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Capítulo 14

NOTA: Es mentira que crean que primero se debe amar para poder gozar. O al menos eso cree Georgeanne.

Les traigo un capítulo largo esta noche. Espero que lo disfruten tanto como yo lo estuve escribiendo para ustedes.



Capítulo 14

Hudson se ofreció a conducir, así que tuve las manos libres para textear a mi hermana. Le mando un mensaje a Vera para decirle en dónde estoy y que no se preocupe.

«No me ha respondido.»

Mis recordatorios aparecen y los leo con detenimiento. Anoto unos nuevos, y reviso las noticias de esta mañana, esta tarde, y las de esta noche. «Bien, ningún delincuente con el nombre de Justin Miller se escapó hoy.»

Llegamos al edificio donde aguarda el Jax musculoso que ya conozco. Nos mira con una sonrisa escondida en la boca, y Hudson le lanza un gesto de saludo con la barbilla. Me pregunto cómo se conocieron estos dos, mientras abordamos el elevador y entramos por la puerta de su departamento.

Nos recibe la oscuridad que, de alguna manera, siento que ya adopté de este lugar. Veo el aspecto gris y sin cuadros del departamento. Nada de lo que hay en este sitio me grita que es de Hudson.

Oigo que la puerta se cierra a mis espaldas, pero no vuelvo la cabeza para mirarlo. Sus brazos rodean mi cintura, pero tiene el cuidado de no tocar mi sensible ombligo.

—¿De quién es este departamento? —le pregunto.

—De un amigo de mi hermano.

Debe ser un Doctor, por el aspecto de este lugar.

«Alto.» ¿Y Jax? ¿De qué lo conoce? ¿Es su guarura, o me mintió y es del tipo que en realidad vive aquí?

Sus manos en mis hombros me dan la vuelta, y ahora estamos frente a frente.

—¿Por qué no me llevaste al tuyo?

—Porque no tengo. —Desabotona mi short de mezclilla mientras me da besitos en el cuello. Mi pulso se dispara.

—¿Vives con Michael? —musito; trato de no perder el control.

—No, él vive conmigo. —Me desnuda de la cintura para abajo.

—¿Esa casa es tuya?

—Algo así —dice—. Era de mis padres, pero Michael no la quiso, así que yo la heredé y la mantuve a flote en mi adolescencia. El único que me apoyó fue el tío Jaden, el hermano de mi madre. Yo me quedé, pero Michael se fue, estudió en Stanford, conoció a Clara y tuvieron a Judith. Cuando su esposa murió, vino a buscarme con mi sobrina durmiendo en sus brazos, y desde entonces viven conmigo.

Se hinca y me da un toquecito en el tobillo para que lo levante y pueda sacar la prenda a mis pies. Hace lo mismo con el segundo, y mi short y calzón desaparecen.

—Te dejó solo con tu tío Jaden —digo con un deje de tristeza en la voz. No me imagino cómo debió ser para él vivir por su cuenta cuando era un adolescente.

Reparte besos desde mi cadera hasta llegar a mi pelvis. Sus labios rozan mi sensible abertura, y su aliento penetra en mi interior cuando separa mis rodillas y habla con la voz excitada y concentrada en seguir contándome su pasado:

—No lo culpo. Para él, papá y mamá lo eran todo. —Se encarga de mis pies, y me quita los tenis y calcetines—. Tienes las uñas pintadas de azul. No me había dado cuenta —comenta mientras repara en mis deditos pálidos.

Me da un beso en mi zona erógena, y sopla dentro de mi cueva húmeda y palpitante que pone mi piel chinita y mis pezones en punta con sus aros de metal brillando de deseo.

Enredo mis dedos en su pelo, y me muerdo el labio inferior con rudeza.

—Sabía que este departamento no era tuyo —consigo decir—. Algo me lo decía.

Su lengua me da un lametón impúdico que provoca un erguimiento en mis pezones. Sofoco un grito de placer. Me duele la carne que él no toca, pero contengo mis súplicas. Estoy sudando. Trato de no pensar en los pezones que están presos detrás de las copas del sostén, como si se hubiera olvidado de ellos, y me mantengo de pie haciendo uso de todas mis fuerzas.

—Eres muy observadora.

—Y tú... eres muy... cooperador —suelto entre jadeos.

Sus manos, fuertes y calientes, ascienden por mis muslos, mis caderas y cintura. Sus dedos toman el dobladillo de mi blusa, y extiendo los brazos cuando él la levanta y expone mi vientre plano y mis senos rechonchos.

Está delante de mí, con la boca brillando de mi excitación.

—Eres muy hermosa, Georgeanne.

—Y tú no estás nada mal.

Lo desnudo en silencio, sin apartar la mirada de la suya. Lo despojo de su bóxer, y él desabrocha mi sostén. Mi pecho es un imán, lo atrae hacia mí como un instinto a su presa de sumisión. Porque yo soy la cazadora de este animal. Él es mi jugosa recompensa. Estoy en cueros, pegada a él, y no siento pudor o desconfianza.

Hudson me gusta más de lo que debería.

Sus dedos recorren mi espalda y cicatriz, y una sonrisa —de esas que aniquilan a los corazones enamorados— se presenta en su boca. Estoy volviendo del infierno.

—Tu piel es muy suave. —Traza círculos con su pulgar en mi espalda, cerca de mis puntadas irregulares.

Beso su clavícula, muerdo y lamo su huesito, y su respiración se acelera. Cuando creo que va a volver a empotrar mi cuerpo contra la pared para cogerme a su gusto, me separo de él, y la seguridad con la que camino a la cama que aguarda con ansia que la llenemos de nuestros olores juntos es... No tengo palabras.

Me acomodo en su lecho con las piernas abiertas, exponiendo el pecado de los hombres sin vergüenza en la piel. Sostengo mi peso, usando mis codos para recibirlo.

Lo espero.

La erección de Hudson me saluda cuando cruza el umbral de la habitación. Uno creería que tendría la vista clavada en mi sexo, o en mis pezones puntiagudos que me duelen, pero no. Mi hombre tiene los ojos en mi rostro.

—Eres muy raro. —Se aproxima a su trampa.

—Y tú eres una incitadora. —Cae en ella.

Se acomoda entre mis piernas, le da un beso a cada pezón, huele la piel del valle de mis senos, acaricia mi zona erógena con sus dedos, manteniendo los labios entreabiertos y sin quitarme los ojos de encima. Tres de sus dedos se cuelan en mi interior, y sienten lo prieta que estoy.

Jadeo, cierro los ojos con fuerza, siento su respiración avasalladora en mis labios abiertos para su lengua, y nuestras bocas se encuentran en un beso conquistador.

Me coge usando los dedos mientras nos devoramos la boca. La presión se acumula en mi vientre, tiemblo, sudo, y mis codos ya no me soportan. Caigo de espaldas en la cama, y Hudson se hunde conmigo. Su peso me excita, encojo los dedos de mis pies y lo despeino con mis manos. Estoy suspendida en una nube de placer que corre por mis venas. Mis gemidos son lo único que se escucha en la oscura habitación, y mi pecho se agita con su ir y venir en mi interior. Me revuelvo debajo de él, y mi vientre ya no puede más. Grito su nombre cuando el orgasmo me alcanza.

Estoy en llamas. Me llevo las manos a la cara y limpio el sudor de mis ojos. Inhalo sin descanso con la esperanza de llenar mi pulmón de aire. Mi corazón martillea mi esternón, y los espasmos que sufro son la sensación más increíble jamás sentida.

Este infierno es diferente al que yo conozco. El deseo que habita aquí es más placentero que el de los simples mortales.

Me relajo debajo de su cuerpo, deslizando mis dedos en su espalda. Es fácil por su ligera capa de sudor.

—Casi no permito que me masturben —le confieso.

—Me siento afortunado.

Sonrío.

—¿Por qué no los dejas?

Un recuerdo del pasado me estremece.

—No lo sé —respondo en lugar de contar la verdad.

Sale de su escondite y me mira a la cara con el ceño fruncido.

—Eres muy sensible.

—¿A qué te refieres?

—Una sola caricia y estás temblando. Cuando algo te molesta, lo expresas. Y cuando tienes miedo, te crispas como una gallina.

—¿«Una gallina»?

—No te ofendas, chispita. Es porque ellas se empoñan cuando sienten el peligro.

Suelto una carcajada, con la esperanza de que olvide lo que sea que esté pensando.

—¿O sea que me empoño? Ni siquiera sé si ese es un verbo, Hudson.

»No funciona:

—No me cambies el tema. Pero sí, te crispas y te ves muy bonita. Como un ratón.

—Ah, ¿ahora soy un ratón?

—Un ratoncito muy adorable.

No sé adónde quiere llegar con su análisis de pocos días a mi lado, pero le aclaro una cosa:

—No tengo miedo de ti.

—Qué bueno —dice—. Y no deberías, ya te lo dije: conmigo estás a salvo.

Me lo quedo viendo como si le creyera. Hace años entendí que no debo tener expectativas con ningún hombre, o suponer escenarios que sólo envenenan mi cabeza. El amor es una emoción con fecha de caducidad. Pero el sexo... Dios... El sexo es otro nivel. Es mentira que crean que primero se debe amar para poder gozar.

—Ya no quiero hablar.

—¿Me eludes? —Sonríe.

—Che...

—¿Por qué?

Le devuelvo la sonrisa, y lo vuelvo a atraer hacia mis labios.

—Porque... no te compete... saber acerca de mis asuntos —le informo entre beso y beso.

Lo tengo a mis pies.

«O eso creí.»

—¿Y las pesadillas?

Sigo besándolo para distraerlo, pero él insiste en arruinar el momento con esta plática innecesaria.

—¿Tienes pesadillas a menudo?

Muevo las caderas en círculos mientras mi lengua traza un camino desde su mejilla hasta el lóbulo de su oreja. Se pone duro contra mi sexo húmedo, pero no toma la iniciativa.

—¿Por qué las tienes? —jadea contra mi boca abierta que deja escapar suspiros de placer.

Lo noto excitado, pero no me toma como la bestia que ya me ha demostrado que es. Quiero su lado animal, no el mesurado que cree conocer la cura para mi dolor. Yo sé cuál es la cura para mi dolor: atravesar el infierno.

—¿Hace cuánto las tienes? —Su voz se vuelve dura, concentrada, como si estuviera a punto de enloquecer.

«Deja esto en paz, por favor.»

—Georgeanne...

—Cogeme de una buena vez y deja de hablar —le ordeno, tomándolo del mentón para centrar sus ojos en los míos.

—Lo siento —se apresura a decir—, sólo quería...

—No quiero hablar, no quiero que me conozcas, quiero coger y ya está. Te lo dije desde el principio: sólo quiero sexo.

Me sostiene la mirada. La mía: decidida y fría. La de él: triste y algo enojada.

Cuando creo que se va a apartar y a rechazarme, mira mis labios como si ya se los estuviera comiendo, y su boca impacta contra la mía dejándome sin aliento.

Me lastima los labios con su rudeza, se entierra en mí como una astilla en el dedo, y una oleada de pasión, dolor, y quejas se respira y escucha en el aire que nos rodea. Está haciendo justo lo que le pedí, entonces, ¿por qué esto se siente tan... vacío?

Compartimos el sabor a cobre que proviene de mis labios maltratados. ¿En qué momento me mordió? Sus acometidas son fuertes, me hieren, percibo el ruido de los golpes que nuestras pelvis ocasionan en la oscuridad de la habitación, el sudor que empapa nuestros cuerpos y el de mis fluidos que bañan su tronco que entra y sale de mí sin compasión.

«No. Esto no está bien.» El olor a sexo se respira, sí; pero algo está... mal.

—Para... Para... —suplico con el cuerpo convulsionando debajo del suyo—... Para, por favor...

—Esto era lo que querías, ¿no?

—No... Sí... ¡No! —grito, a punto del colapso.

Estoy llegando. Pero sólo es un desahogo más. Lo que Hudson me da se está perdiendo a medida que estamos al borde del precipicio. Lo estoy perdiendo, y no quiero. Ser consciente de eso sólo empeora mi estado.

—¿Entonces qué quieres? —gruñe en mi boca. Cada embestida se vuelve más concentrada en destruirme—. Me desesperas, Georgeanne. Creí que te gustaba.

—¡Sí!

—¿Entonces cuál es el jodido problema?

Gimoteo, grito, capturada en un bucle de angustia y sollozos que queman mi garganta y finalmente explotan dentro de mi cabeza.

Estoy haciendo el ridículo con cada lágrima que derramo y no consigue aplacar su furia. Ya no hay vuelta atrás: me gusta demasiado, y me duele tratarlo como a uno más de los chicos con los que me acuesto.

Hudson es más. Hudson me complementa.

Por eso lloro, mi mente ya sabe lo que mi cuerpo siente cuando lo tiene cerca. Estoy siendo impulsada, alejada de ese agujero que a veces creo que me engulle cuando tengo un mal día.

Me estoy enamorando de él.

—Ya basta. —Mi voz derrotada también es una agonía para él; lo leo en sus ojos—. Basta, por favor...

Se detiene. Parece aliviado, vencido, y arrepentido. Apoya su frente en la mía y respira con fuerza, dejando ir ese dolor que él quería que sintiese con este sexo violento.

—Perdón —dice, y besa mis labios con esa dulzura que creí perdida—. Perdoname, chispita. ¿Te hice daño?

—No, tranquilo. Todo está bien —digo, aunque el calor y el dolor que nos une me está partiendo en dos.

—Me estás mintiendo.

—No, bueno... Siento un poco de...

Sale de mí, y me deja helada. No lo siento más encima de mi cuerpo, y es porque sus manos me toman como a una damisela en apuros y me lleva en brazos al baño. Me sienta en el lavabo, prepara un baño para los dos, y vuelve a mi lado en cuestión de segundos, sólo para abrazarme de nuevo y a pedirme misericordia.

—Lo siento... Lo siento... Lo siento...

No abro la boca. No me fío de mi voz. Si empiezo a llorar otra vez, pensará que es por lo que ha pasado y no es así. No puedo explicarle cómo me hace sentir, sin parecer una desquiciada.

El jacuzzi demora en llenarse, pero lo hace. Hudson no se despega de mi cuerpo y, abrazados, caminamos a los escalones que nos conducen al interior de éste. El agua está calentita y relaja los músculos adormecidos de mis piernas. Hudson me pega a su pecho y me rodea con sus brazos, hundiendo la cara en el hueco de mi cuello.

Transcurren los segundos de reconciliación necesarios.

—¿Qué sucedió aquí? —me pregunta cuando sus dedos acarician la cicatriz en mi costado.

Suspiro, pero no quito su mano.

—Creo que ya lo sabes.

—Sí, pero quisiera que me lo dijeras tú.

No tengo opción; o quizá no quiero tenerla, porque podría irme y alejarme de él sin mirar atrás. No es difícil, lo he hecho antes con otros hombres y mujeres cuando empiezan a aburrirme; pero éste es un caso diferente, porque Hudson no me aburre y tampoco parezco obtener suficiente de él. ¿Qué hago? ¿Cómo enfrentar estos sentimientos?

—¿Georgeanne? —dice, esperando una respuesta.

—No tengo un riñón —confieso con voz apenada por el miedo que esto pueda provocar en él—. Tampoco tengo un pulmón —digo de una vez, matando dos pájaros de un tiro.

—¿Te los quitaron? —Sus caricias no se detienen, pero se vuelven más lentas.

—Sí.

—¿Por qué?

Despego mi espalda de su pecho y me siento a horcajadas en su regazo. Estoy a centímetros de su miembro. Mis manos viajan a su pelo, y mis uñas rascan su cabecita llena de preguntas que no obtendrán respuesta; al menos no esta noche. Le hago piojito, y me cautivo con su entrecejo relajado y respiración calmada.

—¿Me eludes de nuevo? —Sonríe, relajado, cerrando los ojos.

—Sí. —Uno su pecho con el mío, tomo su verga debajo del agua y la guío hacia mi entrada—. ¿Te molesta?

—Un poco —jadea—. Pero ya veré cómo retomar esta conversación.

—Chsss... No hables más —susurro en sus labios, e introduzco una parte de su pene dentro de mí. No me la meto entera porque duele; demasiado grande para un coño pequeño como el mío.

—Oh, mierda... —gime.

Sí: «Oh, mierda.»

Mis paredes lo aprietan mientras desciendo centímetro a centímetro por su falo que apenas si cabe en mi canal. Es grueso, largo, palpita y me tiene alucinada.

—Despacio, nena. —El sudor brilla en su frente—. No quiero volver a lastimarte.

Soy cuidadosa, y voy lento por el bien de mi estado. El tranquilo sonido de las ondas que crean nuestros cuerpos cuando se unen, es... Sé que puede caber más de él dentro de mí, así que no me detengo. Caigo, precavida, y siento una electricidad ascender por mi espina y freír mis órganos y músculos internos. Me estoy quemando. Hundo las uñas en sus hombros para mitigar el daño que está sufriendo mi interior, y las manos de mi amante juegan con mis senos y aros de metal. Acerca su boca a mi oreja y chupa el lóbulo entre sus dientes.

—Mi salud mejora cuando estoy contigo, Georgeanne. —Su voz, áspera por la excitación, contrae mi vagina y estrecho su verga.

Exhala, con los ojos cerrados, y la mente perdida entre tanta agitación. El sudor perla su frente, y el mío se mete en mis ojos. Pasa una eternidad, pero consigo estar lo más cerca que esta postura me permite de él. Su vello púbico toca el mío, y mis brazos rodean su cuello. Enredo los dedos en las hebras de su pelo, y mis labios entran en contacto con los suyos.

Me muevo, lenta y pasiva, pero sin apartar mi boca de sus besos. Está en el limbo, cada segundo que paso enterrada en su erección y montándolo, pierde la concentración en devolver mis caricias; pero no en bajar la intensidad de su carne ardiendo por seguir poseyendo este trocito de mí.

—Oh, coño... Carajo —blasfema, muriendo y volviendo al cielo. Como yo.

El calor se concentra en mi vientre, la electricidad y las emociones que sentencian mis caderas que no cesan sus movimientos, los ruiditos de placer y ojos cegados por la sensualidad que somos juntos, el sudor, el gozo, y el disfrute que creamos me...

Estoy llegando. Me sumerjo en la profundidad deliciosa que ahoga por milisegundos mi pulmón. El calor en mi vientre ya no puede contenerse más, pero no soy la única que está a punto de llegar al orgasmo. Hudson se deja ir con gruñidos, y yo con jadeos que ponen una sonrisa embelesada en mi boca. Me desplomo sobre su pecho, aún respirando de manera irregular mientras lo abrazo. Nos abrazamos en silencio.

Dejamos correr el tiempo de recuperación, y la pregunta de hace minutos regresa y está en la punta de mi lengua:

—¿Fue verdad? Dijiste que tu salud mejora cuando estoy contigo. ¿Fue... verdad? —No quise sonar como una miedosa-patética, pero no pude evitarlo.

Me da miedo su respuesta. Si lo dijo por la presión del momento, si se dejó llevar, entonces yo...

—Nunca te he metido —responde, seguro de su palabra, alejándome de su pecho para verme a la cara—. Sí, es verdad.

«No miente.»

—¿Por qué?

—No lo sé —se encoge de hombros—. Así ha decidido funcionar mi sistema desde que te conocí.

Sonrío, sonrojada, por este día repleto de tantas emociones.

—Ojalá fuera cierto.

—¿No me crees?

—No hablo de lo que tú sientas, me refiero a que ojalá fuera médicamente cierto que las personas mejoren sólo por conocer a otras.

Sus ojos exponen una emoción que sólo le he visto a mis Doctores y psicólogos expresar: compasión.

«Oh, no.»

Estoy yendo demasiado lejos otra vez. Me estoy mostrando sin capas y con síntomas de debilidad. Y eso no puede ser. Quiero conservar a Hudson, y para tenerlo no debo abrir la boca y contarle acerca de mi pasado, tampoco sobre las pesadillas o el miedo que a veces me paraliza a ratos durante el día.

Así debe ser. Además, no quiero que nadie se entere de lo que me pasó. Antes, era por amor a mi privacidad, y ahora es por miedo a que quiera dejarme antes de tiempo.

Suelto una carcajada, como si me hubieran contado un chiste buenísimo, y le coloco hacia atrás el pelo. Hudson no me quita los ojos de encima.

—Olvidalo, no me respondas. Sólo pensaba en voz alta —le sonrío para callar sus demás preguntas.

Lo beso, cuando presiento que va a volver a interrogarme, y me deja provocarlo y a volver a moverme con menos ternura encima de él. Creo que sabe que lo necesito duro y rápido esta vez; por eso me alza conmigo incrustada en su cuerpo, nos alejamos del jacuzzi, y me lleva cargando como un koala a la cama que ponemos húmeda y desordenada en cuestión de minutos.

Me domina con sus furiosas estocadas, con sus besos rabiosos y lengua ávida y pasional, y el orgasmo regresa con más prisa e intensidad que antes. Hudson me inunda el sexo con su semen, le exprimo la polla hasta que estoy segura de que poseo la última gota, y la paz reina entre nosotros. Sus brazos dejan de sostenerlo, cae sobre mi cuerpo encendido, y volvemos a ser el ruidoso desastre que somos al respirar después de coger como un par de bestias.

—Duerme conmigo. —El resuello no lo abandona mientras habla—. Por favor.

—Dormiré aquí, pero no contigo. —Beso su hombro salado por el sudor—. Lo siento.

Levanta la cabeza del hueco de mi cuello y me mira a los ojos.

—¿Es por las pesadillas?

No le respondo lo que ya sabe.

—¿De dónde provienen?

—Chsss... —Lo silencio con mi índice en sus labios—... Basta, por favor. No quiero hablar del tema.

Me hace caso, por esta vez. Pero veo en sus ojos que ésta no será la única o la última vez que quiera preguntarme sobre el asunto de mis pesadillas.

♥︎♥︎♥︎

No puedo dormir.

Hudson me ofreció este cuarto para que mi cabeza descansara en una almohada hipoalergénica, pero eso no me ayuda a conciliar el sueño.

Tengo miedo de soñar. Me da miedo dormir acompañada porque sé que en minutos me pondré a gritar. Así como las personas roncan y duermen con la boca abierta, yo tengo este desagradable secreto —bueno, ya no es tan secreto—, que destruye los cimientos de años en construcción.

Me pone mal imaginar los escenarios que Hudson desencadenaría con su insistencia. Si le cuento lo que me sucedió quizá le dé lástima, o tenga miedo de estar involucrado con una mujer que tiene un pasado como el mío.

No quiero perder estos días a su lado.

Cierro los ojos, pero no me duermo, sólo descanso los ojos.

♥︎♥︎♥︎

Gracias al cielo no tengo ojeras cuando me levanto y voy al espejo del baño para comprobar mi estado. Tengo la camiseta de Hudson; es lo bastante larga para cubrir mi pubis y una parte de mis muslos. No tengo ropa interior debajo de la camiseta de mi hombre. Mi intención es salir y buscar mis pertenencias, pero tocan a la puerta de la habitación, y Hudson entra con mi ropa doblada en sus manos.

Me sonríe.

—Hola.

—Hola —le devuelvo la sonrisa.

—No te asustes, pero allá afuera está el dueño del departamento.

—Ay, carajo.

—Sí...

—¿Sabe que trajiste a una chica aquí para coger?

—Ajá.

—¿Y eso no le molestó? —pregunto, dubitativa. Lo que menos quiero es tener problemas con el amigo de Hudson, ¿o era el de Michael? Bueno, con ese desconocido.

—No al principio.

Asiento en respuesta.

—Eso es suficiente para mí.

Se ríe como un niño. No me había dado cuenta de eso antes, pero tiene una bonita sonrisa, así como una agradable risa. Podría pasar horas escuchándolo reír.

—¿Quieres conocerlo?

—Sí, pero sólo para presentarme y disculparme con él.

—Okey.

Me visto sin pudor que sentir en sus narices. «Obvio, con la puerta cerrada, eso sí.» Veo mi ombligo perforado y lo atiendo como se debe. Cuando estoy terminando de darle las atenciones necesarias, las notificaciones de mi celular se escuchan con un tono de alarma desde la mesita de noche.

—¿Quién te extraña, nena? —me pregunta—. Aparte de mí, claro, cuando no estás conmigo.

—Jejeje, chistosito —me burlo de él con una risita sarcástica.

Se levanta y se aproxima a la mesita de noche. Me apresuro a interceptar su cuerpo y a tomar mi celular. Lo apago; ya después leeré los recordatorios que escribí anoche. Me doy la vuelta y le sonrío con los labios tensos, mientras le rodeo el cuello con los brazos y lo silencio con un beso. No sé por qué. La unión de nuestros labios no es apasionada o tiene segundas intenciones, sólo es... ¿Tierno?

Cuando el beso finaliza, ambos nos miramos como si tuviéramos miles de cosas que decirnos. No sabía que era posible comunicarse con los ojos.

—¿Y ese beso? —Me sonríe, algo sonrosado.

—No lo sé —me encojo de hombros—. Me apetecía besarte así.

Su sonrisa desvanece mi ansiedad matutina. Pega su frente con la mía, y me da un beso esquimal. Me dejo llevar por el cariño de sus mimos.

—¿Dormiste bien?

—Algo —le confieso.

—¿Quieres dormir más? Si quieres podemos dejar las presentaciones para después —sugiere.

—Es una idea muy tentadora, pero no. —Rodeo sus músculos para alejarme de su tentadora figura, y sigue mis pasos detrás de mí sin dejar de verme el trasero ceñido en estos shorts.

—Está desayunando. ¿Nos acompañas?

—Claro. Así aprovecho para preguntarle a qué se dedica.

—Es Doctor. Es Neurocirujano igual que mi hermano.

—Guau. ¿Tienen un club de cerebritos o algo por el estilo?

—Jajaja, chistosa —bromea conmigo.

Llegamos a la sala, y doy el frenazo. Hudson no se da cuenta de mi estado, y eso me alegra. Me pongo pálida en un dos por tres. La persona que es dueña del departamento está a tres metros de mí, viéndome con una sorpresa disimulada igual que la mía. Él no demora en recuperarse y hacer de cuentas que nada pasara, pero yo tardo un poco más. Me sudan las manos y estoy helada. Tengo mucho miedo.

—Georgeanne, él es Arthur, el dueño del departamento, y mejor amigo de Michael. Bueno, también el mío.

Es Arthur para él, pero yo lo conozco como el Doctor Morgan, mi neurocirujano personal, el único que puede destruirme si se le ocurre abrir la boca y contar mi deteriorado estado.





Continuará...

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