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Capítulo 18

Capítulo 18



Las horas pasaban muy lentamente. Tumbada en la cama de su habitación, con la vista clavada en el techo  y una amarga sensación de vacío atenazándole la garganta, Ana se mantenía en silencio, sumida en sus pensamientos. Llevaba horas encerrada, sin tener contacto con nadie, plenamente consciente de que las cosas no estaban bien más allá del umbral de su puerta.

Nunca se había considerado una persona egoísta. Durante una etapa de su vida había sido muy caprichosa y consentida. Ana había pedido y su servicio le había obedecido. También había sido muy irresponsable: como princesa, Ana se había creído con el derecho de hacer y deshacer a su gusto sin temor alguno a las consecuencias. Sin embargo, a pesar de todo ello, nunca había sido una persona egoísta. Ana siempre había estado dispuesta a ayudar y apoyar a los suyos, poniendo  incluso el bienestar de los otros por delante del suyo. Lamentablemente, en aquel entonces, todo había cambiado. Ana sabía que debía estar fuera, apoyando a sus compañeros en aquellos tristes momentos, pero se veía totalmente incapaz. Encerrada en su habitación, Ana era incapaz de enfrentarse al último giro de los acontecimientos.

No sabía cómo hacerlo.

Tras pasar unas horas tumbada, la joven decidió tratar de serenar su menta dándose una larga ducha de agua caliente. A continuación, algo más relajada y cómoda con ropas vaporosas, se detuvo frente al espejo de la cómoda.

Le costaba reconocer a la mujer que tenía ante sus ojos.

Cogió el cepillo y empezó a peinarse el cabello mojado. Resultaba curioso pensar que, unos años atrás, era otra persona quien se encargaba de aquel tipo de tareas. Peinarla, vestirla, calzarla...

—Todo ha cambiado demasiado... —murmuró Ana por lo bajo.

—Pero por suerte siempre hay tiempo para que todo vuelva a la normalidad...

A pesar del sobresalto, Ana sonrió al escuchar su voz. Hacía días que no sabía nada de él, y había empezado a temer que hubiese llegado a perderse. Por suerte, Elspeth estaba allí, mirándola con una sonrisa cómplice desde el otro lado del espejo.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Aunque en las últimas horas había dejado el tema de su hermano en un segundo plano, Ana tenía muy presentes las palabras de Daeva y Banshee al respecto.

Demasiado presentes.

—Te veo triste, hermana, y eso es algo que no me gusta.

—Las cosas se complican día tras día, Elspeth.

—¿Crees que no lo sé? Yo lo sé todo, Ana —aseguró el reflejo de Elspeth—. Aunque no me veas, te aseguro que te sigo de cerca. Te vigilo desde las sombras... y sé qué es eso que tanto te preocupa. Sabes que me asquea profundamente que hayas confraternizado con el enemigo, no te voy a mentir, pero te quiero lo suficiente como para poder llegar a perdonarte el día de mañana. He pensado que, cuando logres liberarme, tú, mi futuro sobrino y yo nos iremos. Nos iremos muy lejos de aquí y empezaremos desde cero. No será fácil, pero...

El golpeteo de unos nudillos sobre la puerta interrumpió las palabras de Elspeth. Ana volvió la mirada hacia la puerta, sorprendida, y permaneció unos segundos estática. Poco después, pasados unos segundos, la insistencia de los golpes la pusieron en movimiento. Ana recorrió la sala con paso rápido, lanzó un fugaz vistazo al espejo para asegurarse de que Elspeth ya no estaba allí y abrió la puerta. Al otro lado del umbral, con el rostro ensombrecido y los ojos vidriosos, se encontraba Veryn Dewinter.

—¿Puedo pasar?

Ana se apartó para que pudiese entrar. Una vez dentro, cerró la puerta y se volvió hacia él, expectante. Sospechaba el motivo de aquella visita. Sabía perfectamente que a pesar de su petición de silencio Cat iba a explicarle lo ocurrido a su querido "Conde", y no se equivocaba.

Veryn la estrechó con suavidad contra su pecho.

—Aunque no logra que olvide el vacío que me ha provocado la pérdida de mi hermana, te aseguro que la llegada de mi futuro sobrino me consuela —le susurró al oído—. La Serpiente nos apoya, Ana: este milagro lo demuestra.

—La Serpiente es cruel mostrando su apoyo de esta forma—respondió ella en apenas un susurro, incapaz de ocultar las emociones—. Debería haber elegido a cualquier otro... Por cierto, ¿qué hay de Orwayn?

—La vida de mi hermano depende de nuestros actos y decisiones, Ana. El Capitán nos tiene donde nos quería: heridos  y asustados... pero aún no es tarde. Aún podemos vencerle.

—¿Estás seguro...? Yo ya no sé qué pensar...

—Estás asustada, ¿eh? —Veryn depositó un beso en su mejilla y se encaminó hacia la puerta—. No pierdas  nunca la esperanza, Ana. Esto no ha acabado, te lo aseguro. Además, no debes temer por nada: yo cuidaré de todos vosotros. De ti, de mis hermanos, de Cat, de mi sobrino... de todos. Ahora debo irme, mi hermano está al llegar... confío en que estará bien en tus manos. Solo quería que supieses que, dentro de la tristeza que me produce todo lo ocurrido, me has hecho  muy feliz.

Veryn abandonó la sala con rapidez, pocos minutos antes de que, tal y como había avisado, apareciese Armin. El joven golpeó la puerta con los nudillos, siguiendo el mismo patrón de su hermano, pero no esperó a que nadie le abriese. Armin atravesó el umbral con la mirada gacha, visiblemente afectado, y cerró la puerta tras de sí.

Atravesó silenciosamente por la sala hasta alcanzar una butaca sobre la que dejarse caer. Más que nunca, parecía abatido.

Sorprendida ante la evidente tristeza que acompañaba a Armin, Ana tomó asiento a su lado y le cogió la mano. Entrelazó los dedos. No estaba acostumbrada a verle así. Aunque a lo largo de aquellos años había conocido varias de sus facetas, hasta entonces jamás le había visto compungido. Armin era un hombre muy fuerte, y así se lo había demostrado en todo momento. Ni lloraba ni se lamentaba: simplemente se mantenía firme y sereno, tal y como cabría esperar de un agente del clan Dewinter. En aquel entonces, sin embargo, todo era diferente. Ni había lágrimas en sus ojos, ni tampoco en sus mejillas. Tampoco se lamentaba ni murmuraba por lo bajo. Armin no demostraba abiertamente su dolor. No era necesario. Su mirada lo decía todo.

Permanecieron unos minutos en silencio, cogidos de la mano. Ambos estaban perdidos en sus propios pensamientos como para llenar el vacío con palabras. Por suerte, no era necesario.

Pasado largo rato, con las estrellas ya iluminando el manto de la noche, fue él quien rompió el silencio.

—Dicen que la muerte en el campo de batalla es la única muerte honorable para un agente de Mandrágora. Siempre lo he sabido. Cuando eres un niño, los maestros lo repiten una y otra vez, hasta que lo memorizas y asimilas como una realidad más de la vida. Y durante muchos años creí que lo había conseguido: que cuando llegase el día celebraría por todo lo alto lo que a ojos de la Serpiente es un triunfo... pero estaba equivocado... ¿debo culparme por ello? ¿Estoy incumpliendo las normas al sentir tristeza? —Armin negó suavemente con la cabeza—. Mi padre me castigaría si me escuchase.

—Por suerte él no está aquí —respondió Ana—. Y no, no creo que debas culparte por ello. Nadie puede recriminarte que sientas lástima por haber perdido a alguien querido. Es algo humano.

—Algo humano... —repitió Armin, pensativo. Presionó suavemente la mano de Ana y la atrajo hacia él, para que tomase asiento en su regazo. A continuación le rodeó la cintura con los brazos—. Es curioso, Mandrágora lucha por la liberación del hombre, pero para ello se basa en valores que atentan con su naturaleza... a veces me pregunto si la Serpiente nos considera algo más que simples instrumentos.

Ana no supo qué responder. A pesar de que había llegado a aceptar y respetar los deseos de la organización como agente, había ciertos detalles de ella que seguían resultándole demasiado extraños. Ana podía entender sus deseos, su objetivo y algunos de los actos que se realizaban en el nombre de la Serpiente, pero no todos. No entendía que se aceptasen genocidios como daños colaterales, ni tampoco que hubiese agentes que entregasen su vida como suicidas por la causa. Tampoco entendía la entrega total y absoluta que comportaba formar parte de una división, ni tampoco algunas de sus creencias. Para ella, la muerte siempre tendría el mismo significado.

Ana apoyó la frente contra la suya y cerró los ojos, tratando de olvidar. Le dolía la situación en la que se veían atrapados. La búsqueda de Ivanov empezaba a resultar insoportable, y ahora mucho más después de la muerte de Veressa. La pérdida del maestro Helstrom tiempo atrás, la de su padre y el resto de miembros del castillo, la de Elspeth... y el regreso de Elspeth.

Poco a poco, todos aquellos factores empezaban a consumirla. Hasta entonces Ana había intentado mantenerse serena; había intentado mostrarse lo más dura posible, pero las fuerzas empezaban a fallarle.

—Lo peor de todo es que ni tan siquiera sabemos si ese monstruo sigue empleando su cuerpo para mantenerse con vida —prosiguió él—. Si al menos tuviésemos la certeza de que ha desaparecido...

Ana se mordió los labios, enfadada consigo misma. ¿Debería haberse asegurado de que el Pasajero había muerto? Estando Orwayn como estaba, malherido y prácticamente inconsciente, ni tan siquiera se lo había planteado, pero ahora que lo pensaba en retrospectiva...

—Debería haberme dado cuenta... —murmuró Armin por lo bajo, para sí mismo—. Debería...

—No te culpes por ello —respondió ella—. Nadie lo hizo.

—Nadie lo hizo porque no lo veían, Ana. Yo... yo no quise verlo. —Apartó la mirada—. Desde el principio noté la diferencia. Noté que había cambiado, pero no quise creerlo. Veressa...

Ana se estremeció al ver cómo las lágrimas empezaban a resbalar por las mejillas de Armin. Permaneció sobre sus piernas muy quietas, totalmente anonadada, y no se movió hasta que, de repente, Dewinter decidió abandonar la sala. Ana se apartó, dejándole espacio que se moviese, y siguió totalmente quieta, prácticamente paralizada, hasta que la puerta se cerró tras él. Una vez a solas, alzó la mano hasta el pecho, allí donde el corazón le latía con bravura, y cerró los ojos.

Rápidamente, como si de un volcán en erupción se tratase, todos sus miedos se fueron convirtiendo en rabia. Una rabia y un odio tan profundos que por un instante su mente quedó totalmente aislada de los pensamientos más reflexivos y lógicos. Ana recorrió la sala con paso firme, sacó del primer cajón de la mesilla de noche su pistola y abandonó la habitación.

Pocos minutos después, Ana abandonaría el palacio de Wassel en mitad de la noche al volante de un raxor.



Pasaban unos minutos de la media noche cuando Ana alcanzó la isla donde se encontraba el palacio de los Rainer. Se trataba de una de las islas más pequeñas de Torre de Coral, Maylei, y constaba de poco más de trescientas viviendas donde habitaban los consejeros y miembros del equipo de gobierno del Rey. Maylei era un lugar tranquilo y poco habitado, con grandes parques naturales en su interior y una zona comercial poco extensa situada en las afueras.

Tras un par de horas de silenciosa conducción, Ana aparcó el vehículo junto a uno de los parques, a unas cuantas calles de distancia del epicentro de la isla, y recorrió el resto del camino a pie, guiándose por la enorme estructura que era el castillo del Rey.

Aquella zona estaba especialmente vigilada, con decenas de miembros de seguridad y androides patrullando sus calles. Aquello no era del todo descabellado teniendo en cuenta el lugar en el que se encontraban, aunque sí un tanto inesperado tratándose del planeta Svarog. Aquel era un lugar tranquilo en el que la delincuencia no tenía cabida, por lo que las medidas de seguridad no eran demasiado altas. ¿Sería posible que la paz aparente del planeta Svarog empezase a resentirse?

Se preguntó si el Rey, el padre de Raily Rainer, sabría del regreso del Capitán.

Sea como fuese, ya no le importaba. Llegado a aquel punto, nada importaba a Ana. Nada salvo ajustar cuentas. Unas cuentas que, sin lugar a dudas, empezaban allí, en lo alto de la más alta torre, junto a una de las pocas personas que importaban al Capitán.

Si él hacía daño al hombre que ella amaba, ella haría lo mismo.

Ana se acercó a las proximidades del castillo todo lo que pudo sin ser vista. Recorrió las calles ayudándose de las sombras para ocultar su posición, y una vez alcanzados los jardines de una plaza colindante, se ocultó entre los árboles, logrando así pasar inadvertida a los ojos de un grupo de vigilantes que patrullaba la zona.

Comprobó el cargador de su arma.

—Esto no va a quedar así, Ivanov... te juro por mi alma que no va a quedar así...

Ana cerró los ojos. No conocía el aspecto del lugar al que deseaba ir, ni tampoco controlaba la técnica que la llevaría hasta allí, pero tenía tan claro su objetivo que ya nada importaba. Su mente estaba demasiado bloqueada como para pensar con claridad, pero no su instinto. Ana sabía que su instinto no la iba a fallar...

Y no lo hizo.

Ana sintió su cuerpo fluir. Sintió el aire contra la cara, el susurro de la noche en su oído, y por último el frío suelo sobre sus pies.

Unos murmullos de sorpresa...

Antes incluso de abrir los ojos, Ana ya había desenfundado su pistola. La mujer dio un paso al frente, adentrándose así de pleno en un estrecho corredor de piedra, y alzó su arma. Ante ella, custodiando una puerta de metal rojiza, había dos guardianes; dos hombres que, perplejos, la observaban con una mezcla de miedo y sorpresa en la mirada.

Uno de ellos hizo ademán de alzar su arma, pero Ana no se lo permitió. La mujer alzó su arma y presionó el gatillo con rapidez, silenciando así para siempre a los dos guardias. A continuación, guiada por una oleada de adrenalina, atravesó el pasadizo a grandes zancadas hasta alcanzar la consola de seguridad que controlaba el acceso a la sala contigua y empezó a manipularla.

Ni tan siquiera se molestó en mirar los dos cuerpos que yacían a sus pies.

Ana deslizó los dedos ágilmente sobre el teclado táctil de la unidad, recordando con cada movimiento las enseñanzas de Armin, y no se detuvo hasta que, transcurridos unos segundos, el sistema de seguridad de la puerta emitió un suave siseo al desactivarse. Ana se encaminó entonces hacia la puerta, apoyó la mano sobre el pomo y tiró de él con fuerza para abrirla.

Ante ella apareció un oscuro corredor que daba a unas escaleras de caracol. Ana cerró la puerta tras de sí sin delicadeza alguna y se encaminó hacia los peldaños de piedra. El corazón le palpitaba con fuerza en el pecho, pero ella lo sentía en la sien, golpeando con furia su cerebro. Le costaba pensar. Ana no era del todo consciente de lo que estaba haciendo, pero tampoco le importaba. Tal era la furia que en aquel entonces dominaba su cuerpo que la culpabilidad no tenía cabida. Ni iba a detenerse, ni iba a perdonarle la vida. Ivanov había iniciado la guerra, y había llegado el momento de devolverle el golpe.

Ana ascendió las escaleras con rapidez, ayudándose del fino pasamano decorativo que había en el lateral derecho. Subió uno tras otro todos los peldaños hasta que, al fin, alcanzó el piso superior. Una vez allí se apartó unos pasos del hueco de las escaleras y lanzó un rápido vistazo a su alrededor. Se encontraba en una habitación grande y espaciosa en la que, situada en el centro, una mujer dormía plácidamente en una cama de sábanas rojas. Las paredes estaban cubiertas por cuadros del "Caballero sin Escudo" y por espejos, pero tanto unos como otros estaban totalmente rotos y rajados, como si su dueña hubiese descargado su furia sobre ellos. También había un armario y una cómoda, ambos llenos de las elegantes prendas que la prisionera vestía en su día a día, un vestidor y, en el lateral izquierdo, oculto tras un biombo dorado con inscripciones en lenguaje arcaico, un baño privado.

Muy lentamente, sintiendo el frío del lugar abrazarla, Ana avanzó hasta los pies de la cama. Junto a ésta, permitiendo que la luz de las estrellas entrase en la sala, había un inmenso ventanal a través del cual se podían ver unas espléndidas vistas de la isla. Ana le lanzó un rápido vistazo, pensativa, y se concentró en la mujer que tenía ante sus ojos: Raily Rainer.

Enfundó la pistola.

Raily Rainer ya no era la mujer de los cuadros, ni tampoco la de las pictografías que a lo largo de aquel viaje había ido viendo de ella. Los años de juventud y belleza habían quedado atrás, dejando en su lugar a una mujer de unos cuarenta y cinco años, alta, huesuda y de larga cabellera totalmente encanecida. Las dulces líneas que cruzaban su rostro evidenciaban que en otros tiempos había sido una mujer muy hermosa. Raily tenía los pómulos altos y los labios de un intenso color rojo que resaltaba sobre la su blanca piel. Sus miembros eran largos y huesudos, consecuencia de la mala alimentación, y sus manos finas y de largas uñas afiladas.

Mientras la contemplaba dormir plácidamente, al margen de cuanto estaba a punto de sucederle, se preguntó si Ivanov habría logrado ver en ella algo más que dinero y posición. Ana sabía lo que implicaba ser una princesa; sabía lo que era sentir que los hombres se acercaban a ella solo por su poder y posición, y el no poder saber nunca si sus palabras eran reales o burdas mentiras. Durante años, ella también lo había sufrido... y al igual que Raily, también había cometido errores. Ana nunca había llegado a enamorarse locamente de nadie, pero sí había sentido lo suficiente como para sentirse engañada. Por suerte, aquellos tiempos habían acabado y en aquel entonces tenía su lado alguien que la valoraba por algo más que por la sangre que corría por sus venas. Alguien que la hacía sentir querida a su extraña manera y al que quería con toda su alma...

Alguien a quien Ivanov jamás debería haber puesto la mano encima.

Ana bordeó la cama hasta situarse en el lateral. Una vez allí, tras echar un rápido vistazo a la ventana, extendió la mano hasta alcanzar la larga cabellera de Raily. Cerró los dedos a su alrededor y tiró de ella con tal brusquedad que Raily cayó al suelo de bruces, donde despertó entre gritos. Ana la arrastró por toda la sala con brutalidad, ignorando el dolor que estaba causándole a la mujer, que no dejaba de patear y gritar, y no se detuvo hasta dejarla a medio camino de la ventana, junto a uno de los armarios. Una vez allí la liberó, pero no la dejó escapar. Ana desenfundó la pistola y apuntó directamente a su cabeza, con la amenaza grabada en el semblante.

Raily, presa del pánico, se llevó las manos al cuero cabelludo, allí donde Ana le había arrancado varios mechones mientras la arrastraba, y empezó a llorar enloquecida. Resultaba irónico ver como alguien como ella, culpable de auténticas atrocidades, se comportaba como una niña.

Una niña aterrorizada a la que las lágrimas impedían poder ver con claridad la realidad.

Ana tuvo que reprimir las ganas de golpearla. Aunque en cualquier otro momento podría haber llegado a sentir lástima por aquella mujer, Ivanov la había envenenado de tal modo que era incapaz de ver más allá de su propio deseo de venganza.

—¡Deja de llorar! —gritó Ana al ver que los lamentos aumentaban de volumen notablemente—. Maldita seas, ¡cállate y escucha! No tengo todo el maldito día.

Logró captar su atención por unos instantes. Raily le lanzó una fugaz mirada de grandes y aterrorizados ojos azules, pero rápidamente se cubrió el rostro para seguir sollozando. Le temblaban las piernas compulsivamente.

—¡No me hagas daño! —aulló entre lamentos—. ¡No me hagas daño! ¡Soy la hija del Rey...! ¡Soy...!

—Qué casualidad —respondió Ana con acidez. Se acuclilló frente a la mujer, con el arma entre manos—, yo también soy hija de un Rey. Un Rey al que el cerdo de tu querido Capitán asesinó hace unos años.

—¿Capitán...? —murmuró Raily con sorpresa. Poco a poco, los lamentos fueron apagándose hasta desaparecer—. ¿Te refieres a Bastian...?

—Sí, Bastian Rosseau: es por él por quien estoy hoy aquí. Dime: ¿dónde está? Sé que ha vuelto al planeta, así que...

—¿Has venido hasta aquí por Bastian...? —insistió Raily con sorpresa. Le mantuvo la mirada a Ana durante unos segundos, aparentemente interesada, y le dedicó una sonrisa. Una sonrisa maliciosa bañada en lágrimas. Empezó a reír—. ¡Él dijo que vendrías! ¡Sabía que lo harías! ¡Te conoce! ¡Te conoce, maldita estúpida! ¡Sabía que vendrías! ¡Me ha hablado tanto de ti...!

Furiosa ante la actitud de la mujer, Ana extendió la mano libre hasta su garganta y empezó a apretar con fuerza. No estaba dispuesta a que nadie se siguiese riendo de ella, y mucho menos aquella mujer.

Perpleja, Raily se llevó las manos al cuello, tratando de liberarse, pero tal era la fuerza de Ana que no logró detenerla. Empezó a arañarle el brazo y patear, enloquecida, hasta que consiguió que Ana la liberase. Acto seguido, repentinamente enloquecida, se abalanzó sobre su adversaria, dispuesta a clavarle las afiladas uñas en la cara. Ana retrocedió, logrando evitar que le alcanzase los ojos, y respondió golpeándole con fuerza en el abdomen. Raily perdió pie y cayó de espaldas al suelo, con los brazos cruzados sobre el estómago.

Ana se llevó la mano a la cara y comprobó que estaba sangrando. Aunque había logrado apartarse a tiempo para que no le tocase los ojos, Raily le había hecho varios arañazos en el pómulo.

Apretó los puños con fuerza.

—Maldita malnacida... —musitó Ana. Alzó el arma y le quitó el seguro—. ¡Dime donde está el Capitán o te juro que te vuelo la cabeza aquí mismo!

—¡Nunca lo harías! —respondió ella a voz en grito—. ¡Bastian me habló de ti, y sé que no te atreverías! ¡Eres demasiado débil! ¡Por mucho que finjas ser uno de ellos, tú no eres un agente de Mandrágora! ¡Simplemente eres una niñata llorona y cobarde, que...!

Dejándose llevar por la provocación, Ana silenció a Raily con una fuerte parada en la cara. Derribó a la mujer con el fulminante golpe, y sin importarle si seguía viva o muerta, recortó distancia hasta alcanzar su maltrecho cuerpo en el suelo.

Apoyó la bota sobre su pecho y empezó a apretar.

—¡Responde! —gritó. Con el rostro lleno de sangre, Raily parpadeó un par de veces, aturdida, y miró a su alrededor. Tardó unos segundos en darse cuenta de dónde procedía la presión que ahora le atenazaba el pecho—. ¡Maldita seas, responde! ¿¡Dónde se esconde!? ¡¡Habla!!

La mujer farfullo un insulto, provocando así aún más la ira de Ana. La joven volvió a golpearle en el pecho, esta vez con el talón, y aguardó a que Raily se doblase sobre sí misma, gimoteante, para cogerla del pelo y empezar a tirar de ella hacia la ventana.

—¡No tengo todo el maldito día! —insistió Ana—. ¿¡Donde está!? Está levantando su templo en las ruinas submarinas, ¿verdad? ¡Tiene que ser allí!

Ya junto a la ventana, Ana cogió a Raily por el cuello y la obligó a levantarse. Confundida por los golpes, la mujer apoyó la espalda sobre el vidrio, pero rápidamente trató de zafarse al comprender donde se hallaba.

Al otro lado del cristal, la caída en picado era de más de diez pisos.

—¡¡No!! —gritó Raily, aterrorizada—. ¡¡No puedes hacerlo!! ¡¡No puedes...!!

—¡Responde! —Ana volvió a empujarla hasta inmovilizarla contra el cristal—. ¡Responde de una maldita vez! ¿¡Dónde se esconde!? ¡¡Dónde!!

Varias burbujas de sangre se formaron en su  boca al empezar a balbucear entre lágrimas. Raily estaba aterrorizada, y no era para menos. Tras sus espaldas, los cristales de la ventana crujían, al límite ante tanta presión.

Era cuestión de segundos que acabasen rompiéndose.

—No lo sé... ¡no lo sé! Te juro que no lo sé. Ya se lo dije a tus amigos esta mañana. Yo...

—No te creo —respondió Ana con dureza. Aumentó la presión contra la ventana—. ¡No te creo! ¡Tienes que saberlo! Si ha venido hasta ti, es porque va a liberarte. ¿Me equivoco? ¡Pretende liberarte!

Raily separó los labios, ansiosa por responder, pero no dijo nada. Apartó la mirada, entristecida.

Los cristales empezaron a agrietarse a sus espaldas.

—Bastian promete, pero nunca cumple —dijo con tristeza—. Prometió liberarme; prometió que me llevaría al castillo y que empezaríamos desde cero, al margen de todo, pero...

—¿Al castillo? —Ana entrecerró los ojos, suspicaz—. El castillo está abandonado.

—¡Yo no sé nada! ¡Lo juro! ¡No sé nada! ¡¡No ha querido decirme nada!! ¡Bastian me protege, y te aseguro que te hará pagar por esto! ¡Te matará! ¡Te...!

El sonido de los cristales al romperse silenciaron a Raily. La mujer palideció al sentir como el vidrio cedía a sus espaldas. Abrió ampliamente los ojos, aterrorizada, e imploró piedad a Ana con la mirada. En sus manos quedaba el perdonarle la vida y permitirle vivir el resto de sus días encerrada en aquella torre, a la espera, o finalizar con el tormento en el que se había convertido su existencia.

Bastian no iba a volver a por ella, ambas lo sabían. Raily era un simple juguete para el Capitán, y como tal la trataba. No obstante, Ana sabía que no había otra forma de retarle, de provocar su ira que destruyendo uno a uno a sus juguetes, así que no dudó.

—Tranquila —murmuró a modo de despedida—, me aseguraré de que te acompañe dentro de poco.

—No...

Raily gritó durante su caída. Gritó con todas sus fuerzas, presa del pánico y de rabia, de odio y furia, pero también de liberación. Su encierro llegaba a su fin.

Pocos segundos después, quedó silenciada para siempre. Ana se apartó entonces de la ventana, con las heridas del rostro palpitando, y se miró las manos. Tenía los dedos y las uñas manchadas de sangre.

—Esto es lo que querías... —murmuró para sí misma—, pues esto es lo que vas a tener.

Una hora después, Ana cruzó las puertas del palacete de Wassel con paso rápido, tratando de pasar inadvertida. A aquellas horas de la madrugada aún había agentes despiertos por la zona, pero ninguno de ellos se fijó en su presencia. La joven atravesó las salas y los corredores del edificio como si de una sombra se tratase, silenciosa e invisible, y no se detuvo hasta alcanzar la habitación donde Orwayn Dewinter había sido trasladado la madrugada anterior. Ana recorrió la zona con cuidado, tratando de no despertarle, y se detuvo junto al cabezal de la cama. Aturdido por los fármacos pero despierto, el menor de los Dewinter mantenía la mirada fija en el techo, sumido en sus pensamientos.

Orwayn estaba ojeroso después de tantas horas de insomnio y llanto.

Ana apoyó la mano sobre su hombro y lo presionó con suavidad, logrando así captar su atención. Lentamente, como si despertase de un largo trance, el joven volvió la mirada hacia ella y le dedicó una sonrisa sin humor.

—Eh, Larks —dijo en apenas un susurro—. Estás hecha un cuadro...

—Tú también —respondió ella. A pesar de que se había limpiado la sangre de la cara, las marcas de los arañazos eran evidentes—. Perdona por no haber venido antes: a veces soy un poco idiota.

—¿Solo a veces...? —Orwayn dejó escapar una ligera risotada—. No importa, no había mucho por ver. Mis hermanos han llorado como niñas...

—Tus hermanos... ya, claro. —Ana tomó asiento en el borde de la cama y tomó su mano entre las suyas, con delicadeza—. Me salvaste la vida en la cueva, Orwayn: te debo una.

—Pues más vale que te des prisa, guapa... dicen que me muero.

  Orwayn presionó suavemente la mano de Ana, transmitiéndole con aquel sencillo gesto el miedo que su rostro se negaba a mostrar. El joven Dewinter estaba asustado, y no era para menos. Después de la muerte de su hermana, todo apuntaba a que él iba a seguir sus pasos.

Ana le devolvió el apretón.

—No te voy a dejar escapar a ti también —dijo tras un breve silencio—, ya perdí a un hermano, y...

—Yo no soy tu hermano —murmuró Orwayn—. No me compares con ese capullo degenerado, por favor.

—Orwayn... —Ana dejó escapar un suspiro—. Tienes suerte de estar moribundo, Orwayn, de lo contrario te partiría la cara.

—¿Tú y cuantos más...?

Logró arrancarle una sonrisa. Ana negó suavemente con la cabeza, incapaz de ocultar el cada vez más intenso sentimiento de unión que le ataba al clan de los Dewinter, y volvió a presionarle la mano.

—Aguanta, ¿de acuerdo? Te juro que no te voy a dejar morir.

Orwayn asintió, pero no dijo nada. Sencillamente apartó la mirada, cerró los ojos y, en completo silencio, permitió que las lágrimas volviesen a resbalar por sus mejillas, tal y como habían hecho a lo largo de todo aquel día.

Su vida, en el fondo, era lo que menos le importaba.

—Mátalo... —dijo en apenas un susurro—. Si aún sigue con vida, mátalo... pero por favor, no permitas que siga utilizando su cuerpo. No lo hagas... no lo puedo soportar...

—Lo haré.

Ana depositó un suave beso en su frente antes de abandonar la sala. Desconocía si llegaría a tiempo para salvar a Orwayn. Intentaría hacer todo lo que estuviese en su mano para hacerlo, pero no podía afirmarlo. A pesar de ello, tenía las ideas claras. Ana haría todo lo que estuviese en sus manos.

Absolutamente todo.

Lo que sí que podía asegurarle era que acabaría con el Pasajero que se había apoderado de Veressa. No sabía cuándo volverían a cruzarse sus caminos, e incluso si lo harían en Svarog, pero tarde o temprano acabaría con él.

Con él y con el resto.

Más que nunca, Ana tenía las ideas muy claras sobre lo que tenía que hacer. Hasta entonces se había dejado llevar demasiado por su antiguo yo: aquel que entendía de normas y que aceptaba el mundo que el Reino había creado para ella. La nueva Ana Larkin, sin embargo, sabía que la única forma de vencer al enemigo y sobrevivir era siendo más cruel que él, y lo iba a hacer.

Ahora, con más razón que nunca, tenía que asegurar su supervivencia y la del resto.

Profundamente cansada pero con las ideas muy claras, Ana se encaminó hacia el ala de descanso. Ascendió los peldaños de dos en dos, ansiosa por llegar a su destino lo antes posible, y una vez alcanzada la planta en cuestión se encaminó hacia la habitación de Armin. A aquellas horas de la noche, tal y como cabría esperar, todo estaba en silencio. Los agentes descansaban plácidamente en sus celdas, tratando de recuperar las fuerzas tras un largo día cargado de emociones.

Silenciosa, Ana avanzó por el corredor hasta alcanzar la puerta que daba a la celda de Armin. Se detuvo frente a ésta, pensativa, y tras unos segundos de espera golpeó la superficie con los nudillos. Pocos segundos después, abrió la puerta al ver que no había respuesta.

Como era de esperar, no estaba.

Ana deambuló por el palacio durante unos minutos, preguntándose dónde podría estar. Dudaba que hubiese abandonado la zona teniendo en cuenta lo sucedido, pero tampoco lo descartaba. Armin rechazaba la compañía en aquel tipo de situaciones tan comprometidas, y estando rodeado de agentes como estaba en aquel entonces, cabía la posibilidad que hubiese buscado un poco de paz en el exterior...

Pero era improbable. Estando Orwayn como estaba, Ana no barajaba la posibilidad de que se hubiese alejado demasiado. Habría buscado un lugar donde esconderse y poder reflexionar, sí, pero no abandonaría el palacio. No era su estilo. Así pues, Ana pasó bastante rato buscando. La joven recorrió todas las plantas del edificio, visitó todas las salas y atravesó todos los caminos de los jardines, pero no logró dar con él en ningún lugar. Ni había rastro alguno de Armin, ni nadie parecía haberle visto. Era como si, sencillamente, se hubiese esfumado...

¿Pero cómo era posible?

Empezando ya a desesperarse, Ana se detuvo frente a la entrada de uno de los salones. En su interior, ojeando un libro pausadamente mientras musitaba palabras inconexas por lo  bajo, se encontraba Vel Nikopolidis, una de las pocas mujeres a las que Armin consideraba amiga. Ana la observó en silencio durante unos segundos, incapaz de comprender qué era aquello que tanto llamaba la atención de Dewinter como para poder tenerla en tan alta estima. Nikopolidis era una magnífica mecca, eso era innegable, pero su personalidad era tan extraña que resultaba complicado poder entablar una conversación mínimamente normal con ella. Claro que, siendo sinceros, era complicado. Vel no era una persona demasiado parlanchina precisamente. Durante los meses que habían pasado de viaje juntos a bordo de la Misericorde, Ana había intentado acercarse a ella en un par de ocasiones, más por curiosidad que por deseo de establecer una amistad con ella, pero la respuesta por parte de la mecca había sido tan desconcertante que había optado por tirar la toalla.

En aquel entonces, por desgracia, no le quedaba otra alternativa a acudir a ella, y es que, muy a su pesar, si había alguien en el palacio que podía saber dónde se encontraba Armin, ese alguien era ella.

—Vel...

La mujer apartó la vista del libro al escuchar su nombre, pero no dijo palabra. Mantuvo la mirada fija en Ana durante unos segundos, como si pudiese ver más allá de sus ojos, y finalmente volvió a la lectura.

No tenía mucho qué decir. De hecho, no tenía absolutamente nada a decirle excepto una única palabra.

—Playa.

Unos minutos después, tras dejar atrás el palacio y adentrarse en el camino de piedra que daba a la hermosa y amplia playa de arena blanca que había situada al norte, Ana localizó al fin a Armin. La joven recorrió la breve distancia que la separaba de la orilla, y allí tomó asiento a su lado, cara al océano. A aquellas horas, ya entrada la madrugada, el agua estaba totalmente negra, como si de una mancha de oscuridad se tratase.

Permaneció unos segundos en silencio, sintiendo la fría brisa marina acariciarle el rostro. Unas horas más tarde aquel lugar se llenaría de vida con la llegada de los turistas y los vecinos de la zona, pero hasta entonces gozarían de una intimidad poco usual en un lugar tan abierto como aquel. Poco después, guiada por la curiosidad, volvió la mirada hacia el pequeño artefacto lleno de cables que Dewinter llevaba horas manipulando.

Se preguntó qué estaría haciendo.

—Sabes cómo esconderte —dijo Ana en voz alta para evitar que el rugido de las olas silenciase sus palabras—. He tenido que preguntar a Nikopolidis.

Armin alzó la mirada momentáneamente para responder a sus palabras con un sencillo asentimiento de cabeza. Acto seguido siguió trabajando en su dispositivo, aparentemente indiferente.

Ana reprimió un suspiro.

—Armin...

—Estoy ocupado.

—¿En qué? —respondió ella—. ¿Qué haces? Quizás pueda ayudarte...

—Lo dudo —fue su respuesta.

Escueto y distante, como en los viejos tiempos, pensó Ana con tristeza. Armin jamás se había caracterizado por ser un hombre hablador o cercano, pero en los últimos tiempos había cambiado lo suficiente como para poder llegar a entenderse. Lamentablemente, lo sucedido con su hermana parecía haber traído al hombre que, años atrás, había cuidado de ella en Sighrith.

El hombre que, a pesar de sus rarezas, había logrado mantenerla con vida hasta entonces.

Ana apoyó la mano sobre su antebrazo y lo presionó con suavidad para captar su atención.

—Sabes que estoy contigo, ¿no?

Armin dudó por un instante, pero finalmente depositó el dispositivo sobre la arena. A continuación, tras quitarse el guante de la mano izquierda, tomó la mano que Ana le ofrecía y entrelazó los dedos.

—¿Qué es eso? —insistió Ana al ver que volvía a quedarse en silencio, pensativo—. ¿Para qué sirve?

—Intentaba localizar la posición del Pasajero que mató a Veressa a través de una muestra de la sangre que Orwayn tenía seca en la ropa, pero es inútil: es suya.

—Vaya, lo lamento.

—Si lo hubiese podido localizar a estas alturas ya le habría sacado del cuerpo de mi hermana a patadas.

—Tranquilo, si sigue con vida, lo harás.

—La gran pregunta es: ¿cuándo? Demonios, ¡cuando! —Armin dejó escapar un suspiro—. No sé cuánto va a aguantar Orwayn, Ana. El virus de ese maldito cerdo mal nacido campa a sus anchas por su torrente sanguíneo. Maldita sea, si no acabamos con Ivanov y su séquito pronto...

Armin dejó la frase a medias al sentir la mano de Ana presionar la suya. Alzó la mirada, casi tan molesto como sorprendido por la interrupción, pero un rápido vistazo le bastó para comprender que no era el único que lo estaba pasando mal.

Volvió la mirada hacia el océano.

—Te confesaré algo. Hace un tiempo, en K-12, cuando la muerte de Elspeth aún era reciente y tú no dejabas de lamentarte, no te entendía. Tenía la sensación de que lo hacías para castigarme, de que no parabas de recordármelo porque, en el fondo, me guardabas rencor por haber apretado el gatillo. —Armin negó suavemente con la cabeza—. Ahora empiezo a entenderlo.   

—Oh, vamos... yo nunca he querido hacerte daño.

—Ahora lo sé.

Hubo unos tensos segundos de silencio en los que ninguno de los dos dijo nada. La confesión de Armin había dejado a Ana desconcertada. Aunque nunca había llegado a guardarle rencor por lo ocurrido, era evidente que él siempre lo había tenido muy presente. Demasiado incluso. ¿Sería por ello que, en el fondo, siempre habían tenido secretos?

Se preguntó si no sería el momento idóneo de confesarlo todo. Lo de Elspeth, lo de Raily, lo del embarazo... claro que, ¿cómo hacerlo? ¿Por dónde empezar?

Empezó a temblar de puro nerviosismo.

—Deberías volver —recomendó Armin al sentir la mano de Ana tiritar—, aquí hace frío.

Por un instante se planteó la posibilidad de aceptar la oferta. Escapar de la playa en aquel preciso momento era una opción más que viable para evitar posibles enfrentamientos. Ni discutirían ni se enfadarían: sencillamente no sucedería nada puesto que, en el fondo, los secretos seguirían siendo lo que eran: secretos...

¿Pero acaso servía de algo atrasar lo inevitable?

No, desde luego que no.

Ana cogió aire y le apretó la mano con fuerza para que la mirase a los ojos.

—Yo también tengo que confesarte algo —dijo en apenas un hilo de voz—. Algo importante...

—¿El qué?

Armin arqueó las cejas, sorprendido ante sus palabras, pero no a la defensiva. Sencillamente mantuvo la mirada en Ana, a la espera, y no dijo nada hasta que, pasados unos segundos, ella logró reunir todo el valor necesario para hablar.

—Sé que no es el mejor momento para decírtelo... pero creo que es justo que lo sepas. Además... tu hermano y Cat son unos bocazas y no querría que...

—¿Mi hermano y Cat? —Armin frunció el ceño, a la defensiva. Endureció la expresión—. ¿De qué va esto, Ana?

Decenas interrogantes invadieron la mente de Ana. La joven le mantuvo la mirada, dubitativa, confusa, asustada... pero finalmente se dejó llevar. Había mil formas de decir lo que quería expresar, pero le faltaban las palabras. Por suerte, entre ellos no eran necesarias.

Ana deslizó la mano de Armin hasta su vientre y la presionó con suavidad. A continuación, ante la mirada atónita de su compañero, se encogió de hombros.

—No lo sabía —confesó Ana—. Me hicieron unos análisis de sangre hace unas horas, y...

Antes de que pudiese llegar a acabar la frase, Armin la estrechó contra su pecho con nerviosismo, como si temiese que pudiese escapar. A continuación, con extrema delicadeza, acercó los labios a los suyos y los besó con ternura, incapaz de ocultar la emoción.

Apoyó la frente contra la suya.

—Necesitaba una señal —dijo en apenas un susurro—: algo que me indicase que había elegido el buen camino, que no me había equivocado. —Le dedicó la más sincera y hermosa de todas las sonrisas—. Esta es la señal. 

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