Capítulo 1
No creo en la existencia del cielo o el infierno. Ni en nadie, ni en mí misma; bueno, sólo a veces. Pero si pudiera creer en algo, o, en alguien que sí mereciera mi confianza y amor, sin duda, esa persona sería Vera. La amo, a mi manera. Es a su madre a quien no tolero. Gema Anderson es una perra vengativa, y, por pura diversión, que es lo peor de todo.
Aun así, me veo obligada a soportar estoicamente sus burlas e indirectas por amor a Vera, mi media hermana. Vera Anderson es el opuesto de la maldad. Desde la primera vez que nos conocimos —cuando yo tenía diez años, y ella dieciocho—, me trató como a una igual, sin ninguna muralla o rastro de incomodidad en su cuerpo. Me abrazó y me dijo que ya me amaba, que deseaba que fuéramos unidas.
Bueno, su deseo se cumplió. A mis veintidós años hemos mantenido un contacto amistoso y respetuoso. Ella es feliz viviendo con su novio de preparatoria —ahora esposo— en una bonita casa de dos pisos con su perrita Sully, una cockapoo de apenas dos años. Mi hermana la trata como si fuera su hija.
Vera y Jack no tienen hijos..., aún. El aún es demasiado repetitivo y pronunciado en sus cinco años de matrimonio por su madre. A Gema Anderson le urge tener nietos, no entiendo por qué.
Vera dice que tengo suerte de no tenerla a tiempo completo en mi vida. Pero... No lo sé, desde que mi madre Gala falleció hace tres años, no digo en voz alta que mi hermana tiene razón cuando dice que preferiría no tener una madre como Gema en su vida. Al menos, Vera aún tiene a esa loca con quien compartir sus días, festividades y cumpleaños. En cambio, yo, nada.
No he celebrado mi cumpleaños desde hace tres años. Mi madre solía festejarlos junto a mí en todo lo alto, pero ahora no veo el caso.
Gala Cruz fue mi madre, mi bonita, risueña, amable, de ojos color miel y pelo color chocolate. Ella fue la amante de mi progenitor, y la razón por la que Gema me repudia con todas sus fuerzas.
Una mexicana de veinte años le robó a su marido: mi madre. Y de esa lujuria nací yo: Georgeanne Cruz. Mi madre prefirió darme su apellido que usar el de mi padre cuando éste se enteró de que yo vendría al mundo.
Mi memoria es difusa, cuando mi progenitor, es el personaje principal de mis recuerdos. Pero sí sé esto, porque la vaga sensación de que pude tenerlo en mi casa, siempre será difícil de olvidar. Recuerdo su alta y musculosa figura en el umbral de nuestra puerta, rogando por entrar. Mi madre no lo dejó. Él estaba delante de ella, llorando y suplicando; creo que fue a verla para pedirle matrimonio o... que siguiera siendo su amante. Mamá solía decirme que con papá nunca se sabía, pero que estaba acostumbrada a como funcionaba su relación. El detalle era que Gala ya no quería conformarse con sólo ser su carne fresca. Quería más. Lo amaba a él, pero sabía que jamás podría ser de ella o para mí.
Gala Cruz supo decir «hasta aquí».
No podía culparla. Después de todo, papá, Gideon Anderson, fue realmente atractivo. Lo sé por las fotografías que tenía de él en su buró. Falleció cuando yo tenía quince años.
Los detalles de su deceso no importan.
Aminoro la velocidad de mi automóvil rojo, cuando llego a mi destino.
Amo el cálido clima del vecindario en donde Vera vive. Por desgracia, a su madre también le satisface la calidez de este lugar, por eso su casa está a tan sólo unas calles de ésta. Pero a mí me da igual, yo vengo de visita por mi hermana, no por Gema.
Vera es una mujer de treinta años con una cara dura de «¡Me importa una mierda lo que pienses de mí, perra!». Estoy segura de que ella no razona con esas palabras, porque es la mujer más propia que he conocido para hablar y enfadarse, pero me gusta pensar que, en su mente, al menos es libre de insultar a quien se le dé la gana; incluso a Gema.
Suspiro, me aliso mi vestido de flores favorito —que no necesita sostén— e intento aplacar mi rebelde melena color chocolate. Espero estar presentable, si hay visitas, no quisiera que vieran mis greñas. Ojalá hubiera heredado el pelo lacio y suave de mi mamá, pero no; mi cabello es denso, largo y ondulado. Lo único que tengo de ella es el color, porque los ojos azules que recibí son de Gideon.
No veo el auto de Gema en la entrada, sólo el de mi hermana y el de mi cuñado. Bien. Dejo ir el pesado aire en mis pulmones, y me encamino hacia la entrada principal de su casa azul. No veo los arbustos de rosas que planté hace un año en su jardín delantero, y de inmediato deduzco que es o..., porque se secaron, o porque Gema dejó que Sully los destrozara. Conociendo a esa mujer, es capaz de eso y de más.
Subo los escalones que conducen al umbral de su puerta, y toco dos veces para anunciar mi llegada. Entraría, pero se me hace de mala educación. Por mucho que quiera no verme como la hija ilegítima de Gideon, sé que jamás podré escapar de mi origen lascivo.
Y eso está bien, tenía a mamá, y tengo a Vera, y ellas me aman tal y como soy.
Además, no tengo una mala vida. Soy una Pedagoga excelente. Siempre me han gustado los niños, son versátiles, con personalidades aún sin definirse por la presión que la sociedad les imparte.
Toco el timbre, esta vez, porque la madera de su puerta lastima mis nudillos. Espero, espero y espero, y la puerta al fin se abre y revela a un hombre que no es Jack —el esposo de Vera—, sino a uno que se acerca a la cuarentena, de ojos eléctricos, de buena complexión muscular, bien vestido —a pesar de su camisa informal arremangada—, y una barba de dos días que le sienta de maravilla a su tipo de cara semi alargada y cuadrada. Es guapo, algo mayor, pero guapo.
—Hola —digo—. ¿Está Vera?
—Sí, ¿quién eres tú? —Me examina de arriba abajo, desconfiando de mí.
—Su hermana.
—Ah, ¿eres Georgia?
—Georgeanne —lo corregí—. ¿Puedo pasar sí o sí, o... ahora hay una especie de contraseña para ingresar a la casa de Vera?
Me sonríe con una línea tensa en la mandíbula, y de inmediato sé que no le caigo bien. Bien. No es que me interese demasiado caerle bien a los amigos de Jack o de mi hermana. De todas maneras, todos terminan intoxicados cuando Gema Anderson les habla sobre mi origen.
Abre lo suficiente la puerta para dejarme entrar, y como soy de complexión delgada y pequeña, puedo con la tarea de pasar debajo de su brazo recto y estirado. Debe ser empresario, abogado o médico, despide un aura rígida y feroz, como la de Gideon cuando lo conocí.
El recibidor está impoluto, y con la mesa —que ya conozco— en el centro, sosteniendo ese jarrón blanco sin flores que tanto odio. Nunca entenderé los gustos de mi hermana.
El extraño cierra la puerta, y sus manos permanecen en sus caderas. Me mira como si me fuera a regañar. A todo esto, ¿quién es este señor?
—¿Cómo te llamas? —le pregunto.
—Michael. —Cruza los brazos sobre su pecho.
—¿Quién eres para Vera y Jack?
—Soy amigo de Jack.
—¿Y en dónde está él?
—Llevó a Sully al veterinario.
«Miente.»
—Su auto está aparcado en la entrada.
—Abrieron una nueva veterinaria a la que Vera le está dando una oportunidad. Dice que es más barato.
—¿Está enferma?
—Tiene un poco de gripe, pero creo son sus alergias primaverales.
Pongo los ojos en blanco.
—No hablo de Vera, sino de Sully.
—Ah, no, fue a que le cortaran el pelo.
—¿Me llevas ya con mi hermana, o, sigo haciendo preguntas monótonas para llenar los espacios en blanco de esta incómoda conversación?
Vuelve a sonreír con esa tensa línea en su mandíbula.
—¿No disfrutas del silencio?
Primer intento de conversación: acertado.
—Lo disfruto sola o con la compañía adecuada.
—No me conoces, por eso no me consideras una compañía adecuada —deduce.
—Soy observadora, de inmediato sé que tú y yo no encajaremos en una ecuación.
—Al menos pensaste en un «tú y yo» en esta conversación.
Un atisbo de sonrisa en mi rostro, delata mi entusiasmo a conocer más a fondo a Michael.
«Está bien guapo el madurito»
Ambos oímos como la puerta que conecta a la cocina, con el patio trasero, se abre y se cierra sin cuidado. Pasos apresurados se dirigen hacia nosotros y, en un segundo, descubro algo nuevo acerca de Michael:
—¡Papi!
Tiene una hija.
Su expresión cambia radicalmente por una sonrisa que habla por sí misma.
Le alegra ser padre. Ésa sí no me la esperaba.
—¡Ey! Ven, princesa —Se agacha, extiende y abre sus brazos para su pequeña.
Su hija corre por mi lado y se lanza a los brazos de Michael. Despide un aroma a vainilla y jardinería, y su pelo rubio está arreglado en bucles.
—Georgeanne —me llama mi hermana.
Giro sobre mis talones, y mi garganta se convierte en un desierto sin probabilidades de hallar un oasis, los ojos me doblan la estatura, y mis labios se entreabren.
Mi hermana no está sola, junto a ella veo a un hombre que no es su esposo, sino a un humano de perfectas facciones, altura y músculos que no son de este mundo. ¡Y sus ojos! ¡Santa madre! Sus ojos son el color prohibido: violetas, caros y extravagantes. Son hermosos, todo él es hermoso. Si creía que los ojos de Michael eran vivaces, estos los superan, pierden contra un digno oponente, y bailan sobre las tumbas de todos los ojos que antes consideraba los más bonitos del planeta.
Amo sus ojos. Amo sus ojos. Amo sus ojos. Amo sus ojos. Amo sus ojos.
«¿Quién es él?»
—Hermana —dice, y viene hacia mí con los brazos abiertos. Me alcanza, y las extensiones de mi cuerpo la envuelven por instinto. He olvidado cómo se usan estas partes llamadas brazos—. Me alegra que estés aquí. ¿Tuviste problemas en el camino?
—Eh... No —aclaro mi garganta, y obligo a mis ojos a apartarse del hombre que no puede dejar de mirarme con la misma intensidad que yo a él.
«¡También me está mirando a mí!»
Como es obvio no ignorar su cara de buen ver, Vera dirige sus ojos café opaco hacia él, y le sonríe a modo de disculpa.
—Oh, perdona Hudson, casi te olvido.
Mentira, eso sería imposible.
Despide feromonas gritonas: «¡Quiero tomarte aquí y ahora, nena! Seamos un espectáculo».
Vera me mira, manteniendo su sonrisa.
—Hermana, te presento al hermano de Michael, Hudson.
«Hudson. Hudson. Hudson.»
Amo los ojos de Hudson. Amo los ojos de Hudson. Amo los ojos de Hudson. Amo los ojos de Hudson. Amo los ojos de Hudson.
Me sonríe a mí. A. Mí. ¡A mí! A mí, a mí.
Me mira con un encanto en sus bellos ojos color violeta, que es imposible de ignorar. Extiende la mano, y yo la tomo.
La. Tomo.
Lo. Toco.
—Hudson —se presenta, y creo que él también se vuelve un poco tonto.
—Georgeanne.
Hay algo en su voz, en su mirada, en sus labios, en su cuello, en sus manos cuando me toca con un ligero apretón y sensibilidad que despide su hombría difícil de pasar inadvertida.
Quiero que los ojos de Hudson me miren mientras me coge. Quiero que los ojos de Hudson me miren mientras me coge. Quiero que los ojos de Hudson me miren mientras me coge. Quiero que los ojos de Hudson me miren mientras me coge. Quiero que los ojos de Hudson me miren mientras me coge.
La estúpida y ansiosa de mí extraña su contacto cuando su mano tiene que abandonar la mía por obligación.
Su nuez de Adán se mueve: la atracción es mutua.
Le gusto.
Sé qué cara ponen los hombres cuando sé que les gusto.
«Oh, Hudson, estás perdido.»
Nota: Ojos violetas + ojos azules, ¿qué combinación creen que nos dé?
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