Capítulo 22
NOTA: ¿Los ojos son las puertas del alma? ¿Qué pasa si uno no tiene alma? ¿Se refleja ante ti como un espejo, o, el sujeto es más inteligente y aparenta ser normal?
Perdón por la tardanza. Tareas, ustedes comprenderán :)
Capítulo 22
GEORGEANNE CRUZ
No debí irme de esa manera, como si mi hermana no me importara, o, fuera una adolescente roba pertenencias.
No manejé bien la situación. Me comporté de manera infantil y miedosa; porque lo que quería era huir del rostro duro como marfil de Gema Anderson, de sus palabras filosas e indirectas desgarradoras. Mis límites con esa mujer se reducen a cero nada más verla.
Me siento una cobarde. Debí enfrentarla más y quedarme a defender a mi hermana. Al fin y al cabo, quien merece mi respeto y amor es Vera; ella ha hecho demasiado por mí, como dejarme vivir dos semanas en su casa cada año desde el incidente. Aunque ella no sepa sobre la golpiza, tampoco me niega la entrada a su hogar de dos plantas. Quizá sea hora de contárselo.
La puerta del conductor se abre y entra Hudson. En sus manos sostiene dos bolsas de comida rápida: hamburguesas con papas fritas, y un refresco mediano con dos popotes. Yummy Yummy.
Elevo mis labios con una sonrisa, mientras sujeto las bolsas por él y acomoda el refresco en el portavasos. Le doy la suya, y me quedo con la que tiene escrito mi nombre. El olor me invade y calma el rugir de mis tripas cuando despliego el papel.
—Guau, alguien quiere que le dé muchos besos debajo de la cintura —comento, nada provocativa y bromeando. Y aunque se ríe, también se sonroja como un inexperto en la materia—. Pareces un tomate.
Vuelve a reírse, desenvolviendo su bolsa y comiendo sus papas fritas sin catsup.
—Gracias por invitarme.
—¿Quién dice que te estoy invitando, platita? —Me mira con ojos hambrientos—. Planeo cobrarte después.
—¿Con favores sexuales?
—Mucho sexo.
Me rio con la cara roja y los ojos llorosos.
—Ya comete eso —señala mi bolsa.
—Sí, señor mandón.
—No soy mandón, tú eres sumisa.
Me gana la risa burlona.
—A otro perro con ese hueso.
Vuelve la vista hacia adelante, serio pero, en el fondo, también sonriendo. Estamos solos y a oscuras en el estacionamiento. No se escucha ni un alma a kilómetros. ¡Qué buen lugar para cometer un homicidio! Cuando creo que la conversación ha llegado a su fin, Hudson me sorprende al decir:
—Me dicen «perro» por fiel, platita. Piensa en eso.
Me brillan los ojos al detallar su perfil en la oscuridad. La ambientación lo hace lucir mucho más guapo y misterioso que a la luz del día. Me dan ganas de dibujarlo.
—Awww... —pronuncio con voz melosa, bromeando—, ¿ladras mucho y muerdes poco?
—A veces.
Le doy un beso en la mejilla y vuelvo a mi asiento.
Veo el manjar envuelto en papel, y me doy cuenta de una curiosidad sobre Hudson cuando imita mis movimientos.
—¿Te gustan las hamburguesas con queso extra y pepinillos con mostaza? ¿O me dirás que es una coincidencia que a ti y a mí nos gusten las mismas cosas?
—No es para mí.
—Ah, ¿o sea que por ahí tienes a una mujer encadenada a tu cama?
—No, pero dentro de poco tendré una atada a una cruz —dice, mirándome con apetito.
—¡Ja!
Guarda su hamburguesa en mi bolsa, pero se queda con mis papas fritas.
—¿La compraste para mí? —pregunto, tanteando el terreno.
—Me dijiste que no tienes llenadera cuando se trata de comida rápida. Sólo te estoy atendiendo como es debido.
—Hace poco menos de una hora me atendiste como es debido, hombre.
Se encoge de hombros.
Le doy un mordisco a mi cena, y saboreo la combinación de pan, carne y condimentos en mi boca, gimiendo con deleite.
—Mmm... Ñam-ñam —degusto mi alimento.
—¿Estás sufriendo un orgasmo?
Lo miro con la boca llena y manchada de catsup y mostaza. Entrecierro los ojos, como un par de rendijas, nada intimidantes en su dirección.
—¿Y qué? —Le doy un trago a nuestro refresco—. ¿Te pone celoso?
—No... —Guía mi mano a su entrepierna y me obligo a tragar. Diosss, es como si en lugar de un pene sintiera una piedra. Una que ansío frotar contra mi clítoris... ya palpitando, como si lo hubiera tocado—... Me pones caliente.
«Y tú a mí.»
Una inspiración, y su camiseta comprime mis tetas pesadas y ardientes. Mi sexo se contrae y anhela la violencia de sus firmes embestidas, extrañándolas, y, calmándose con el recuerdo.
—Sexy... —No jadeo por el vacío en mi estómago, sino por el que tengo entre las piernas.
Me dan ganas de quitarme la ropa y dejar que él me tome sin paciencia y con voracidad, exponer mis pechos ante sus ojos, permitir que sus dientes se prendan de mis aros y tiren de mis pezones, mientras, me deslizo con desesperación por su miembro pétreo, ancho y largo, saltando en su regazo como si estuviera cabalgando un corcel salvaje e indomable.
La imagen es tan provocadora que mis uñas se unen a las caricias que le estoy dando entre las piernas. A mi amante le cambia la respiración, pero no me suelta la mirada. Es más, su mano toma como una pinza mi teta, con una presión perfecta. Me remuevo en mi asiento, cerrando los ojos, inflando los pechos, sintiendo su mano traspasar las telas que me cubren y desplazando su dominio por cada centímetro de mi piel.
Mi fantasía está a un paso de hacerse realidad, como sigamos manteniendo las manos donde queremos.
Se acerca a mi lado del asiento, conmigo aún jadeante y suplicando. Sus labios rozan mi mejilla, y mi pelvis se levanta en un reflejo que no es desapercibido para sus ojos traviesos. Lo noto sonreír. Mi pulso, si no estaba antes por los aires, ahora se encuentra en la estratosfera, junto al latir de mi corazón.
—No juntes los muslos —me advierte, dirigiendo sus besos a mi oído—. Sólo yo te pongo a punto, amor. Grabatelo.
Mi rostro gira, mis labios lo encuentran, y el trato se cierra con un beso que los dos correspondemos.
Me monto en su regazo, y vuelvo realidad mis caprichos lascivos.
♥︎♥︎♥︎
Estamos varados en el estacionamiento. La lluvia cae y tenemos los espejos cerrados. Nuestras respiraciones empañan el parabrisas; de todas maneras, así estaba antes de que cada uno volviera a su asiento y se pusiera la ropa en silencio. Aún huele a sexo. El sudor en nuestras pieles, el latir mesurado de nuestros corazones, las partes íntimas que unimos y que tocamos de ambos cuerpos..., aún vibran y emiten como un radiador su calor.
—¿Cómo te sientes?
Lo miro con los ojos aún brillando, como las estrellas que me hizo ver.
—¿Me preguntas después de cinco minutos de haber cogido? —pregunto, divirtiéndome con las consecuencias de su reacción—. Guau, se te está yendo la dulzura, amigo.
Una risa escapa de su nariz. Acerca mi mano a su boca y le da un beso a mis nudillos. No me devuelve mi mano.
—¿Tienes frío? —le pregunto.
No me responde, presiona un botón que pone en reversa su asiento, todavía más que hace unos minutos. Parece que está echado boca arriba. Tiene el pecho explayado, y mi mano en su estómago.
Abre los brazos, y me muestra esa sonrisa preciosa.
—Ven aquí, que te quiero abrazar.
Parezco un cachorrito en busca de calor. Estoy encima de él en un santiamén, con la mejilla apoyada en su pecho, y sus brazos rodeando mi cintura y dándome un achuchón.
Jamás pensé que la lluvia fuese un sonido de fondo tan romántico, y el traqueteo de las gotas impactando en el metal del auto, tan placentero.
Descanso los ojos, sintiéndome segura. Pasamos un rato agradable en silencio.
—Te alejaste —musita, entretenido con un mechón de mi cabello—. Estaba muriendo de frío, amor. ¿Ibas a dejarme morir así?
—Perdón —presiono la cara contra su pecho—, me estaba poniendo a prueba.
—¿De qué hablas?
—Quería saber si eras tú, o las circunstancias las que me estaban ablandando.
Levanta mi cara de su pecho y me obliga a mirarlo. Tiene el ceño fruncido, y los labios rosados por el choque violento de nuestros labios.
—Explícate.
—Yo no soy así, no hago estás cosas con nadie. No duermo con ningún hombre o mujer, o descanso sobre los pechos de mis amantes. Soy de las que utilizan y desechan... No te ofendas —me apresuro a agregar.
—No importa. Además, a mí no me estás utilizando, yo sé en lo que me estoy metiendo. Y no me has desechado.
—Aún...
—No lo harás —dice, muy serio de repente—. No te dejaré.
La pregunta que llega a mi cerebro es tan tentadora que no puedo ocultarla:
—¿Qué harías para retenerme?
—Esposarte.
—Chistoso —sonrío—. Además, esa sería una retención que sí me gustaría recibir —digo con una nota provocativa en la voz.
—Conste.
Echo la cabeza hacia atrás cuando suelto tremenda carcajada ruidosa. Hudson no se ríe como yo; es más, me mira con esa cara impasible que pocas veces le he visto usar conmigo, como si dentro de su cabecita se estuvieran cocinando las palabras adecuadas para emplear en casos de emergencia.
Mantiene sus brazos alrededor de mi cintura; casi parecen una camisa de fuerza. Me aprieta contra sí y, una emoción se dispara en mi pecho y dilata mis sentidos, volviéndome más receptiva y sensible al cambio que experimentamos. ¿Felicidad?, ¿amor? Puede que incluso sienta miedo, pero no tengo ganas de correr; en todo caso, quiero sujetar su mano y escapar con él adonde nos lleve el camino. Enfoco su rostro a oscuras, tocando con delicadeza el contorno de su cara y labio inferior.
Una vez más, el silencio vuelve para hacernos su presa.
—No vuelvas a separarte de mí. —Levanta la cara para darme un beso casto en los labios—. ¿Lo entiendes?
—No estoy sorda —lo desafío, devolviéndole el beso.
—¿Lo entiendes? —se repite.
Me dan ganas de negarme y soltar unas cuantas palabritas... que en realidad, no siento. Lo haría sólo para molestar.
Sin embargo, me sorprendo cediendo a sus deseos con tanta facilidad:
—Sí.
Su sonrisa es pretenciosa, sí; pero... también enigmática. Y por desgracia, mis gustos se reducen a una mirada atractiva en un rostro inteligente. Dos strike, y casi estoy fuera. Si fuera un poco más alto, seguro me mata.
—¿Qué es lo que entiendes, amor?
—No me presiones.
—Dimelo —ordena. Lo veo con malos ojos, y se apresura a añadir un casi sincero—: Por favor.
«Sólo porque dijo por favor.»
—No volveré a separarme de ti.
Ahora sí tiene esa sonrisa hermosa que tanto me gusta besar.
♥︎♥︎♥︎
—¿Adónde vamos? —le pregunto, viendo los edificios que pasamos y dejamos atrás.
La lluvia ha disminuido su intensidad. Chispas caen en los espejos, pero nada que el limpiaparabrisas no pueda manejar. Mi auto no nos ha fallado, y espero y rezo que sigamos manteniendo esta racha de buena suerte. No quiero pescar un resfriado por caminar en la lluvia.
—En mi casa no puedo estar, en la tuya tampoco, y Morgan está en su penthouse — responde.
—Las opciones se reducen a cero, ¿verdad?
—No todas las opciones. Aún tengo un as bajo la manga.
—¿Y está muy lejos ese as bajo la manga?
—Ya casi llegamos.
Me impresiona el nombre de la calle, así como la altura de los edificios.
—Guau, qué selecto.
—¿Has estado por aquí antes?
—En mis sueños, Hudson. Se vale soñar.
Desabrocha su cinturón y sale del vehículo. Imito sus movimientos, y recojo las bolsas de comida rápida y el refresco. Hudson me ayuda a cargar con las hamburguesas; las papas fritas se las devoró él solito.
—¿Quién vive aquí? —Lamo la catsup untada en mis dedos, y él toma mi otra mano.
—Un compañero.
—Dijiste que no trabajabas.
—No lo hago. Ya te dije: no tengo necesidad.
—¿Entonces?
—Es algo así como un conocido —responde.
Me detengo frente a las puertas giratorias.
—¿Sabe ese conocido que estamos aquí?
—Probablemente.
—¿Eso qué quiere decir?
Me sonríe de un modo tranquilizador, pero severo. No deben gustarle las explicaciones o la desconfianza que le doy a este asunto. Un asunto que suma puntos a ese extraño comportamiento que antes había notado en Hudson: el trato de Jax, las palabras del Dr. Morgan, las advertencias de Michael, el mismo Hudson con su conducta impredecible frente a sus conocidos no tan conocidos...
¿Qué estaba pasando? ¿Quién era en realidad el chico de los ojos violeta? ¿Cómo saber si lo que decía era verdad?
Supongo que todo se resume a un salto de fe.
«Ay, ya parezco creyente.»
Hudson suspira. ¿Estará perdiendo la paciencia? No. Pero, y vuelvo a repetir, ¿cómo saberlo?
—Está bien, Georgeanne —dice—. Él sabe que estamos aquí. No te preocupes.
Veo con recelo la mano que él toma, como si formara parte de su brazo y no fuera una adición más, como si ya no me perteneciera y sólo tuviera un sentido de función si él la está sujetando como ahora.
¿Me estaré volviendo dependiente? Si es así quizá lo mejor sería que...
Hudson presiente mi escape y me pega a su pecho de un tirón, sin huida que realizar. Somete mi nuca posicionando su mano detrás de ésta, acercándome a su boca, reteniéndome a unos centímetros de su cara medio malhumorada y algo cachonda. Como si se estuviera debatiendo entre las dos.
Por mí que ganen ambas. Me encanta el sexo rudo de Hudson Taylor.
—¿Quieres que use las esposas, mi amor?
Su advertencia estremece la sensibilidad entre mis piernas.
—¿No fueron amenazas vacías?
—Ninguna amenaza es vacía cuando te la diga yo.
Me besa delante del portero que, tose incómodo, y quien, además, está obligado a permanecer con los ojos abiertos y la vista al frente. «Pobre hombre. ¡Pero gratis el espectáculo que se llevó!». Aparto la boca de Hudson en busca de aire, miro al uniformado con la disculpa ahogada en mi garganta y, aunque no nos está mirando directamente, luce un bochorno notable en sus mejillas regordetas que reflejan su vergüenza. El pudor me invade y me acalora la espalda y el pecho. ¿De dónde surge este sentimiento? Soy incapaz de elevar el mentón y pasar de largo frente a él.
—Pasen una agradable noche —nos dice.
No sé si no nos detuvo porque se sintió intimidado, o, porque no quería ser grosero al preguntar por qué un par de exhibicionistas estaban delante de un edificio de renombre, que bien podría ser alquilado por el hombre más rico de la ciudad.
Por cierto... ¿Cómo se llama ese tipo? Empieza con jamón... o algo por el estilo. Tiene un apellido común, pero... por alguna razón que no entiendo, influye respeto. ¿O miedo?
—¿En qué piensas? —me pregunta Hudson, entrando a las puertas giratorias.
—Ese sujeto que sale en las revistas y en páginas amarillas, ¿cómo se llama?
—¿Quién?
—Ese que siempre viste de negro, que es el hombre más rico de la ciudad, y tiene una hilera de seguidoras en su edificio.
Está confundido, no sabe de quién hablo.
—Empieza con jamón algo —digo.
Se le escapa una risita, sin poder evitarlo.
—¿«Jamón algo»?
Inflo mis mejillas y desvío la mirada. Estoy un poco enojada.
—Olvidalo —refunfuño.
—No lo haré. ¿Dices que viste siempre de negro?
Si bromea o no, no pienso participar en sus burlas contra mí. Mejor me dedico a contemplar el lobby, que no decepciona sus estándares de popularidad y elegancia de un ambiente perfumado y con esencia exquisita.
—Guau...
Veo mis manos. La piel de mis brazos está amarilla, pero es por la iluminación. Miro hacia arriba. El techo tiene un cielo con nubes y ángeles usando ese instrumento cliché de música encantadora: arpas. Observo mi entorno y encuentro un piano, ropas caras, perritos de bolsa, rostros de joyería, trajes de tres piezas en hombres de negocios con caras duras y peinados engominados, mujeres de mi edad con los labios pintados y los cuellos aromáticos.
A pesar del ambiente medio snob, se respira una paz despreocupada que sólo he visto en personas con los bolsillos llenos.
—¿Te gusta?
—Me encanta.
Me acerca a su costado y rodea mi cintura.
—Ha de ser muy generoso tu conocido para permitir que nos quedemos aquí —le digo, de camino al elevador.
—Sí, bueno... Dentro de su cabeza somos algo así como... amigos.
—Pero no lo son —no lo pregunto, lo afirmo.
Presiona el último botón del ascensor. ¿Vamos a quedarnos en el penthouse? ¡Guau!, ¿quién será el «no amigo» de Hudson y dónde consigo uno igual?
—Es que... —responde, retomando nuestra conversación—, personas como él, es mejor mantenerlas cerca.
—¿«Personas como él»?
—Mira, te lo pondré de este modo: ¿si tu supieras que por ahí vive alguien que con sólo chasquear los dedos puede determinar tu futuro... qué harías?
—Bueno, mi instinto de supervivencia se activaría, de ser el caso.
—¿Y qué te aconsejaría que hicieras?
Buena pregunta. Sobrevivir a toda costa y contra todo pronóstico sería lo más conveniente. Si aprecias lo suficiente tu vida como para seguir manteniendo a flote el barco de tus esperanzas, creo que harías hasta lo imposible por asegurar un día más en tu calendario. La lógica estaría arraigada con el miedo que los futuros escenarios me traería si no tomo en cuenta lo esencial: hay personas más poderosas que yo. Por mucho dolor que haya aguantado y vivido para contarlo, siempre existirá alguien cuya historia sea menos soportable de confesar como de vivir.
Después de todo, cada uno pelea (a su manera) una batalla distinta de la nuestra.
—Me mantendría cerca de esa persona —digo, consciente de mi decisión.
—Yo igual.
—¿Le respondes a él?
—No. Me mantengo cerca por protección, pero no soy su lamebotas o un metiche. Simplemente lo dejo ser.
Me rio en voz queda por la verdad oculta en sus palabras.
—¿Qué?
—Entonces sí es tu amigo.
Su rostro casi pasmado, luce gracioso. Cuando se da cuenta de lo que ha dicho, desvía la mirada con una sonrisa que leeré como un: «Eres muy lista, chispita».
—¿Te diste cuenta?
—Ahora me lo confirmas, así que sí.
—¿Cómo supiste?
—«Simplemente lo dejo ser» —repito su respuesta—, nadie usaría ese término para referirse a los negocios de otro si no supiera que no es completamente blanco y negro.
Me toma más fuerte de la mano.
Llegamos al penthouse. Las puertas se abren de lado a lado. La oscuridad nos recibe, pero no por completo. La luz de la luna se filtra por los enormes ventanales de pared a piso, y me permite vislumbrar el entorno en el que vive el amigo de Hudson.
Me muevo por el pasillo en línea recta. Así como en el departamento del Dr. Morgan, aquí tampoco hay cuadros o fotografías que me digan acerca de la historia de quién vive en este penthouse.
El ambiente es frío, gris, sin motivación, como si nadie habitara los espacios de este lugar. Pero a juzgar por los muebles, la televisión, el piano y el minibar que consigo contemplar desde mi posición, me atrevería a adivinar que aquí vive un ser de pocas palabras y también solitario.
—¿Cómo se llama tu amigo?
—James.
—¿«James»?
—James Brown.
La sorpresa que embriaga mi cuerpo tambalea mis rodillas. No sé cómo, pero giro sobre mis talones y consigo mantenerme en pie. Nos vemos cara a cara.
—¿James Brown? ¿El hombre al que me referí cuando estábamos en el lobby?
—Dijiste jamón, ¿cómo iba a saber que te referías al mismo sujeto?
—No me jodas, Hudson. —Acorto la distancia que nos separa con pasos firmes y enojados—. Te burlaste de mí.
—No lo hice —dice, muy serio y cruzado de brazos—. Sólo decidí omitir información.
—Ah, o sea que también mentiroso. ¡Menos mal! —exclamo.
Permanece impasible bajo el cambio de aires. Es evidente que no estoy de humor para sus juegos, y él lo sabe. Por esa razón, no sé por qué ha querido provocar (a propósito) esta pelea.
—¿Por qué te molestas?
—No estoy molesta.
—Mentirosa. —Al fin, una sonrisa en su cara.
Respiro hondo para frenar mi creciente furia.
—¿Por qué no me dijiste que tu amigo es uno de los hombres más poderosos de la ciudad?
—Porque pensé que ibas a juzgarme.
—¿De qué hablas?
—Has oído el viejo refrán: Dime con quién andas y te diré quien eres.
—¿Eso qué tiene que ver contigo?
—Si sabes que es el hombre más poderoso de la ciudad..., entonces también creerás los rumores que dicen sobre él. —No lo pregunta, lo afirma; palabras que también me molestan.
—¿Por quién me tomas? —lo empujo, pero ni se tambalea—. ¿Crees que voy a alejarme de ti por tus amistades? ¡Por Dios, Hudson! No me conoces bien.
Se le hincha el pecho cuando respira. Se está conteniendo de nuevo. Bien, por el momento no me urge combatir contra sus demonios esta noche, sólo necesitamos aclarar un par de cosas antes de seguir adelante.
Pongo mi mano en su mejilla, y mantengo mi cuerpo pegado al suyo.
—A mí no me importa con quién te juntes, ni lo que hagas. —Sereno su entrecejo con mi convicción—. Mientras el daño no me afecte directamente, o, sepas que me provocarás algún mal permanente, todo estará bien.
La línea de sus labios se distiende en una agradable sonrisa.
—Gracias —musita en un suspiro aliviado. Me atrae a su pecho y me aprisiona con sus fuertes brazos—. Y no es que no te conozca —dice con la mandíbula apoyada en mi coronilla—, pensé que saldrías corriendo cuando te enteraras porque sé que nadie elegiría estar con alguien que esté así de próximo a la desgracia.
—No estás próximo a la desgracia sólo por ser amigo de James Brown. En todo caso —digo, y, puede ser la depresión la que esté hablando—: estás próximo a la desgracia por estar conmigo.
«Listo. Lo dije.»
Aleja su mandíbula de mi mollera y me obliga a echar la cabeza hacia atrás.
—Cállate y no vuelvas a decir una estupidez de ese calibre, ¿me oyes?
La aspereza de sus palabras es imposible de desoír.
—Estoy más cerca de la vida desde que te conocí —continúa—, estoy menos miserable y más entero, casi como flotando, volviéndome loco, deseándote e imaginándote cuando no estamos juntos, sólo para despertar de mis desconexiones minutos después con un dolor pútrido en el corazón porque me recuerdo que no te tengo por completo.
Siento como sus iris violetas luchan con garras ensangrentadas para penetrar mi coraza de años en construcción.
Deja ir el aire que encarcela sus pulmones de mi rechazo, y su mano se sitúa en la parte posterior de mi cabeza, reafirmando su confesión.
—Llámalo obsesión, amor, seducción, fijación, no lo sé... La cuestión es que noto que me falta algo cuando no estás junto a mí, cuando no te veo, cuando no me miras, cuando no te guardas para ti esas sonrisas que me tienen desesperado no averiguar si soy yo quien eclipsa tu mente y te provoca esa alegría en los ojos.
Me ve a la cara como si quisiera sacarme la inseguridad a besos. Acaricia el costado de mi mejilla, esperando una respuesta que puede destrozar o alentar sus siguientes movimientos. Su máscara impasible está sufriendo los efectos de sus emociones apasionadas que sólo mi persona le ocasiona.
Soy su quiebre, pero también su fortaleza. Lo descontrolo, pero sólo yo lo calmo.
—No deseo como la mayoría de los hombres a una mujer, ni desearé a ninguna otra después de ti —jura.
Ansioso por saborear el color de mis labios, me besa sin cuidado y ahogando mis protestas, las palabras que aún no sé cómo organizar en mi cabeza, las explicaciones que quiero dar y la historia que necesita saber para mantener las distancias con el desastre que soy.
Sin embargo, es más difícil apartar sus anchos hombros de mi pequeña anatomía en este punto de impaciencia.
—Espera...
—Cállate.
Asiento, obediente, complacida y, embobada. No sé a qué exactamente le estoy dando la razón, pero el espeso y amargo color de la coraza, con la que resguardo mi corazón, ha sido fracturada, iluminada de adentro hacia afuera como la luz del más allá, picoteada como la punta de un arma la piedra que ampara el pálpito de mis sueños, miedos y anhelos.
No me desviste ahí, en su lugar, tira de mis muslos a sus caderas y lo aprisiono con mis piernas, sujetándome a su cuello como un koala. Me sostiene sin ningún esfuerzo. Me lleva consigo, besándome y sabiendo adonde ir para volver a crear esa conexión tan intensa, física y emocional de la que ambos gozamos teniendo estos encuentros sexuales.
Si hay algo más valioso que el alma, creo que Hudson Taylor acaba de hallar el sucesor perfecto.
—¿Sabes cuántas veces he soñado contigo?
Me arranca la ropa y besa cada parte sensible de mi piel.
—¿Cuánto tiempo codicié los momentos que compartimos?
Me empuja hacia la cama con el rostro ávido y las manos inquietas. Mi espalda y senos rebotan. Mi cuerpo no conoce el pudor cuando camina a cuatro patas por la cama hasta encontrarse entre mis piernas.
—¿Te has sentido tan desesperada por estar junto a alguien, mi amor?
Me penetra. Un gruñido y un grito ahogado se escuchan en la habitación. Hudson deja escapar un suspiro de alivio cuando empieza a entrar y a salir de mí. Los ruidos que brotan de él chocan contra los míos entre resuellos y gemidos, cerca del éxtasis, conectándonos, deseándonos, y sintiendo los latidos extasiados del otro en cada embestida dura y sin aliento.
—Esto no es suficiente —jadea por el calor excedente que crean nuestros cuerpos—. Quiero más... Siempre quiero más de ti.
Pierdo la voz, pierdo la respiración, pierdo la energía de mis extremidades. No lo toco, no digo nada, sólo pienso en el placer que sus estocadas me dan, en sus músculos contraídos y en la autoridad que su cuerpo ejerce sobre el mío.
Le regalo mis gritos, el sudor de nuestra alianza, y mi respiración violenta y ruidosa. Hudson se deja ir, exudando su trasudor en mi torso y vaciándose dentro de mí. La colisión de su esperma contra mi sexo excede el límite de contención: siento su fluido espeso escurriendo de entre mis muslos, sellando el vínculo.
Con ambas bocas abiertas y sofocantes, unimos nuestras frentes y compartimos respiraciones. Sin hablar, y con la ansiedad controlada, se deja caer poco a poco explayando su peso sobre mí, abrazándome, escondiendo los preciados gestos de su cara en el hueco de mi cuello, besándome con calma, muy suave, muy diferente a como fue minutos antes de esta deliciosa tormenta.
No puedo recuperarme después de haberlo conocido, no cuando el deseo es mutuo, y los sentimientos florecen a cada minuto en los brazos del otro.
—Quédate —habla con la voz quebrada—. No quiero que te vayas.
Como una camisa de fuerza, me retiene debajo de su cuerpo. Estamos bañados en sudor, respirando al unísono. Estoy incapacitada para protestar, irme o pensar en una buena excusa para mantenerme lejos de él. Ni siquiera hago el esfuerzo. Quizá porque no quiero, porque sé que aquí es donde debo estar, donde quiero estar, con él, junto a él, detenida por él.
—Esta noche... duerme conmigo.
Aún está enterrado y curvado hacia arriba dentro de mí. Me desestabiliza y nubla la razón que pone a prueba los años de terapia y ejercicios practicados. Por mucho que lo desee, no puedo ser como la gente normal y pasar una noche de descanso junto al hombre que quiero. Ésta es una de varias razones por las que no debería enamorarme: no es bueno para mi cerebro dañado estresarse más de lo que ya está.
Pero no puedo decirle eso. Obvio. A pesar de lo que creí antes y de la sugerencia del Dr. Morgan, no puedo decirle a Hudson acerca de mi condición. Una chica debe saber protegerse.
—Debo volver...
Me da un achuchón que me manda a callar. Sale de su escondite y me mira como si se estuviera conteniendo de nuevo, reteniendo el aliento dentro de sus pulmones, con los ojos fijos en mis pupilas aún aturdidas, sin expresar ninguna emoción.
—Si tienes pesadillas, te abrazaré hasta hacerlas desaparecer. Si sufres de insomnio, entonces me quedaré despierto contigo. Si sólo quieres estar acostada y sin hablar, entonces mi pecho será tu almohada y mis manos tu entretenimiento.
La tranquilidad se expande en mi pecho. Ese sentimiento libre de culpa vuelve a asentarse en mi corazón. Apenada, desvío la mirada, sonriente y reconstruida sin dolor o engaños desde los cimientos.
No puedo negarme. No quiero.
—Entonces prepárate para las horas más aburridas de tu vida —le advierto.
Me entiende. Esa sonrisa preciosa se apodera de sus facciones. Me llena la cara de besos felices y casi bruscos que corren desde mi mentón, cuello, pechos y estómago hasta llegar a mi pubis. Me estremezco. Odio el vacío en mi entrepierna que acompaña sus besos, pero me aguanto. Estoy haciendo un esfuerzo por no ser tan dependiente de Hudson.
—Hoy te quedas conmigo —dice con alegría en la voz, como si no pudiera creérselo.
Su satisfacción es todo lo que está bien en este mundo. Se acomoda a mi lado y me sube a su pecho. Pongo la cabeza en el centro de su tórax, arriba de su corazón, riendo y con las piernas abiertas encima de él, recibiendo su amor.
♥︎♥︎♥︎
Era inevitable que se quedara dormido. Pero soportó hasta el último segundo acariciando mi espalda y susurrando la melodía de una canción tranquilizadora, dándome la estabilidad que le pedí inconscientemente mientras me hacía sentir a salvo, sin percatarse de eso.
Lo observo dormir, feliz, como un perezoso.
Está relajado, sus labios están entreabiertos, respira, y un ligero ruido escapa de entre ellos. Está roncando, pero no como un viejo borracho, sino como un niño agotado después de jugar por horas con su tren en Navidad.
Lo inspecciono de cerca en la oscuridad. Tiene una cara bonita, unos ricos labios, una atractiva nariz, y unos grandes ojos debajo de esas cejas pobladas. Mi dedo tiene vida propia: se mueve dibujando el contorno de su rostro, su mentón, la comisura de su boca, su entrecejo sereno y el tabique de su nariz respingona que toco con el cuidado de no despertarlo.
Balbucea en un sueño, alejo mi dedo de su cara y contemplo la mueca de su semblante en paz. Poco a poco, vuelve a relajar el rostro. Quizá no esté despierto, o tal vez sí, pero lo beso debajo del ojo, a un lado de la nariz, queriendo que él sienta lo mucho que significa su presencia en mi vida.
—Verte me duele... —musito con los labios pegados a su mejilla—... Soy mala para ti.
Recuesto la cabeza en su pecho y descanso los ojos.
A la mañana siguiente me descubro respirando en calma encima de su cuerpo. ¿Dormí? No estoy segura. Lo que sí es que tengo que levantarme antes de que mi celular timbre por la alerta de mis recordatorios.
Me despego de su calor y se enfrían mis articulaciones. Desnuda, me paseo alrededor de la cama en busca de su camiseta y mis panties. Cuando encuentro mi celular en los bolsillos de mis shorts, desactivo la alarma y leo con rapidez los mensajes que yo misma me envié.
Todo correcto... «Salvo por la píldora que no me tomé ayer. Carajo.» Reviso mi calendario y descubro que no estoy en mis días fértiles, pero eso no quita el amargo sabor de la irresponsabilidad en mi garganta y la maldita espina de la posibilidad de quedar embarazada si no actúo pronto. Me pongo una alarma para ir a la farmacia y tomar la píldora del día después cuando salga de aquí. Ya está. Respiro hondo.
Debo ser más precavida. No. Lo que debo hacer es ir con mi ginecóloga de confianza y decirle que deseo cambiar mi método anticonceptivo lo antes posible. Es hora de usar el implante. Me regaño a mí misma por no tomar esa decisión cuando comencé a tener una vida sexual más activa desde los veinte años. No es que a los dieciséis me preocupara demasiado por no quedar embarazada cuando perdí la virginidad con mi compañero de ciencias Nathan; si él no se hubiera puesto el condón, no sé con qué cara le habría dicho a mi madre lo imprudente que fui.
Y ahora estaba volviendo a ser una inconsciente cuya actitud es similar a la de una adolecente hormonal. Tengo veintidós años; bueno, casi veintitrés dentro de un mes. Debo empezar a ser más responsable y dejar de pensar con la vagina cuando Hudson Taylor está en mi radar.
Y hablando del Rey erótico de mis sueños húmedos... Giro sobre mis talones y veo a un Hudson dormilón en la bendita gloria de la desnudez. Diosss... Siento que ya ni hay escombros de lo que alguna vez fue mi muralla contra la lujuria.
Aunque me apetezca ir a recostarme en su pecho y descansar los ojos en su pecho, mi pancita me exige alimento; huevos y tocino con salchichas y jugo de naranja. Me imagino que el hombre más rico de Nueva York debe tener el refrigerador lleno. ¿No? Después de todo, un hombre con ese rango y poder tiene que alimentarse. ¿Cierto?
Voy a la cocina a preparar el desayuno, pero la sorpresa impacta contra mi tórax y pica mi garganta con la intención de un grito sordo, cuando descubro a un hombre de traje y corbata que está sentado en el taburete de la isla de granito comiendo un cereal mientras resuelve el laberinto de la contraportada de la caja.
—Hola —saluda sin quitarle los ojos de encima al juego, masticando.
Me quedo ahí de pie con la mandíbula tiesa y las manos temblorosas.
—Dime tu nombre —casi lo oigo exigir, en lugar de pedir, como la mayoría de los hombres harían.
—Georgeanne.
—Interesante nombre. —Me mira por fin. De lejos se ve igual de intimidante que en las imágenes de las revistas en donde lo mencionan—. ¿Qué haces en mi lugar de descanso, Georgeanne?
—¿Tú qué? —pregunto confundida—. ¿Habla de su casa?
—Respóndeme.
Frunzo el ceño ante su orden. El hombre más rico de la ciudad es también el más demandante y poco paciente. ¿Tendrá novia?, ¿esposa? Y si la tiene, ¿cómo es que lo aguanta?
Se pone de pie y mi valor empequeñece. Si Hudson me dio una mala vibra cuando sorprendió al Dr. Morgan hablándome en bajito, aquí el aire que envuelve a James Brown es sombrío y en varios escalones por encima del que sentí en Hudson.
Tengo que dar un paso atrás para que su semblante peligroso no me aplaste. Cosa que no funciona porque, tan rápido como pienso, él cierne su sombra sobre mí como un acto natural y nada privativo de mi libertad.
—¿Me lo vas a decir por las buenas? —Su sonrisa no es ni por asomo una invitación a contestar con una réplica.
Me pongo en estado de alerta. Tiene los ojos negros, fríos y filosos como dagas atacando en la oscuridad a tus tendones. «¿A qué clase de monstruo me enfrento?». Quizá sea sugestión, porque estoy acostumbrada a ver de cerca lo muerto que luce la expresión de un hombre que está a punto de cometer un acto inhumano, pero James Brown, aunque esté disfrazado con un traje y ese caminar elegante, me da la misma sensación de correr un riesgo masivo como te ponga un dedo encima.
Brown mira por muy arriba de mi cabeza a alguien a quien también le sonríe, como si sus labios fueran un corte fino en lugar de una llamarada amistosa.
—¡Hudson, mi amigo! —suelta con voz fingida de alegría—. Ven aquí y únete a nuestro diálogo.
Continuará...
El personaje masculino «James Brown» que describe Georgeanne, tiene su propia historia aquí en Wattpad. Se llama «¿Sexo o Amor?», y la puedes encontrar en mis historias. Es una obra que aún no está terminada y pertenece a una bilogía en la que estoy trabajando. No tiene nada que ver con esta historia, puedes leerla a voluntad.
Ésta es la portada:
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