Capítulo 23
NOTA: La paciencia no es para todos.
Capítulo 23
HUDSON TAYLOR
Georgeanne es veloz cuando se trata de ponerse a salvo. También es muy intuitiva; sabe quién es el monstruo que se esconde debajo de la máscara. Por eso no duda en venir a mi encuentro en cuanto me ve y escucha pronunciar el nombre:
—James.
Intenta parecer segura y dejar escondido su temor, pero la conozco y sé que en el fondo tiembla por el hombre pálido de ojos muertos que tuvo la valentía de intimidarla sabiendo lo que sospecho de mi dama.
Está jugando con ella como lo hace con todas, pero sé que no le hará daño o intentará un truco sucio para manipularla o asustarla. Pese a lo que todos comentan y hablan de él a sus espaldas, James Brown sólo es nocivo con quien se lo ha pedido a gritos con acciones desafiantes en contra suya.
Y Georgeanne es demasiado lista para tentar al diablo.
—¿Algo qué decir? —Su sonrisa críptica no es una invitación para responder.
Lo ignoro. Volteo a ver a la mujer que tengo al lado, que se ha quedado en silencio y mantiene los ojos en el suelo, aferrándose a mi brazo con sus uñas como si fuera su arma. Juro que puedo oír su corazón latir; temo que estalle dentro de su caja torácica.
—Tienes una mujer encantadora, Hudson. Prudente, hermosa y muy audaz —añade con una nota irónica que decido tomar de modo personal.
Se da la vuelta, sosteniendo esa sonrisa artificial mientras vuelve a sentarse en su taburete a desayunar en paz. Denoto a su lado una carpeta roja sin nombre, y mi cerebro entra en acción. Esa es la información que necesito, y él la tiene ahí a la vista para levantar sospechas.
«Menudo imbécil.» Siempre le ha gustado provocar a las personas porque es adicto a los problemas.
—Nena —acuno las mejillas de Georgeanne, centrando sus ojos en los míos—. Vete a vestir, iremos a desayunar.
Consigue asentir y moverse a la habitación. Aún se ve como un cervatillo iluminado por las luces de un auto cuando desaparece al doblar la esquina y adentrarse en el oscuro pasillo de vuelta a la recamara. Está asustada, recelosa, tensa y en estado de alerta. Como si temiera que James la atacara o previera un golpe de alguno de los dos.
Duele como la mierda analizar sus movimientos porque cada uno me revela un secreto que pronto descubriré.
Mantengo el control y la boca cerrada hasta que la escucho cerrar la puerta.
Me aproximo a la barra mal pintada de gris con el maldito genio latiendo en mi sien. Si no lo golpeo es porque Georgeanne está a unos metros de nosotros.
—¿Qué le hiciste?
—Prepárame un café, no seas malito.
—No juegues conmigo y dime qué mierda le dijiste, James —acentúo mi postura poniendo ambas manos en la isla.
—Cálmate, que pareces mujer en sus días del mes.
—No estoy jugando.
—Yo nunca jugaría contigo, Taylor. Y que te complazca saber que tampoco jugaría con ella. Tu pequeño milagrito está a salvo de mí, no te preocupes —bromea conmigo enseñándome sus dientes manchados de leche y chocolate.
—Contigo no se sabe —mascullo sin quitarle la mirada asesina de encima.
—Yo nunca te he mentido.
—Vaya consuelo.
—No es un consuelo cuando es la verdad. —Mira la cafetera y su taza vacía cerca de ésta—. Sirve de algo y sírveme café, que quiero fumar.
—¿Qué me crees? ¿Tu sirviente?
—Me pides favores como una damisela en apuros —bebe la leche de su cereal, se limpia con una servilleta las comisuras de la boca y me mira con un gesto impasible—. No, no eres un sirviente, eres una criada.
—Me debías una —le recuerdo en un tono amenazante.
—No te debo nada porque yo jamás te he pedido que me salves. De ti siempre ha nacido ese extraño sentimiento de compasión hacia mí. —Se pone de pie—. La próxima vez que quieras darte el lujo de decir que te debo una mierda cocida y partida exactamente a la mitad, asegúrate de que esté acorralado y sin opciones para no pedir ayuda excepto a ti.
—Tenemos casi la misma altura. Ese truco no te funciona conmigo, a mí no me intimidas.
—Pero funciona con ella —sonríe triunfal.
Me da justo donde me duele: Georgeanne y sus miles de secretos que ya me estoy cansando de esperar a que me cuente. Una debilidad que James conoce y no dudará en explotar si fastidio su genio o me interpongo en su camino. «Hijo de puta.» Sabe moverse en el tablero. Sabía que contarle sobre Georgeanne volvería difícil mi relación con él; ya me esperaba que me saliera con una de éstas cuando nos viéramos las caras.
—Ahora muévete, que de mal humor y sin mi dosis de cafeína no te aseguro que me interponga en tu estúpida fantasía hacia la felicidad —demanda.
Me dan ganas de escupirle a la taza antes de limpiarla, como en las cantinas. Y aunque soy capaz, no lo hago por respeto a este cabrón sin sentimientos. Lo estimo pese a que él no posea un puñado de humanidad.
—Ni se te ocurra echarle veneno a mi bebida. Porque me muero, te busco, te encuentro y me aseguro de que me sigas al infierno.
Suspiro. «Paciencia...». James es imprudente, impulsivo y vengativo, pero es la clase de persona que quieres a tu lado cuando las cosas se ponen feas. No es el que está libre de culpa, sino el que lanza la piedra aunque sepa que ha obrado mal y no le importe si mentir le traerá problemas. En pocas palabras: es un cínico.
El silencio se extiende entre nosotros. Lleno su taza y la dejo frente a él sin cuidado. James fuma mientras bebe su café; una costumbre que le conozco desde el día uno a su lado. El hombre es una chimenea andante.
—Ya dime qué le dijiste.
—Nada —se encoge de hombros—, no es mi culpa que la niña no tenga superados sus traumas.
—¿De qué mierda hablas?
Sus ojos apuntan a la carpeta que contiene la información que solicité de Georgeanne.
—Léelo y lo sabrás.
Me aguanto la rabia que siento expandirse en mi pecho, así como la maldita bilis que me trago cuando comprendo que, además de haberle pedido a uno de sus investigadores que indague en el pasado de Georgeanne, también se tomó la puta libertad de leer un expediente que no le compete.
Vuelvo a suspirar, clamando paciencia.
No le quito el ceño fruncido de encima mientras abro la carpeta.
—Te confieso que estuve a punto de obsesionarme con ella de no ser porque leí acerca de sus muchos intentos de suicidio después del ataque.
—No...
Se me va la voz, mi juicio se rompe, siento mi autocontrol tambalear por primera vez en muchos años mientras leo la información recabada acerca de mi mujer. Ojeo y ojeo, y capto algunas palabras que mi cerebro me recordará después cuando supere este estado atónito de ebullición: «Daños irreparables en el cerebro», «Pérdida de riñón y pulmón», «Fisura en el fémur», «Mandíbula fracturada». Veo las fotos en donde distingo moretones y rasguños en donde la carne está expuesta. «¿Casi pierde el oído?». En una foto está un pedazo de piel con cabello en el suelo de alguna casa que, me imagino, es en donde ocurrió el ataque que vivió y sufrió hasta el último segundo de sus dieciocho años.
Era tan joven y sobrevivió a un trauma en el que la mayoría se pierde. Aguantó y se defendió como pudo cuando la atacaron; el cabrón que la dañó también se llevó lo suyo. Eso dice el expediente del policía que tomó su declaración cuando se despertó del coma.
Leo las declaraciones de los involucrados en el hospital.
Según la enfermera, se despertó chillando con el tubo dentro de su garganta. Dijo que jamás había visto unos ojos tan rojos y apaleados de terror. Tuvieron que sedarla y amarrarla porque era un peligro para ella y para los demás. «Se lastimaba.» Todo le daba miedo, que se acercaran demasiado a su cama, que la tocaran, las terapias, la comida y hasta levantarse para ir al baño. «Se ensuciaba.» Cuando los doctores y la psicóloga del centro venían a verla, ella se hacía daño arrinconando su cuerpo malherido en la habitación y protegiéndose con los puños pegados a su cara.
«Mi preciosa nena.» Mataré a quien se atrevió a tomarle esta foto en ese estado. La mujer que veo en ella no es la que conozco, no es mi Georgeanne. Esta chica tiene la mirada perdida y los labios pálidos y agrietados. «Me duele.» Quiero sacar su imagen del expediente y acunar su cuerpo en mis brazos, decirle que todo va a estar bien, que se va a convertir en una mujer perfecta y segura de sí misma, que todo lo malo que sufrió no es eterno, que me va a conocer...
Leo los nombres de los doctores involucrados en el caso y... no me sorprende su reacción cautelosa cuando le presenté a Morgan.
—¿Qué hago? Por la expresión que tienes, sé que quieres matar a alguien. —Una sonrisa peligrosa e incitadora se manifiesta en su rostro—. ¿Te ayudo?
Los gritos de la pesadilla que presencié vuelven a mí:
¡NO! ¡NO ME TOQUES! ¡QUÍTATE DE ENCIMA!
Ahora todo tiene sentido.
Justin Miller, eres hombre muerto.
La lastimó, a mi mujer, lastimó a mi preciada chispita. Se atrevió a acosarla, a golpearla, a patear su cabeza y a dejarla moribunda en una mesa fría de hospital. Hirió a mi vida, y no se hiere la subsistencia de un hombre como tampoco el orgullo de una mujer.
Cierro la carpeta de golpe queriendo desaparecer el dolor, el suplicio, el calvario de los años que tuvo que pasar sola en ese centro psiquiátrico; pero cada vez que lo intento, termino peor, porque las imágenes vuelven a mi cabeza y consumen el poco autodominio que me queda.
La solución que voy a ejecutar será rápida y eficaz. Todo lo tengo aquí, en esta carpeta que contiene los apellidos y fotografías de los policías que fueron responsables de no protegerla cuando ella puso denuncia tras denuncia de acoso verbal y físico contra Justin Miller.
La ignoraron. Minimizaron sus palabras y estas fueron las consecuencias: mi mujer herida.
Los voy a matar. Sólo pienso en eso. Pienso en cuántas mujeres han pasado por lo mismo y en cómo ellos no han hecho nada por ayudarlas. Van a pagar por esto. Sólo espero que cuando le cuente a Georgeanne quién soy, sea capaz de perdonarme y entenderme. Porque soy malo, con ella nunca, pero con el resto me importa una mierda ser como yo.
Miro a James, tomando una decisión.
—Esto nunca pasó. Olvidalo.
—Olvidado —dice formando una pistola con su mano y fingiendo un disparo en su sien. Hasta el sonido del arma imaginaria hace, tentándome.
—Algún día alguien te va a pegar un tiro, como sigas bromeando —hablo muy en serio—. Quizá tu futura esposa —lo molesto.
Su semblante vuelve a ser el de siempre: severo.
—No me va el compromiso y tampoco esas cursilerias que tienes en mente.
—Yo también creí eso hasta que la conocí, pero todos cambiamos.
Disminuyo el odio en mi pecho cuando recuerdo nuestro primer encuentro en la casa de Vera.
—Yo no quiero cambiar por nadie ni por nada. Si decido que una mujer es lo suficiente fuerte para soportar estar conmigo, entonces bienvenida sea. Mientras tanto seguiré cogiendo todo lo que me apetezca y quien se me ofrezca.
—Tienes veinticinco, bro. Soy un año más chico que tú, pero creo que puedo...
—¿Aconsejarte?
—No, no lo tomes como un consejo, sino como un aviso: Va a llegar alguien, siempre llega alguien.
Bufa poniendo los ojos en blanco y tirando su cigarrillo al café.
—No me eches la maldición.
—¿Sabes qué? Sí es una maldición, de las potentes y de las permanentes.
—Mejor me voy que no estoy para estupideces.
Oímos pasos acercarse y me volteo. Vemos a la mujer de rostro audaz y sonrisa astuta que tiene el pelo mojado y acomodado detrás de las orejas, que esconde sus curvas debajo de la ropa que le arranqué la noche anterior, luciendo un escote sutil y depredador, enseñando esas piernas bronceadas y fuertes, y caminando con la espalda recta y los ojos despiertos por la ducha.
Las imágenes antes vistas en el expediente se esfuman; no veo y no pienso en la niña que debió morir aquella noche en el piso de su casa mientras la estaban golpeando, porque la ha sustituido esta belleza de ojos claros y carácter de acero, esta ninfa, esta diosa, esta guerrera cuya armadura habita en su interior.
Me he enamorado y eso es malo. Para ella siempre seré un peligro.
—¿Interrumpo, señores?
—No —respondo.
Asiente, sonriéndome.
—Te voy a enviar la cuenta del agua, Hudson —dice James rompiendo el momento—. Me largo de aquí. Si quieres quédate hoy, tengo un asunto que merece mi atención.
Asiento. Sé que él no da abrazos de despedida. Georgeanne le da la mano en un gesto educado, porque sé que —por lo que no dice y noto en sus ojos cuando lo mira—, no le agrada. Y lo peor es que no puedo culparla, cuando James tampoco pone de su parte para que las personas lo estimen.
Sé que es muy complicado estar con él, y que la mayoría del tiempo es insoportable y excede la línea del desagrado y lo grosero y es una metralleta de decir groserías pero... es mi amigo. Estuvo ahí cuando las cosas se pusieron difíciles, y pondría la mano en el fuego por él sin dudar de sus decisiones.
Observo su estrechamiento de manos. James no deja de verla de arriba abajo con una sonrisa torcida, y mi preciosa chispita no se intimida como minutos antes, en cambio, mantiene el mentón en alto y los ojos fijos en el pozo de la muerte, sin abandonar esa expresión estoica que la acompaña cuando se enfrenta a sus miedos.
—Ea meque videt, sed tuas tenebras non timet. Ea suscipit. Mane cum ea —dice James sin quitarle los ojos de encima.
El entrecejo de Georgeanne se arruga. Él se voltea y me mira sin dejar de sonreír. No digo nada, y él tampoco. Nos entendemos con los ojos y se retira sin mirar atrás.
Georgeanne se acerca a mí cuando la amenaza se ha ido.
—¿Habla latín?
—Ahora sé que sí.
—¿Cómo?
—No importa. —Tomo su mano y nos dirigimos a la salida.
—Entiendo la pronunciación de las palabras; por eso sé que es latín, pero no entiendo lo que dijo.
—Dijo que la cuenta la paga él.
—Mientes —refunfuña como una niña.
—Bueno, bueno. Dijo que fue muy agradable conocerte.
—Jaja —suelta una risita carente de diversión—. Ya dime qué fue lo que dijo.
—Fue eso.
—Miente mejor la próxima vez. Por cierto, qué es eso —señala la carpeta en mi brazo—. ¿Trabajo?
—Algo por el estilo. Mañana me ocupo.
—Bien, pues hoy ocúpate de mí, bonito —bromea—. Tengo que ir a una farmacia, necesito la píldora del día después.
—Mierda. Ayer...
—Sí, pero ayer fue de locos y ni tiempo me dio de preocuparme por los embarazos y los bebés regordetes. No te preocupes.
—¿«Bebés regordetes»? —repito.
—En mi caso, sí, pesé casi cuatro kilos y medí lo anormal cuando me expulsaron en este mundo.
—¿Eras gordita?
—Enorme, pero bonita.
La imagino siendo un bebé rechoncho y con los cachetes rosados; debió ser la clase de bebé que siempre se la pasa balbuceando y soltando pataditas mientras su madre la paseaba. Cuando la pienso tan chiquita y vulnerable, me embarga un sentimiento de ternura nuevo y extraño, porque cada segundo que paso dentro de ella los riesgos de que pueda embarazarla son más frecuentes. Ahora no veo a Georgeanne, sino a un recién nacido con sus ojos, pero con el color de mi pelo, sonriente y curioso.
Mi pecho se explaya de una llenura nunca antes permitida o imaginada por la posibilidad de que pueda quedar embarazada.
No sé de dónde salió este repentino placer de contemplación, y aún no estoy seguro de querer tenerla, pero no negaré que una mini versión combinada de ella y yo, sería algo agradable de ver.
¿Nuestros planes de no tener hijos cambiarían? Ella dijo que no, pero no estoy seguro si es por su voluntad o por temor a olvidar lo importante en la crianza de un niño. Ahora que poseo esta valiosa información puedo entenderla mejor. Quisiera que me tuviera la confianza para decirme la verdad, y yo hubiera deseado haber tenido la paciencia para esperarla. Pero no. Las cosas no funcionan de ese modo. Carezco de paciencia cuando sé que me están ocultando las cosas.
—¿Conduces tú o conduzco yo? —me pregunta.
—Tú. Estoy algo pensativo.
—¿Ah sí? ¿Sobre qué? —Nos montamos en su auto.
—Si te lo digo, puede que te asustes y me dejes por ahí tirado.
—Nunca haría eso —asegura—. Anda, dímelo.
—Está bien. —Reúno valor y lo suelto—: Estaba pensando cómo sería un bebé regordete tuyo y mío.
Silencio. Veo de reojo su expresión gris, como si no me hubiera oído cuando sé que sí. La pausa se apodera del espacio dentro del auto. Está sin palabras, seria, centrada en conducir a una farmacia y nada más. Actúa como si yo no estuviera presente y eso turba mis pensamientos, así como mis esperanzas de acercarme a una conversación que necesitamos tener con urgencia. Esto de ir con pies de plomo me está colmando la paciencia. Quiero saberlo todo, todo.
Con movimientos mecánicos estaciona el auto, desabrocha su cinturón de seguridad y dice:
—Ahora vuelvo.
—Te acompaño.
—Puedo sola —me evade.
Quiere huir y no se lo voy a permitir. Tomo su mano y la obligo a mirarme. No disimula su sorpresa ante mi acto de autoridad.
—Te acompaño —dictamino.
Asiente mascullando resignada un: «Como quieras.»
La atraigo hacia mí cuando intenta mantener las distancias. No suelto su mano. Hablo por ella delante de la encargada y pido la dichosa píldora. Le hacen un par de preguntas que tiene que responder sí o sí conmigo a su lado. La siento incómoda, pero no demasiado para pedir privacidad. Le entregan el paquete, pago la píldora y damos las gracias. Nos retiramos y subimos de nuevo a su vehículo.
Un suspiro cansado escapa de sus labios cuando cerramos las puertas y retoma la ley del hielo contra mí.
—Tienes que comer algo —digo, y pone el auto en marcha sin mirarme.
Llegamos a una cafetería en donde ordenamos un par de sandwiches que devora acompañado de un jugo de naranja natural. La observo en silencio sin tocar mi almuerzo. Tiene las mejillas llenas de alimento y presiento que su plan es mantenerse callada con la comida. Me evita.
Toma la cajita que contiene la pastilla y se la pasa de un trago.
«Suficiente con la ley del hielo.»
—Lamento lo que dije.
Me mira. No me imagino lo concentrada que debe estar para no exteriorizar sus emociones.
—No quería hacerte sentir incómoda. Es sólo... cuando mencionaste lo de los bebés y la píldora yo... Perdón, no pude evitar imaginar una mini versión de ti y de mí. De seguro ahora piensas que estoy loco.
—Para nada.
—Bien. Eso es bueno, ¿no?
Medio me sonríe.
—Aprecio la honestidad, Hudson. Y no, no me hiciste sentir incómoda.
—Entonces ¿qué pasa?
«Mierda, sólo dímelo. Estoy cansado de adivinar.»
—Si te lo dijera... tendría que revelarte ciertos aspectos de mi vida que rompen las reglas que me pongo cuando estoy con alguien: cero intimidad.
—Nada emocional —deduzco.
—Sí.
Puedo entender por qué sus reglas se limitan al contacto físico. Analizando sus palabras y comprendiendo los hechos, no me es difícil captar la tristeza detrás de su respuesta. No la hice sentir incómoda, sino decaída. Inconscientemente le recordé lo que se prohíbe tener por miedo al futuro. La idea de tener hijos le aterra. Leí su expediente, ahora sé cuáles son los daños que sufrió y con los cuales vivirá para siempre. No es fácil.
Pero eso es lo que no puedo decirle: no será fácil, pero no estará sola. Me tendrá a mí. Como me gustaría confesarme delante de ella. Hay tantas cosas que quiero asegurarle. No me perderá, esa es la más importante y la que debo poner sobre la mesa.
—¿Quieres hablar?
—Eso hacemos.
—Sabes a qué me refiero.
Pienso en nosotros, en las consecuencias que acarreará como sigamos posponiendo esta charla. Necesitamos hablar. He excedido el límite de mi paciencia con ella, pero ya no más. Voy a ser directo. No me ando con rodeos cuando sé que quiero algo, o, a alguien como parte permanente en mi vida.
—Quiero que seas mía.
—Ya lo soy. Al menos por esta semana y tres días.
—No, no sólo hablo de los días que me quedan a tu lado. Me refiero a todos los días que me queden de vida, chispita.
Ha aprendido bien de mi gesto impasible: no tengo idea de lo que pasa dentro de su cabeza cuando me sostiene la mirada.
—Es muy complicado estar conmigo —se limita a decir, más como una advertencia a lo pragmático, que como una contribución positiva al futuro.
—Yo también soy muy complicado. Rozo lo obsesivo y soy muy celoso —hablo en serio.
—Sí, lo he notado.
—¿Te molesta?
Para mi buena suerte: sonríe.
—Yo también tengo lo mío.
—¿Quisieras compartirlo?
—No. No quisiera tener que decírtelo nunca, de ser posible.
«¿Es una puta broma?»
—Ah, no, de eso nada, Georgeanne. Si vas a estar conmigo lo sabré todo de ti, todo el tiempo. No quiero secretos. Porque además de obsesivo y celoso, también carezco de paciencia y no me gusta que me oculten nada —pongo sobreaviso.
Entrecierra sus lindos ojos mientras frunce los labios. Es obvio que mi orden no le ha gustado ni un pelo.
—¿Y mi privacidad?
—Sin secretos. No es una opción.
—Me gustas un montón, Hudson —admite sacando unos cuantos dólares de su monedero—. Pero amo mis reglas y no quiero cambiarlas. Menos por un hombre.
—No voy a rendirme. —Pongo la mitad del dinero sobre la mesa—. Te quiero para mí.
—Ahora me quieres para mí. —Se levanta.
—Siempre te querré para mí. —Me levanto.
Combatimos en silencio usando nuestras miradas. Ninguno de los dos parpadea.
—¿Se les ofrece algo más? —pregunta el chico encargado de la mesa.
—A mí no —dice Georgeanne en un doble sentido que hiere mi ego.
Su última mirada es una puñalada a mi pecho.
El mesero me dice algo más, pero no le oigo y tampoco le hago caso. Salgo corriendo detrás de ella. La alcanzo atrapando su nuca y guiando sus pasos hacia su vehículo.
—Basta —masculla.
Intenta apartar mi mano, pero se lo prohibo. Forcejeamos mientras caminamos. No me detengo a pensar en que dirá la gente, tampoco en su obvio enojo y farfullos y palabrotas entre dientes. «¿Está encabronada?». Bien. Pues yo lo estoy más. Y de mí no se va a librar a menos que yo lo decida.
—Suéltame —profiere en un tono más alto y demandante del que necesito oír.
Sin problema la pongo contra la puerta del copiloto. Acorralo su cuerpo situando mis manos a los lados de sus hombros, pegando mi tronco al suyo, frotando mi pelvis semidura contra su sexo goloso, y aguantando su mirada ceñuda y excitada, como ella la mía, desatando a las bestias que somos cuando nuestros labios chocan queriendo dominar al otro.
Mi mano se apodera de su cuello, sometiéndola, pero ni eso frena su hambre por mi boca, ni sus manos que recorren mi espalda o sus uñas que se aferran a mis hombros. «La amo. ¡Carajo!». Se le escapa un jadeo, y ese es mi puto detonante, lamo su mejilla como un perro ávido en busca de cojer a su hembra. Su pulso se dispara. Toco sus caderas y cintura y mantengo la mano quieta debajo de su seno apretado detrás de la copa de su sostén. Me obligo a alejar mis labios para besar su mentón y así no respirar encima de ella. Aspiro su dulzura mientras recupero el aliento. Me enfrento a su mirada desorientada cuando levanto la vista. Apenas si puede enfocar mi rostro a través del ardor en sus ojos. Tiene que respirar incontables veces y refrescar su garganta para aclarar sus ideas.
Cierra los ojos, cansada, y esconde la cara en mi cuello mientras me abraza.
—Basta —musita con una voz lastimera y agitada.
—No quiero, y tú tampoco. —Mi pulgar juega con su seno y, deseoso, acaricia por encima de su ropa el aro de su pezón. Lo siento duro, y no me detengo. Tengo tantas ganas de tirar de su metal; se ha convertido en mi nuevo hábito.
—Nos pueden ver.
—Qué disfruten. No estamos haciendo nada malo.
—Yo sí... Te hago daño.
—Basta. —Tomo su rostro entre mis manos y la obligo a mirarme—. Quiero que te quede clara una cosa: Tú nunca, ni aunque lo intentaras, podrías hacerme daño. ¿Entiendes? Eres una persona hermosa, una mujer perfecta, y una tierna y bellísima señorita con los ojos de un ángel.
Aparenta tranquilizarse, pero sé que no. Tiene la mirada asustada y la mandíbula tensa.
—No quiero complicarte la vida.
—No lo harás —digo de manera rápida y rotunda.
—Sí, lo haré. Y tú te hartarás, y yo me quedaré en la mierda como hace años.
—Basta —repito—. Este no es el lugar para confesarnos, ¿sabes?
—¿Y por qué no?
—Porque todo lo que quiero es abrazarte hasta quedarme dormido. Y me duele la espalda después de haberlo hecho en el asiento de un auto.
—¿Primera vez? —Su sonrisa es adorable y burlona.
—No, pero sí fue la primera vez que a mí me montaron en un auto. Por lo general no permito que nadie esté encima de mí.
—Oh, pobre bebé.
—No me digas así.
Se ríe.
—Bien. No serás mi bebote, con la condición de que yo nunca sea tu cariño.
—Hecho.
La beso.
—Bueno —dice mientras la beso—, aclarado eso, déjame decirte que también eres de mis primeras veces en muchos aspectos.
—Lo sé: no usar condón y dormir juntos.
—Sí... —Le doy otro besito—... Pero voy a romper otra.
—Dime.
—Vas a conocer mi casa.
Continuará...
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