10
Después de la catastrófica huida de uno de los criminales más peligrosos del mundo, Shelby fue enviada al hotel en donde se había hospedado. Había alquilado una habitación durante tres días y apenas llevaba uno y ya quería regresar a casa. El personal de seguridad, que aún quedó con vida, se encargó de transportar los diez cadáveres de los estudiantes de la universidad que la habían acompañado en el viaje, entre ellos Robert Weber. A pesar de que ese sujeto murió por culpa suya, se alegraba saber que en ese preciso momento hubo alguien más protegiéndola. No le importaba que esa persona se tratase de un homicida psicópata, pero muy guapo, que la había utilizado para escapar de la cárcel. Tumbada en la dura cama del hotel, cerró los ojos para recordar su rostro hasta el más mínimo detalle. Su piel era pálida con un toque bronceado, era suave, aunque un tanto rasposa a causa quizás de tanto estar metido en crímenes, pero fuera de todo, su piel era perfecta, estaba lista para ser acariciada por alguien. Sus cejas, pobladas y bien definidas le daban un toque de chico problemático. Sus ojos, uno de ellos levemente hinchado y morado por algún golpe, eran oscuros como la noche, ardían en el fondo y gritaban con voz silenciosa en busca de ayuda. Su nariz, era de buen tamaño con algunas cicatrices de rasguños. Sus labios—tal vez la mejor parte de él—eran voluminosos, más su labio inferior que el superior; el color de ellos era rosados, listos para ser besados algún día. Se rio de sí misma ante aquel último pensamiento. ¿Besarlo? ¿Besar a un criminal? ¿En realidad podría alguna vez besar a uno? De eso no estaba segura, pero de lo que sí estaba segura era que, si se trataba de besar al homicida de nombre Egon Peitz, sin pensarlo, lo haría. Lo besaría hasta perder el aliento, ¿Por qué? Porque era un chico asesino y, por lo tanto, le atraía. Dos días luego de deambular entre las cuatro paredes de la habitación, guardó gustosamente sus pertenencias en su valija y hasta en ese momento no se había atrevido a llamarle a su madre y relatarle los hechos, porque sabía que se asustaría y quizás le daría un ataque cardiaco. Le hervía la sangre de solo recordar que segundos antes del disturbio, había estado hablando con Lola, quién, a pesar de haber escuchado los gritos, ni si quiera le devolvió la llamada. Estaba furiosa. ¿Qué amiga no te llamaría de vuelta al escucharte gritar? Cualquier amiga menos la suya. Pensativa, miró a través de la ventana que daba a la calle y suspiró. Todavía faltaba alrededor de seis horas para que saliera su vuelo. Lo bueno de todo es que el aeropuerto lo tenía al alcance de su mano; a tan solo un kilómetro y medio. Se inclinó un poco más por la ventana y alcanzó a ver por el rabillo del ojo una silueta que desapareció fugazmente por una esquina. Al principio pensó que se trataba de su imaginación, pero después se precipitó al darse cuenta que era probable que se tratase de Egon Peitz. Sonaba absurdo pensarlo, pero no podía ser, su mente que le estaba jugando una mala pasada. Él había estado vigilándola mientas Robert Weber comenzó a molestarla y por arte de magia se interpuso a defenderla, disparándole al sujeto en la cabeza. Él no se fue como le hizo creer, sino que optó por quedarse en alguna parte, al pendiente de ella. Sonrió tontamente y continuó fisgoneando las calles con los ojos bien abiertos, pero aquella silueta no la volvió a ver. Se sintió idiota al notar que se había pasado gran parte de la tarde agazapada en la ventana, en espera de verlo rondar por los alrededores. Había estado tan absorta esperándolo, que saltó del susto al ver la hora. Apenas y tenía tiempo de salir corriendo a la recepción y dejar las llaves. Se abrigó completamente, cogió su valija y descendió hasta el primer piso. Dejó las llaves a la recepcionista y salió corriendo de allí. Las personas que andaban en las aceras la miraban con desaprobación al verla tropezar con sus propios pies a cada tres metros. Su torpeza la acompañaría hasta el día de su muerte. Sonrosada de la agitación, llegó diez minutos antes y echó a correr por el aeropuerto, agitando su mano con el boleto en alto. La joven que estaba recibiendo los boletos arqueó las cejas al verla y esbozó una sonrisa torcida.
—Se le ha hecho tarde, ¿no es así? —se dirigió a Shelby con diversión, y le indicó que siguiera a las personas que la acompañarían en el vuelo—deje su valija y corra. Iré a depositársela con las demás maletas.
—No sabe cuánto—respondió hiperventilando—gracias.
Se deslizó entre la multitud con el corazón desembocado. ¿Cuánto tiempo tenía de no ejercitarse de esa manera? Años luz en el pasado. Y se prometió mentalmente que ya era hora de ingresar al gimnasio de inmediato. El avión estaba dividido en varias secciones: Primera clase, Clase turista y Clase "normal", para no decir "Gente pobre". A ella le tocaba estar situada en la clase turista y no percibió ningún asiento disponible, por lo que se vio obligada a buscar ayuda con una aeromoza que tenía cara de estar harta de vivir.
—Disculpe—dijo con amabilidad. La aeromoza la escaneó de arriba abajo con sus mezquinos ojos y le hizo un gesto con la cabeza—tengo un asiento reservado en clase turista, pero no lo veo por ninguna parte.
—¿Qué número? —chasqueó la lengua.
—El 096
—¿El 096? —arqueó las cejas burlonamente—lo lamento señorita, pero ese asiento lo ocupó una señora que estaba en clase normal.
—¿Qué? ¿Y ahora donde me sentaré?
—Va a sentarse donde ella iba.
—¿Eso no va contra las reglas? Yo ya tengo pagado mi boleto y no es justo—gruñó. Algunas personas cotillas dejaron de hacer lo que estaban haciendo para observarla.
—Si no está conforme, discútalo con el piloto—le espetó.
Shelby se detuvo a pensar un segundo y resopló. ¿Qué ganaba con pelear un lugar? Después de todo, no se iba a cambiar de avión o de destino.
—Indíqueme el lugar.
Siguió a la aeromoza por el largo pasillo de la clase turista y a travesaron una cortina gris y anexaron a la clase normal donde las personas eran distintas a las demás clases. Las personas, en resumen, era comunes y ordinarias. No eran tan atractivas y tampoco especiales.
—Es aquí—le señaló un asiento algo inclinado hacia atrás que tenía el número 666 impreso en la cabecera. Shelby tragó saliva y miró a la aeromoza con cara de "Me estás tomando el pelo, ¿verdad, idiota?"
—¿No hay otro asiento disponible...?
—Debe estar agradecida que no la saquen del avión—carraspeó y se alejó por el pasillo, dejándola enfadada. Se abrazó a sí misma y cuidadosamente se sentó en la silla con temor, pero no sucedió nada. Había tenido la estúpida idea que algún demonio la iba a poseer en cuanto se sentara, pero no sucedió nada. Las personas que iban a su lado ni si quiera se percataron de su presencia y si lo hicieron, supieron disimular. Como no estaba permitido utilizar el teléfono de forma habitual, de su bolsa extrajo su libro favorito El Psicoanalista de John Katzenbach. Cerciorándose de que no se hallaba nadie a la vista, se puso los audífonos y los conectó a su iPod para ir relajada mientras leía. Ya había leído ese libro tantas veces que todos los diálogos se los sabía de memoria y ahora que su sueño de tener enfrente a un delincuente de la vida real se hizo realidad, se dio cuenta que el señor R bien pudiera haber sido un chico como Egon Peitz en su juventud, lleno de traumas que lo orillaron a ser lo que era. Pensando en las posibles opciones acerca de la decisión de ese chico, se quedó profundamente dormida a la media hora de haber comenzado a leer. Y no despertó sino hasta que escuchó la voz distorsionada del piloto a través de las bocinas.
—Favor de abrocharse los cinturones. Habrá una pequeña turbulencia.
Los individuos que la acompañaban ni si quiera se inmutaron. Inmediatamente Shelby buscó el cinturón y lo encontró roto en el suelo. Su rostro perdió color y se aferró a ambos lados de su asiento. El avión comenzó a sacudirse y ella cerró los ojos, asustada. No le gustaba para nada sentir turbulencias porque cuando en las películas sucedía, era señal de muerte o de un accidente. Corrió la cortina que le obstruía la vista por la ventana y vio las estrellas adornando la noche. Ya habían llegado a Nueva York, estaba a salvo y el avión había dejado de sacudirse. Su madre, Charlie y Caroline la esperaban en la sala de espera del aeropuerto. Shelby adivinó enseguida que la noticia del atentado ya había llegado a los oídos de su familia y esbozó una sonrisa tranquilizadora cuando su madre le echó los brazos al cuello y rompía a llorar desconsoladamente en su hombro.
—Supimos lo que ocurrió y es un alivio tenerte sana y salva—le oyó decir a Charlie. Su rostro reflejaba preocupación, por lo que ella solo asintió en su dirección y abrazó a su madre.
—¿Estás bien, cariño? ¿No te pasó nada? —le preguntó al tiempo que le inspeccionaba el rostro.
—No, mamá. Estoy bien, no te preocupes—suspiró y cogió su valija del suelo, pero Charlie se la arrebató de la mano—gracias.
—¡Shelby, pudiste morir! —chilló Caroline, con los ojos llorosos.
—Sí, pero no fue así—repitió.
Ese día era sábado, por lo que al siguiente día no tenía escuela y tenía todo un día para despejar su mente, y sobre todo para dejar de pensar en él. En Egon Peitz, quién se encontraba en algún punto del mundo haciendo de las suyas. Se preguntó si alguna vez volvería a verlo...
—¿Quieres bajar a cenar o te traigo la cena? —le preguntó Caroline, desde afuera de su habitación.
—No tengo apetito.
—Tonterías. Enseguida subo con algo para picar.
Rodando los ojos, se dispuso a ver su teléfono en busca de encontrar algo bueno que hacer. Estaba agotada, pero la noche apenas comenzaba. Eran las diez. De pronto, una llamada entrante le hizo dar un respingo y hacer que su teléfono le cayera sobre el rostro. Maldijo entre dientes y atendió la llamada. Era Lola.
—Me acabo de enterar de lo que pasó en Austria—dijo la rubia, con una calma estresante—y te llamé para saber si estabas bien.
—Estoy bien—repuso, indignada por su falta de interés.
—¿Por qué estás molesta conmigo? ¿Qué te he hecho yo?
—¿Que qué me has hecho tú? —preguntó con sarcasmo—oh, nada. Solamente actuar como una idiota descerebrada.
—Sigo sin comprender de qué demonios estás hablando, Shelby.
—Actuar como víctima e ignorar a tu mejor amiga por varios días no es la forma de conquistar a Trenton—graznó. Sintió que la bilis se le saldría de tanto coraje por medio de su garganta.
—¿Hablas de cuándo vomité? —Shelby resopló— ¡No me hice la víctima! Estaba realmente mal.
—No me llamaste durante un día y medio. Tampoco lo hiciste cuando te llamé estando en Austria, y ni si quiera porque escuchaste el caos me devolviste la llamada, ¿y así te haces llamar mi mejor amiga?
—Solo aléjate de Trenton Rex y todo será como antes—murmuró Lola antes de colgar.
¡La iba a matar! ¡Ahora sí, Lourdes Calvin, iba ser testigo de su verdadero instinto salvaje! Apretó los dientes llena de coraje y lanzó el teléfono a la cama. ¿Quién se creía? Ni si quiera le gustaba ese idiota. Y para rematarla, lo había hecho todo a propósito.
—Te traje cereal con leche y jugo de manzana...
Caroline se quedó estática en la puerta al verla sobre su cama dándole puñetazos a la pared con todas sus fuerzas.
—¡Shelby, para! —dejó la bandeja de comida en el suelo y corrió a detenerla— ¡Te estás haciendo daño, para!
—¡No! —gritó y apartó de un empujó a su hermanastra. Continuó dándole de golpes hasta que sus nudillos comenzaron a sangrar y la pared comenzó a teñirse de rojo.
—¡Papá! ¡Mamá! —chilló, Caroline— ¡Ayuda!
De inmediato Charlie y su madre entraron corriendo a detenerla. Shelby forcejó rudamente, pero al final de cuentas lograron someterla entre los dos.
—¿Por qué se puso así? —preguntó su madre a Caroline.
—No lo sé. Llegué justo cuando ella le daba de golpes a la pared.
—¿Esto le pasa a menudo? —preguntó su marido con perplejidad. Shelby se había desmayado en sus brazos y la acomodaron en su cama.
—Tenía tanto tiempo que no le sucedía—respondió su madre—de pequeña le gustaba lastimarse a sí misma y pensé que eso había terminado.
—Trae el botiquín, hija—dijo Charlie y ella salió en su búsqueda— ¿no crees que sería bueno llevarla con un especialista?
—Ya ha ido, de pequeña—apretó los labios, con tristeza.
—¿Y qué te dijeron?
—Dijeron que Shelby tenía instintos suicidas y que, si no se atendía a tiempo, podría algún día suicidarse. Por años esos instintos desaparecieron y tengo miedo de que hayan regresado y con más potencia.
—Ahora entiendo su amor por los criminales.
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