Capítulo 20
NOTA: A las serpientes se les puede extraer el veneno. Qué lástima que a las personas, no.
¡Denle la bienvenida a Gema!
Capítulo 20
El fuego corre en nuestra sangre. Gotitas de sudor resbalan de nuestras frentes, cuellos, hombros y espaldas. Nos abrazamos en silencio, con mi mejilla aún pegada a su músculo de hierro, cerca del hueco de su cuello. Sostiene los pedazos estropeados que le dan forma a mi cuerpo. Me estrecha contra su pecho, con nuestras pieles juntas, con ambos corazones palpitando al unísono, unidos por la nueva intimidad que compartimos.
Es oficial: ya no es sólo físico lo que tenemos, también es emocional. Los sentimientos están ahí, frescos y deseados.
—¿Cómo te sientes?
Respiro en paz el olor de nuestras pieles, antes de responder una vergonzosa verdad:
—Amada.
Hudson suspira y posa su mano en mi nuca para acentuar su protección.
—Duerme esta noche conmigo —me pide.
—No puedo. Sí quiero, pero no puedo.
Su mano se mantiene en la parte posterior de mi cabeza mientras aleja mi cara de mi escondite. Me mira.
—¿A qué le temes?
—Por favor, no me hagas decírtelo —le suplico; no me importa sonar como una patética.
El gesto impasible de Hudson sufre un ligero temblor. Si no lo conociera, pensaría que se siente culpable. Pero eso es imposible porque necesita tener una razón para sentirse responsable de algún pecado que haya cometido.
Su otra mano acuna mi rostro. Me acerca a su boca dulce y con sabor a mí. Se tumba boca arriba en la cama y me lleva consigo contra su pecho. Me abraza con fuerza mientras su beso borra los últimos diez minutos de quiebre y confesiones personales. De un movimiento me coloca debajo de su cuerpo y vuelve a introducirse en mi interior.
El jadeo que emito es encarcelado por sus labios pegados y sin moverse en mi boca.
—Tengo que cambiar mi método anticonceptivo si seguimos así. —Le devuelvo el beso.
—¿Tomas la píldora? —Me regresa el beso que le di.
—Sí, pero eso no me protege contra las ETS.
—¿Quieres mi historial médico? —Me da un beso en la punta de mi nariz—. Estoy limpio. Pero si lo quieres...
—Te creo —le confieso—. Sé que eres sincero. No debería creerte, pero lo hago.
Su sonrisa es hermosa, como sus sentimientos hacia mí.
—Ya confías en mí, ¿no es así?
—Confío en ti —digo—. Cuando me moviste hasta despertarme de ese mal sueño el otro día..., supe que podría contar contigo para algo más que el contacto físico.
—Qué bonito. Me siento halagado. —Arruga la nariz cuando sonríe, y me fascina. ¿Hay algo que este hombre no haga que me resulte tan atractivo?
Peino su cabello hacia atrás, embelesada, mientras Hudson no me quita los ojos de encima.
—Tengo ganas de seguir contigo.
—Estás conmigo.
—Por unos días —me recuerda.
Una extraña punzada de dolor ataca mi pecho.
«Debe ser porque su peso está distribuido en mi tórax. Sí, debe ser eso.»
Me convenzo de mi rápido razonamiento, e ignoro el agrio sabor en mi garganta.
—No pensemos en eso.
—Lo siento —dice sincero—. No quise ponerte triste.
Suelto una risita fingida de alegría. ¡No hay quién me entienda!
—No estoy triste. Y como ya te dije: no pensemos en eso.
—¿Cuándo sí podremos?
Me encojo de hombros.
—Supongo que cuando uno de los dos esté harto de evadir el tema. ¿Estás harto, Hudson?
—Un poco, pero no demasiado. No quiero presionarte a hablar conmigo si no quieres.
—Bien. Entonces finjamos que no existe ningún tema qué discutir, que no tenemos una vida a la cual regresar, que somos un par de amigos que tuvieron sexo en la habitación de un hotel.
Me acaricia el inicio de la cabeza con ternura.
—Te arrepientes de haberlo hecho aquí, ¿no es así?
—Algo —respondo—. Mira, este cuarto es en donde suelo dormir cuando vengo de visita. Gema fue la que le metió esas ideas en la cabeza a mi hermana para convertirlo en una habitación para su futuro bebé.
—¿Y sientes raro por qué...?
—Creo que acabo de provocar su crisis. Yo... le dije a Jack que pusiera orden en su casa y eso ocasionó que sacara las cajas de este cuarto. Tal vez si no hubiera dicho nada, Vera seguiría viviendo su fantasía de: «Bebé a la vista», y yo no tendría razones para sentirme mal.
—Chispita, no es tu culpa. —Me da un beso en la frente.
—Tal vez no, pero si yo no hubiera hablado...
—Jack es su marido, y tú eres su hermana —dice—. Yo lo veo de esta manera: cuando uno se casa, acepta la responsabilidad que equivaldrá la familia que formarán juntos, la que perderán o la que nunca tendrán. Jack decidió ser esposo de Vera y viceversa: ambos aceptaron la vida que eso les depararía. Y todo a ciegas. Porque ese es el truco: la vida es impredecible como los matrimonios. Tal vez te vaya bien, tal vez te vaya mal. No existe el «felices para siempre». Nada ni nadie es completamente perfecto. Y la perspectiva con la que decidas vivir tu futuro al lado de tu pareja es opcional, pero no imperfecta si uno sabe con quién y con qué se está metiendo.
La convicción de sus palabras no me deprime. Me gusta que sea sincero y que piense que la vida real no es perfecta, así como sus habitantes. Hudson podrá ser un caballero y un soñador que quiere algo más conmigo, pero al menos es consciente de la realidad en que vivimos.
Mi dedo traza un camino desde su mejilla hasta su mentón.
—¿Sabes? Vera dijo algo rarísimo que... —me interrumpo. No sé si sea correcto revelar la información que mi hermana me reprochó.
—¿Qué te dijo?
—Nada importante —digo. Al final decido que no es correcto regar sus secretos como a las flores a cada segundo. Además, lo más probable es que estuviera ebria o drogada; eso me recuerda que debo revisar si encontró mi marihuana medicinal porque eso explicaría su pequeña crisis nerviosa.
—¿En qué piensas?
—En mis cosas. Mi neceser está arriba en el baño, pero mi maleta está abajo.
—¿Temes que tu hermana registre tus cosas?
—Creo que ya lo hizo.
La alarma de mi celular me recuerda que es hora de mi pastilla anticonceptiva.
Suspiro con pesar.
—Ay, no me quiero levantar —me quejo de mi mala suerte con la hora. Estoy muy a gusto. Es increíble lo rápido que me adapté a su anatomía.
—¿Para qué es?
—Mis anticonceptivos. ¿Me das chance? —le pido.
Hudson demora en salir de mi canal. Es como si nuestros cuerpos no quisieran separarse. Jamás había pasado tanto tiempo sosteniendo esta conexión con alguien. Cuando lo consigue, se hace a un lado, y yo me incorporo y camino buscando mis shorts. Los encuentro y me los pongo.
—¿Sin ropa interior? —dice el Adonis que luce su desnudez como un modelo—. Qué sexy.
Se me hace agua la boca, y que él se esté toqueteando el pene mientras me mira con esa sonrisa arrogante que calienta mi sexo..., no ayuda.
Le sonrío, coqueta, y le guiño un ojo, provocando a la bestia que habita en su interior. Me arreglo el pelo frente a él, sin vergüenza que sentir por las tetas que le exhibo como si estuviéramos en un estriptis privado. Demoro más de lo usual (a propósito) en peinar mi cabello, y eso incita que su miembro vuelva a ponerse duro en su estómago de acero. Veo esa vena excitada en su pene y sus bolas hinchadas, y mis pezones son un par de balas morenas que delatan mi excitación.
—Ponte mi camiseta.
—No me gustas mandón.
—Bien. —Su mirada atraviesa mi cara sonrosada—. Ponte mi camiseta, por favor.
—Sigues sonando como un viejo mandón. —Localizo su prenda y me la pongo.
—Ve a tomarte la pastilla, chispita.
—¡Mandón! —digo antes de salir de la habitación.
Camino a la sala y encuentro a mi hermana dormida en el sofá. Está justo como la dejamos. Parece tranquila e inmersa en un sueño pacífico. Sully está echada en la alfombra junto a ella. Levanta la cabeza en cuanto me ve entrar, y suelta un ladrido (cero potente), seguido de un estornudo súper tierno. ¡Qué bonita!
Ubico mi maleta y la tomo. La cuelgo en mi hombro y doy media vuelta, de regreso a la habitación en donde me espera mi hombre seductor.
Me detengo en seco cuando mis oídos captan el ruido que nace en la entrada principal. Alguien está aporreando la puerta. No. «Cálmate y respira.» La última vez que escuché un estrépito como ese tenía dieciocho años, un cerebro en perfecto estado, y todos los órganos de mi cuerpo.
«No puede ser. No puede pasarme otra vez. No puede ser.»
Giro sobre mis talones cuando el estruendo vuelve a machacar la puerta. Mi corazón se acelera con un frío desgarrador en mi garganta. Quiero gritar, pero no puedo. «Ay, Dios. Dios, no, por favor.» Mi mente me traiciona cuando permite que los recuerdos vuelvan: me veo a mí, tan ingenua y aún enamorada de un chico que me humilló y que no se tomó bien nuestra separación, me veo abriendo la puerta que él aporreó gritando mi nombre, me veo siendo empujada y golpeada, pateada y rendida en el suelo que él se encargó de adornar con mi sangre.
Y las súplicas. «Oh, Dios mío.» El llanto, la dolorosa grieta en mi esófago que me provoqué cuando grité con desesperación, el ardor en mi pecho, sus palabras lacerantes, la explosión de mis huesos y carne abierta que él no dudó en seguir lastimando cuando sus dedos intentaron quitarme la piel de mis brazos...
—¡Justin! ¡Justin, NO! ¡Mi madre volverá a casa!
Sólo pensaba en eso con cada golpe que recibía: «Mami volverá a casa y me salvará. Ella es enfermera y siempre ayuda a todos. Estaré bien.»
Pero no fue así. No me mató gracias a que un caballero escuchó mi agonía y llamó a la policía. Me salvaron y me llevaron al hospital. Ahí fue donde la verdadera pesadilla comenzó: las secuelas de casi haber sido víctima de feminicidio. Me jodió una parte de mí que nunca regresará.
Pero ya no soy esa chica. No más. Ahora soy más fuerte. Soy una sobreviviente.
Mantengo la calma, y la compostura. Si me derrumbo aquí y en este pasillo, mi hermana y Hudson sabrán la verdad. Y no quiero que nada ni nadie me cambie de nuevo. No lo permitiré. Los dos años que pasé en ese psiquiátrico no fueron en balde. Debo ser fuerte y tomar en cuenta las crueles lecciones que aprendí.
«No volveré a caer.»
Me armo de valor, y camino hacia el zaguán con la frente en alto.
Mis pasos no son rápidos y enérgicos como me gustaría. De cualquier forma no importa, porque no llego demasiado lejos.
Siento las manos de Hudson sobre mis hombros. No grito, pero sí me toma desprevenida y eso me asusta. Gira mi cuerpo y examina mi rostro. Estamos cara a cara. Aunque me saca una cabeza, se inclina unos centímetros sobre mí y acuna mis mejillas con sus manos ávidas de afecto. Su expresión preocupada me recuerda que, pese a la confianza que perdí, siempre existirán personas que estén ahí dándome su apoyo. Y él es una de ellas.
Vuelven a aporrear la puerta. Hudson me estrecha contra su pecho firme y resistente, protegiéndome, y en ese momento me doy cuenta de que estoy temblando, de cuán asustada me encuentro y finjo no estar para vivir un día más.
Pero ya no puedo. Necesito un respiro. Hay terremotos que agrietan los muros más sólidos, y lluvias que arruinan capas de pinturas.
Me aferro a los cimientos de su fortaleza, y confío en su resguardo como si lleváramos años de conocernos. Aunque, la verdad, si fuera otro quien me pidiera su confianza, y tuviéramos una relación amistosa de años o incluso décadas, dudo que mis reacciones fueran las mismas que comparto con Hudson. Porque no me veo viviendo con ningún otro lo que vivo en el presente con mi hombre.
Quizá no sea el tiempo, quizá sea la persona.
—¡Vera! ¡Vera Anderson-Hall, abre la puerta en este momento! ¡Ahora!
Esa voz. Esa malvada y estricta voz de mujer de mediana edad..., sólo puede pertenecer a alguien tan indeseable como una rata en tu baño o un topo en tu jardín. Peor aún: un tumor en tu cuerpo.
—¡Vera, ven aquí ahora!
¡Es la maldita perra de Gema Anderson!
Por el gesto entre las cejas de Hudson, sé que él comparte mi opinión.
Nos miramos en silencio mientras la puerta parece que se va a caer de tanto golpe. Sin embargo, a nuestro alrededor se ha creado una burbuja defensora contra el mal. La caricia de Hudson es fina y agradable. Me da un beso en la frente, cálido y desmedido, como si con ese acto me estuviera diciendo: «Tranquila, mi amor. Yo me encargo de todos tus males».
Se aleja de mí, y es él quien abre la puerta. Me quedo donde estoy, estabilizada y, creyendo que el último sitio en donde estuve con Hudson será suficiente para normalizar mi respiración. Porque siempre que Gema y yo nos vemos las caras, se me dispara la tensión y me estreso de un modo anormal.
Y primero está mi salud, ya sea física o mental.
Un viento helado se mete cuando ella pone un pie en esta casa. Siempre pasa lo mismo: los colores pierden su brillo, una nube negra se infiltra arriba de nuestras cabezas, y las sombras nos acechan como Dementores.
—¿Qué haces tú aquí? —le pregunta. Sus ojos no se impresionan al notar el atractivo que esconde debajo de una camiseta, una que no está usando porque la traigo puesta yo. Mierda—. Luces como un indecente, Hudson. Le haces honor a la mala reputación de la que tu hermano me habló.
—Oh, Michael y su inherente capacidad de hablar mal a las espaldas del otro. Nunca falla.
—¿Te burlas de mí? ¡¿En mi propia casa?! —Los ojos casi se le salen de las cuencas durante su griterío.
—Corrección: en casa de su hija. Pero si estuviéramos en la suya, no se preocupe, el trato sería exactamente el mismo.
—Eres una vergüenza.
Hudson se encoge de hombros, discrepando con su palabrería.
Gema se indigna, como la dramática que es, y su cara se encuentra con la mía a mitad del pasillo en un enfrentamiento. «Qué la batalla comience.» El odio es latente y perceptible en sus facciones. Las arrugas alrededor de sus labios y ojos se agrietan y le dan un aspecto de lo más deplorable.
La furia que reprime cuando frunce sus labios delgados y pintados de rojo, es...
—¡Vaya! —dice, mostrando los dientes como una cizañera meticulosa—. Pero miren quién regresó a refugiarse a la casa de su media hermana.
Me aproximo a la esposa de Gideon Anderson. Mantengo los brazos cruzados sobre el pecho en una postura firme, pero temblando por dentro.
—Buenas tardes, señora. Un gusto volver a verla.
—El sarcasmo es para las vulgares, no para las prostitutas. —Me mira de arriba abajo, barriendo mi aspecto y, de seguro, comparándolo con el ideal que tiene de una mujer—. Aunque, claro, no se puede esperar menos de la hija cuya madre fue una roba maridos.
—¿Vino aquí a insultarme como de costumbre? —pregunto con ironía—. Se habría ahorrado el viaje enviando un mensaje de texto, señora.
—A mí las cosas me gusta decirlas de frente, niña.
—Pues aquí estoy. —La desafío—. ¿Algo más que añadir?
Respira hondo, temblando y arrugando la nariz respingada y esquelética. Veo la rabia que nace de su mano convertida en un puño, pero sé que no va a abofetearme. Al menos no delante de Hudson.
—No mereces mi tiempo.
Da cinco pasos al frente con sus tacones de diez centímetros, amenazándome con su rostro iracundo y espalda recta. Su perfume Chanel me da picazón en la nariz.
—¿Entonces por qué se molesta en hablarme siquiera?
Ahora estamos cara a cara. A esta distancia puedo ver las motas blancas que adornan sus ojos tristes (señal de que su vista se está acabando), las arrugas en su frente, poros en sus pómulos, manchas en las manos, y las venas en su cuello estirado e irritado por el color que lo acompaña. Está alterada.
Hudson cierra la puerta y se acerca a la que pronto será una escena del crimen. Esta mujer o me golpea o me mata; sé que el rencor que la acompaña la empuja a cruzar la línea entre la vida y la muerte. ¿Algún día querrá apretar el gatillo ella misma, o, enviará a alguien a encargarse del trabajo sucio? Por mucho que quiera creer que dentro de Gema existe un atisbo de bondad, sé que no es así. Porque me está mirando como si quisiera tirarme de un acantilado.
—Eres una niña insolente —sisea con los dientes apretados—. Además, estoy en mi derecho de insultarte como me plazca y cuando yo quiera. No eres más que una bastarda.
—Y usted no es más que una mujer amargada, ciega y equivocada.
—Eres una...
Presiento el golpe de su mano a mi mejilla antes de captar el movimiento por el rabillo del ojo. Doy un paso atrás para protegerme, y... La bofetada no llega. Mi cerebro procesa la imagen que se desarrolla delante de mis narices: Hudson detiene el brazo de Gema en el aire y le impide abalanzarse sobre mí sujetando su cintura. «Vaya...» La levanta y aleja de mi cuerpo atónito y casi encorvado del susto. Tengo los pies plantados en el piso y el corazón latiendo a un ritmo desbocado.
Me dio miedo. Casi vomito. Aunque fuera la cachetada de una anciana, volví a sentir ese escozor en mis cuerdas vocales. No quería gritar otra vez.
—¡¿Qué haces?! ¡Suéltame inmediatamente!
Los berridos de Gema me ponen de malhumor. Vuelvo a repetir: por fuera (siempre) fuerte como una roca, aunque por dentro esté respirando en un alivio y recuperando la compostura.
Cuando consigo calmar mis temblores, mi cerebro se pone de acuerdo con mis extremidades y me muevo. Voy a la sala y encuentro a mi hermana apoyando sus manos en el sofá para incorporarse. Tiene los ojos cerrados y el rostro pálido e hinchado. Sully ladra y brinca y va de un lado a otro. Está asustado. Vera forma una mueca de dolor mientras su mano sostiene su cabeza y apoya los pies en la alfombra.
Qué horror. Apenas se está despertando con el escándalo que está armando la loca de Gema. Mi hermana no puede enfrentarse a ella con la guardia baja. Con lo histérica que está, seguro la termina abofeteando.
Me apresuro a ayudarla.
—Vera. Vera. Hermana. —Sujeto su cuerpo desde sus hombros y la mantengo ahí, medio desmayada.
—¡Esa perra me va a oír! —Oigo gritar a Gema. Sus tacones suenan a la distancia y sé que se acerca.
Miro a mi hermana y la sacudo.
—¡Vera, despabila, por vida tuya! —grito en un susurro.
Escucho el ahogo de una exclamación. Giro el cuello en dirección al sonido y veo a la arpía en el umbral de las puertas francesas. Hudson está detrás de ella luciendo una mirada sombría y con el cuerpo listo para otro ataque.
—¡¿Qué le estás haciendo a mi hija?! —Tiene los ojos frenéticos y el pecho agitado—. ¿Qué le hiciste para ponerla en ese estado? ¡Contesta! —exige.
—¿Mamá? —La voz de Vera es música para mis oídos. Para las dos. Pese a lo mala persona que es Gema, sé que el único cariño que puede dar (a su manera) es el que le tiene a Vera.
—¡Hija mía! —Gema corre a socorrer a mi hermana. Me hace a un lado, casi empujándome, y Hudson me detiene y me traslada lejos de su campo de visión—. ¿Qué te hicieron mi vida? ¿Qué te hicieron? Dímelo.
La presiona a responder sus preguntas y me dan ganas de quitársela de encima. No quiero que altere su sonambulismo.
Al no obtener una respuesta de su parte, Gema posa sus ojos rojos y rabiosos en mí, y en el brazo protector de Hudson que rodea mi cintura.
—Ramera —dice poniéndose de pie—. ¡Cómo te atreves a acostarte con este indecente bajo el techo de mi hija! ¿Dónde lo han hecho? ¿En su cama, majaderos? ¿En la habitación que está designada para el futuro bebé de mi Vera? ¡Responde!
Niego con la cabeza mientras me trago las lágrimas. El agarre de Hudson presiona mis tripas, pero no me quejo. No puedo cuando estoy demasiado concentrada en no llorar frente a esta señora que sólo vive para atormentar.
—¿Por qué? —El pecho de Hudson se infla cuando llena sus pulmones de paciencia—. ¿Quiere saber los detalles, señora? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿En qué posición? ¿Por qué?
—Descarado —masculla.
—Ah, ya sé —sonríe burlón—. Quizá la verdadera pregunta que quieras hacer es: ¿Por qué te fijaste en ella y no en las otras millones de mujeres que viven en el planeta? Bueno, así como Gideon no pudo evitar enamorarse de Gala, yo no pude evitar que me gustara el preciado fruto de su lujuria.
Me da un beso en la mollera y disminuye el agarre a mi cintura.
—Sólo mire su cara, ¿acaso no es la mujer más hermosa del mundo? Es igual a su madre. Excepto los ojos, ¿cierto? Tiene el azul distintivo de Gideon Anderson, que prueba que es su hija. Algo que Vera no pudo heredar, ¿verdad?
Muerdo el carrillo de mi labio para no sonreír. Gema enrojece y parece que le va a dar un infarto. «Ay, ojalá.» Las venas en su cuello están a punto de explotar. Con suerte le da un derrame y nos ahorra años de sufrimiento.
Intenta abalanzarse sobre nosotros con los puños al aire y el rostro contraído en cólera, llorando de coraje.
—¡Maldito perro, desgraciado...! —chilla, pero no termina su agravio.
Hudson es rápido al ponerme a salvo. Ni siquiera deja que me toque. Me coloca detrás de su espalda, y él detiene sin esfuerzo sus trancazos y berrinches.
Gema cae de rodillas, lamentándose y aullando de dolor, como si ella fuera una frágil anciana y mi hombre un despiadado monarca.
Veo más allá, y distingo las lágrimas de mi hermana bañando sus mejillas hundidas y macilentas. No me había dado cuenta de lo mal que se encuentra físicamente, como psicológicamente. Verla con ese aspecto, sólo provoca que mi odio hacia Gema aumente.
De rodillas se queda y así la mantiene.
—En lugar de interrogarnos sobre nuestras vidas privadas, mejor ocúpese de la salud de su hija —le dice, fuerte y claro, soltando sus muñecas—. Que buena falta le hace —añade.
Vuelve conmigo, retomando ese gesto en su rostro que tanto quiero, cuando acuna mis mejillas y sus ojos se conectan con los míos. Es como ver el otro lado de la moneda. Examina la carita que asegura ser la más hermosa que ha visto en el mundo, y me da un beso largo en la frente. Ésta es la parte que más adoro de Hudson: su ternura y atención. Y saber por boca del Dr. Morgan, que sólo es así cuando está conmigo, me hace sentir la chica más afortunada del universo.
—¿Estás bien?
—Sí.
—¿Te quieres ir?
No hace falta decir que sí. Él sabe la respuesta.
Entrelazamos nuestros dedos a los ojos de la arpía como un «Nos vamos». La rabia de Gema la pone a temblar.
Permito que Hudson guíe mis pasos. Me lleva consigo a buscar mi maleta y después caminamos a la salida.
Los ojos contenidos en lágrimas de Vera son lo último que veo cuando cruzamos la puerta y nos montamos en mi auto.
Continuará...
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