Capítulo 19
Capítulo 19
Todos los noticieros del planeta se hicieron eco de la muerte de Raily Rainer al siguiente amanecer. En muchos de ellos se hablaban de ella como la excéntrica y perturbada hija del Rey de Svarog, una mujer cuyas malas elecciones la habían convertido en prisionera de sí misma. Otros, en cambio, la tachaban de víctima. La víctima de un gran complot en el que, al fin, el nombre de Bastian Rosseau volvía a relucir.
Bastian Rosseau, Andrey Ivanov, Elspeth Larkin... distintos rostros pero un único hombre: el Capitán. La maldición debía acabar.
Acomodada en su butaca, junto a una de las ventanas, Ana escuchaba a los maestros discutir. Volvían a estar reunidos, tal y como hacían cada vez que sucedía algo grave, y discutían. Discutían muy acaloradamente, y no era para menos. Los nervios estaban a flor de piel, y ahora que la vida de Orwayn Dewinter marcaba la cuenta atrás, cualquier decisión podía marcar el éxito o el fracaso de la operación.
Decisiones.
Ana había tomado decisiones. Aunque habían pasado pocas horas desde su regreso de la visita a Raily Rainer, la vida había cambiado mucho para Ana. La joven había entendido al fin en qué mundo vivía, y no estaba dispuesta a quedarse atrás. Ni las normas ni la conciencia tenían cabida en la batalla que libraban. Si quería vencer tendría que comportarse tal y como hacía el enemigo, y estaba dispuesta a hacerlo.
—¡No hay más opción que actuar! —exclamaba Veryn Dewinter con determinación, mucho más tenso de lo que jamás le había visto—. ¡Hay que buscar el enfrentamiento!
—Hay que buscar el enfrentamiento, sí, ¿pero cómo? —A pesar de no ostentar el cargo de maestro, David Havelock se comportaba como tal en representación de la A.T.E.R.I.S—. ¡Llevamos semanas buscando al Capitán y no da señales de vida! ¡La única forma de dar con él es seguir! Y sí, va a llevarnos tiempo, pero vale la pena. ¿Es que acaso no ves que cada vez estamos más cerca?
—¿Es que soy el único que considera que estamos siendo demasiado lentos? —insistía Veryn—. ¡No podemos seguir con la búsqueda como hasta ahora! ¡Mi hermano no tiene tanto tiempo!
—Veryn, no estás pensando con claridad —advirtió el maestro Gorren con amargura—. Lo que ha sucedido con tus hermanos ha sido algo terrible, nadie lo niega. Y aunque ya te lo he dicho antes, no me importa repetirme: cuentas con el apoyo de todos. Pero aunque ha sido un golpe muy duro, no podemos basar en ello nuestro ataque. La clave del éxito es la precaución: hay que buscar el momento idóneo.
—¿El momento idóneo? —Intervino Armin, desde una de las esquinas—. Lo que hay que hacer es encontrar al Capitán de una vez por todas, no buscar momentos.
Encontrar al Capitán...
Ana desvió la mirada hacia la ventana y contempló el cielo limpio de nubes de aquella mañana, pensativa. Poco apoco, cada división iba posicionándose. La A.T.E.R.I.S. quería precaución y seguridad: golpear al enemigo a sabiendas de que nada les causaría daño alguno. Asegurar la victoria. La M.A.M.B.A., en cambio, deseaba atacar. Unos más rápido, como los Dewinter, y otros algo más despacio, como Gorren, pero el objetivo era el mismo: acabar de una vez por todas con el Capitán. Lamentablemente, el tiempo no era una baza con la que los Dewinter pudiesen jugar. A Orwayn le quedaba demasiado poco...
¿Pero cómo actuar entonces? Tenían que buscar el enfrentamiento, sí, ¿pero cómo? ¿Cómo sacar a Ivanov de su escondite?
Provocándole, por supuesto. Ana sabía que si le provocaban lo suficiente saldría de su madriguera...
Se movió incómoda en la butaca. Creía saber el modo de cómo provocar el enfrentamiento, pero temía que su intervención pudiese delatarla. Ana había desobedecido nuevamente, y no quería asumir la culpa públicamente. No mientras que maestro Gorren estuviese presente.
Él no se lo perdonaría.
Cerró los ojos.
—¿Qué? Cansada tras una noche movida, ¿eh? —escuchó decir a alguien a su lado.
Ana volvió la mirada hacia el lateral y descubrió a Leigh mirándola con fijeza, con los ojos hundidos en profundas ojeras. Aquella mañana, al igual que los últimos días, no tenía buena cara. Al parecer, su recuperación milagrosa no estaba siendo tan sencilla como inicialmente todos habían querido creer.
Entrecerró los ojos, incapaz de disimular la inquietud que aquellas palabras despertaban en ella. Ana le observó con fijeza durante unos segundos, pensando qué responder. A continuación, esbozando una sonrisa amable, le guiñó el ojo.
—No te hagas la tonta —insistió, ignorando el gesto.
—¿Tanto te interesa saber lo que hago que incluso me espías?
—Oh, no, tranquila. Me interesas, sí, pero no lo suficiente como para espiarte —respondió él en apenas un susurro.
—¿Entonces?
—He visto las grabaciones de seguridad del pasadizo donde estaban los vigilantes—dijo con sencillez—. Dime, Ana, ¿cuántas chicas rubias de tu constitución conoces que sean capaces de aparecer y desaparecer? No tardarán más que unas horas en salir a la luz... ¿en qué demonios estabas pensando? ¿Desde cuando eres una asesina?
Ana apartó la mirada con brusquedad, repentinamente tensa. Ni tan siquiera se había planteado la posibilidad de que hubiese un sistema de registro en la zona. Simplemente se había dejado llevar y había actuado...
Apretó los puños con fuerza, sintiendo el corazón latir desbocado en el pecho. No se arrepentía de sus actos, desde luego. Había hecho lo correcto. No obstante, no deseaba que saliese a la luz lo ocurrido... al menos no tan pronto, y mucho menos por los noticieros.
Sintió cómo se le secaba la garganta. Incluso con la mirada fija en el frente, Ana podía sentir los ojos de Leigh clavados en su nuca, a la espera de su reacción. Desconocía si quería que confesase o no, pero tampoco le importaba. Llegado a aquel punto, poco podía hacer al respecto.
Cogió aire y se puso en pie. Al otro lado de la sala la discusión parecía haberse calmado un poco, aunque Ana era plenamente consciente de que era una tregua temporal.
Una tregua que ella misma estaba a punto de destruir.
Se adelantó unos pasos, convirtiéndose así rápidamente en el centro de atención. Todos los presentes volvieron la mirada hacia ella, sorprendidos, pero no dijeron nada. Sencillamente dejaron que interviniese.
—Yo creo que deberíamos obligarle a salir —exclamó Ana—. Hay que sacarle de su escondite: forzarle a que dé la cara... y creo saber cómo.
—¿Cómo? —preguntó Armin adelantándose unos pasos—. ¿Qué sabes?
Ana le mantuvo unos segundos la mirada antes de volverla hacia los maestros. Armin estaba preocupado, pero confiaba en lo que estaba a punto de confesar. Y no solo él. Veryn también le transmitía su apoyo a través de la mirada. Ana tenía el pleno apoyo de ambos. Gorren y Havelock, por el contrario, parecían recelosos de que interviniese. Ambos deseaban mantener a Ana en un segundo plano, vigilada y controlada, tal y como habrían querido Helstrom y Florian Dahl, y aquella intervención ponía su plan en peligro.
—Ana, ¿qué tal si te sientas? —recomendó Gorren con el rostro rígido, severo.
No era un consejo, ni tampoco una propuesta. Gorren la estaba obligando a sentarse y que se quedase callada, era evidente. Lamentablemente, llegado a aquel punto, desobedecer una vez más o una vez menos no iba a cambiar las cosas, por lo que ignoró su petición.
—Hay que provocarle —prosiguió—. Provocarle como hice yo ayer, con Raily. Hay que golpearle donde más duele, y la única forma de hacerlo es atacando a lo único que le ata a este planeta: sus adeptos y su templo.
—¿Qué demonios...? —Havelock parpadeó con incredulidad—. ¡Ana! ¿Mataste tú a Raily Rainer? ¿¡Es que te has vuelto loca!?
—Era evidente que había sido ella —intervino Tiamat desde el fondo de la sala, junto a una silenciosa y tensa Megan Dahl—. ¿Quién sino iba a lograr llegar tan lejos?
Todos empezaron a hablar, rompiendo así el silencio reinante. Algunos de los presentes parecían muy sorprendidos por la declaración de Ana, sobre todo aquellos vinculados a la A.T.E.R.I.S. Los agentes de la M.A.M.B.A., en cambio, no solo habían sospechado al respecto sino que estaban muy orgullosos de que Ana hubiese actuado con tal fiereza. La única forma de vencer al Capitán era atacando, y aquel había sido, sin lugar a dudas, había sigo perfecto.
Rodeada de todos los agentes, que ahora se habían puesto en pie, Ana se sintió perdida. Podía sentir la mirada de Gorren fija en ella, furibundo, pero también el apoyo de Tiamat, que había atravesado toda la sala para apoyar la mano sobre su hombro, y el de Armin, que no había dudado en acudir a su encuentro. Leigh y Elim la miraban con recelo, dubitativos ante la postura que debían tomar, mientras que sus primos parecían en shock. Veryn y Havelock, como era de esperar, habían empezado a discutir, cada uno defendiendo su postura, y Gorren...
Gorren fue el único que logró poner un poco de cordura en la sala. El hombre se situó en el centro de la estancia y, a voz en grito, fue dividiendo los grupos y acabando con las conversaciones y discusiones. Aquella reunión no era para enfrentarse, sino para encontrar soluciones: para acabar con aquella guerra que el Capitán había iniciado hacía ya demasiado tiempo, y todo apuntaba que, al fin, lo habían conseguido.
Se detuvo frente a Ana, visiblemente tenso. Su expresión evidenciaba que estaba enfadado, muy enfadado, pero había cosas más importantes de las que su malestar. Apoyó la mano sobre sus hombros y la instó a que le mirase a los ojos.
—¿Realmente crees que acabar con Raily va a lograr hacerle salir de su escondite?
—Acabar solo con ella no... —respondió Ana—. Pero acabar con los hermanos Yellowstone, destruir su templo, su mansión y la galería de su contacto, sí. Ivanov tiene que saber que le estamos retando, que no tememos enfrentarnos a él con sus mismas armas... y esta es la única forma de hacerlo.
Hubo unos tensos segundos de silencio en los que las palabras de Ana flotaron en el ambiente, envenenando todas las mentes. Acto seguido, las habladurías, las discusiones y los susurros volvieron a romper el silencio, llenando de un tremendo griterío la sala.
Mandrágora aún tenía mucho por discutir y muchos puntos por aclarar y atar, pero por suerte había algo claro: la espera había llegado a su fin. La Serpiente debía atacar, debía enseñar los colmillos y demostrar que no tenía miedo, y aquella era la mejor forma.
Pasadas un par de horas, Ana entró en su celda con una mezcla de sentimientos martilleándole la cabeza. La reunión había sido mucho más fructífera de lo que había esperado. Su propuesta había levantado mucha polémica entre los más conservadores, y más en los más cercanos a Florian Dahl, pero finalmente había sido aceptada. Mandrágora iba a golpear al Capitán, y los objetivos habían sido fijados.
Y mientras que los agentes de la organización se encargaban de eliminar los objetivos marcados por los maestros, los gemelos Yellowbone, la galería de arte de Movidock y las ruinas donde Veressa les había atacado, ella tenía otra misión a cumplir. Una misión de la que aún nadie sabía nada pero que, más que nunca, había comprendido que debía llevar a cabo.
Ana arrastró las sillas hasta la puerta, para evitar que nadie pudiese entrar fácilmente en la estancia, y cerró las cortinas. A continuación, tras apagar todos los globos lumínicos, tomó la mochila de cuero donde había metido todos los artículos relacionados con la empresa de su hermano y se metió en el baño.
Echó el pestillo.
Extrajo primero el libro y lo depositó delicadamente sobre la pila. A continuación, consciente de que tan solo sus propios ojos la observaban desde el espejo, sacó un pequeño fardo de tela en cuyo interior tenía los materiales que había ido consiguiendo a lo largo de aquellos meses. Colocó los frascos de cristal juntos, evitando que chocasen entre ellos y el contenido pudiese contaminarse, las piedras y las joyas magnéticas en la pila, junto al libro, y las botellas llenas de polvo y especias en el suelo. Finalmente extrajo el saquito de piel que le había entregado Daeva varios días atrás y las tizas blancas, tal y como le había indicado Elspeth. Cogió el libro, tomó asiento en el suelo y fue pasando las páginas hasta localizar el capítulo que buscaba.
Empezó a leer en silencio.
Unos minutos después, tras haber memorizado el proceso, Ana dejó el libro en el suelo, se puso en pie y empezó a verter los distintos líquidos, especias y polvos en un pequeño cuenco. El libro describía las cantidades y el orden en el que debían mezclarse los distintos ingredientes con gran exactitud, por lo que Ana tardó unos minutos en completar el proceso. Una vez finalizado, removió la mezcla hasta convertirla en un ungüento de color rosado cuyo olor resultaba relativamente agradable. Añadió el contenido del saquito de Daeva, ocho gotas de su propia sangre y la sustancia violeta que guardaba en su interior uno de los viales que había conseguido en el "Mercado de la Luna". Volvió a agitar la mezcla, vació la mitad una de las botellas llenas de agua marina que había conseguido días atrás y vertió el contenido del cuenco en su interior.
El agua rápidamente se volvió rosada.
Una vez finalizado el proceso, Ana mantuvo la botella en alto unos minutos, para poder examinar su contenido. El aspecto del líquido resultaba sugerente, tanto en color como en textura, y aún más su olor, pero había algo en él que inquietaba a Ana. Algo que rápidamente identificó al verse a sí misma acercando el cuello de la botella a sus labios. Ana apartó el frasco con rapidez, asqueada, lo tapó y depositó en el suelo. A continuación, consciente de que la mezcla tenía un poder de atracción totalmente antinatural, se apresuró a guardar todo el material en la bolsa.
—Así que al final has entrado en razón —dijo de repente una voz, desde el espejo.
Uno de los frascos de cristal cayó al suelo a causa del sobresalto. Ana retrocedió un paso, asustada ante la repentina interrupción, pero rápidamente reconoció al dueño de la voz. Dejó escapar un suspiro. Una vez más, desde el otro lado del espejo, su hermano le observaba con interés, visiblemente satisfecho.
Parecía especialmente contento aquella vez.
—Buena chica, hermana... buena chica. Te has tragado ya tus prejuicios de princesita, ¿eh? Era cuestión de tiempo. El mundo real es mucho más salvaje y cruel de lo que jamás podrías haber llegado a imaginar, ¿me equivoco?
Ana se agachó para recoger del suelo los trozos de cristal del frasco roto. Su contenido, una sustancia azulada cuya densidad le recordaba a la del mercurio, se estaba secando rápidamente sobre el frío suelo de losa.
—Tranquila, ya no lo vas a necesitar más —advirtió Elspeth al ver que intentaba recogerlo con el cristal—. Eso sí, te recomiendo que lo limpies. Esa sustancia prende al entrar en contacto con agua.
—Genial... ¿y pretendes que alguien se lo beba?
—Por eso era importante seguir el orden, Ana. Disuelto con el resto de ingredientes no resulta mortal... al menos no en altas cantidades. —Elspeth dejó escapar un suspiro—. Aunque bueno, poco le va a importar eso a quien lo beba... su cuerpo pronto será mío. ¿Has elegido ya al candidato?
Ana siguió recogiendo, incapaz de mirar directamente a la cara a su hermano. Le costaba hablar sobre todo aquello. La decisión no había sido precisamente fácil de tomar. Ana sabía que para recuperar a su hermano tendría que sacrificar a alguien, pero aún no sabía quién sería su candidato.
No era tan fácil.
—Demonios, Ana, ¿a qué esperas? —Elspeth puso los ojos en blanco—. ¿Aceptas sugerencias? ¿Qué te parece Dewinter? Sería una buena forma de ajustar cuentas: una vida por otra. ¿Qué te pare...?
—Ni lo sueñes, Elspeth —interrumpió Ana con brusquedad, amenazante—. Ni lo sueñes. Ni Armin ni nadie de su familia: ellos quedan fuera de todo esto.
—Teniendo en cuenta lo que ese cerdo me hizo habría sido lo más justo, Ana, pero tampoco voy a discutir. —Negó suavemente con la cabeza—. ¿Y qué hay de Tauber? Tiene talento: creo que podría mantenerme bastante tiempo en su cuerpo. Su mente se ha abierto.
—Él también es intocable, Elspeth. Ninguno de los míos, ¿de acuerdo? Olvídalo: ya decidiré yo. Tú... tú no te metas en esto: mantente al margen.
Tras dejar los restos de vidrio en la pila, Ana cogió una de las tizas blancas y tomó asiento en el suelo con el libro en el regazo. Abrió por una de las páginas del final, una cuyos grabados siempre le habían resultado especialmente estremecedores, y copió la imagen impresa en el suelo. A simple vista se trataba de un triángulo dentro de un círculo, pero había mucho más. Las dos figuras estaban completamente rodeadas de unos intrínsecos grabados cuyo significado era tan oscuro como todo el ritual en sí. A pesar de ello, Ana fue dibujándolos uno a uno hasta completar la imagen. Seguidamente, tras dar una vuelta al contenido haciendo girar el frasco sobre sí mismo, depositó el ungüento en el centro del círculo, justo encima del ojo de gato que había inscrito en el corazón del grabado. Ana recogió el libro, pasó un par de páginas y busco dentro del mar de letras el párrafo que debía recitar.
El ungüento empezó a burbujear dentro del vidrio al mencionar las primeras palabras.
Mientras recitaba las palabras del conjuro, Ana sintió que se le formaba un nudo en el estómago. A lo largo de todos aquellos meses había dedicado mucho tiempo a aquel libro. Había leído todas y cada una de sus páginas varias veces, e incluso había memorizado varios párrafos. Y aunque nunca había llegado a sentirse cómoda con él, pues sabía que no estaba haciendo algo bueno, jamás había tenido aquella extraña sensación de inquietud que en aquel entonces le oprimía el pecho. Ana no solo sabía que estaba haciendo algo que no debía, sino que sentía cierto deleite al hacerlo. Llevaba tanto tiempo prisionera de sus propias creencias y de sus limitaciones que dar aquel paso la llenaba de fuerza y valentía.
Una fuerza y valentía que, como un susurro en el oído, le decía que aquello no tenía por qué ser el final. Es más, si había empleado el libro una vez, ¿por qué no hacerlo en más ocasiones? ¿Acaso alguien podía prohibírselo?
Tan solo ella dictaba las normas de su propia conciencia...
Abrumada por la mezcla de emociones que el ritual estaba causando en ella, Ana leyó los últimos versos con celeridad, ansiosa de liberarse cuanto antes de aquel malestar. Pronunció las frases con claridad, impregnando de un aura de misterio toda la sala, y no se detuvo hasta que, con la última palabra aún en la boca, el ungüento llameó. Ana retrocedió, sobresaltada ante la aparición de una llama verdosa en la superficie del frasco, y cerró el libro.
Pocos segundos después, con una suave ráfaga de aire gélido procedente de la nada, la llama se apagó y el líquido se volvió transparente, como el agua.
El sonido de unas palmas rompió el silencio reinante. Ana alzó la mirada hacia el espejo, donde el reflejo de Elspeth aplaudía con una sonrisa cruzándole el rostro, y dejó escapar un suspiro.
Recogió el frasco del suelo y se incorporó.
—¿Es que no te vas a ir nunca? —preguntó Ana con acritud, molesta—. ¿Hasta cuándo vas a seguir ahí?
—Veo que te has decidido: vas a cumplir con tu palabra.
—Te hice una promesa, ¿recuerdas?
Ana depositó el frasco sobre la pila y empezó a borrar el dibujo del suelo con el pie. La tiza rápidamente se difuminó.
—Perdona que no confiase en ti del todo... —prosiguió Elspeth—. Veo que sigues siendo una mujer de palabra. Eso me hace feliz, hermana: te lo aseguro. Estoy orgullosa de ti.
—Genial.
—¿Ironía? —Elspeth soltó una sonora carcajada—. Te sientes poderosa: ¡lo entiendo! Con ese libro entre manos yo también me sentiría así... es capaz de hacer maravillas. No obstante: no hace milagros. Tenemos el tónico y hemos elegido nuestro objetivo, pero ni tenemos un recipiente ni sabemos dónde está... o al menos, tú no lo sabes.
Un escalofrío recorrió la espalda de Ana al escuchar aquellas palabras. La mujer volvió la vista hacia el espejo, perpleja, y observó el rostro burlón que la miraba desde el otro lado del vidrio. Elspeth guardaba secretos. Su expresión y sonrisa le delataban... ¿pero qué podría saber él, un ser sin cuerpo, que no pudiese saber ella? Atrapado como estaba en la mente del Capitán, Elspeth no podía saber más que lo que el propio Ivanov le quisiera enseñar...
Siempre y cuando lograse mantenerle controlado.
Repentinamente entusiasmada, Ana apoyó las manos sobre el cristal, allí donde quedaban los hombros de su hermano, y pegó la nariz al vidrio. No necesitaba leer la mente para creer saber lo que acababa de suceder.
—¡Dime dónde está! ¡Tú lo sabes, ¿verdad?! ¡Lo sabes!
Elspeth ensanchó la sonrisa, malicioso. Después de tanto tiempo de oscuridad, el antiguo príncipe de Sighrith se sentía tremendamente poderoso al verse convertido en el centro de atención de nuevo.
Con un poco de suerte, aquella no sería la última vez precisamente.
—Ivanov me oculta su paradero continuamente. Sabe que estoy al acecho, y que probablemente me haya unido a ti, y mantiene bien altas sus defensas. No obstante, aunque su nivel de autocontrol es muy bueno, me temo que ha tenido un momento de debilidad. Han sido tan solo unos segundos, dos o tres, pero más que suficiente para que un servidor, hermanita, pudiese ver su localización. Después de todo, tirar por la ventana a su querida Princesita no te ha salido del todo mal, Ana.
—¿Entonces...?
Elspeth entrecerró los ojos, adquiriendo así una expresión severa. A continuación, a pesar de encontrarse al otro lado de la realidad que el espejo separaba, alzó la mano y la apoyó contra la fría superficie invisible, tratando así de alcanzar el rostro de su hermana.
Ana creyó sentir sus dedos palparle la mejilla.
—¿Cumplirás con tu promesa? —preguntó en apenas un susurro—. Jura que no me traicionarás... jura que me liberarás, y te diré dónde está. Si me traicionas, avisaré a Ivanov de que vas en camino y me encargaré personalmente de que acabe contigo: tú decides.
—¡No voy a traicionarte! —exclamó Ana, horrorizada ante la amenaza—. ¡Tienes mi maldita palabra! ¡Vamos, dime dónde está! ¡Dímelo!
—¿Qué cuerpo vas a entregarme? —insistió Elspeth—. ¿A quién vas a sacrificar? Algo has tenido que pensar al respecto...
—No he pensado nada...
—¡Mientes!
Ana golpeó el espejo con fuerza, furiosa. Bajo sus manos, el vidrio se partió en mil pedazos, destruyendo la imagen de Elspeth. Ana retrocedió, sintiendo las esquirlas clavadas en las manos, y volvió la vista a su alrededor, en busca de alguna otra superficie donde pudiese reflejarse el reflejo de su hermano. Lamentablemente, Elspeth ya no estaba allí.
Creyó escuchar su carcajada procedente de la habitación.
—Maldito seas...
Ana acudió a su encuentro con paso rápido, sintiendo el corazón latirle con fuerza en el pecho, desbocado. Cruzó la estancia hasta el armario, y allí se detuvo frente al espejo que había situado en el panel derecho.
Observó su propio reflejo. Ana estaba algo despeinada, con los ojos enrojecidos y la nariz manchada de tiza blanca, pero se mostraba enérgica. De hecho, hacía tiempo que no se sentía tan en forma como aquel día.
Apoyó la mano sobre el cristal y lo golpeó suavemente con los nudillos, como si llamase a una puerta.
Entornó los ojos. En lo más profundo de su ser deseaba coger a su hermano por la pechera y sacudirle hasta lograr arrancarle la verdad, pero sabía que mostrándose iracunda no iba a conseguir nada. Elspeth no era de los que se dejaba intimidar fácilmente, y mucho menos en su situación. Así pues, tenía que actuar con cabeza: mostrarse cercana, amable, y...
Dejó escapar un suspiro. En el fondo, sabía lo que quería escuchar.
—Elspeth... maldita sea, Elspeth... no me dejes así... vamos, perdóname: en el fondo tienes razón...
Lanzó un fugaz vistazo al espejo, esperanzada al creer ver un relampagueo dorado. Por desgracia, no había ni rastro de su hermano.
Cerró los ojos.
—Vamos, Elspeth... no seas así. Voy a cumplir con mi promesa. Te he dado mi palabra, y no voy a traicionarte. Nunca lo haría... y sí, creo que ya he elegido al candidato, es solo que...
Apretó los labios, decepcionada consigo misma. Aunque hubiese sido muy sencillo mentirle, lo cierto era que estaba siendo sincera. Ana había pensado en el candidato. No había pensado demasiado en ello, o al menos no en detalle, pero había empezado a trazar una lista de posibles aspirantes...
—Elspeth, maldita sea, no seas...
Ana abrió los ojos justo cuando un nuevo relampagueo dorado captó su atención. La joven alzó la vista hacia el espejo, desconcertada, y permaneció unos segundos en silencio, contemplando su propio reflejo. Pocos segundos después, sin embargo, un nuevo estallido de color dorado le hizo comprender que algo estaba sucediendo.
El espejo reflejaba la ventana.
Giró sobre sí misma con rapidez, sintiendo el nerviosismo despertar en ella, y recorrió la estancia hasta alcanzar el marco de la cristalera. Apoyó la mano en la aldaba, presionó suavemente y, a punto de activar el mecanismo de apertura, un nuevo fogonazo iluminó el cielo. Ana abrió ampliamente los ojos, conmocionada, y permaneció completamente quieta mientras un poderoso fogonazo de fuego y fulgor se abalanzaba sobre la fachada.
Creyó sentir el tiempo detenerse a su alrededor.
La llama fue aumentando en tamaño y brillo hasta impactar brutalmente contra la pared, como el oleaje contra un acantilado. El fuego devoró la piedra con fuerza, y empujó hacia dentro la ventana, provocando que los cristales estallaran en mil pedazos.
Después absolutamente todo se llenó de luz.
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