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Capitulo 1 | La Semilla del Resentimiento

Nos encontramos en Antigua, exactamente en la mansión de los Hightower. En una habitación solo iluminada por la tenue luz de las velas, se encontraba la esposa de Otto Hightower, en labor de parto. Sus gritos de dolor resonaban como ecos de desesperación en toda esa ala de la mansión. La sangre se había esparcido por casi toda la cama, creando un ambiente de terror y ansiedad. Las parteras y mucamas, nerviosas y asustadas, se movían agitada y silenciosamente, repitiendo fórmulas y conjuros que sus antepasadas les habían enseñado, esperanzadas en que la señora de la casa pudiera traer al mundo una nueva vida.


Fuera de la habitación, donde agonizaba la señora de Otto Hightower, él mismo se encontraba encerrado en un mar de angustia. Otto, hombre de firmeza y autoridad, se sentía impotente, pues sabía que su amada esposa no sobreviviría a este parto. Cada grito desgarrador que emergía del interior le desgarraba el corazón. Contemplaba el pasillo con desesperación, observando cómo los sirvientes se movían rápidamente, intercambiando miradas preocupadas. La espera se tornaba interminable.


Finalmente, el silencio se apoderó del ambiente. Al principio inquietante, esta calma repentina se volvió aún más aterradora. Fue en ese momento que Otto encontró el valor suficiente para cruzar el umbral de la habitación. Lo primero que vio fue a una mucama sosteniendo un bulto envuelto en una sábana manchada de sangre. Se acercó nervioso, deseoso de ver a su descendencia. Al destapar la sábana, se encontró con una bebé hermosa, dormida y tranquila, que tenía los ojos verdes como los de su madre. En ese instante, una oleada de orgullo y tristeza inundó su ser. Era una niña, su niña, pero su madre había perdido la vida en el proceso.


Sin embargo, antes de que pudiera saborear plenamente su alegría, otra mucama se acercó cargando otro bulto. Cuando Otto se asomó, sus esperanzas se desvanecieron al ver a otra niña; esta parecía una bebé normal, pero su llanto resonaba con fuerza, como si el dolor de la situación se manifestara a través de su llanto. Con disgusto y confusión en su corazón, Otto se apartó, sintiendo que la carga de la vida y la muerte pesaban sobre él de forma inaguantable.


Al acercarse a su esposa, la escena era desgarradora. Su cuerpo yacía inerte, un recuerdo fresco de lo que había sido su amor. Lo sabía; lo había temido, que perdería a su esposa y señora en este parto. Solo pudo darle un beso en la frente, como una última despedida, y se giró para nombrar a sus hijas. A la niña de ojos verdes como esmeraldas, la nombró Cecilia, en honor a su amada esposa, y a la otra niña, que no dejaba de llorar, la nombró Alicent.


Con una mezcla de tristeza y esperanza, se acercó a la mucama que sostenía a Cecilia, le quitó a la niña con una sonrisa, y salió de la habitación. Sabía que tenía que presentar a su nueva hija a su hermano, pues estaba seguro de que su hermano adoraba a su cuñada. La mucama que sostenía a Alicent la siguió en silencio, sintiendo la tristeza y la confusión que impregnaban el ambiente.


Al llegar al despacho de su hermano, Otto entró sin tocar. La luz del sol entraba a raudales por la ventana, iluminando la estancia con un resplandor casi sagrado. Presentó a Cecilia, comunicando con voz temblorosa que su esposa había muerto durante el parto, pero que su esencia ahora vivía en su pequeña. La bebé sonrió, como si supiera la importancia de su llegada, y sus ojos, reflejando el mismo brillo verdoso de su madre, cautivaron a su tío de inmediato. Ambos hermanos quedaron fascinados con ella. Así fue durante toda su infancia y adolescencia. Otto Hightower, tras la muerte del rey Jaehaerys I, se convirtió en la mano del nuevo rey, Viserys I, quien había sido elegido como heredero por los nobles de Westeros, ignorando así las ambiciones de su prima, Rhaenys Targaryen. A finales de ese mismo año, nació Rhaenyra Targaryen, quien tendría una diferencia de cinco años con las niñas, aunque no había un vínculo familiar directo entre ellas.


Ambas niñas crecieron en Antigua. Aunque recibieron la misma educación, era evidente que Cecilia se destacaba. Su carácter amable y su inteligencia natural la hacían brillar en cualquier entorno. Se sumergía en los libros de historia, aprendía sobre la política y la administración con entusiasmo, y sus habilidades se empezaron a convertir en leyenda entre los habitantes de la mansión. Sus días estaban llenos de juegos, estudios y travesuras, pero siempre se sintió como la luz que iluminaba el hogar.


Sin embargo, Alicent, a quien había tocado el rol de la 'hermana menor', se sentía cada vez más relegada. La muerte de su madre a causa del parto la había dejado marcada y, en su mente, Cecilia era la responsable de esa tragedia. La creencia de Alicent era feroz y anclada: si su madre hubiera dado a luz a la primera niña, tal vez habría sobrevivido. Esa convicción alimentaba su odio y resentimiento hacia Cecilia, a quien veía no solo como una rival sino como un verdugo de su felicidad.


A medida que crecía, el odio de Alicent se intensificaba. Cada vez que veía a Cecilia sonreír o recibir elogios, una chispa de rencor se encendía en su interior. Las travesuras y alegrías de su hermana se convertían en recordatorios de lo que ella había perdido, raciones de una vida que nunca podría recuperar. Alicent pasaba horas a solas, consumiéndose por la amargura, deseando que las cosas fueran diferentes y planeando cómo podía hacer que Cecilia sintiera el peso de su dolor.


A la edad de 13 años, ambas chicas, ya adolescentes, recibieron una carta de invitación para Desembarco del Rey, donde su padre las esperaba ansiosamente. La noticia fue como un aluvión de emociones. Para Cecilia, era la oportunidad de explorar nuevas tierras y descubrir los misterios que siempre había leído en los libros; para Alicent, era otra ocasión para confrontar su resentimiento y quizás, demostrar que ella también podía ser vista.


Unos días después, embarcaron en un barco que las llevaría hacia la gran ciudad. Las olas del mar golpeaban suavemente el casco mientras las dos hermanas se asomaban a la cubierta, emocionadas por el viaje que estaba por comenzar. La brisa marina despeinaba sus cabellos, llenándolas de una energía nueva; una mezcla de ansiedad y expectación en el aire. Mientras Cecilia sonreía, maravillada por el horizonte, Alicent observaba con una mezcla de desdén y frustración, sintiendo cómo su corazón se encogía a medida que se alejaba de su hogar.

Finalmente, el barco atracó en el puerto de Desembarco del Rey, donde la majestuosidad del lugar les quitó el aliento. Desde el puerto, las llevaron en un carruaje adornado que las transportaría hacia el castillo. A medida que avanzaban por las calles concurridas, el bullicio de la gente y los aromas intensos de la ciudad las envolvieron. Los vendedores gritaban ofertas y las risas de los niños resonaban a su alrededor. Las calles estaban llenas de vida, aunque también de desorden.


Lo que más cautivó a Cecilia fue vislumbrar un dragón enorme de color rojo que descendía majestuosamente, dirigiéndose a lo que parecía una pequeña mansión a las afueras de la ciudad. Sus ojos brillaron con asombro; nunca había visto una criatura tan imponente. Además, observó otro dragón más pequeño volando en círculos por los cielos, lanzando gritos que resonaban como ecos de leyenda. La emoción llenó su corazón, pues el mundo de los dragones que había leído en los libros se hacía realidad ante sus ojos.


Sin embargo, Alicent miraba a su alrededor con desdén. Las calles estaban sucias y el bullicio la inquietaba. No podía entender cómo su hermana se sentía tan emocionada en un lugar tan caótico. Al ver esos dragones sobrevolar, sintió un escalofrío recorrer su espalda y se encogió en el asiento del carruaje, preocupada por la imagen que la nobleza había diseñado. La alegría de Cecilia contrastaba fuertemente con su ansiedad; se preguntaba en silencio cómo era posible que su hermana estuviese tan emocionada por estar allí, mientras ella se sentía cada vez más fuera de lugar.


Al llegar al castillo, el esplendor de los salones, cubiertos de tapices y joyas de la corona, les esperaban. Las paredes estaban adornadas con retratos de antiguas generaciones de Targaryen, y las llamas de las antorchas danzaban suavemente, llenando el aire con un suave resplandor dorado. El eco de los pasos resonaba en las baldosas de piedra blanca mientras un grupo de nobles se reunía en el gran salón. Cada uno de ellos tenía historias que contar, aventuras que relatar y proyectos por realizar.


Mientras se adentraban en el castillo, Cecilia se sintió como si estuviera en un sueño. Cada rincón ofrecía nuevas sorpresas y oportunidades. En cambio, Alicent sintió que la presión aumentaba, como si cada mirada sobre ella fuera un juicio. La multitud se movía, y al notar la atención que su hermana atraía, el resentimiento de Alicent se avivaba.


Esa noche, mientras los nobles comentaban sobre la política del reino, las alianzas y las tensiones, Cecilia escuchaba con avidez, absorbiendo cada palabra, mientras Alicent se sentía cada vez más desvanecida en aquel mundo que parecía no necesitarla. Con cada risa que resonaba, con cada elogio que recibía su hermana, su propio deseo de ser vista y valorada se intensificaba.


Cuando la celebración continuó, Alicent, consumida por el odio y el resentimiento, tomó la decisión de que no podía quedarse al margen por más tiempo. Necesitaba demostrar que Cecilia no era más que una sombra de lo que realmente era, y que, en última instancia, ella misma era digna de amor y reconocimiento. Con esa determinación ardiendo en su corazón, se retiró al jardín del castillo, buscando un respiro de aire fresco. La noche era clara y estrellada; el cielo se extendía como un océano infinito.

Junto al brillo de la luna, se fue formando una resolución en su mente; era hora de que Alicent hiciera lo que fuera necesario para cambiar la narrativa y reclamar su lugar en el mundo. Sabía que no sería fácil, pero estaba decidida a enfrentar cualquier desafío que interfiriera en su camino, pues su odio hacia Cecilia la impulsaría a actuar en formas que aún no podía imaginar.

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