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Epílogo

«Egon Peitz» [PERSPECTIVA NARRADA POR ÉL]

La canción Hymm for the missing de Red no podía dejar de repetirse en mi cabeza en cuanto me dictaron sentencia definitiva. Vaya. Cadena perpetua. Sonreí forzosamente para evitar que los miembros del jurado y el juez, supieran que me habían derrotado. Pero realmente ya no me importaba pudrirme en prisión. ¿Qué sentido tenía mi vida si Shelby Cash ya no estaba conmigo para compartirla? Tenía a mis hijos, sí, no obstante, ellos no tenían por qué saber que su padre era un jodido homicida que se había enamorado tontamente de una chica maravillosa y que, por mala suerte del destino, se quedó sin nada. Mis hijos merecían nunca saber que yo era su padre. Cuando terminaron de dictarme la sentencia, alcancé a oír un par de groserías por parte de Martha y suspiré. Ya no podía llorar, por más que quisiera. Mis ojos estaban secos de tanto haber llorado día y noche por el amor de mi vida que se sacrificó para que yo no muriera. Mi chica suicida. Mi oxígeno. No tenerla conmigo era como estar hundiéndome en el océano sin salvavidas.

—Objeción, su señoría—mi abogado defensor, un patético señor obeso y calvo que se ofreció para ayudarme, aun sabiendo que yo era caso perdido, se levantó de su asiento y pidió atención. Le conté absolutamente toda mi desgraciada vida y mi familia también habló con él sin que yo estuviera presente y supuse que habían llegado a un acuerdo que me ayudase, pero no me importaba en lo absoluto. Solo quería morirme. Alcé la mirada hacia el juez y este le otorgó la palabra—Egon Allen Peitz no puede ser ingresado a prisión—comenzó a decir, mirándome. Yo fruncí el ceño y me mantuve sin expresión alguna en el rostro.

—¿A qué se refiere? —preguntó el juez.

—Sucede que mi cliente no está bien psicológicamente. Sufre de lagunas mentales en ocasiones y si es anexado a prisión, puede atacar a sus compañeros, aparte de que es un homicida experimentado.

—¿Tiene pruebas de su estabilidad mental?

—Claro, su señoría—mi abogado se acercó a él y le enseñó una carpeta con papeles. Yo estaba demasiado confundido para hablar, solo me limité a mirar mi regazo y a los grilletes que adoraban mis muñecas. Después de cierto tiempo, el juez hizo sonar su estúpido martillo de madera, sobresaltándome.

—Haciendo caso a la objeción del abogado defensor, se corrobora que es totalmente afirmativo la inestabilidad del acusado y por ello, será ingresado a un centro psiquiátrico en vez de prisión. Este caso está terminado.

Golpeó una vez más el martillo y el bullicio se hizo presente. Muchos querían que me refundiera en la cárcel, otros querían que me otorgaran la inyección letal y otros decían que nunca debí nacer. Y les di la razón. Nací solo para sufrir. Cómo no me moví de la silla, sentí unas manos cernirse en mis hombros y apenas me di cuenta que se trataba de Gabbe.

—Hermano—dijo, dándome palmadas en la espalda—no vas a ir a prisión.

—Iré al manicomio—articulé con voz ronca—piensan que estoy loco.

—Es mejor que estar en una deprimente cárcel. Además, podemos ir a visitarte sin una celda de por medio.

—No quiero visitas.

—¿Sabes? Nosotros también te queremos y necesitas de nuestro apoyo y comprensión.

—No necesito nada—espeté.

—Todos necesitan algo, Egon. Perdiste a Shelby y sé que es doloroso, pero...

—No sabes cómo me siento, así que no te atrevas a decir que sabes cómo estoy—rugí y él me volvió a palmear la espalda.

—Tienes razón, pero me duele haber perdido a Shelby también. Solo quiero que sepas que, aunque no quieras, iremos a verte todos los días si es posible.

—No. Ustedes olvídense de mí. No quiero que alguien más sufra por mi culpa—comenzó a temblarme la voz y me negué a llorar. ¿Por qué cuando no quería llorar, sí lloraba? Y cuándo quería llorar, ¿no? Maldita vida de mierda.

—Vamos, muchacho—dijo un guardia y me levanté. Me empujó a que caminara y ni si quiera me tomé la molestia de voltear a ver a nadie. Volví a ser llevado a mi celda, me quitaron los grilletes y me senté a mirar la pared.

—Hola, Egon.

Volví el rostro hacia la entrada de mi celda y me encontré con Trixie Cash y Caroline, ambas cargando a Keren y a Adam en sus brazos. Ver a mis hijos por primera vez en semanas me entristeció y no pude evitar llorar de impotencia. Me incorporé poco a poco y me acerqué a ellas con el rostro lloroso. Trixie acercó a Adam lo suficiente para que él me mirara y yo lo acariciara. Mi pequeño hijo de ojos mieles como su madre, me miró con calidez, provocando que mis piernas flaquearan y cayera de rodillas al suelo, sollozando. Caroline rompió a llorar también y se arrodilló frente a mí con Keren en sus brazos. Ella dormía tiernamente en sus brazos y me enjuagué las lágrimas antes de tocarle sus mejillas preciosas. Trixie se arrodilló con nosotros y Adam me miró confundido, alargó una de sus manitas para tocarme la cara y besé su pequeña palma para sentirme completo.

—¿Por qué los han traído a este lugar tan miserable? —pregunté.

—Ellos deben estar con su padre—contestó Caroline con voz ronca.

—No quiero que ellos sepan quién soy yo.

—No puedes negarles el derecho a tus hijos, Egon—sentenció Trixie con rudeza—Shelby, de estar viva, no lo hubiera permitido. Ella los traería aquí siempre—escuchar su nombre me hizo estremecer y asentí.

—Entonces no quiero que cuando me visiten en ese centro psiquiátrico los traigan. Solo díganles quién soy y quién fui. No quiero que ellos me vean.

—Será como tú lo desees—y esa fue la última vez que vi a mis hijos.

Me trasladaron esa misma noche a un manicomio y me alojaron en una habitación solo para mí por miedo a que yo atacara a mis compañeros. Mi instinto homicida se había marchado para siempre. En mi corazón y cabeza no había nada sádico. Nada. Mi corazón estaba roto. Mi alma estaba deshecha. Mis pensamientos solo estaban en ella; en Shelby Cash. La chica que se convirtió en mi razón de ser y existir. Mi vida misma y que ya no estaba a mi lado. ¿Para qué seguir viviendo en un mundo donde ella ya no existía? En un maldito mundo con millones de personas y ninguna era Shelby Cash; donde ya no estaba su risa, su sonrisa, su voz, sus labios, sus caricias, su cabello, sus ojos, todo de ella. Yo seguía vivo porque mi cuerpo continuaba respirando.

Sabía que quizás las personas de este lugar estaban esperanzadas en que algún día sanarían y se irían, pero en mi caso no. Estaba yo aquí porque en prisión era más peligroso. Iba a pasar el resto de mis días en una habitación blanca. Con una cama blanca, con sábanas blancas, ropa blanca y descalzo. Y un patético jardín fúnebre en el que las demás personas pasaban el rato en compañía de sus familiares. Martha Beck me visitó del diario durante nueve años, al igual que Caroline, Gabbe, Austin, y Thomas. Nunca dejaban de hablarme acerca de lo preciosos que estaban mis hijos y que algún día los iba a volver a ver si yo me decidía a aceptar sus visitas. Kevin nunca fue a visitarme porque en el lapso que yo llevaba ahí; sus abuelos fueron a buscarlos y se fue con ellos a Europa, solo me envió una carta que atesoré. Austin y Thomas dejaron de visitarme porque Thomas consiguió un trabajo en el extranjero y Austin tenía que irse con él. La despedida fue emotiva y prometieron volver a verme muy pronto; aunque de antemano supe que no era cierto. Pero me llenó de alegría saber que iban a ser felices. Trenton solamente me fue a visitar los primeros dos años, pero luego se excusó en que se iría a Austria en busca de Lola y que en cuanto la encontrara, volvería. No objeté nada y lo vi marcharse de la sala donde eran las visitas. Nunca más volvió a visitarme. Martha, mi abuela y madre adoptiva, murió cuando yo cumplí diez años de haber sido recluido en ese manicomio. Caroline y Gabbe fueron los que me dieron la noticia un día. El mismo en el que yo cumplí treinta y seis años. Todos habíamos cambiado. Y a pesar de eso, lloré como un niño desdichado. Anhelaría demasiado sus regaños, groserías y sus muestras de cariño que nunca correspondí.

—¿Cómo fue? —pregunté.

—Dejó de respirar, así sin más—me informó Caroline con tristeza.

—Y encontramos esto en su ropero, creo que quería dártelo para tu cumpleaños—dijo Gabbe y sacó una cajita negra de su chaqueta y me la entregó. La tomé entre mis manos y la abrí. Era el anillo de compromiso que yo le había dado a Shelby. Tomé aquel objeto preciado y lo llevé a mis labios, pero había más. Estaba el collar de revólver que a ella le gustaba usar y lo tomé también en mis manos, cerré los ojos y pensé en esa chica tan perfecta. En su bella sonrisa. Nuestros collares de corazón que Kevin Black nos obsequió, se perdieron en alguna parte.

—Shelby—susurré.

—También hay una carta—informó Gabbe y la sacó de la caja para dármela. Me puse el collar en el cuello y el anillo en el dedo meñique para leer la nota que Martha me había dejado:

QUERIDO EGON, ESTOS PRESENTES TE LOS DOY CUENTA DE TU CUMPLEAÑOS NÚMERO TREINTA Y SEIS. CONSÉRVALOS SIEMPRE. EN ELLOS ENCONTRARÁS PAZ. SHELBY HABRÍA QUERIDO QUE TÚ LO TUVIERAS.

CON AMOR, MARTHA.

—Gracias, muchas gracias—se me llenaron los ojos de lágrimas y suspiré.

—No agradezcas, hermano. Sé que apreciabas mucho a esa anciana alocada y por eso decidimos traértelo.

Continuamos charlando y hablando de lo buena persona que era Martha hasta que el horario de visita terminó. Me despedí de ellos y no pensé que esa sería la última vez que alguien me iría a visitar. Pasé las siguientes noches muy feliz de tener el collar y el anillo de Shelby conmigo. Era como si ella estuviera conmigo en esos momentos.

—Te amo, Puppy—susurré antes de dormir—mi bella dama...

«Diez años más tarde»

Era mi cumpleaños número cuarenta y seis. Y desde hacía diez años, nadie más fue a verme, ni si quiera Gabbe. Y no lo culpaba, ¿quién querría seguir visitando a un hombre que no tenía deseos de vivir? Como de costumbre, me hallaba sentado en el jardín, solo, sumido en mis pensamientos.

—Egon, tienes visitas—algo en mí, comenzó a vibrar.

—¿En serio? —miré al guardia con esperanza.

—Sí. Vamos, amigo—me condujo a la sala típica de visitas y me senté a esperar. No miraba a nadie y pensé que quizás era una broma, y estaba a punto de levantarme cuando escuché una voz muy familiar.

—Egon, hermano.

Parpadeé aturdido y volví el rostro para ver a Gabriel McCall y a Caroline Ferrer frente a mí. Los dos como esposos y de la mano de ella colgaba un niño de unos cinco años, con unos asombrosos ojos azules como los de Gabbe y sonreí. Corrí a él y nos abrazamos con cariño.

—Pensé que nunca más volvería a verlos—titubeé y Caroline me abrazó con los ojos llorosos—incluso tienen un hijo muy guapo.

—Su nombre es Allen—dijo Gabbe y lo quedé mirando—en honor a un gran amigo. Allen, saluda a tu tío—el pequeño niño corrió a abrazarme de la cintura y me estremecí. Luego el chiquillo se fue al jardín en compañía de Caroline para que Gabbe y yo pudiéramos hablar.

—Ha pasado diez años desde tu última visita—le recordé.

—Fueron tiempos difíciles.

—¿Qué pasó? —me asusté.

—Tranquilo. Hubo algunos problemas con Adam, tu hijo.

Adam. Keren. Los echaba de menos.

—¿Le pasó algo? ¿Keren está bien? —me impacienté.

—No, tranquilo. Keren es una chica estupenda y muy estudiosa. Ambos acaban de empezar la Universidad, solo que Keren se irá al extranjero y Adam estudiará aquí en Nueva York en una escuela pública.

—Deben ser unos chicos preciosos.

—Mucho, a decir verdad.

—¿Y qué le pasó a Adam?

—Es un chico malo, como tú—sonrió, pero yo no sonreí.

—¿Qué?

—Me refiero a que tiene el mismo genio que tú. Y es algo agresivo, pero nada que no se pueda controlar.

—Como quisiera verlo, aunque sea de lejos.

—Ellos saben quién eres, Egon y han querido venir a verte.

—¿Hablas en serio? —una chispa de esperanza brilló en mi interior.

—Muy en serio—se levantó de la silla sin borrar la sonrisa de su rostro.

—¿Qué haces? —me levanté también.

—¡Keren, Adam! Ya pueden acercarse—le oí gritar. Y sentí que mi respiración era irregular. Sentí pánico y nerviosismo.

—¿Ellos están aquí?

Gabbe asintió y de pronto vi entrar una pareja de jóvenes caminar hacia a mí con cierta timidez. Me estremecí cuando me crucé con los ojos mieles de mi hijo Adam y los ojos negros de mi hija Keren. Los dos me miraron con sorpresa y a la vez nostalgia. Ella llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y llevaba puesto un vestido corto color morado. Él portaba unos pantalones de mezclilla azules con algunas partes rotas y una playera negra.

—Chicos, él es Egon Peitz, su padre—comentó Gabbe.

—Hola—logré articular. No sabía qué hacer o decir. Estaba muy nervioso. No sabía qué tipo de recibimiento tendría por parte de ellos. Mi cara estaba demacrada por numerosas noches de insomnio. Mi cuerpo fornido se había ido al carajo años atrás y mi cabello ya tenía ciertas canas adornándolo. Y la barba de una semana era para asustarse.

—Papá—escuché a Keren susurrar con lágrimas en los ojos.

—Te hemos echado tanto de menos—terció Adam.

—¡Nos has hecho tanta falta! —sollozó Keren justo antes de echarme los brazos encima junto con Adam. Mis hijos me abrazaron tan fuerte que los tres caímos al suelo llorando de tristeza y a la vez de felicidad. Era un sueño. Era un sueño real. Tenía a mis hijos conmigo. Tenía una parte de Shelby en ellos. Y nunca más pude ser más feliz que teniéndolos a mi lado. Ahora ya nada me importaba más que estar con ellos, aunque sea en ese horrible lugar.

«Adam Peitz»

—Es nuestro padre y debemos sacarlo de ahí—le espetó a su hermana de regreso a casa.

—¿Y cómo lo haremos, señor sabelotodo? —se burló ella.

—Ya nos la ingeniaremos. Nuestro papá no va a permanecer más tiempo ahí encerrado. Nos tiene a nosotros, Keren. No está solo.

—Tienes razón. De nuevo seremos una familia feliz, tal y como mamá hubiera querido.


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Y este es el final de esta historia. Quiero darles las gracias por hacer posible esto :)
Gracias por su atención y su preferencia.

Mi nombre es Sharon Pamela Nazar Bistraín, pero escribo bajo el apodo de MiloHipster.

Mi nombre acortado es Sharon Nazar.

Espero les haya gustado.

Aquí les dejo unas preguntas:

¿Qué les pareció?

¿Cuál fue su parte favorita?

¿Cuál fue su personaje favorito y por qué?


Hasta muy pronto.

MiloHipster☆


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