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Ese día

Ese día

(***)

Estábamos reunidas en la cafetería Ginger Café tomando unos batidos.

—¿Irás a la fiesta de Cristian? —me preguntó Alicia con una nota de entusiasmo.

Ella era una de mis mejores amigas. Solo tenía dos, así que éramos tres en la mesa de la cafetería, éramos tres en el instituto y éramos tres en la vida, siempre.

—Creo que sí, he estado demasiado aburrida en casa —respondí para luego darle un sorbo al batido de fresa que sostenía sobre la mesa de forma circular.

Eris nos miró con fastidio ante el tema. Después de Alicia y después de mí, ella era la tercera en la tropa: pelirroja natural, abarrotada de pecas, de ojos verdes y poseedora de un gran intelecto. Me parecía que podía ser la única chica en todo el pueblo que además de ser bonita, contaba con el privilegio de la inteligencia. Alicia se burlaba de eso, porque para ella —quién era un poco hueca— era una anomalía contar con ambas características.

En el superficial y vano mundo de Alicia, no se podía ser ni bonita ni inteligente al mismo tiempo. O se era una o se era la otra.

—Yo no iré a esa fiesta, y ustedes tampoco deberían ir —bufó la pelirroja mientras jugueteaba con la colorida pajilla de su bebida—. Se dice que Cristian sólo la organizará para llevarse a alguien a la cama por una apuesta. El chisme anda rondando por todos lados.

—Creo que ahora tengo más motivos para asistir... —murmuró Alicia con su muy usual toque de picardía.

—¡No juegues! —exclamó Eris frunciendo el ceño, mirándola como si estuviera loca—. Creo que deberías tranquilizarte, porque también he escuchado muchos chismes sobre ti. —Exhaló y relajó el rostro sin dejar de observarla—. ¿Con quién te andas acostando? Debes tener cuidado, ya sé que el instituto alborota las hormonas, pero en serio debes calmar tu vagina.

A veces, Eris utilizaba términos bastante formales para referirse a partes no expuestas del cuerpo; otras veces era lo suficientemente directa como para que escucharla no fuera tan tedioso.

—¿Qué chismes has oído? —pregunté.

Alicia bajó la cabeza y comenzó a rascarse la nuca en un disimulado gesto de vergüenza. Y con eso supe que el chisme no podía ser nada bueno.

Ella tenía, por decirlo de algún modo: «esa fama». Para explicarlo mejor, en un mundo en donde nuestra amistad hubiera estado definida por nuestras características, Alicia habría sido la rubia que siempre quería ser deseada —y que efectivamente era deseada por todos—, mientras que Eris habría sido la intelectual que nos soportaba por alguna extraña razón, y yo, la que se mantenía en un punto neutro.

No había que malentender, yo no era tan aburrida, ni tan entretenida, ni tan inteligente. Era normal, hacía cosas comunes, también iba a fiestas, también quería acostarme con muchachos —solo que no tenía toda la suerte de Alicia— y también veía necesario no tener una nuez en el cerebro.

Eris hizo a un lado su bebida y se inclinó hacia adelante para apoyar los antebrazos sobre la mesa. Teníamos cerca a varios muchachos que iban al instituto, así que antes de hablar echó un vistazo a los lados para asegurarse que no estaban pendientes de nuestra conversación.

—Dicen que durmió con el primo de Cristian y con Daniel al mismo tiempo —nos susurró.

De inmediato miré a Alicia. Ella solo observaba hacia los lados, esquiva.

—¿Es en serio? —le pregunté, alzando las cejas, aunque a ser sincera no me sorprendía tanto.

—Quizás un poco, pero... —masculló. Su fino rostro se puso tenso—. Es que yo siempre quise intentar... Ustedes no saben, quiero decir... ¡Ah! No es para alarmarse.

—Claro que no, un trío es de lo más normal, pero si escoges dormir con los peores idiotas del instituto que solo buscan hacerlo únicamente para contárselo a todo el mundo como si fuera una gran hazaña, hay algo mal, amiga, hay algo mal —puntualizó Eris y se echó hacia atrás, destruyendo el aire de confidencialidad.

—Son muy poco maduros —opiné, encogiéndome de hombros—. Después de todo, es solo ir a la cama. No tiene nada de especial.

Para mí no lo parecía. Para mí ni siquiera parecía un tema relevante, y ambas estaban conscientes de eso. Saber que Alicia había hecho un trío y que Eris sacaba cualquier opinión magistral sobre ello, era en verdad lo normal.

Lo anormal, lo poco común, lo inesperado, fue que la puerta de la cafetería se abriera, sonara la campanilla y mi mirada se encontrara cara a cara con el pasado.

Para mi entera sorpresa, ahí estaba Damián.

Mi «peligroso misterio» se introdujo en el lugar como si fuera habitual que anduviera por ahí, cosa que no era cierta porque él nunca frecuentaba la cafetería.

Reconocí de inmediato su espeso cabello azabache en contraste con su tez clara, su mirada —en esta ocasión serena— de párpados ligeramente caídos como si tuviese mucho sueño o una gran indiferencia hacia todo lo que le rodeaba, y esa chaqueta de cuero negra que en conjunto con su ropa oscura le daba un aire enigmático.

Era él. Estaba allí, a pocos metros de mí.

Pasó justo al lado de nuestra mesa y no me miró. No me tomó en cuenta.

Mantuve la calma.

—¿Quién es ese? —inquirió Alicia rápidamente.

Me di cuenta de que no solo había captado mi atención, sino la de unos cuantos más.

Como pasaba con cada extraño que visitaba la cafetería, algunos echaron un ojo con curiosidad, porque todos conocían a todos en ese lugar, por lo tanto, alguien nuevo se hacía chisme en segundos. Pero nadie sabía que en realidad no era nuevo, que había estado en Asfil desde siempre, igual que ellos.

Observé a Alicia y luego devolví la mirada hacia él. Se acercó a paso tranquilo hacia la barra y comenzó a hablar con la muchacha que atendía ese lado de los cafés.

Quedé asombrada. Era la primera vez que veía a Damián en un lugar público entablando alguna especie de conversación con alguien, aunque fuera para hacer un pedido.

—¿No van a decirme? —preguntó Alicia de nuevo, alternando la vista entre ambas.

—No es nadie —respondí rápidamente.

—Es Damián —contestó Eris al mismo tiempo que yo.

Bajé la mirada y la fijé en mi café, pensativa, extrañamente consternada.

—¿Damián o nadie? —soltó Alicia.

Sus labios se ensancharon en una sonrisa divertida, la misma que expresaba cuando sabía que había gato encerrado. También meneó su espesa y natural melena rubia platinada, un gesto que conocía perfectamente.

Cuando Alicia agitaba el cabello era porque estaba dispuesta a coquetear. Y pude haberle dicho que intentar coquetear con Damián sería como mezclar agua con azúcar, algo que no tendría ningún efecto, pero, aunque se lo hubiese advertido, ella con más ansias lo habría hecho.

—¿Es nuevo? —preguntó sin apartar la vista de él—. Debe de serlo. No había visto a nadie por aquí con ese estilo. Me recuerda a los chicos Tumblr, digo, a los guapos, no a los depresivos.

Eris la miró con lo que reconocí era algo de molestia, y luego le dijo:

—Es tan viejo como nosotras aquí, ¿en dónde has estado viviendo?

—¿Y por qué no lo había visto? —inquirió Alicia, entrecerrando los ojos

—Quizá porque no ha estado detrás de tu vagina —repuso Eris con fastidio.

—¿En serio? No lo creo, porque yo no olvido rostros, ¿saben? Y ese rostro no está en mis registros —insistió la rubia, echándole un vistazo completo a la parte trasera de Damián que seguía en la barra.

—¿Estás segura de que tus registros no solo están ordenados por tamaños de condones? —expresó Eris.

La punta de esa flecha cayó directa sobre la expresión de Alicia.

—Ya deja eso —resopló y puso los ojos en blanco. Eris esbozó una sonrisa triunfal—. ¿Me explican, pues? —agregó, algo exasperada.

—Bueno, Damián... —comencé a decir. Ambas me miraron—. Él siempre ha tenido gustos diferentes, es algo retraído. Incluso toma algunas clases con nosotros. No lo has notado porque es muy pero muy callado.

—Ay no, ¿es así como un «rarito»? —murmuró colocando una mano sobre su pecho, como si aquello le asustara.

Eris extendió el brazo y le dio un golpe en la frente. Eso también era normal.

—¿Rarito? Rarita tú que dejas que cualquier pico entre a cualquiera de tus agujeros —le dijo. No pude evitar soltar una risa por el comentario—. Damián siempre ha tenido calificaciones excelentes, y a mí me parece que es de esas joyas sin descubrir. Probablemente sabe más que nosotros y no quiere perder su tiempo hablando con seres inferiores.

—Yo no soy inferior. ¿A mí quien no me conoce? —resopló Alicia, haciendo un gesto de suficiencia.

—Pues, claramente, Damián —señaló Eris, como si fuera obvio. Reprimí una risa, aunque la rubia solo fingió un puchero—. Mira, analicemos los hechos. Cada vez que alguien pasa cerca de esta mesa, te mira. Incluso, tres mesas a la derecha, esos chicos parecen estar hablando de ti. —Alicia miró por encima de su hombro y lanzó una mirada junto a un típico saludo casi coqueto hacia esa mesa en donde tres muchachos del instituto, nada desagradables, la observaban—. Eso pasa siempre, ¿no? Hasta en la calle. Entonces, hace aproximadamente unos siete minutos que Damián, posiblemente el tío más raro que existe, pasó justo a un metro o quizás menos de esta mesa y no te pilló en lo absoluto. Eso quiere decir que sí hay un hombre en este mundo al que no le interesas. ¿Opiniones?

Eris siempre terminaba un análisis con esa pregunta. Le encantaba debatir. Lo extraño era que el tema de debate fueran Alicia y Damián, sobre todo Damián. Se sentía rarísimo para mí. Aunque quizás alguna vez le comenté algo a Eris, ninguna de ellas sabía que él había sido mi juego favorito de la infancia.

El juego de «busca la verdad sobre Damián» me había entretenido por años. Por esa razón lo sentía cercano.

—Es obvio que no puedes gustarles a todos —comenté. Ella no dijo nada, se quedó mirando el vacío—. Pero alégrate, le gustas a la mayoría.

—Vale, pues, ¿saben qué? A mí no me gustan los raritos —escupió Alicia y alzó la barbilla con suficiencia.

Dieron el tema por terminado y gracias al asunto de la fiesta dejaron de prestarle atención a Damián. Pero yo no. Me mantuve en silencio, mientras que con disimulo continué mirando hacia la barra.

Allí se hallaba, sentado en uno de los taburetes de colores, esperando.

Recordé las tantas veces que había espiado su casa porque pensaba que algo malo sucedía dentro de ella, y todas las veces que no había podido confirmar mis sospechas. Recordé también —como planes fallidos— las tardes en las que había ido a buscarlo para jugar. Recordé que todos y cada uno de mis intentos por acercarme a Damián habían fracasado; pero entonces ahí estaba él, hablando con una camarera que ni siquiera sabía de su existencia hasta ese momento. Ahí estaba él, entre toda esa gente con la que no solía mezclarse, haciendo caso omiso a mi presencia, ignorando el hecho de que era yo la única tan insistente e interesada en conocerlo aun sabiendo que era un repelente de humanos.

Y eso, de alguna forma, me molestaba.

Me parecía injusto.

Despertaba de nuevo mi riesgosa curiosidad.

Después de que ella le entregó el vaso, Damián pagó y se dirigió a la salida con la misma calma con la que había entrado. Mi cerebro procesó la información en microsegundos y vi aquella ocasión como mi primera y única oportunidad para hablarle, para finalmente, oír su voz.

Ni siquiera en clase lo había escuchado hablar, ni siquiera ahí porque solo le había visto mover los labios entre el sonido de la música, así que tenía ante mí la posibilidad de comunicarme con él.

Tenía la posibilidad de hacerle notar mi existencia.

Y quizás, de por fin entender lo que había en torno a su comportamiento.

—Oigan, debo volver a casa —anuncié mientras que, con rapidez, descolgaba mi bolso estilo colegial del espaldar de la silla.

Ambas me miraron con extrañeza.

—¿Tan rápido? Pero si apenas son las tres. ¿Qué harás allá si no es aburrirte? —me preguntó Alicia con el entrecejo hundido.

—Olvidé que mi madre me pidió que lavara algo. Si no lo hago, se va a cabrear. Les texteo más tarde para quedar con lo de la fiesta ¿de acuerdo? Adiós.

Sin darles tiempo de respuesta, salí disparada de la cafetería. Una oleada de calor hizo que sintiera el cambio de temperatura con más fuerza. En Ginger Café había aire acondicionado, pero afuera la cosa era caliente.

Ya en la acera, distinguí la silueta de Damián a varios metros de mí, caminando por donde se extendían una variedad de tiendas. Avancé como si no tuviera la intención de perseguir a nadie, pero lo fijé como objetivo a él, incluso cuando mis zapatillas hacían que mi velocidad no fuera la mejor.

Después de unos cuantos segundos traté de apresurar el paso. Damián había llegado al final de la acera para cruzar la calle y yo seguía a varios metros de distancia, ya sabes, para no ser tan obvia. Aunque desde mi punto de vista no parecía tan mala idea correr, tocarle el hombro y preguntarle todo directamente.

Pero no podía ser así, claro que no. No podía detenerlo y decirle: «mira, ¿sabes qué? Desde hace añales que creo que eres un chico rarísimo y quiero saber por qué coño no hablas con nadie y eres así tan misterioso, ¿me dices de una buena vez?».

No. ¿Qué iba a pensar de mí entonces?

La luz del semáforo cambió y él cruzó al otro lado. Para cuando llegué al final de la acera, la luz pasó a rojo y una fila de autos impidió mi paso.

Por encima de ellos todavía podía ver su cabello negro, así que no me rendí. Esperé con una impaciencia desesperante hasta que finalmente el semáforo brilló en verde y atravesé la calle.

Podía verlo a lo lejos, caminando, sin tener idea de que yo le perseguía. Esquivé a algunas personas, evité chocar con un grupito de niños y eché a correr cuando él giró en una esquina.

Detrás de esa esquina se extendía un callejón cuyas paredes pertenecían a las tiendas de la calle principal. Había basureros, contenedores pequeños, restos embolsados y amontonados, y una variedad de cajas de todos los colores.

Seguí por ahí, pero Damián había desaparecido.

Me detuve entonces, cerca de una rejilla en la pared que expulsaba un ligero vapor que se mezclaba con los extraños olores de asfalto, humo y basura. ¿Por qué Damián había tomado ese camino si no era el que conducía a casa?

Avancé ya sin prisa y mis zapatillas se humedecieron al pisar un pequeño charco de agua. Al chipoteo solo le faltó hacer eco, así que, entre botes de basura, desperdicios regados por el suelo y paredes deterioradas, me pareció ridículo encontrarme ahí sólo por perseguir a alguien.

Yo no era así, no acosaba a las personas. Ah, pero al tratarse de Damián era distinto, porque él despertaba eso en mí. Él hacía que la intriga y la curiosidad me cosquillearan por todo el cuerpo como si fueran cocaína y yo una adicta a ellos, desesperada por saciarlos.

A pesar de que no había nadie más, continué por el largo callejón hasta su final. Así descubrí que no daba hacia el centro de la ciudad, sino que era una de las tantas salidas a los alrededores del pueblo.

No me sorprendí. Era normal encontrarse con cambios de asfalto a tierra, porque Asfil estaba rodeada de frondosos y bellos bosques que se consideraban una de las maravillas de esos terrenos.

Algunas de esas zonas, plagadas de árboles y arbustos, no eran exploradas por la gente, pero si se miraba bien, más allá de donde iniciaba la hierba, podía verse un delgado camino de herbaje aplastado.

Me pareció extraño. Tenían que haber pasado por ahí muchas veces como para que adquiriera esa forma, pero, ¿Damián había tomado esa ruta? ¿hacia el interior del bosque? ¿para qué?

Impulsada por mi peligrosa curiosidad y mi absurdo y palpitante entrometimiento, seguí por el caminillo aplastado dejando atrás todo aquello que podía considerarse pueblo. El pasto crujió bajo mis pies y la frescura del viento compensó el calor del sol contra mi piel.

Para cualquier residente de Asfil, sus bosques eran conocidos, pero siempre había un límite que nadie se atrevía a cruzar.

Lo recordé, más allá del lago y del viejo roble, era territorio desconocido. ¿Por qué nadie lo exploraba? No tenía ni idea, pero habíamos crecido con la advertencia de no aventurarnos por esas vías, y la habíamos respetado desde siempre.

Era el clásico cuento de terror para niños: «no pases el viejo roble, no llegues ni siquiera al lago. Ahí te está esperando.»

Claro que, ya nadie creía que algo allí estuviera esperando.

El caminillo se extendió en poco tiempo. Pasé árboles, arbustos, pequeñas formaciones rocosas, vi un conejo blanco, luego otro marrón, y cuando pasaron más de cinco minutos y seguía caminando, el sentimiento de estupidez me cayó como un ataque nuclear.

Me detuve entre la sombra de dos ramas y exhalé con decepción. Probablemente, Damián ni siquiera había tomado aquel camino. Quizás sólo había creído verlo, como tanto había creído de niña que había algo malo en él.

Quizás... siempre veía cosas en donde no las había.

Me di vuelta dispuesta a marcharme, sosteniendo la idea de que mi patético interés por Damián debía terminar de una vez por todas. Y regresé sobre mis pasos sin prisa, pensando que ir a la fiesta de Cristian podría despejarme la mente, relajarme y distraerme.

Pero antes de darme cuenta de que faltaba más camino del que creía para volver a pisar las aceras de Asfil, un quejido masculino llegó a mis oídos.

Me detuve en seco debajo de la sombra de un montón de ramas y miré hacia todos lados. Intrigada, di unos cuantos pasos hacia adelante y entonces presencié la escena a varios metros de distancia.

Dos personas parecían estar discutiendo.

Instintivamente y con cuidado, me acerqué a uno de los árboles. Coloqué una mano en el tronco y como si fuera una anciana mirando a los vecinos desde su ventana, detallé a los hombres.

No podían tener más que un par de años más que yo. Uno de ellos vestía una elegante gabardina de color violeta y el otro una simple chaqueta de cuero marrón, y entre su discusión las cosas no pintaban nada bien.

Para nada bien.

Uno le dijo algo al otro, o lo susurró porque desde mi posición no pude escuchar con claridad sus palabras, aunque en mi mente parecieron un reclamo. Unos segundos después el chico de la gabardina empujó al otro contra el grueso tronco de un árbol y lo acorraló de forma victoriosa. Presionó el antebrazo sobre su cuello y acercó su rostro de forma amenazante.

Quise intervenir, mi sentido común me dijo que lo normal era eso, hacer algo para apartarlos, pero antes de poder moverme lo que vi me paralizó por completo.

El portador de la gabardina violeta extrajo un filoso y reluciente cuchillo del interior de uno de sus bolsillos, lo elevó y lo impulsó contra el ojo derecho de su oponente.

Así sin más.

Contra el ojo.

El ojo humano.

Un grupo de pájaros volaron alarmados por el sonido mientras que la escena continuaba ante mi mirada de estupefacción. Ahogué un grito que, aunque hubiera dejado salir, no se habría escuchado por el estruendoso chillido de dolor y agonía del tipo con la chaqueta de cuero.

Lo estaba matando.

El hombre de la gabardina hundió con satisfacción la hoja contra la cuenca del ojo. El rostro del contrario se empapó de sangre como en la mejor película de terror de todos los tiempos, y varios hilos rojos, relucientes y semi espesos le recorrieron la piel hasta el cuello.

De alguna forma reuní valor y di un par de pasos hacia atrás, asustada, impactada, con el cuerpo gélido, observando cómo el agresor retorcía la hoja del cuchillo dentro de la carne, penetrándola más, obligando a la sangre fluir sin ningún control, agudizando el dolor de su víctima.

El tipo estaba agonizando. Gritó y forcejeó, lo intentó, se esforzó, quizás luchó con todas sus fuerzas, pero no se zafó. El otro era más fuerte, más alto, más rápido, y si era así, no debía ser más que un asesino. Y yo estaba a metros de ellos, corriendo peligro.

Mi corazón comenzó a latir como nunca por el pánico.

Debía irme.

Debía correr al pueblo y avisar a la policía.

Debía huir.

Me oculté detrás del mismo árbol que tenía al lado, apegando mi espalda temblorosa al tronco. Las cosas ante mí se veían extrañas, como si el miedo estuviera nublándome la capacidad visual. Temí también por eso, pero me concentré en trazar un plan rápido mientras que hasta mis huesos temblaban de pavor: podía echar a correr en un segundo, pero la obviedad era capaz de delatarme, claro, si es que hacía algún ruido y el asesino alcanzaba a verme.

Consideré los fallos, incliné la cabeza hacia un lado del tronco y observé apenas cómo el hombre de la gabardina, por último, clavaba el cuchillo en el pecho del tipo de la chaqueta de cuero, hincándolo contra la piel con gusto.

Finalmente, lo dejó caer al suelo y se giró en mi dirección.

De inmediato volví a ocultarme. ¿Me habría visto o no? Cerré los ojos con fuerza, con los latidos del corazón resonándome hasta en los oídos, y aguardé.

Había presenciado un asesinato y sabía que por ser testigo podía irme muy mal. ¿Creerían mi historia cuando llegara a la policía? ¿Por qué no iban a creerla? Ah, pero me preguntarían qué estaba haciendo por ahí sin una licencia de caza, de esas que había que tener para poder andar en el bosque con confianza, y yo tendría que responderles que lo que en realidad había estado haciendo era perseguir a mi vecino.

Y sonaría estúpido.

Y raro.

Solté un jadeo silencioso cuando escuché el crujir de las hojas. Por un momento pensé que estaba más cerca, pero luego supe que el hombre estaba alejándose.

Contuve cualquier sonido que mi boca quisiera emitir, y también mis impulsivas ganas de salir huyendo como si no hubiera otra opción. Esperé a que los pasos se escucharan más lejanos y cuando incliné de nuevo la cabeza hacia un lado para mirar, no vi a nadie.

Se había ido.

El asesino no estaba.

Eché un vistazo al cuerpo inerte y vislumbré la sangre fresca sobre la hierba, las hojas y también sobre el rostro medio desfigurado del tipo.

¿Quién era? Intenté reconocerlo, pero no se me hizo familiar. Por un instante se me ocurrió la idea de acercarme, por supuesto, sin tocar nada, porque, ¿y si acaso realmente lo conocía y solo no lo recordaba? Pero en aquel momento cualquier paso en falso podía involucrarme demasiado, y lo que yo quería era correr y ponerme a salvo, contarle todo a la policía y que me dijeran que no había peligro alguno.

Sí, esas eran las cosas que tenían que hacerse en momentos así.

Inesperadamente, escuché de nuevo otro crujir. Otros pasos. Más pasos. ¿Los mismos pasos? Pensé que el asesino estaba de regreso. Quizás me habría escuchado, o visto, o quien sabía qué.

Miles de escenas —todas que terminaban muy pero muy mal para mí— pasaron por mi cabeza como rollo de película.

El pánico entonces hizo lo suyo cuando una rama crujió con fuerza, y sin dudar, con la mente nublada por el miedo y con el temor palpitándome en el pecho, corrí en dirección contraria al sonido.

Corrí y corrí sin saber a dónde iba, sabiendo únicamente que necesitaba alejarme y ponerme a salvo.

Entre la huida intenté, cosa que pareció una tarea imposible, sacar el celular de mi bolso, pero entre ver el camino y meter la mano en el interior del mismo, tropecé y caí. No tardé nada en levantarme, aunque me dolieron las rodillas. Lo hice tan rápido que dejé el bolso en el suelo y seguí corriendo.

Hui.

Cuando mi cuerpo me exigió parar y la distancia se hizo muy grande, me detuve.

Tenía la respiración agitada, la frente empapada en un sudor gélido, las manos tiritando, las rodillas ardiendo y además una corriente de brisa me causó un estremecimiento que me erizó la piel.

Analicé mis alrededores todavía con los sentidos sacudidos y no reconocí ni siquiera el árbol más grande. En cada dirección que veía solo había metros y metros de bosque que podían extenderse hasta quien sabía dónde.

Entendí entonces que me había alejado demasiado, que había corrido sin consciencia. Al darme vuelta tenía ante mí lo que parecían ser los restos de una casa o algún refugio de caza. Tenía todo el aspecto de una cabaña vieja, rodeada por enormes rocas que daban la impresión de tenerla atrapada entre ellas, como si tanto piedra como madera se hubieran fusionado por puro gusto.

No imaginé que allí pudiera vivir alguien. Con toda la pinta de abandono que se cargaba, ¿podía una persona residir ahí? No me parecía posible, pero tampoco era imposible. Si había aunque fuera algún vigilante de caza en ese horroroso lugar, eso solo significaba una cosa: ayuda.

Podía entrar y pedir auxilio, pedir que me acompañara de vuelta al pueblo e ir directamente a la policía.

Me aproximé a la puerta y al momento en que mis nudillos hicieron contacto con la madera para tocar, esta cedió. Se abrió apenas, haciendo que mi ilusión de encontrar ayuda se esfumara. Sin embargo, me adentré porque el interior me parecía mucho más seguro que las afueras, en donde claramente podía estar buscándome el asesino.

Cerré la puerta tras de mí y me encontré entre los destellos de la luz que entraba por las ventanas y el techo roto. La cabaña no tenía aspecto de casa, ni de hogar, ni de nada, era una sala vacía con una única puerta al fondo.

Ni bajo los fuertes efectos de la droga más potente del mundo, me habría mantenido allí solo por gusto, pero cuando volví a escuchar pasos, cuando oí el crujir de las ramitas en el suelo, la desesperación y el miedo dominaron de nuevo mis sentidos.

Corrí hacia la solitaria puerta del fondo y la abrí.

Luego fue oscuridad.

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Espero te esté gustando la historia. ♥

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