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Capítulo 13

Capítulo 13



Tal y como habían revelado las imágenes de archivo que anteriormente habían visionado, el castillo de Nürglen era una poderosa estructura conformada por distintas edificaciones blancas situada en lo alto de una colina. Vista desde la lejanía, mientras viajaban a través del empinado sendero que les llevaría hasta sus puertas, el castillo permanecía oculto entre la niebla, con los techos rojos de sus torres surgiendo de entre las nubes hasta rasgar el cielo.

Aquél era un lugar solitario, alejado de cualquier otro edificio y rodeado por bosques al que tan solo se podía acceder a través de un camino de piedra. Al otro lado de la colina únicamente había desfiladeros: altísimas paredes de piedra al final de las cuales tan solo aguardaba el océano.

Dejaron el raxor en el patio, junto a un pozo vacío cuyo sistema de recogida de agua estaba totalmente oxidado. Dieron un rápido paseo por la zona, empapándose de cuanto hallaban a su paso, hasta alcanzar el pórtico de entrada de la nave central. Al otro lado de la puerta, iluminado tenuemente por la luz que entraba por las ventanas, les aguardaba un enorme recibidor de paredes de piedra y suelos enmoquetados.

—¿Hola?

La voz de Gorren sonó como un poderoso estruendo por todo el lugar. Pocos segundos después, el sonido de sus pasos precedió la inminente llegada de los dos únicos habitantes del lugar. Veryn y Orwayn Dewinter aparecieron por una de las puertas laterales, ambos con las ropas cubiertas de polvo y expresiones sombrías en los rostros. Al parecer, su búsqueda no había sido todo lo fructífera que hubiesen deseado.

—Gracias por venir tan rápido —exclamó Veryn con cordialidad—. Mi hermano y yo hemos empezado a investigar este lugar, pero es demasiado grande. ¿Habéis sacado algo de esos dos lunáticos?

—¿Interesante? Poca cosa —respondió Gorren—. Nos estaban esperando.

—¿Os estaban esperando? —repitió Orwayn con sorpresa. Se adelantó unos pasos hasta alcanzar a Liam y saludarle con una potente palmada en la espalda—. ¿Qué significa eso? ¿Cómo podían saberlo?

—El Capitán está aquí —anunció Leigh—: confirmado. Nos está esperando y, por lo que han dicho a gritos, tiene planes para todos y cada uno de nosotros.

Veryn se cruzó de brazos, pensativo, y tras unos segundos de silencio les hizo un ademán de cabeza para que siguiesen al interior del castillo. El grupo se adentró en un pasadizo de piedra al final del cual se encontraba un pequeño salón ostentosamente decorado. En sus paredes, diseminados por toda su superficie y rincones, centenares de cuadros conformaban un gran mural de colores ocres y grises.

El "Conde" y Gorren se alejaron unos metros para poder hablar en privado.

—Este sitio es enorme —explicó Orwayn con los brazos cruzados tras la cabeza—. De momento hemos investigado la primera planta y las caballerizas, pero no hay nada de interés. A parte de cuadros siniestros y retratos de tipos muy feos, poco más. No obstante, aquí huele a gato encerrado: deberíamos dividirnos y seguir.

—Me parece bien —admitió Leigh—. Liam, tú ve con tu prima, yo iré con...

—Lo siento, Tauber, pero no eres mi tipo —Orwayn rodeó con el brazo los hombros de Ana y la atrajo hacia él—. Me quedo con Larks. Nos encargaremos de la torre del homenaje: vosotros subid a la segunda planta. Puede que entre polvo y basura encontréis algo de interés.

Ana y Orwayn abandonaron la nave principal a través de una puerta secundaria situada en la zona oriental. De nuevo en el patio, pasearon entre la niebla con paso rápido hasta alcanzar la puerta desvencijada que daba a la alta torre blanca donde seguirían las investigaciones.

Orwayn se adelantó pistola en mano para verificar la entrada. Al otro lado de la puerta, traspasado un pequeño y lúgubre recibidor, una amplia sala circular en cuyo centro había una gran estatua de piedra en forma de mujer daba acceso a las escaleras de ascenso.

Ana se adentró en la sala con paso rápido. La joven se sentía inquieta en un lugar tan grande y vacío como aquel. Revisó la sala con la mirada, pasando de cuadro en cuadro sin prestar demasiada atención a su siniestro contenido, y después comprobó el mobiliario. Tal y como cabía esperar en un lugar como aquél, absolutamente todas las piezas eran de madera con exquisitos detalles decorativos y acabados en oro.

Ana pasó el dedo índice por encima de una de las mesas para comprobar la capa de polvo que cubría el lugar. Hacía años que nadie lo visitaba.

—El Capitán vivía por todo lo alto —exclamó Orwayn mientras se abría paso entre los cómodos sofás color burdeos para alcanzar la chimenea. Se agachó para comprobar las cenizas que aún quedaban en su interior—. Es vergonzoso.

Orwayn hundió las manos en la ceniza y la olfateó. A continuación sacudió la mano para deshacerse de los restos, se incorporó y volvió la mirada hacia la estatua. Ante ellos, con las manos en el pecho sujetando una flor y el rostro cubierto de lágrimas de piedra, la escultura les observaba en silencio, con los ojos blancos mirando al horizonte. 

Su expresión era muy real.

—Raily Rainer le regaló este lugar a Ivanov para que viviera. Él se instaló y durante muchos meses vivió como quiso, disfrutando de todo cuanto deseaba: fortuna, buenas compañías, lujos... —murmuró Ana mientras observaba la estatua en silencio, pensativa—. Desde luego debía quererle mucho.

—Las mujeres podéis llegar a ser muy estúpidas cuando os enamoráis —respondió Orwayn—. Se os puede engañar con asombrosa facilidad.

—¿Y acaso a vosotros no? —respondió Ana, sin poder evitar caer en la provocación—. El amor no es solo cosa de chicas.

—Oh, vamos... —Orwayn puso los ojos en blanco—, ¿en serio te tragas todas esas estupideces? Te creía más lista, Larks. En fin, voy a echarle un vistazo arriba. Si ves algo raro, grita.

Ana permaneció unos segundos más observando la estatua mientras Orwayn subía las escaleras. Resultaba sorprendente que alguien hubiese elegido precisamente aquella escultura para un salón como aquél. A su modo de ver, era demasiado triste: demasiado melancólico. Ana dudaba poder concentrarse o disfrutar con la sombra de aquella estatua a su lado. Por suerte, en Sighrith no había tenido que convivir ni con esculturas de aquel tipo ni tampoco con cuadros tan sombríos como los que, nuevamente, decoraban las paredes.

Era extraño. Guiada por la curiosidad, Ana se acercó a una de las paredes para ver más de cerca uno de los cuadros. Sin necesidad de comprobarlo, la joven estaba segura de que todos pertenecían al mismo pintor; alguien cuyos trazos eran muy realistas pero cuya mezcla de color era tan sombría que resultaba estremecedora.

Descolgó el cuadro con cuidado  y lo observó con detenimiento. En él aparecía una niña de cabello rubio bañándose en un lago de aguas turbias. La niña parecía alegre; nadaba despreocupadamente en el lago mientras que a su alrededor, ocultas entre la maleza de la orilla, decenas de bestias aguardaban con sus afilados dientes a que saliese del agua.

No necesitaba ver más para imaginar cual debía haber sido el destino de la niña.

Depositó el cuadro sobre una de las mesas para seguir observando el resto. Aunque todos eran diferentes, entre todos había cierta conexión a través de la temática y de los colores. La inocencia y la maldad se mezclaban continuamente en diferentes entornos y paisajes con unos personajes a los que el destino les tenía guardado una cruel sorpresa.

Como a ella.

Un escalofrío le recorrió la espalda al ver en uno de los cuadros un par de grandes bestias feroces observar a unos niños. A simple vista parecía una escena de lo más bucólica: una niña se encontraba en un campo de girasoles rodeada de flores y en compañía de un bebé que, probablemente, fuese su hermano. Ambos sonreían y disfrutaban de un día soleado, cómodamente sentados sobre un tapete rojo y negro y luciendo sus mejores galas. Por desgracia, no muy lejos de allí, acomodados junto a unos árboles, las bestias les observaban en silencio, esperando el mejor momento para atacar...

Ana giró sobre sí misma con brusquedad, repentinamente asustada. La joven desenfundó su arma y apuntó a la estatua. Aunque no había llegado a ver nada, había creído poder sentir unos ojos fijos en ella.

Los ojos del Capitán.

Ana paseó el cañón del arma por toda la sala, sintiéndose abrumada por la cantidad de ojos que, desde los cuadros, parecían estar observándola, y se encaminó hacia las escaleras. En el piso superior, revisando unos volúmenes carcomidos por el polvo y la humedad, se encontraba Orwayn. Ana acudió a su encuentro con rapidez, tratando de disimular su malestar, y se detuvo a su lado. Al igual que en el piso inferior, allí las paredes de lo que parecía ser una sala de lectura de mayor tamaño estaban totalmente repletas de cuadros.

—¿Has encontrado algo? —preguntó Dewinter sin apartar la mirada del libro. Pasó un par de páginas más, sin prestar demasiada atención al contenido, y lo lanzó a una de las esquinas—. Todo es basura. 

—No. Cuadros y más cuadros, nada más.

—Nunca entenderé qué encanto le encontráis a esos dibujos. Mi hermano dice que hay algunos que son auténticas obras de arte, pero a mí no dejan de parecerme garabatos.

Orwayn se agachó junto a uno de los muebles y abrió las puertas de un tirón. En su interior, cubierto de polvo y telarañas, varias cajas embaladas albergaban en su interior una exquisita cubertería de cristal engarzada con piedras preciosas. Orwayn abrió una de las cajas y extrajo varias piezas.

Cada una de ellas debía valer millones.

—Demonios, hay una auténtica fortuna aquí —exclamó Ana. La joven se agachó junto a Dewinter para comprobar el contenido de la caja—. Parece mentira que nadie haya venido a saquear. En mi planeta, los edificios abandonados se convertían en nidos de ladrones.

—Sighrith era un buen lugar —admitió Orwayn—. No el mejor que he pisado, pero he de admitir que no estaba nada mal... —El pequeño de los Dewinter dejó escapar un suspiro—. En fin, olvidémoslo. El que este lugar no haya sido profanado por saqueadores tiene un motivo, Larks: lo consideran maldito.

—Oh, vamos...

—Quizás parezca una tontería, pero para una población que ha sufrido uno de los rituales de Ivanov en sus propias carnes tiene bastante importancia. —El joven se puso en pie y volvió la mirada hacia las escaleras, pensativo—. Tiene que haber algo más... algo que se me está escapando. En el último piso está la habitación de Ivanov: ¿qué tal si le echas un vistazo? Yo seguiré revisando por aquí.

Ana ascendió el último tramo de escaleras con lentitud, sintiendo el miedo crecer en su pecho. Entrar en las dependencias del Capitán le había parecido arriesgado. Hasta hacía unas décadas, Ivanov se había paseado a sus anchas por aquellos corredores haciendo y deshaciendo a su antojo, y aunque en aquel entonces solo quedaban objetos, era innegable que se podía percibir parte del aura que le rodeaba. Después de todo, ¿quién sabía qué podría haber sucedido en aquel lugar? Con Ivanov, todo era posible. No obstante, no dejaban de ser simples salones; estancias en las que había pasado cierto tiempo leyendo, charlando o simplemente disfrutando de una copa. Entrar en su habitación personal, sin embargo, era otra cosa. Aquel lugar era demasiado íntimo. Por desgracia, no le quedaba otra. Si lo que quería era llegar hasta él tenía que seguir su rastro, y la única forma posible era cerrando el círculo a su alrededor.

Peldaño a peldaño, Ana fue ascendiendo hasta alcanzar el piso superior. La joven entró en un pequeño recibidor y lo recorrió hasta dar con unas estrechas escaleras en espiral. La joven siguió ascendiendo hasta, al fin, alcanzar la última planta de la torre.

Subió el último escalón y se detuvo. Ante ella, sumida en la oscuridad casi total, pues las ventanas estaban cubiertas por tablones, una pequeña alcoba circular le aguardaba con una cama pequeña y envejecida cuyas sábanas estaban rasgadas, un armario repleto de ropa carcomida por el tiempo y un escritorio sobre el cual descansaban varios objetos.

Sintiéndose como una auténtica intrusa, Ana atravesó la estancia para poder comprobar todo cuanto le rodeaba. Aquella pequeña estancia no era lo que había esperado encontrar, pero tampoco le sorprendía. Más allá de la fachada de magnificencia del Capitán se encontraba un hombre atormentado al que su propio orgullo había arrebatado a su esposa e hijos, y muestra de ello era la enorme cantidad de fotografías ya antiguas que había sobre el escritorio.

—Así que en lo más profundo de tu ser aún tienes corazón, Ivanov... —murmuró Ana. Cogió una de las fotografías y contempló con tristeza los amables rostros que aparecían en ella—. Espero que su ausencia se haya convertido en algo más que un castigo para ti.

Bajo las fotografías Ana descubrió un cuaderno escrito a mano cuyas páginas ya estaban carcomidas por el tiempo. La humedad las había amarilleado y borrado parte de la tinta, pero aún se podían leer algunas de las palabras.

Ana no necesitó más que ojear un par de hojas para descubrir que allí, inscritas en tinta, Ivanov rebelaba sus más profundas inquietudes.

—No me lo puedo creer...

Decidió tomar asiento en el maltrecho colchón para poder leer en mayor profundidad los textos del cuaderno. Ana sabía que estaba adentrándose en una parte muy privada del enemigo, una parte que probablemente tan solo él conocía, y sentía curiosidad. Ni era ético ni correcto, pero llegado a aquel punto ya poco importaba. Así pues se dejó caer de espaldas en la cama y se concentró en la lectura.

Unos minutos después, sin embargo, un grito procedente del piso inferior captó su atención. Ana se guardó el cuaderno en el bolsillo y descendió lo más rápido que pudo a la sala donde Orwayn aguardaba de pie frente a una puerta anteriormente oculta por un gran mural.

Dewinter dejó escapar un largo silbido.

—Sabía que había algo: ¡lo sabía!

—Buen trabajo Orwayn, ¿sabes ya que hay al otro lado?

—Algo que no te va a gustar...

Ana siguió al joven Dewinter hasta el interior de una amplia estancia de paredes blancas en cuyo interior había una gran bañera dorada cuyas patas tenían forma de garra. La joven se acercó con paso lento, sintiendo el desagradable hedor que manaba del recipiente golpearle las fosas nasales, y no se detuvo hasta poder comprobar que en su interior quedaban restos de sangre seca.

Empezó a sentir nauseas.

Al alzar la vista descubrió decenas de cadenas colgando del techo. Algunas de ellas simplemente estaban herrumbradas: oxidadas por el tiempo. Otras, sin embargo, aún tenían restos de pelo humano enredado en sus eslabones.

—¿Tú también lo has pillado, eh? —Orwayn chasqueó la lengua—. El muy perro debía darse baños de sangre. Es repugnante.

Ana retrocedió con paso rápido, tratando de escapar del pestilente lugar, pero antes de que pudiese lograrlo el imaginar la bañera llena de sangre le provocó el vómito. Larkin se dobló sobre sí misma, repentinamente mareada, y vomitó copiosamente en el lateral de la sala, bajo la atenta mirada de un Orwayn que, más que nunca, parecía atónito.

—¡Demonios, Larks! —exclamó con vehemencia, incapaz de reprimir una carcajada—. ¡Qué poco aguante!

—Cállate, imbécil —respondió ella a duras penas, con los ojos aún cerrados y una desagradable sensación de malestar presionándole las sienes—. Necesito salir de aquí.

Mientras que Orwayn inspeccionaba el lugar, Ana aprovechó para salir a la sala contigua y asomarse a una de las ventanas en busca de un poco de aire puro. Los inquietantes cuadros que decoraban la torre sumados a la tétrica bañera habían logrado que acabase por perder los nervios. Ana necesitaba salir de aquel lugar, y lo necesitaba cuanto antes.

Si al menos Armin hubiese estado allí...

Algo mejor gracias a la brisa marina que se colaba por la ventana, Ana regresó a la sala para comprobar por última vez los cuadros. Aquella parte de la colección seguía siendo tan tétrica como la de la planta inferior, o puede que incluso más, pero al menos no estaba protagonizada por niños. Allí era una mujer joven la que, totalmente al margen de cuantos peligros la acechaban, disfrutaba de la poca vida que le quedaba.

Ana decidió coger uno de los cuadros y comprobar la parte trasera en busca de algún dato sobre el pintor. La fecha estaba emborronada, pero la firma era muy clara: "El Caballero sin Escudo".

—¿Qué demonios...?

—¡Larks! ¡Larks, ven! ¡He encontrado algo! ¡He encontrado...!

El sonido de algo parecido a una piedra al caer contra el suelo captó su atención. Ana se encaminó de nuevo a la sala contigua, tratando de evitar el contacto visual con la bañera, y acudió al encuentro de Orwayn.

—¿Qué pasa...?

—¡Mira esto! ¡Mira...!

Ana se detuvo junto al joven y miró hacia el suelo, lugar en el que acababan de descubrir una estrechísima trampilla. Junto a ésta estaba partida la losa bajo la cual había estado oculta hasta entonces.

Orwayn iluminó el interior de la trampilla con su foco. A simple vista no parecía haber nada salvo oscuridad por lo que decidió comprobar la profundidad. Cogió un pedazo de piedra y lo dejó caer. Pocos segundos después, éste sonó con fuerza al estrellarse contra el suelo.

—No hay mucha altura —explicó mientras se incorporaba—. Cinco o siete metros, no más.

—Eso parece... —respondió ella en apenas un susurro. El hedor de la bañera volvía a revolverle el estómago—. Pero es muy pequeño: no cabemos.

—Yo no, pero tú...

Una sonrisa maliciosa se dibujó en el rostro de Orwayn. El joven señaló con el mentón la estrecha apertura y a continuación miró a Ana significativamente. Ciertamente, él no cabía. Orwayn era demasiado ancho de espaldas para poder entrar por aquel diminuto agujero. Ella, en cambio, era otra historia.

Consciente de lo que aquella mirada significaba, Ana no dudó. La joven tomó asiento en el suelo, metió las piernas en la apertura y se preparó para la inminente caída.

—No hagas nada raro: simplemente dime lo que hay ahí abajo, ¿de acuerdo? Armin me mataría si dejase que te pasase algo.

—A buenas horas te acuerdas de él —respondió Ana en tono jocoso—. Iré con cuidado.

La caída resultó ser algo más alta de lo que Orwayn había calculado, pero Ana logró  mantener el equilibrio y no tropezar. La joven aseguró los pies sobre el suelo de piedra y encendió su foco. Ana se encontraba en el centro de un largo y polvoriento corredor de paredes grises. Los muros estaban totalmente desnudos, al igual que el techos y los suelos, pero por las pisadas que habían grabado sobre la película de polvo que cubría el empedrado era evidente que aquel lugar había sido visitado hacía relativamente poco.

Iluminó todo el pasadizo y avanzó unos pasos al frente. Al final de éste, tras pasar un pequeño recibidor, aguardaba había una puerta abierta.

—¿Qué ves? ¿Hay algo? —gritó Orwayn desde lo alto, con el rostro asomado a la trampilla—. ¿Larks?

—Estoy en un pasadizo... creo que es un subterráneo —gritó ella a modo de respuesta—. Voy a investigar un poco.

—No te alejes demasiado: buscaré la forma de bajar.

Ana recorrió el pasadizo hasta alcanzar el recibidor. Una vez allí, siempre con el haz de luz iluminando cuanto le rodeaba, la joven se asomó a la puerta. En el otro lado del umbral, sumido en las tinieblas, una pequeña y tétrica sala llena de pintadas en las paredes le aguardaba con lo que parecía ser un potro de tortura en el centro. Ana iluminó la estancia con rapidez, sintiendo el miedo crecer en su interior, pero no llegó a entrar. Un rápido vistazo a las cadenas que caían del potro y a las estremecedoras palabras grabadas en sangre en las paredes le bastó para comprender que era mejor no seguir adelante. La joven retrocedió hasta el pasadizo y lo recorrió hasta el otro extremo, lugar en el que alcanzó un recodo. Ana se adentró en un segundo corredor algo más largo y siguió avanzando hasta alcanzar una amplia sala cuyas paredes estaban totalmente cubiertas por espejos rotos. Los iluminó fugazmente, temerosa de lo que sus superficies pudiesen llegar a reflejar, y atravesó la estancia con paso rápido hasta alcanzar una segunda puerta. A partir de aquel punto, los pasadizos y las salas conformaban un laberinto de piedra tan complejo que antes incluso de ser consciente de ello, Ana ya estaba perdida.



Cuarenta minutos después, cansada y asustada de avanzar prácticamente a oscuras por aquel tétrico lugar, Ana entró en una pequeña y asfixiante cripta en la que, empotrados en la pared, localizó varios nichos en cuyo interior había ataúdes de cristal. La joven los iluminó con cautela, sintiendo el latido de su corazón cada vez más acelerado, y lanzó un grito de terror al encontrar cadáveres momificados en su interior. Ana retrocedió hasta alcanzar la salida, giró sobre sí misma y empezó a correr por el pasillo.

El retumbar de sus botas contra el suelo de piedra resonó con fuerza por todo el lugar, generando todo tipo de ecos en las distintas galerías. Ana siguió corriendo durante unos minutos y no se detuvo hasta alcanzar una sala totalmente vacía en la que poder detenerse para recuperar el aliento.

Apoyó la espalda contra la pared y cerró los ojos. La garganta le silbaba del esfuerzo.

—Maldita sea, esto es un maldito laberinto...

El peso de una mano al apoyarse sobre su hombro logró que Ana volviese a gritar con todas sus fuerzas. La joven lanzó instintivamente un manotazo al aire e intentó zafarse de la presa, pero no logró escapar de la mano del captor. Ana sintió un brazo rodearle la cintura y, acto seguido, cubrirle la boca.

Un rostro conocido surgió de entre las sombras.

—¡Larks! —exclamó Orwayn sin poder ocultar una sonrisa—. Eh, Larks, soy yo, tranquila...

Un gemido de pura angustia escapó de los labios de la mujer al reconocer a su captor. Ana se abalanzó con fuerza sobre Orwayn, con los miembros aún temblando de puro pánico, y hundió el rostro contra su hombro. A lo largo de aquellos cuarenta minutos de investigación tales habían sido los horrores que había logrado descubrir en el subterráneo que le costaba pensar con claridad. Salas de tortura y de rituales, celdas, criptas, salones de oración en nombre de dioses extraños, habitaciones repletas de estatuas cuyos rostros habían sido borrados a martillazos, fosas llenas de cuerpos de animales, una mesa cuyos comensales hacía años que eran esqueletos...

Sorprendido por la reacción, Orwayn cerró los brazos alrededor de la cintura de Ana y la estrechó con fuerza contra su pecho, como si de una niña se tratara. A continuación, tras darle unos segundos para que recuperase el control, depositó un suave beso sobre su frente y la soltó.

—Perdona por haber tardado tanto, no encontraba la forma de bajar. Este sitio... —Orwayn alzó su propio foco e iluminó el pasadizo débilmente—. Demonios, esto da miedo. Ivanov y los suyos debieron pasárselo en  grande aquí abajo. Por cierto, te dije que no te alejases.

—Vete a la mierda, Orwayn.

Dewinter le dedicó una fugaz sonrisa a Ana. Ella no había sido la única que lo había pasado mal durante aquellos intensos cuarenta minutos. Mientras que la princesa había decidido darse un paseo por lo que a su modo de ver era un auténtico infierno, Dewinter no había dejado de buscar la forma de llegar hasta ella. Primero desde fuera, tratando de acceder a los subterráneos, y después desde dentro. Por suerte, la búsqueda había llegado a su fin.

Dejó escapar un suspiro, aliviado. Armin no le habría perdonado jamás que hubiese perdido a Ana en aquel lugar.

—Demos una vuelta antes de volver, ¿de acuerdo? —propuso Orwayn tras unos segundos de respiro—. Creo que, poco a poco, las piezas empiezan a encajar.



Caída la noche, tal era el cansancio que padecía Ana que necesitó hacer un gran esfuerzo para lograr llegar al pasadizo donde se encontraba la celda de Armin y no caer rendida por el esfuerzo. La visita al castillo de Ivanov se había alargado más de lo que hubiese deseado, y aunque hacía horas que había logrado salir de sus tétricos subterráneos, la joven aún tenía las imágenes de lo que había visto demasiado frescas en la memoria como para poder conciliar el sueño. Así pues, tras compartir una cena rápida y fría junto al resto de sus compañeros, la joven se había encaminado hacia la celda de Dewinter en su búsqueda. Lamentablemente, tal y como le había advertido Havelock durante la cena, ni él ni su hermana habían vuelto aún.

Decepcionada, Ana golpeó varias veces la puerta con los nudillos hasta darse por vencida. Musitó unas cuantas maldiciones, lanzó una patada contra la pared y se encaminó hacia su propia celda con paso lento y cansado. Para su sorpresa, alguien la esperaba en la puerta.

Alguien que hacía días que no veía.

—Ana Larkin —exclamó Lucy Banshee al verla aparecer por el pasadizo. La mujer acudió a su encuentro con rapidez y la tomó del antebrazo, entusiasmada. Aquella noche sus ojos brillaban con especial fuerza—, te estaba buscando. Debes venir conmigo a la ciudad...

—¿Ahora? —Ana dejó escapar un suspiro de puro agotamiento—. Lo siento, Banshee, pero no tengo ganas. Estoy muy cansada...

—El cansancio pronto desaparecerá cuando escuches lo que tengo para ti, querida. He encontrado a alguien que puede ayudarte. Alguien que conocí hace un tiempo y que...

—No necesito ayuda para nada, Banshee —insistió Ana. La joven sacudió el brazo con brusquedad para liberarse de su presa—. Te lo agradezco, pero...

—¿Estás segura? Yo creo que Elspeth Larkin no estará muy satisfecho de escuchar lo que acabas de decir, querida... —Los labios de la mujer se curvaron en una sonrisa peligrosa—. He encontrado a alguien que te va a ayudar a liberarle, Ana Larkin... ¿estás segura de que no quieres acompañarme?

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