Capítulo 19
NOTA: En el amor nadie es perfecto. Todos cometen errores. Y el peor de todos es la persona que ama mas de lo que debería.
Okey... Confieso que hace días quería escribir un capítulo que fuera sólo de Georgeanne y Hudson [+18]. Bueno, como si los anteriores no valieran, no, pero quería otro más y ya está (antes de que los problemas y los secretos se revelen).
Disfruten el cap:
Capítulo 19
GEORGEANNE CRUZ
Pocas han sido las veces que mi cuerpo se pone de acuerdo con mi mente, acabada la euforia de minutos rebosantes de placer. Porque cuando llego al éxtasis..., la cordura se desvanece y las obligaciones se disipan. Todo a mi alrededor deja de ser importante: mi salud, mi futuro, mi hermana, el lugar donde yacemos en silencio y pegajosos por el sudor que compartimos... Todo.
El mundo gira, pero ésta es nuestra isla. Aquí estamos a salvo de los «entrometidos», como los llama Hudson. Creo que empiezo a comprender a qué se refiere: no quiere compartirme o que mi cabeza se entretenga con algo o con alguien externo a nosotros.
Nos entendemos.
Mi garganta me duele, las comisuras de mi boca me queman, y los latidos de mi corazón aún golpean mi esternón. No tengo fuerzas, voz y ganas para pedirle un descanso, unos minutos de recuperación, una bocanada de aire fresco.
Tengo miedo de que el olor a sexo se escape de la habitación. No quiero que mi hermana piense lo incorrecto si se despierta. Lo que menos deseo es una bronca con ella. Su corazón malherido no resistirá verme usar el cuarto de su bebé imaginario como «lugar de sexo».
A lo mejor se lo toma a mal. Mi intención no es lastimarla o causarle algún mal. Pero la conozco, y sé que cualquier acción que realice, se lo va a tomar personal. Si me llegara a encontrar con Hudson en esta habitación, de seguro se desata el Armageddon.
Hudson me lame y besa mi cuello. Le da un mordisco a mi piel, y rodea mi espalda con su brazo, acentuando su posición dentro de mí. «Es imposible olvidar que está invadiendo el centro de mi cuerpo.» Contraigo los músculos internos alrededor de él, y su verga brinca en mi interior enviando una sacudida de placer a mis terminaciones nerviosas.
No reprimo el jadeo repentino que expulsa mi garganta. ¿Para qué? Él sabe cuánto lo disfruto.
—Mmm... Qué rico.
—Te deseo —exhala.
Su pelo está en mis ojos y me entra en la boca. Siento que he roto alguna regla de intimidad en mi libreta de recordatorios con mis amantes.
—¿Recuerdas cuando te dije que por ti estoy rompiendo mis reglas?
Asiente, sin abandonar sus labios de mi cuello. Otra vez está formando esos maravillosos círculos en mi pelvis que me dejan a punto del orgasmo.
«Controlate, Georgeanne.»
Consigo no gemir como posesa mientras le digo:
—Eres el primero a quien no le exijo usar un condón.
Levanta la cara de mi cuello y me mira, ralentizando sus movimientos, entrando y saliendo de mí pero no como una bestia o sacándola toda por completo. Solo introduce la mitad de su preciada mercancía en mi cueva, dándose cuenta (ambos) que acaba de reclamar lo único de mí que no le había entregado a ningún otro: mi confianza.
La excitación en su rostro sonrosado y brillante por el sudor, me satisface y alienta a sostener el calor de sus pupilas dilatadas y extasiadas, que atraviesan los despojos de mis secretos más íntimos como un nuevo quiebre a mis reglas dictadas (por mí) para protegerme.
—Eres malo...
Está haciéndolo a propósito. Casi puedo imaginar el espectáculo de nuestras carnes conectadas. Su semen y los restos de mi orgasmo bañando su tronco y mi entrada, inundando mi pequeño sexo y mi pubis depilada para él, para que pueda sentir lo suave que es mi zona erógena.
Su ir y venir, y las imágenes que tengo en la cabeza, me ayudan a llegar al clímax que nace con un suspiro entrecortado y a terminar con un grito ahogado. Hudson eyacula en mi canal, llenando mi vientre con su semilla. La presión es demasiada que, una buena cantidad de sus fluidos, escapa de entre mis piernas y embarra mis muslos.
«Diosss...»
De una estocada remata mi cuerpo entregado a él, enterrando su verga hinchada y férvida en mí, rompiendo un límite que no pensé que tuviera. «Lo siento más dentro de lo normal.» Si antes lo sentía en el inicio de mi vientre, ahora está clavado en mi estómago. Palpita, y el sexo se me pone caluroso. Creo que voy a sufrir otro orgasmo.
Me toco la cara con desesperación, gimiendo y mordiendo mi labio inferior. Cierro los ojos, y mi cuello forma un arco permitido para su lengua. Deja un rastro de saliva en mi cutis reluciente. «Mmm...» Rodeo su cuerpo usando las piernas y los brazos, y mi cara se contrae en una mueca de placer.
Dudo que se pueda estar más unido a una persona de lo que ya estamos.
Estoy llegando, y ni siquiera se está moviendo. No me mueve consigo o me toca o me chupa o me besa o levanta la cara del hueco de mi cuello para verme y comprobar que estoy a punto. ¡Otra vez! ¿Es esto posible? ¿Es posible venirse así? No estamos cogiendo en sí. O eso creo.
Nunca había experimentado esta sensación. Ni en mis más locas fantasías. Esto es demasiado.
Me caliento. Mi coño está tenso y glotón. Le estoy ordeñando la polla como si no hubiera cogido en la vida, y me pregunto si le duele tanto como a mí sentir el peso de su cuerpo encima de mis tetas turgentes y sensibles. Los pezones me arden y temo que exploten. Ésta es la primera vez que me arrepiento de haberme puesto los piercings.
Sus pectorales son una pared de concreto que aprisiona mis senos y me quita el aliento.
—¿Estás bien? —Su voz es calmada, normal. Pero ¿cómo? Siento su placer, y sé que lo está disfrutando. El tamaño de su erección no puede ser fingido—. ¿Te estoy haciendo daño?
No puedo responder. El sudor me entra en los ojos y soy incapaz de articular palabra. Tiemblo en su pecho y, cuando intento mover la pelvis debajo de su pesadez, yo... El ligero pero efectivo roce de mi clítoris hinchado contra su carne, me...
—¡Oh, Dios! —grito, más viva que nunca—. ¡No! ¡Sí! Yo... ¡Ah! ¡Dios mío, cuánto me gusta sentirte!
No me callo o bajo la voz. Ya casi estoy. Diosss... Se siente tan rico hacer el amor con Hudson. Mis paredes lo aprietan, le araño la espalda, cruzo los tobillos por encima de sus caderas y hundo los dientes en su hombro, mientras la sensación jamás experimentada me embarga y revienta el centro de mi cuerpo con un grito animal, que consigo silenciar gracias al músculo que muerdo.
Llego al orgasmo. Me llena el vientre cuando se desahoga en mi canal. Suspira en agradecimiento, en el hueco de mi cuello, recuperando el aliento. Los residuos de su semen están entre mis piernas y entre nosotros. Naufragio por la delicia que me entrega el coito que creamos juntos. Mi cuerpo se relaja debajo del suyo, con él aún estremeciéndose y gozando de los restos de nuestra unión.
Parezco un flan. Ha sido la mejor experiencia sexual de mi vida (hasta ahora). ¡Qué digo la mejor! Ha sido la única que es digna de compararse con el séptimo cielo.
Beso la marca que mis dientes le han dejado en la piel, lamo su lesión, y rozo con cuidado su herida usando las yemas de mis dedos.
—¿Te ha gustado?
—Qué pregunta. —Sonrío con pereza.
—No me has contestado.
«¿Es broma, no?»
—Me encantó. —Soy sincera—. ¿Que no me oíste gritar como chicharra?
Su risa es cansada, pero delata la diversión que le provoca mi broma. Mantiene mi buen humor en el séptimo cielo de los orgasmos. Levanta la cara de mi cuello y me mira con esa seductora sonrisa que tanto me gusta. Acaricio su mejilla con mis uñas, pero no lo araño o le dejo marcas. Quiero devolver la ternura que me fue dada hace poco.
—Creo que rompí una pared dentro de ti —dice.
—¿Sí? ¿Lo sentiste?
—Te siento, Georgeanne. Te siento incluso antes de poder crear esa asombrosa conexión que sólo obtengo cuando eres tú la que me acepta.
Me arden los ojos; me obligo a pensar que es por el sudor.
—¿Y tú? ¿Tú me aceptas? —le pregunto.
—¿Crees que si no te aceptara, no se me pondría dura de tan solo pensar en ti, chispita?
—Pues no la tienes dura justo ahora.
—Dame un respiro, mujer. Ya te cogí tres veces el día de hoy. Cede un poco.
Me gana la risa. Me besa sonriendo en mis labios. Es un beso suave, casi virgen, que es muy parecido al que le di hace unas horas cuando estuvo a punto de sorprenderme leyendo mis recordatorios en mi celular.
—¿Estás cansado?
—Sólo necesito un minuto. —Me da un pico en los labios—. ¿Qué tal estás tú?
—Mmm... No me quejo.
Su risa es ligera como el alma de un niño. Es inalcanzable. Pura. Llena mi pecho de una alegría que me hace olvidar la palabra: «efímero». Me da esperanza.
♥︎♥︎♥︎
Compartimos un par de besos y mimos que rozan la comisura de la boca del otro con infinita dulzura. Creo que ninguno de los dos había sido tan cuidadoso con la acción de dar un beso en su vida como ahora.
Mi amante brilla debajo de mi silueta cansada y fulgurante, pero aún ansiosa por más. Estoy encima de su cuerpo laxo en la cama, tocando con mis labios los suyos y el resto de su cara perfecta, rasurada y extasiada, mientras él no pierde detalle de mis movimientos y el tacto de mis manos en su pecho, sus hombros anchos, la vena de su cuello y su manzana de Adán.
¡Está para comérselo!
Froto mi intimidad contra la suya. Arriba abajo. Soy dócil con mi ir y venir. Jadeo, y él mira con atención mi boca entreabierta y golosa, deseándome. Se le pone dura. Sus manos me aprietan las caderas y las masajea para guiar mi entrada a su miembro listo para penetrarme. En cuanto su corona atraviesa mi abertura empapada de nuestros fluidos, un dolorcito soportable se presenta en mis paredes internas.
Una exhalación, un chillido ligero de auxilio, y mis ojos se cierran al recibirlo. Creo que nunca podré acostumbrarme a su tamaño. Mi boca y labios se secan. Expongo una sonrisa complacida (sin vergüenza) frente a él. Termino de unir nuestros cuerpos en un descenso brusco, pero controlado. Hasta el fondo.
—Ay, Dios... —gimo en su pectoral, hundiendo los dientes en su piel.
Es tan hermoso. No puedo dejar de sentirlo, de querer tenerlo siempre unido a mí, de desearlo como lo hago. Me gusta. Me encanta. Este hombre es un peligro para mi jerarquía. He vivido en paz y sin complicaciones con mis reglas desde hace años. Quizá, por vez primera, puedo jurar que perdí la cabeza.
Hudson suelta un profundo y gutural ruidito de placer. Jadeo en su pecho. Su verga vibra dentro de mí. Me estremezco. Separo mi torso del suyo usando las manos, y me impulso hacia atrás con las rodillas flexionadas y apoyadas a los lados de sus caderas en la cama. Mi sexo escurre una combinación exquisita de nuestros fluidos y le baño el tronco sin querer.
Sus manos recorren mi cuerpo expuesto y bronceado. No puedo evitar sentirme como una modelo erótica de curvas de infarto, una ninfa de agua cristalina que ahoga a los hombres en su deseo por poseerla, una mujer sin pasado que puede vivir sin complicaciones junto al hombre que quiere. Me mira como si estuviera admirando a la mujer más hermosa del mundo, a la mujer que soy unida a él. Está destrozando mi alma y volviendo a construirla.
Ambos observamos la conexión que creamos dentro del otro. Una descarga de adrenalina viaja por mi torrente sanguíneo. Me muevo. Lo monto con firmes estocadas que cansan mis piernas y endurece el centro de mi vientre. Me pesan los senos de tanto golpeteo. Sus ojos reflejan un apetito voraz por mi carne. Agarra mis tetas y las presiona con hambre. Tira de los aros de mis pezones, y el rítmico cabalgar de mi pelvis se intensifica.
—¡Oh, por favor, Dios! —Pierdo la razón.
Arqueo la espalda y el cuello mientras levanto las caderas y las dejo caer en constantes embestidas. El sudor brilla en nuestras pieles. Los ruidos que escapan de nuestras bocas son deliciosos y casi simultáneos. Me concentro en mi placer, pero no por eso pierdo detalle de sus actos. De una abdominal eleva su torso y mantiene su cara a centímetros de mi cuello. No me detengo. Su lengua prueba el sabor salado en mi cutis, y su aliento se funde con el mío cuando juntamos nuestras bocas. En algún momento, las manos de Hudson se trasladan a mi espalda y sus dedos estrujan mi piel, dejando una huella irremovible en mi cuerpo, borrando el dolor que representa esa área para mí.
—Georgeanne...
No creo en el destino o en la suerte, pero sí Hudson llegó a mi vida por una razón, debe ser por ésta: su apetencia.
—Nena —jadea mordiendo mi mentón—. Mi amor, por favor, no llores.
Escondo la cara en su cuello, sollozando en silencio, abrazándolo y entregando otra partecita de mi alma a la confianza que le tengo. Hudson acaricia la cicatriz tan horrible que atraviesa mi espalda; de seguro preguntándose cómo la conseguí. Su tacto es suave y alentador; pero no puedo decirle lo que me ocurrió, no puedo. No quiero que él me vea con lástima. Ésta es la única vez que ocultaré mi pasado para no ahuyentar a un amante.
A pesar del llanto, del cambio en el ambiente, de que Hudson —aunque siga duro— ya no se mueva conmigo, y de las obvias lágrimas que vierto en su hombro, el hombre que conozco de pocos días me deja utilizar su cuerpo para olvidar una pena de la que él no está enterado; pero aun así accede, ¿por qué?
—Hudson...
—Está bien, mi amor. Piensa en ti.
Su comprensión y amable voz, no ayudan. Quisiera que se enojara conmigo, que me dijera un par de insultos, que no fuera tan bueno y tuviera esos sentimientos de conformidad que sólo provocan divisiones entre mis reglas e instintos. Pero no soy perfecta, no como él piensa, y las decisiones que tomo tendrán consecuencias de las que me ocuparé mañana.
Siendo consciente de eso, acelero mi ir y venir de arriba abajo. Monto su pene y restriego mi pubis contra su ingle.
—Lo siento... Lo siento mucho... —Disculparme con él apacigua mi culpa.
Pero Hudson, mi fiel y cariñoso hombre, me tranquiliza con sus dulces palabras en mi oído:
—Chsss... Ya, mi amor. —Me da un besito en mi sien—. Aquí estoy. Recuerda: haré cualquier cosa por verte feliz.
—Pero...
—Tranquila, aún estoy contigo. Nada de lo que hagas o digas podrá hacerme desaparecer.
Me aferro a la luz de su figura. Lo abrazo con fuerza, como si fuera la última vez que voy a estar con él. Tal vez sea buena idea despedirnos, ya no buscarnos como dos opuestos, olvidarnos del ansía que nos embriaga cuando nos besamos.
Creo que me estoy enamorando de Hudson. Es eso, lo sé. Lo que no, es cómo manejarlo, qué hacer, cómo actuar, cómo reprimir la maldad y los problemas que mis sentimientos nos causarán.
—Te quiero... —No sé si lo he dicho yo o si lo ha dicho él.
Meneo las caderas con torpeza, buscando y encontrando el clímax que nos consume a los dos en una ráfaga de pasión, que rompe con la única regla importante en mi lista:
«No te enamores».
Continuará...
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