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8


Mm, ¿será temblando de frío? ¿o de algo más?

Es Poe.

Lo reconozco porque se acerca más, pero no entiendo por qué está sentado en mi cama, en medio de la noche, tapándome la boca como un asesino que entra a hurtadillas a la habitación de alguien dispuesto a asfixiar con una almohada o algo de ese estilo.

El frío del miedo me deja paralizada. Solo me pregunto si es que ha venido a matarme ya, si lo hará en esta subterránea habitación, si será así como se vengará.

—Poe... —hablo bajo su mano en un intento de hacerlo entrar en razón, de suplicarle que no lo haga doloroso para mí. Pero él me interrumpe:

—¡¿Qué demonios fue eso de decirle a este Damián lo de su padre, eh?! —Su regaño es un susurro enojado. En la oscuridad, da miedo el cómo todas sus facciones naturalmente divertidas y relajadas están endurecidas y afincadas de molestia. Es un cambio tan brusco que parece demencial, demostrando que él no es uno solo jamás, que no es simplemente ese tipo juguetón y seductor, pero que preferirías que lo fuera—. ¿Piensas revelarlo todo en un ataque? ¿Sabes lo que podría pasarnos? —Me reprocha.

—Lo siento, yo... —Estoy atónita, porque no sé qué es peor, que venga a matarme o a regañarme. Aunque ya sé que no está aquí por lo primero.

—¿No te diste cuenta en la cena de cómo aquí todos son una familia y de cómo adoran a este Damián? —No me deja hablar, susurrando con los dientes apretados de severidad. Precisamente al decir «son una familia» su tono es amargo, como si le escociera el decirlo—. Él es casi su líder, así que si se llegan a enterar de lo que hiciste, de lo que eres capaz contra Damián, la propia Archie de aquí va a arrancarte la piel de la cara a mordiscos.

—Sí me di cuenta... —No sé por qué sigo tratando de hablar bajo la palma de su mano, si ni siquiera me está escuchando.

—Tienes que controlarte o harás que nos maten —exige como si esta fuera la última advertencia que me da, porque de lo contrario se encargará de hacerme callar. Y afinca cada palabra agriamente—: No sé qué está pasando en tu cabeza, pero ordénala. No quiero que reveles nada más sobre ti ni sobre nosotros. A lo que sea que le tienes tanto miedo, no tiene sentido, porque Damián ya está muerto. No puede hacerte nada. Entiéndelo ya.

Es que ese era el problema, que yo siento que el monstruo sigue vivo.

Pero Poe no lo comprenderá jamás. Sería en vano buscar empatía en él. Seguimos teniendo una visión muy diferente de Damián, por eso se le hace fácil exigirme que no tenga miedo y lo olvide. En todo caso que mis peores pesadillas se hagan realidad, el Damián acuchillado jamás va a venir a vengarse de él, a tratar de poseerlo a él. Es a mí.

Poe finalmente libera mi boca de la mordaza de su mano. Se endereza sentado en la cama, y se calma un poco, exhalando aire. En la oscuridad solo puedo ver las líneas de su perfecto perfil.

—Vamos a ayudarlos en lo que piden para que nos devuelvan a nuestra dimensión —me da la indicación en cuanto a cómo procederemos como "equipo", y aunque ya no suena enojado, su perturbadora seriedad se mantiene.

—¿Y si no cumplen su palabra? —Por supuesto, ya las dudas y la desconfianza están en modo autoencendido en mí.

—Lo harán —asegura él—. Verne lo hará. Es igual que yo y no me quedan dudas, solo no sé por qué lo esconde. Siento que hay una razón, pero no doy con ella... —lo susurra de una manera que me da a entender que ha estado pensando mucho en eso, tal vez demasiado.

Y me siento tan identificada con él que inevitablemente se me escapa:

—¿Crees que tiene un secreto? Yo también creo que este Damián tiene un secreto...

De acuerdo, no tengo ni idea de qué esperé recibir. ¿Una charla cómplice como si fuéramos amigos? Pues no es lo que recibo. Más bien, gira la cabeza con brusquedad hacia mí, y la dureza con la que ya se está acostumbrado tratarme, propiciada por mi "traición", se afinca en él:

—No es tu asunto. Tenga un secreto o no, no intentarás averiguarlo aquí también. —Alza uno de sus gráciles dedos y me señala con advertencia—. Porque no te permitiré que le hagas lo mismo en esta dimensión, así que ni se te ocurra acercarte a él más de lo debido. No te conoce en este lugar, ni siquiera le atraes, y eso es lo mejor que le puede pasar.

Sus palabras me dejan muda, porque las ha dicho como dirigidas a una peligrosa criminal, y eso me hace pensar por primera vez que él en realidad me ve como un peligro para Damián. Yo pensé que me veía como una estúpida que había cometido un error, pero... ¿él de verdad considera que yo puedo ser intencionalmente malvada?

Esto es peor... yo soy la malvada.

Nuevamente solo me guardo todo. Tengo el tonto deseo de respetar su dolor, ni siquiera sé por qué.

Poe se pone en pie y lo veo caminar hacia la puerta de salida de la habitación. La abre y se asoma hacia afuera, cauteloso, comprobando si hay alguien cerca. Entonces, tengo la fuerte y temerosa impresión de que él no piensa volver a su cama.

—¿A dónde vas? —Le pregunto, incorporándome en el colchón.

—Este lugar... me parece familiar desde que recorrimos los pasillos —susurra, pensativo, todavía examinando si no viene nadie—. También vi un poco del plano que tenía Damián... Como sea, tengo que comprobarlo.

¿Eh? No entiendo lo del lugar, pero sí entiendo algo más.

—Hey, ¿no piensas andar solo por ahí o escapar, no? —susurro, inquieta ante la duda. Él gira la cabeza hacia mí. Entre las sombras, me parece avistar que una de sus comisuras se alza en una maliciosa sonrisa. Le caen mechones de cabello dorado sobre la frente, desenfadados.

—Como van las cosas, tal vez lo mejor sea dejarte sola —me suelta. Y sin más, sale de la habitación.

Salto de la cama, aterrada ante esa idea. Corro descalza hacia la puerta.

—¡No, Poe, espera, no hagas eso, sé que me odias, pero...! —lo llamo en susurros urgentes—. ¡Poe!

Solo que cuando me asomo al pasillo, él ya va por el final de este, cruzando hacia otro.

¿Es posible que en verdad vaya a dejarme aquí? ¿Y que es peor? ¿Quedarme con una posible Eris traicionera y un doble exacto de Damián o arriesgarme a seguirlo para ir con él y que no me abandone?

No sé por qué sigo aferrándome a darle confianza a Poe. No sé por qué sigo pensando que el solo venir de la misma dimensión es razón para mantenernos unidos. Pero por supuesto que ir tras él.

Claro, no es buena idea. Puede salir mal. Si ven que estamos huyendo nos matarán, pero avanzo por el oscuro pasillo, siguiendo a Poe.

O... creí que lo seguiría.

Se me pierde en un instante. Solo pasa, de pronto dejo de verlo, y a la vez, el pasillo de vuelta a mi habitación también se me pierde, por lo que sin siquiera entender cuándo o cómo, tras unos minutos quedo parada en medio de un oscuro y silencioso pasillo flanqueado por puertas que ni loca voy a abrir. ¿Y si caigo directo en la habitación de Damián o de Archie?

Lo de que me coma la piel de la cara se ha quedado en mí...

—¡¿Poe?! —susurro en un intento de que sepa que yo estoy aquí y aparezca.

Pero nada.

Así que trato de encontrar yo misma algún camino de vuelta, lo cual, pues, también sale mal, porque lo único que encuentro tras un rato de deambular entre el silencio subterráneo, los estrechos corredores y la oscuridad es una escalera con escalones de piedra que asciende. La subo automáticamente (a ser honesta, porque en este punto ya estoy tan nerviosa que solo dejo a mis piernas guiarme).

Nada me prepara para la sensación que voy experimentando a medida que subo.

Es un intenso déjà vu. Una certeza en forma de escalofrío, algo que sé, pero que no entiendo muy bien cómo lo sé. Un «he estado aquí» tan indudable, tan innegable, que solo me hace preguntarme: «pero, ¿cómo estoy tan segura?». Solo admito que conozco estas paredes, aunque son de piedra; conozco los escalones, el suelo, y cómo todo el entorno va cambiando.

Cuando llego al tope de la escalera, me espera un único pasillo. Lo sigo y atravieso la puerta del fondo.

Me quedo boquiabierta al procesar a dónde salgo.

Todo sigue oscuro, pero llega un ligero olor a viejo, a polvo, a humedad y a... ¿madera podrida? Sí, porque ya las paredes no son de piedra, sino de eso, madera. En esta nueva habitación hay varias filas de estantes con latas de pinturas y cajas viejas, y el suelo cruje con cada paso.

Es un sótano.

Y cuando subo las escalerillas de éste, el sótano queda atrás y paso a encontrarme en el interior de una vieja cabaña.

Proyecciones de luz entran por las rendijas entre las maderas que bloquean las estropeadas ventanas, y por los baches del ya gastado techo. El olor a moho y a madera podrida está más concentrado aquí. Hay muebles viejos, desgarrados y cubiertos de polvo que parecen, no sé por qué lo pienso así: «cadáveres en descomposición».

Paralizada en medio de la sala, la reconozco finalmente: es la cabaña que, en mi dimensión, sirve de entrada a la guarida de los Novenos. Esa en la que entré a descubrir el secreto de Damián.

Y he estado en este lugar desde que Eris me capturó. Por eso tantos pasillos, tantas habitaciones. La guarida subterránea que este Damián y su manada usan como refugio, es La Cabaña.

La diferencia está en que no se encuentra pintada ni decorada ni arreglada porque no está habitada por Novenos, ya que aquí son libres de andar en el pueblo.

Pero existe...

Sumida en el asombro doy pasos y lo miro todo.

Las partículas de polvo flotando en el aire, visibles por los rayos de luz de luna...

La solemne y antigua soledad que impregna cada rincón...

La única puerta de madera de entrada...

Una nostalgia agria me invade, una ligada con arrepentimiento, y casi puedo verme a mí misma entrar asustada, desesperada y agitada, buscando en dónde ocultarme.

Casi puedo ver a la vieja e ingenua Padme.

«¿Por qué pisé este lugar en un principio?».

Solo que entonces, cuando mis ojos pasan justo por encima de una de las ventanas, a través de la separación de las tablas que la bloquean, me parece ver a una figurar deslizarse rápido en las afueras.

Me sobresalto, ahogando un grito, pero es de tal manera que retrocedo, tropiezo con un mueble, este hace ruido, y casi pero casi me caigo...

Hasta que alguien me atrapa, tira de mí y en un segundo me mete en una de las habitaciones. No sé quién es, solo que tiene un cuchillo en la otra mano, hasta que me hace entrar con él en un viejo armario, cierra la puerta y ahora frente a mí me da una orden con el dedo índice contra los labios: «shh».

Damián.

Afuera se oye que alguien abre la que debe ser la puerta de entrada de la cabaña, porque chirría con el sonido de la humedad y la podredumbre. No necesito ni un segundo más para entender que no es alguien de la manada de Damián, y que él nos está escondiendo de eso.

Me quedo quieta, en silencio, pero con el corazón acelerado. El rostro pálido e intimidante de Damián se mantiene a centímetros del mío, y sus ojos negros miran por encima de mí. No hay más que pared, pero es porque él está concentrado en captar cualquier sonido de los alrededores, como un animal con oído superdesarrollado.

¿Esto ha sido mi culpa? ¿Había alguien afuera y por el ruido que hice, entró?

Ya que todo está envuelto en un silencio sepulcral, escuchamos cómo los cautelosos pasos de la persona crujen sobre la madera de la vieja cabaña, y es la primera vez desde que la conozco que me pregunto: ¿cuántos años lleva aquí? ¿quién la construyó en un principio?

O tal vez es lo que estoy pensando para no asustarme tanto.

Los pasos se acercan. La persona recorre el pasillo de la cabaña. Sí, estoy segura de que me ha oído antes, porque parece que está buscando, acechando. ¿Y nos encontrará?

Abre una puerta. No hay nada. Abre otra y tampoco encuentra nada. Finalmente, abre la puerta de la habitación en la que estamos escondidos. Damián mantiene el dedo índice contra su boca como una orden inquebrantable, para que yo no me atreva a hacer ni el más pequeño ruido.

A través de las rendijas de la puerta del armario, puedo ver cuando entra. Contrario a la sala, aquí no hay claro de luna que alumbre por la única ventana, ya que esta está sellada y cubierta por una vieja y polvorienta cortina, de modo que el tipo es una silueta negra y aterradora en la habitación. Se mueve por ella, calculando, examinando. En la mano sostiene un cuchillo, dispuesto a usarlo.

Yo, rígida, sigo cada uno de sus pasos con mis ojos, tan inmersa en el suspenso del momento que no me doy cuenta de que toda mi respiración, pesada y nerviosa, está saliendo por mis labios entreabiertos, lo cual genera un sonido que sería imposible de detectar para un humano normal, pero sí para la capacidad auditiva más desarrollada de un Noveno...

Hasta que Damián pone sus largos dedos, el índice y el medio (de su mano libre) sobre mi boca para bloquear el flujo de la respiración y que yo la cierre por completo.

Apenas sucede ese toque de sus yemas algo ásperas contra mis labios, todo el centro de mis nervios cambia. Mi atención pasa de la figura acechante en la habitación a él, que frente a mí está tan cernido sobre mí, por lo pequeño del espacio, como para yo poder sentir el calor que emana su cuerpo, que, de hecho, está casi rozando el mío. El aire está cargado de la mezcla de nuestras respiraciones.

Sin embargo, es gracias a ser consciente de esa cercanía, y en especial a la presión de sus dedos, que me doy cuenta de algo. Algo que me toma por sorpresa, me extraña mucho, y que por un momento no sé si percibo bien. Por eso busco una explicación en su rostro, aunque por la penumbra del armario es difícil de detallar. Solo puedo ver que Damián sigue con la vista por encima de mí.

¿En verdad él...?

No, no es posible. Eso debo de estar haciéndolo yo, que me descubro demasiado paralizada, y otra vez teniendo demasiado en cuenta la pequeñez del armario. También me descubro con el corazón todavía más alterado, aunque lo atribuyo a la presencia del Noveno desconocido en la habitación. Pero los latidos los siento en la garganta, mis manos están sudando, y algo dentro de mí se remueve, angustiado...

Mi mente se confunde por la inexactitud de lo que experimento. Quiero poder empujarlo, que se aleje de mí. Solo que, muy bajo, una voz en mi cabeza me pregunta: «¿y podrías correr?».

Por suerte, el Noveno sale de la habitación. No encontró nada. Yo no oigo sus pasos alejarse debido a mi abstracción, y solo lo proceso cuando se escucha la puerta de la entrada de la cabaña cerrarse de un portazo. Todo queda de nuevo en el más absoluto silencio, y los ojos negros de Damián bajan a donde sus dedos están posados: mis labios.

Contempla su propio acto. Durante un segundo algo extraño y otra vez, inexacto, flota entre nosotros, como si él sintiera la misma rara confusión que yo... O como si advirtiera que yo me estoy dando cuenta de eso...

Así que aparta la mano con brusquedad, y sus rasgos retoman su frialdad característica.

—¿Qué estabas haciendo aquí? —me reclama. Su tono sombrío tiene una resonancia baja, y está envuelto en una frialdad capaz de helar la sangre.

—¿Tú... me estabas siguiendo? —Es lo que respondo, sin entender cómo terminamos los dos aquí. Tengo la boca inesperadamente seca. Trago saliva

—Es mi noche de rondas. —Y lo repite—: ¿Qué hacías aquí?

—No trataba de escapar, me perdí y terminé en este lugar —elijo decir la verdad.

—¿Andabas de curiosa?

—Sí...

—La curiosidad mata —sentencia.

La cruel casualidad de esas palabras me hace bajar la mirada, porque nadie sabe tan bien eso más que yo.

—Lo sé...

—Si lo supieras, nada te habría convencido de que andar sola por los pasillos de un lugar que no conoces sería buena idea. —Él niega con la cabeza.

Ahí su voz arrastrada y gélida quiere sonar un poco a regaño, por eso recuerdo lo que se me ocurrió frente al espejo con respecto a la forma en la que él no pudo intimidarme en la habitación, eso porque lo paré en seco usando su misma actitud y tono en su contra.

Algo que no noté en ese momento y que noto ahora es que no solo logré hacer que me dejara en paz, sino que también me salvé del tuerce. En la habitación sentí que venía, que todo quería empezar a girar y a torcerse, pero actué y no sucedió.

Comportarme así no solo sirve para que se sienta desafiado, sino que también me ayuda a estabilizarme...

No estoy muy segura de cómo cambiaré tan drásticamente. No sé bien cómo fingir ser una Novena (que sea efectivo) pero ya decido que lo probaré. Si quiero evitar revelar algo más como Poe me ha advertido, debo intentarlo.

Me repongo y lo aplico también en ese momento, más en busca de la misma salvación y de evitar el tuerce que de otra cosa.

—En realidad este sitio me causó un déjà vu, así que quería saber si he estado aquí antes —le digo, encogiéndome de hombros—. Pero ya vas a decir que miento, ¿no? Bueno, no quiero oírlo. —Y pongo una mano sobre su hombro con la intención de apartarlo de mi camino y así poder salir del reducido espacio del armario que nos tiene casi que uno contra el otro.

Solo que él habla en cuanto mi mano lo aparta un poco, de modo que puedo oír sus palabras contra mi oído, susurrantes como el aliento de un demonio:

—¿Sabes por qué odio las mentiras? Porque puedo olerlas. Son tan fáciles de detectar para mí que nunca se me pasan desapercibidas, y eso resulta igual a un asqueroso perfume atrapado siempre en tu nariz. Entonces no, no es porque yo quiero que sea así. Tú hueles a muchas mentiras, y sé que no me equivoco.

Los nervios que me atenazan a causa de la seguridad de su declaración, me exigen reaccionar con mayor contundencia.

—Bien, entonces mátame —lo reto en un arrebato, sin siquiera yo misma esperármelo, inflando el pecho y alzando la barbilla—. Si estás tan en desacuerdo con que esté con ustedes, si te molesta tanto mi presencia, si esto te está fastidiando demasiado, si te parezco tan peligrosa, tan asquerosa, solo mátame.

Puedo detallar cómo su entrecejo se hunde ligeramente. Un gesto de sutil extrañeza.

—¿Escucharme decir que te tengo asco te afectó tanto? —es lo que replica a mi desafío.

—No, ya te dije que tú me das asco también —sostengo—. Es mutuo.

—Justo como debería ser —sostiene él también, mirándome desde su altura, indiferente.

—De acuerdo, entonces, vamos, hazlo. ¿Por qué has tardado? No parece que necesites la aprobación de tu manada. —Impulsada por la osadía que me domina, tomo su muñeca, la de esa mano con la que sostiene el cuchillo, y yo misma la alzo para poner la punta de la hoja justo contra mi pecho, apuntando a mi corazón. Siento el frío filo del acero sobre mi piel—. Clava tu cuchillo en mi pecho justo ahora y así mi presencia dejará de mortificarte.

Damián baja los párpados para contemplar el cuchillo que he movido, y se lo queda mirando por un momento, en silencio. Espero su respuesta, enfadada y alterada, pero en su lugar, sus ojos oscuros se desplazan desde el hecho de que lo sostiene hacia la longitud de la hoja, y finalmente cae en las líneas de mis pechos favorecidos por el escote de la camisa.

La indiferencia en su rostro se desvanece. Apenas puedo ver en la penumbra, pero... ¿frunce un poco el ceño? ¿y sus ojos ahora brillan con una intensidad imposible de ignorar? ¿y creo avistar que tensa la mandíbula?

Solo en este instante, preguntándome por qué, me doy cuenta de que en realidad la punta de la hoja de acero no está exactamente contra mi pecho, sino contra la prominencia de uno de mis senos, algo avistables gracias al escote.

Su oscura atención, fija en esa parte de mí, no solo es inesperada, sino que junto con la indescifrable expresión de su rostro me produce una sensación extraña y muy confusa, como un brusco calor en el rostro pero a la vez un frío aterrador. Lo siento abrumador, como para salir corriendo, pero a la vez estoy paralizada. Demasiado.

No lo entiendo, pero de pronto noto algo...

Otra vez él...

Pero, ¿es posible?

Deslizo la mirada hacia su grande mano de nudillos pálidos. Me fijo en cómo sostiene el cuchillo contra mis pechos. De nuevo noto lo que en un principio me ha extrañado.

Solo que él finalmente alza la vista, y vuelve lo que extrañamente se ha ido por unos momentos. Regresa la hostilidad, y sus ojos pasan a vérsele más fríos y feroces que nunca:

—Tal vez tengas a todos de tu lado, pero no a mí —me dice, pero le sale con una nota ronca y profunda en la voz que creo que ni él se ha esperado.

Aparta el cuchillo, se da la vuelta, abre la puerta del armario y sale. Se convierte en una silueta oscura en la habitación, alta, intimidante, temible, que podría deslizarse sin ser notada y, sin piedad alguna, cortar un cuello por maldad.

—Te guiaré a tu habitación, pero no vuelvas a llegar hasta aquí. —Es contundente en su orden—. Te dije que nos están buscando, y siempre hay gente rondando cada centímetro del bosque para ver si nos encuentran. No saben que hay una entrada subterránea, pero podrían descubrirlo en cualquier momento.

Sin más, sale de la habitación, claramente para que yo lo siga.

Pero estoy anonadada. Eso de lo que me di cuenta cuando puso sus dedos sobre mis labios, eso mientras sostuvo el cuchillo contra mis pechos fue...

¿Acaso él...?

¿Acaso él estaba...?

¿Acaso Damián estaba temblando?

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