10
—Espera aquí, iré por la cubeta —Vuelve a desaparece dentro mientras el animal no deja de gruñirme. De verdad que no le agrado a los mamíferos.
—Haber, albondiga —lo elevo para verle los dientes de leche asomarse por su hocico—. Yo no te agrado y nadie me agrada, pero yo no muestro mis dientes y le gruño a la odiosa de Jade.
¿Jade? ¿Por qué la mencione a ella?
—¿Acabas de llamarlo albondiga? —aparece el castaño con dos cubetas poco profundas y las deposita en el césped.
Si logró escuchar el apodo que le puse al animal, de seguro también me escucho mencionar a Jade.
—¿Trajiste el jabón? —opto por preguntar.
—Traje el shampoo de mi madre —Mueve la botella de Pantene hacia mi dirección, mientras la albondiga lucha para liberarse de mi, y yo con mucho gusto la dejo en el suelo para que corra en busca de Finn.
—Es tan amorosa —La acaricia la panza y el animal no deja de menear su cola y sacarse la lengua.
—Muy amorosa.
Colocamos a la chocolatosa en la cubeta. Al principio se resistía hasta que empezo a acostumbrase y ahora mueve su pequeña cola cada vez que Finn le acaria la cabeza y me gruñe cada vez que me acerco.
Este es uno de los mamíferos más brutales que me he cruzado.
—Pásame la toalla, Jess.
Hago lo que me pide, pero algo salió mal porque he perdido el equilibrio de mi cuerpo cuando la segunda cubeta impactó mi pierna y el shampoo cayó de rebote sobre mi cabeza, derramándome su contenido.
Genial, ahora huelo igual que la albondiga.
—¿Estás bien? —su voz se escucha cerca y entrecortada, y cuando levanto la vista nuestras narices se tocan. Instintivamente, me separo con el corazón dando martillazos en mi pecho. Me quedo quieta con la intención de calmarme, mientras que la chocolatosa no deja de soltar ladridos y escudriñarme cada vez que quiere.
—Estoy bien —Logro articular luego de que reiteró la pregunta.
Calmate, Jess. Respira.
—Te has ensuciado —señala mi ropa, y caigo en cuenta de que me ha caído el agua sucia del animal.
Estoy segura que la chocolatosa lo está disfrutando porque ha dejado de gruñir.
—Iré a casa —decido. Debí quedarme ahí, en casa. Ahora sé que hasta las pequeñas criaturas me aborrecen.
—Espera... —Me detengo y lo observo por el rabillo del ojo. A juzgar por su expresión, sé que se siente culpable de alguna manera—. ¿Te veo más tarde?
Su pregunta danza en el aire, y por más que mi órgano con funciones cognitivas me diga que no, de mi boca sale lo contrario.
—Claro.
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