus abrazos, tus besos, tus mimos y... no olvidemos que ahora eres portador de mi nuevo lugar favorito. Me atrevo a decir que prefiero tu pecho a las olas del mar.
—¿Te estás declarando? —Su sonrisa es preciosa—. Dime que sí. Dime que ésta es tu manera de decirle a las personas que te importan que las quieres tener cerca.
Echo la cabeza hacia atrás con una risotada contagiosa. Mi sonido, por primera vez en años, no es estridente o acompañado de un ronquido molesto parecido al de un cerdito. Estoy riéndome de una manera armoniosa y maravillosa. O eso aprecio en el reflejo de sus ojos cuando me ve.
«Mi Hudson.»
—Supongo que sí, mi hombre hermoso.
Limpia las lágrimas debajo de mis ojos con sus pulgares y suelto su rostro.
—Tú eres la hermosa, Georgeanne. Nunca antes había conocido a una mujer tan perfecta en mi vida.
«Perfecta, ¿eh?». Bueno, es porque sólo ve el exterior, las capas que protegen el pasado con el que cargo. No sabe de mis traumas, el desperfecto dentro de mi cabeza, mi insomnio... Pero sí sabe sobre mi falta de riñón y pulmón, el dolor que me trae ver las cicatrices grabadas en mi cuerpo, el horror de uno de varios de mis terrores nocturnos...
Tiene fragmentos, pero no las piezas clave. No puede completar el rompecabezas. Y esa es mi ventaja. Debo mantenerlo tanto tiempo como se me permita en la ignorancia.
«Mi pasado no va a arrebatarme a Hudson.»
—¿Puedo ponerme tu camiseta?
—Ponte lo que quieras, mi amor. Toda mi ropa es tuya. —Se la quita y la prepara para ponerla en mi cuerpo—. Extiende los brazos, platita.
Hago lo que me pide.
—Aún me debes mi broche.
—Sacalo de mi bolsillo —me reta.
Desliza la tela por mi cuerpo, deteniéndose un par de veces para acariciar mi piel chinita. Su camiseta me queda grande, pero huele demasiado a él y es tan suave. Además, esta es la primera vez que le permito a uno de mis hombres vestirme.
—Bellísima —me da un beso en la frente—. Ahora vamos a alimentarte.
Continuará...
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