Capítulo 1
Capítulo 1
Después de tanto tiempo a bordo de la "Pandemonium", sentir la luz del sol sobre la piel era una sensación extraña. Resultaba agradable, aunque mucho menos de lo que recordaba. Ana tenía grabada en la memoria la primera vez que había pisado tierra firme tras abandonar el sector Scatha dos años atrás, y la sensación había sido muchísimo más placentera. En aquel entonces, acostumbrada al frío invernal de su planeta natal, Sighrith, el cambio había sido tan brusco que había quedado en shock durante unos segundos, maravillada ante la sensación de calidez. En aquel entonces, sin embargo, la temperatura y los rayos del sol resultaban agradables, pero no lo suficiente como para hacerla olvidar el motivo de su viaje.
—Ana, ¿qué tal si disfrutas un poco del paisaje? Te irá bien para calmar los nervios.
Ana viajaba a bordo de un transporte ligero por uno de los caminos que atravesaban la isla Raylee en compañía de Tiamat, David Havelock y Elim Tilmaz. Hacía más de una hora que habían aterrizado en el soleado puerto de Blysse, y desde entonces no habían dejado de viajar de un lugar a otro y de conocer gente. Mucha gente.
—¿Tú crees? —respondió ella, volviendo la mirada hacia David Havelock, el único hombre de los que la rodeaban que pertenecía a su vida pasada—. Me cuesta creerlo.
—Al menos inténtalo.
Se encontraban en Egglatur, uno de los siete planetas que conformaban el sistema Vhayssal, muy lejos de su Sighrith natal. El planeta, al igual que todo el sistema, pertenecía oficialmente al Reino; el rex había sido elegido por el Círculo Interior de la Suprema, y sus habitantes cumplían con sus deberes: pagaban los impuestos y fingían adorar a la líder de la Humanidad. Se trataba de un lugar tranquilo y pacífico, aparentemente ideal para gozar de una vida apacible. Sin embargo, Egglatur albergaba un gran secreto.
—No lo estás intentando —insistió Havelock—. Te va a acabar dando un infarto: ¿quieres relajarte de una maldita vez? ¡Estás en territorio seguro!
—Déjala: no vas a lograr que entre en razón —intervino Elim con la mirada fija en la ventana. El joven parecía fascinado por el paisaje tropical de la isla—. Cuando algo se le mete en la cabeza no hay quien se lo quite: es testaruda por naturaleza.
Elim Tilmaz no se equivocaba: Ana había cambiado mucho a lo largo de los últimos dos años, pero la terquedad no la había abandonado. La princesa seguía siendo tan obstinada como el primer día, y se enorgullecía de ello. Claro que no era la única. Tilmaz tampoco era alguien que acostumbrase a dar su brazo a torcer, y muchísimo menos con ella. Desde su enfrentamiento en la biblioteca de Belladet, en el planeta Helena, el sighriano había iniciado una guerra fría contra la mujer que ni tan siquiera las inacabables jornadas de viaje juntos había logrado suavizar.
Como solía decir Tiamat, lo suyo no tenía solución.
—Te he oído, Elim —advirtió la joven.
—Por supuesto que me has oído —respondió éste a regañadientes—. Esa era la idea.
—Oh, vamos... —intervino el alienígena con un suspiro—. Calmaros de una vez los dos, ¿de acuerdo? Intentemos fingir un poco de seriedad.
Desde que dejase atrás K-12, Tiamat había cambiado de apariencia en decenas de ocasión. Normalmente iba probando nuevos aspectos, dependiendo de su estado de ánimo, pero en ocasiones como aquella en la que el resto de la tripulación estaba presente se decantaba por la imagen de una mujer joven y esbelta que recordaba mucho a Maggie Dawson. A Ana no le gustaba demasiado que emplease aquella apariencia, pues su mera visión despertaba en ella los recuerdos de lo vivido en K-12, pero se reservaba su opinión para evitar más conflictos.
—¿Y dices que Galvia se encuentra por la zona, David? —prosiguió Tiamat, tratando de relajar el ambiente—. La isla no parece demasiado grande.
Tras sobrevolar el muro de piedra que separaba los dos hemisferios de Egglatur, la nave había alcanzado la lejana isla de Raylee, un pequeño paraíso verde en mitad del océano. No era un lugar especialmente grande ni cercano a la capital planetaria, Minerva, pero disponía de todo lo que Florian Dahl y sus hombres necesitaban para organizarse.
Florian Dahl. A Ana aún le temblaban las piernas cada vez que escuchaba aquel nombre. Hacía meses que sabía que su viaje finalizaba allí, en la isla Raylee, y más en concreto en las dependencias del líder de la División A.T.E.R.I.S., pero no había sido hasta entonces, al pisar tierra, que había sido plenamente consciente de ello.
La espera había llegado a su fin.
Desde que Armin y el maestro Gorren les dejasen un par de meses atrás, Ana se había sentido muy sola. Tilmaz y Havelock habían intentado llenar con su presencia el vacío que sus compañeros habían dejado, preocupándose por ella y tratando de cuidarla lo mejor posible, pero Ana no se lo había permitido. La princesa se había encerrado en sí misma, y por mucho que el resto se había esforzado, no había consentido que nadie lo consiguiese. La única persona junto a la cual se sentía cómoda era Leigh, y únicamente porque seguía inconsciente.
—Sí, está al norte de la isla, junto a la playa —explicó Havelock—. Es un lugar bastante tranquilo. En cuanto acabemos la visita iremos hacia allí. He ordenado que lo preparen todo para nuestra llegada.
—Creía que íbamos a pasar la noche en el palacio de Dahl —reflexionó Elim—. Porque imagino que tiene un palacio, ¿no? Es una especie de gobernador, ¿me equivoco?
—Algo así —confirmó Tiamat.
Ana no deseaba conocer a su abuelo. A lo largo de todas aquellas semanas había intentado evitar pensar en ello, pero ahora que ya quedaban tan solo unos minutos para el inminente encuentro se arrepentía de no haberse negado.
Havelock le había hablado bastante sobre Florian Dahl en los últimos días. Durante las últimas semanas, antes de la llegada del ciclo nocturno, el Rey Sin Planeta había acudido a su encuentro a la sala de espera de la cubierta médica, ansioso por explicarle todo cuanto sabía sobre su abuelo. Durante todo aquel tiempo le había hablado de toda su trayectoria, de su llegada a Egglatur y de cuánto había hecho por él y por los dalianos. También le había hablado sobre sus deseos de conocerla, de poder tenerla a su lado y asegurar su supervivencia, pero nunca había hecho mención al motivo por el cual no la había ido a buscar antes de la aparición del Capitán en Sighrith. Al parecer, para Dahl, Ana había empezado a existir tras lo ocurrido en su planeta natal, detalle que la joven no lograba comprender, puesto, si realmente tanto deseaba conocerla, había tenido tiempo más que suficiente para hacerlo. Después de todo, ¿por qué no la había ido a buscar cuando la paz aún se respiraba en Sighrith? Y lo que era aún peor... ¿por qué no se había puesto en contacto con ella? Entendía que quizás no había podido viajar hasta allí, ¿pero acaso no había podido enviado una misiva? ¿Un comunicado? ¿Algo? Después de tantos años de silencio, a Ana le costaba tanto entender la conducta de su abuelo que el mero hecho de tener que conocerle le resultaba doloroso. Lamentablemente, ya no había vuelta atrás.
El viaje se alargó tres horas más. Durante todo aquel tiempo Ana permaneció en silencio, observando el hermoso paisaje a través de la ventana. La isla Raylee era un lugar tropical donde la naturaleza tenía muchísima presencia. Las playas de arena blanca eran amplias, el agua oceánica cristalina y sus selvas muchísimo más densas de lo que había visto hasta entonces. Lo que más le gustaba del lugar era el constante canto de los pájaros. Ana no podía verlos, pues parecían ocultarse entre las altas ramas de los árboles, pero su presencia era tan evidente y su canto tan melódico que tan solo necesitaba cerrar los ojos para olvidar donde se encontraba.
Havelock no se equivocaba: aquel lugar era precioso.
Pocos minutos después del mediodía alcanzaron las afueras de la ciudad de Tiberias. El conductor del transporte redujo la velocidad y, dejando atrás el camino que hasta entonces había seguido, se incorporó en una amplia carretera por la que varias decenas de transportes circulaban.
Recorrieron un par de kilómetros más hasta alcanzar el arco de entrada.
—Bienvenidos al corazón de la isla —anunció Havelock con alegría—. Nuestro largo viaje acaba aquí.
Tiberias era una pequeña ciudad de edificios blancos situada en el corazón de una llanura donde las palmeras crecían hasta superar los ocho metros de altura. Sus estructuras no eran demasiado altas, aunque sí muy vistosas. Sus fachadas eran muy brillantes, como si acabasen de ser pintadas, sus avenidas amplias y sus calles muy animadas. No era un lugar muy poblado, pues en él tan solo vivían los agentes de la división junto a sus familias, pero sus calles rezumaban vida.
Uno tras otro, los doce transportes que conformaban la comitiva fueron adentrándose en la ciudad. A su paso, los ciudadanos se detenían para darles la bienvenida con entusiasmo, plenamente conscientes de quién había en su interior. Dahl había informado a su población sobre la inminente llegada de sus hombres, y Tiberias había respondido llenando las calles de farolillos de colores, de coronas de flores e, incluso, de banderas egglaturianas, dalianas y sighrianas en los balcones.
Era una visión muy hermosa.
Emocionada al ver los colores de su patria ondear al ritmo de la brisa tropical, Ana palideció. Hacía demasiado que no los veía. La joven se incorporó en el asiento y apoyó la mano sobre el cristal de la ventana, ansiosa por salir del vehículo.
Extendió los dedos sobre el cristal, con la palma abierta, como si saludase.
—Es mi bandera —exclamó en voz alta para nadie en concreto. Simplemente necesitaba expresarlo—. Es mi...
—Nuestra bandera —corrigió Elim a su lado. El joven le dedicó una fugaz mirada a la mujer, burlón, y le guiñó el ojo—. Parece que alguien se alegra de verte, Alteza.
La residencia de Florian Dahl se encontraba en el centro de la ciudad, rodeada por una vistosa fortificación llena de estatuas de hombres y mujeres armados con espadas y los ojos cubiertos por vendas. Uno a uno, todos los vehículos de la comitiva fueron atravesando el muro a través de la puerta principal. El vehículo se adentró en los jardines que rodeaban la edificación hasta alcanzar el pórtico de entrada.
Un escalofrío recorrió la espalda de Ana al escuchar el motor apagarse. La joven lanzó un rápido vistazo a la fachada blanca de la mansión y salió al exterior junto al resto de sus compañeros. Ante ella, bañada por la luz del medio día, se alzaba una imponente edificación de dos niveles y decenas de metros cuadrados de planta.
Una mujer uniformada de gris surgió del interior de la residencia para darles la bienvenida. Estrechó la mano de Havelock, la de Tiamat y, seguidamente, se presentó a Elim y Ana como Margerie Brown. A continuación, sin mayor dilación, ascendieron las escaleras que daban a la puerta principal.
—No te alejes de mí—le recomendó Havelock en un susurro antes de invitarla a cruzar el umbral de la puerta—, y tranquilízate: estás en casa.
La residencia de Florian Dahl era elegante y espaciosa, con amplios techos cubiertos por frescos y vistosos muebles blancos diseminados por todas las estancias. Sus suelos eran de un brillante color coral, sus lámparas llamativas, y sus cuadros y tapices innumerables. El lugar estaba decorado con mucho gusto, aunque a ojos de Ana estaba demasiado recargado.
Margerie Brown les guio a lo largo de varios corredores hasta alcanzar la puerta que daba a la sala de audiencias. La mujer se detuvo junto a ésta, una magnífica pieza de alabastro recientemente pulida, y volvió la vista atrás. Unos segundos después, tras asegurarse de que el resto de componentes de la comitiva eran atendidos en uno de los salones que habían preparado para su llegada, abrió la puerta.
—Adelante, por favor.
Una extraña sensación de irrealidad se apoderó de Ana al cruzar el umbral. La joven creyó viajar en el tiempo y espacio. La princesa se dejó llevar por los recuerdos, y durante unos segundos volvió a la sala del trono de su padre. Ana vio los estandartes en las paredes, los escudos y las banderas de los pueblos que componían Sighrith colgando del techo. Vio también la imponente lámpara bajo la cual Elspeth y ella habían jugado de niños, siempre bajo la atenta mirada de su padre, que, sentado en el trono, les observaba con orgullo. Vio también a Vladimir Starkoff, de pie junto al rey; a Justine y al maestro... y se vio a sí misma junto a su hermano, ambos frente a sus progenitores...
La ilusión no tardó demasiado en disiparse. Ana sintió la mano de Havelock apoyarse en su codo, instándola a que avanzase, y con aquel simple gesto toda la escena se desmoronó. Ante ella había cuatro personas, dos de ellas sentadas y otras dos de pie, pero ninguna le resultaba familiar. El hombre que ocupaba el trono en el que había creído ver a su padre era un anciano de cerca de setenta años, de constitución imponente y gran altura. Su piel era muy clara y estaba llena de cicatrices; tenía los ojos de un azul muy claro, como el cielo, y la barba muy blanca, larga y trenzada hasta el mentón. El hombre vestía con elegantes galas oscuras, botas altas y un abrigo de color gris que se ajustaba a la cintura.
Por cómo la miraba, con una mezcla de nerviosismo y satisfacción, rápidamente supo que se trataba de su abuelo: Florian Dahl.
El anciano se puso en pie nada más verles aparecer. Descendió el peldaño que separaba el nivel de los tronos del resto de la sala y se detuvo frente a ellos, a una distancia prudencial. Sus ojos brillaban con gratitud.
—Mi señor —exclamó David Havelock, junto a Ana—. Tarde, mucho más tarde de lo deseado, pero al fin hemos vuelto.
—La espera ha valido la pena, David —respondió Florian. El anciano estrechó la mano de Havelock y Tiamat con cercanía, como si les conociese en profundidad, y acto seguido se dirigió hacia Ana y Elim. Les dedicó una cálida sonrisa—. Tiamat, largo tiempo sin verte, amigo. Y me imagino que tú debes ser Elim Tilmaz, el valiente sighriano que ha acompañado a mi nieta a lo largo de los últimos dos años.
El joven estrechó la mano del anciano con energía, satisfecho ante las palabras de Florian Dahl. Cargar con Ana a lo largo de todo aquel tiempo no había sido fácil, pero en momentos como aquél en los que al fin se reconocía su labor, Elim no podía negar que el esfuerzo había valido la pena.
—El mismo, señor Dahl. Es un placer conocerle.
—El placer es mío, Elim Tilmaz. Me hubiese gustado conocer también a la señorita Maggie Dawson y Marcos Torres, pero por lo que tengo entendido nos dejaron en acto de servicio. Lamento enormemente su pérdida; estoy convencido de que fueron hombres buenos y valientes.
Elim asintió con vehemencia, secundando sus palabras. El único superviviente de los bellator al servicio de Elspeth Larkin no solía hablar de sus camaradas caídos en batalla. Su recuerdo le resultaba doloroso, y más las circunstancias de sus muertes. No obstante, cada vez que sus nombres eran mencionados él sonreía con orgullo, como si de miembros de su familia se tratasen. Después de tantas vivencias juntos, Marcos, Maggie y él habían formado un triunvirato que ni tan siquiera la muerte lograría destruir.
—Le agradezco sus palabras, señor Dahl —respondió con los ojos brillantes—. Lo fueron, se lo aseguro.
—Elim Tilmaz es el único superviviente que queda de las filas de Elspeth Larkin, mi señor —informó Havelock—. Muy probablemente, sin contar a viajeros que hubiesen abandonado previamente el planeta, él y Ana son los últimos sighrianos que quedan con vida.
—Sighrith... —murmuró Florian Dahl, volviendo la mirada hacia Ana. El anciano fijó los ojos en los de ella, pensativo, y permaneció unos segundos en silencio, reflexionando sobre la gravedad de aquellas palabras. A continuación, bajo la atenta mirada de todos los presentes, le tendió la mano—. Mi querida Ana Larkin, ojalá hubiese podido ayudarte a llevar esta gran carga. Lamento no haber estado a tu lado cuando más me has necesitado.
Ana escuchó en silencio a Florian Dahl, sorprendida por la emotividad de sus palabras, pero también por el tremendo parecido que había entre la mirada de su hermano y la de aquel hombre. A pesar de la diferencia de edad, era evidente que Elspeth se le parecía. Los rasgos de Florian eran más duros que los del príncipe, pero la semejanza era innegable.
Se obligó a sí misma a serenarse. Aunque aún podía sentir los nervios en el estómago, Ana estaba más distraída que inquieta. Aquel lugar y aquel hombre despertaban extrañas sensaciones en ella y le resultaba complicado concentrarse.
—Las cosas no han sido fáciles, señor Dahl, eso es innegable —respondió al fin. Ana tomó su mano y la estrechó con determinación, manteniéndole la mirada—. Por suerte, en ningún momento he estado sola.
Florian respondió con una sonrisa cautelosa. La respuesta de su nieta no era del todo cierta, ambos lo sabían, pero prefirió no hacer hincapié en ello.
—Ni lo volverás a estar. —Dahl retrocedió un paso, volviendo la atención hacia el grupo, y desvió la mirada hacia las personas que aguardaban tras él, sentados y de pie junto a los tronos—. Tiamat, Elim, Ana, permitidme que os presente a mi familia.
Una desagradable sensación de decepción se apoderó de la princesa al volver la vista y descubrir la mirada de los tres presentes fija en ella. La joven les observó en silencio, incapaz de poder controlar el malestar que rápidamente afloraba en su interior. Florian Dahl tenía familia, y nadie se lo había dicho...
Familia.
David Havelock la volvió a coger del codo justo a tiempo para que no se desvaneciese. El hombre le presionó suavemente el antebrazo, tratando de transmitirle entereza, y la atrajo hacia él.
—Lo siento, Ana —dijo en un susurro prácticamente inaudible—, me pidió explícitamente que no te lo dijese.
—Ella es Martha Mason, mi esposa, y ellos son mis nietos, Liam y Megan Dahl. Mi hijo, Johan Dahl, y mi nuera, Hanna Trent, fallecieron hace unos años durante una operación en Saturno: ellos son sus hijos.
Ana observó a los tres, demasiado impactada por su mera existencia como para poder reaccionar. Martha Mason era una mujer algo mayor que Florian Dahl, de unos setenta y dos años, muy alta y de constitución muy delgada. Sus ojos eran de color marrón oscuro, y su cabello, el cual llevaba sujeto en un moño, muy rizado y gris. La esposa de Florian Dahl vestía con un elegante vestido de color azul que resaltaba su tez morena. Por su expresión severa y mirada gélida, Ana comprendió de inmediato que la mujer no estaba demasiado satisfecha con su presencia, y no era para menos. Aunque ella fuese nieta de Florian Dahl, su madre era hija de otra mujer, por lo que no había precisamente lazos de sangre entre ellas.
Ana le mantuvo la mirada, pero no dijo nada. Simplemente asintió con la cabeza a modo de saludo segundos antes de que, muchísimo más cercano, Liam Dahl acudiese a su encuentro y le besara las mejillas con cariño.
—Así que tú eres la famosa Ana Larkin —exclamó—. ¡Me alegro de conocerte! Llevamos mucho tiempo buscándote. Yo soy Liam, tu primo político... o medio primo, como quieras llamarlo. Sea como sea, es un placer tenerte por aquí.
Liam Dahl era un hombre alto y de cuerpo fibroso. Llevaba el cabello negro muy corto, rapado, y vestía un uniforme blanco ajustado que evidenciaba las horas de ejercicio. Su expresión era pícara, al igual que su sonrisa. Lo único extraño en él era su mirada, pues tenía el ojo derecho verde y el izquierdo azul, pero incluso así resultaba agradable a la vista.
Ana le dedicó una sonrisa nerviosa. A diferencia de su abuela, el joven parecía tan cercano que la princesa no descartaba la posibilidad de que acabase dándole un abrazo.
—Primos, ¿eh? —Larkin asintió con la cabeza suavemente—. Eso no suena mal.
—Nada mal, te lo aseguro. ¿Cuántos años tienes? Yo diría que somos más o menos de la misma edad, ¿no crees? Yo tengo 27, y...
—Liam —advirtió su hermana desde atrás, aún de pie junto al trono donde aguardaba su abuela—, deja a Ana en paz. Aún es pronto para marearla.
La mujer se acercó a ellos haciendo resonar los afilados tacones de sus botas. Se detuvo frente a Ana y le tendió la mano, distante.
—Bienvenida, Ana Larkin.
Megan Dahl era una mujer de treinta y dos años, alta y esbelta. Sus rasgos eran duros, como los de su abuela, y su expresión severa. Sus ojos eran oscuros, casi negros, y su cabello castaño, largo y liso. La mujer lucía todo el lateral derecho de la cabeza afeitado y lleno de tatuajes verdes en forma de pájaros, un aro plateado en la ceja y un par de tachuelas tras la oreja, lo que le ofrecía un aire francamente intimidante. Megan vestía un uniforme blanco muy parecido al de su hermano, aunque el suyo era mucho más ajustado. En el pecho lucía un disco plateado con una corona grabada en su interior, y en el cuello, justo debajo del lóbulo de la oreja, la marca distintiva de Mandrágora.
Le estrechó la mano con fuerza.
—Gracias.
—Mi hermana es la oficial de mayor rango de "la Reina", Ana —exclamó Liam—, la sección aérea de la división.
—Así es —secundó Havelock, recuperando de nuevo su posición junto a Ana—: toda una personalidad. Megan, Liam, permitidme que os presente a Elim Tilmaz...
Un rato después, Florian Dahl y Ana salieron a un amplio balcón situado en el piso más alto del edificio. Las presentaciones y los primeros minutos habían sido más tensos de lo que había imaginado, sobre todo por parte de las féminas de su familia, pero incluso así se sentía profundamente satisfecho. Confiaba que con el tiempo se calmarían los ánimos de ambas.
El anciano avanzó hasta la barandilla y apoyó los codos sobre ésta. Desde allí se podían contemplar las hermosas vistas de la ciudad blanca, los bosques de los alrededores y, en la lejanía, el océano. Florian solía acudir a aquel lugar para pensar. La brisa era normalmente suave y el silencio absoluto, por lo que podía pasar horas sin ser molestado.
Era un lugar perfecto.
Ana se situó a su lado, rígida y tensa. Hasta entonces había logrado mantenerse serena en todo momento. La joven se había enfrentado a la repentina aparición de una segunda familia por parte de su abuelo con entereza, sin perder las formas en ningún momento, y eso era algo que Florian agradecía, y más teniendo en cuenta la actitud de su esposa y su nieta.
Florian fijó la mirada en el horizonte, meditabundo. Ana despertaba en él muchos sentimientos.
—Te pareces mucho a tu madre —dijo en tono reflexivo—. Sé que no la recuerdas, pero te aseguro que eres su vivo retrato.
—Yo acababa de nacer.
—Así es, pasó tan poco tiempo... —Florian entrecerró los ojos—. Nunca olvidaré aquel día. Me encontraba en la órbita del planeta, muy cerca de Corona de Enoc, cuando el segundo oficial de a bordo me vino a buscar al camarote. Yo estaba descansando, agotado tras una inacabable jornada de maniobras, pero tan pronto abrió la puerta y vi su rostro supe lo que había pasado. Era cuestión de tiempo que sucediese... nunca debí confiar en Larkin.
—No creo que fuese culpa de mi padre —respondió ella, a la defensiva—. Hasta donde sé, él siempre ha intentado protegernos.
—La única forma de proteger a los seres que te importan es a través de la lucha, Ana. No sirve de nada esconderse y esperar a que todo acabe, porque por desgracia nunca va a abandonarlos: la Suprema no lo permitirá. Y entiendo que quieras proteger la memoria de tu padre, querida, pero...
—¿Realmente es necesario que hablemos de él ahora mismo? —interrumpió Ana, incómoda—. Perdí a mi padre hace dos años, señor Dahl: murió delante de mí en manos de mi hermano. Como entenderá, después de este largo viaje no es precisamente de los errores que cometió en el pasado de lo que quiero hablar.
El anciano volvió la mirada hacia su nieta, sorprendido ante la respuesta, pero finalmente asintió, comprensivo. Ciertamente, Ana tenía razón. Después de tanto tiempo esperando aquel reencuentro no valía la pena teñirlo de desgracia y tristeza tratando un tema tan complejo y desagradable como era el de Lenard Larkin. Ya habría tiempo para ello.
Florian volvió la mirada al frente y dejó que sus ojos se perdiesen en las profundidades de las aguas cristalinas. De todos los planetas que había visitado, aquél era uno de los más hermosos. Sus paisajes gozaban de tal solemnidad que el mero hecho de observarlos le serenaba.
—Imagino que ya habrá tiempo para hablar sobre ello. Entiendo que no tengas ganas de tratar el tema, y mucho menos ahora, pero es necesario. Para poder enfrentarte a tu futuro primero debes conocer todo tu pasado.
—Lo sé.
—Pero como digo, ya hablaremos. Ahora lo que más me interesa es saber más sobre ti. Dime, Ana, ¿tienes ya la marca? Hasta donde sé has viajado durante bastante tiempo junto a Alexius Helstrom y Philip Gorren, de la M.A.M.B.A. azul. ¿Has realizado el ritual de iniciación con ellos?
El mero hecho de escuchar el nombre de su querido maestro en boca de Florian Dahl logró hacerla sentir incómoda. Ana volvió la mirada hacia los tejados blancos de las casas y cogió aire, tratando de deshacer el nudo que en aquel entonces tenía en la garganta. A pesar del tiempo transcurrido desde su pérdida, Ana aún tenía muy en mente a Alexius.
—Aún no —respondió en apenas un susurro—. Viajaba con ellos como adjunta, no como agente. Creo que ninguno de los dos nunca estuvo demasiado de acuerdo con mi posible incorporación en la organización.
Florian no esperaba escuchar aquella respuesta. El hombre alzó las cejas, sorprendido, y durante unos segundos observó a su nieta, incrédulo. A continuación, tras sacudir bruscamente la cabeza, apoyó su manaza sobre el hombro de la chica, logrando así que le mirase a los ojos.
Más que nunca, Ana creyó ver los ojos de Elspeth en su mirada.
—Formar parte de Mandrágora no es una opción, Ana: es tu destino. La sangre de la Serpiente fluye por tus venas. —Le presionó con fuerza el hombro—. Debes unirte a nosotros lo antes posible... no puedo creer que no lo hicieran. Ese Helstrom...
—Lo hizo para protegerme —respondió Ana a la defensiva, alzando el tono de voz—. Todo lo que él hacía era para protegerme.
—¿Incluido el esconderte de mí? —Florian apoyó la otra manaza sobre el otro hombro de Ana y la sacudió con suavidad—. ¡Maldito sea, Ana! No voy a insultar a un muerto, y mucho menos uno que murió en acto de servicio, pero te juro que no voy a perdonarle lo que nos ha hecho. Si lo que quería era protegerte debería haberte dado un arma con la que disparar, no esconderte en una burbuja. ¿O es que acaso eres una niña? —El hombre negó de nuevo con la cabeza—. Debes iniciarte cuanto antes en la organización, querida. Ordenaré que preparen la ceremonia: hace mucho que te ganaste el derecho a formar parte de Mandrágora.
Florian le estrechó de nuevo los hombros, esta vez con algo más de fuerza, y la soltó para volver junto a la barandilla. El hombre apoyó las manos firmemente sobre ésta y fijó su imponente mirada de ojos azules en la isla.
—Sé que el viaje no ha sido fácil; sé que lo has pasado muy mal y que has perdido a gente importante para ti, pero a partir de este punto todo va a cambiar. Si así lo quisieras, Raylee podría convertirse en tu hogar. Quizás es pronto para decidirlo; acabas de llegar y aún te queda mucho por ver, pero te aseguro que desearía poder tenerte aquí, a mi lado. —Florian dejó escapar un suspiro—. Tienes mi palabra de que no va a volver a repetirse lo que pasó con tu madre, Ana: a ti no te voy a perder.
Conmovida por la intensidad de sus palabras, la joven se acomodó en la barandilla junto a su abuelo, hombro con hombro. Florian Dahl era un hombre mucho más brusco y enérgico de lo que había imaginado, pero le gustaba su forma de ser. Ana no era una mujer de medias tintas, y aquel hombre tampoco: se entenderían. Además, la idea de poder unirse a Mandrágora como un agente más le gustaba. Después de tanto tiempo viajando con Gorren y Helstrom, la joven consideraba que se había ganado el puesto.
—Le agradezco el apoyo, señor Dahl; necesitaba algo así. Las heridas de K-12 aún siguen abiertas. Además, estoy segura de que aquí podrán ayudar a Leigh. En la "Pandemonium" los recursos eran limitados.
El anciano la observó con curiosidad, intrigado ante la mención.
—Leigh es el muchacho que viaja en el tanque, ¿me equivoco?
—El mismo.
—¿Es alguien especial para ti?
¿Especial? De todos los adjetivos que podían describir a Leigh Tauber, aquél era uno, sin lugar a dudas. Su fiel camarada, incluso ausente en su estado, seguía estando tan presente en la vida de Ana y en su recuerdo que no había día en el que no lo recordase una y mil veces con toda la vitalidad y la alegría del pasado.
Sí, Leigh era especial. Su carácter y naturaleza imprevisible le convertían en alguien diferente. Sus charlas inacabables, su sonrisa, su buen humor, su lealtad... todo en él era tan particular que Ana nunca había vuelto a sentirse completa desde que la dejase en K-12.
—Lo es. —Ana asintió con la cabeza—. Sin él no habría llegado hasta aquí, se lo aseguro. Necesito que le ayuden a despertar. Los médicos de a bordo decían que era complicado, que a cada día que pasaba la recuperación era más difícil, pero mi amigo es duro: solo necesita tiempo.
—Cuidaremos de él, te lo aseguro. No podemos tratarlo aquí, pero el equipo especializado se ocupará de él en Duskwall. Los miembros de mi división tienen allí la mayor parte de las instalaciones, incluidos los laboratorios: harán todo lo que puedan por él.
La joven asintió, agradecida. El sol empezaba a caer, dando la bienvenida a una tarde cálida en la que las rachas de viento empezaban a coger fuerza. Unas horas después, antes del anochecer, el aire sería tal que todos los habitantes de la isla se verían obligados a regresar a sus hogares.
Permanecieron un par de horas más juntos, charlando animadamente sobre las vivencias de Ana en Sighrith, Belladet y el sistema Ariandgard. Florian parecía haber sido informado de todos los movimientos de su nieta, pero incluso así disfrutaba enormemente de sus historias. Después de tanto tiempo esperando aquel momento, el anciano no deseaba dejarla escapar tan pronto. Conscientes de ello, Ana y los suyos decidieron pasar toda la jornada en la residencia de los Dahl, disfrutando de su compañía y de la amabilidad de casi todos los miembros de su familia. Comieron juntos en una de las terrazas ajardinadas del primer piso y disfrutaron en uno de los salones de un vistoso espectáculo de danzas regionales y música organizado por el nieto de Florian hasta que, caída la noche, se despidieron de la familia y se encaminaron hacia Galvia, el pequeño pueblo situado al norte de la isla donde vivían los dalianos supervivientes.
Liam Dahl se despidió de ella con un fuerte abrazo lleno de sentimiento.
—Nos veremos muy pronto, mi querida prima. Tengo que enseñarte aún muchas cosas de la isla. Te quedarás una temporada, ¿no?
—No sé cuánto tiempo, pero imagino que sí, al menos un par de semanas...
—¡Magnífico! Mañana mismo te llevaré a Duskwall: ya verás la que tenemos allí organizada. Es impresionante, ¿verdad, Megan?
Algo más distante, Megan Dahl se despidió de ella con un sencillo apretón de manos. Al igual que su abuela, la mujer parecía aún demasiado impactada ante la aparición de Ana como para sentirse cómoda, pero poco a poco iba relajándose. Pasados unos días, tal y como había asegurado Dahl, todas las rivalidades y posibles enemistades quedarían olvidadas.
—Es impresionante, sí —aseguró—. Allí se encuentran nuestras salas de entrenamiento, los laboratorios y las jaulas de recreación. Esta noche trasladaremos a tu amigo a las instalaciones médicas, así que si mañana quieres ir a verlo, no hay problema.
Ana acordó con Liam visitar Duskwall al siguiente amanecer. La joven desconocía cuánto tardaría el maestro Gorren en llegar al planeta, por lo que prefería zanjar todo cuanto antes. Con suerte, en menos de un mes ya estaría de nuevo viajando hacia Sighrith. Hasta entonces, sin embargo, disfrutaría de unos días de descanso.
—¿Estás bien? —le preguntó Havelock en apenas un susurro mientras viajaban a través de la espesura, dirección a Galvia.
La oscuridad era tal que tan solo el haz de luz de los faros iluminaba el camino entre los árboles. Tras ellos, acomodado en el asiento trasero del vehículo, Elim dormía plácidamente, agotado tras una emocionante jornada en la que no había dejado de hablar con unos y otros, encantado ante las atenciones brindadas. A su lado, Tiamat permanecía muy quieto, con los ojos bien abiertos, observando el paisaje. Más allá del velo de oscuridad, él podía ver la vegetación salvaje que se había apoderado del hermoso paraje isleño.
Ana volvió la mirada hacia David Havelock y asintió. Durante las primeras horas de visita la respuesta a aquella pregunta habría sido totalmente diferente, pero en aquel entonces, superada la jornada, la joven se sentía sorprendentemente bien, en paz consigo misma.
Tomó su mano y la estrechó con suavidad sobre el asiento. Unos metros por delante, en la cabina, el conductor y el copiloto, dos dalianos, les observaban con interés a través del retrovisor.
—Estoy bien, sí. No parecen malas personas.
—No lo son —admitió él—. Sé que debería haberte dicho lo de su familia, pero Florian me pidió que no lo hiciese. Temía que pudiesen convertirse en un obstáculo para vuestro reencuentro.
Entendía sus temores. De haber sabido lo que iba a encontrarse, probablemente no hubiese aceptado. Ana no le culpaba por haber creado una nueva familia. Al contrario, pensándolo fríamente, era normal. Su abuela y su madre habían fallecido hacía ya muchos años, así que era de esperar que, de una forma u otra, hubiese rehecho su vida. Sin embargo, a pesar de lo que la lógica dictaba, Ana no podía evitar sentirse un tanto desplazada. Aunque compartiese sangre con Megan y Liam, la joven sabía perfectamente que solo les unía la figura de Dahl, por lo que no podían llegar a considerarse del todo familia. Además, era innegable que la situación era violenta para su mujer. Martha Mason se había sentido incómoda ante la presencia de Ana, y no era para menos. Su mera existencia evidenciaba que Florian había tenido una vida previa; una vida en la que había tenido una hija, así que su conducta no había sido del todo fuera de lo normal. Al contrario. En su lugar, Ana no sabría cómo habría reaccionado. Muy probablemente aquella mujer ya supiese de la existencia de Ana previamente, pero incluso así no dejaba de ser una situación desagradable.
—Bueno, ahora ya no importa. Es tarde para arrepentirse.
—Imagino que sí —secundó Havelock—. De todos modos, no tienes que volver si no quieres. Galvia puede convertirse en tu hogar si así lo deseas. Como pronto descubrirás, no me falta espacio en casa precisamente.
Unas horas después, Ana descubrió que Havelock no le había mentido. El Rey Sin Planeta vivía en un precioso palacete de piedra gris construido junto a la playa. A su alrededor se alzaba Galvia, un pequeño pueblecito de casas y pisos en los que los dalianos vivían plácidamente ocultos del mundo bajo un escudo protector que los ocultaba al ojo humano. Aquel pueblo era bastante más pequeño que Tiberias, aunque sus habitantes disponían de todo cuanto necesitaban para sobrevivir.
El vehículo se detuvo en la entrada del palacete, lugar dónde fueron recibidos por el personal al servicio de Havelock. La joven siguió a sus compañeros a través de un frondoso y llamativo jardín de flores rojas hasta la puerta de entrada. Una vez dentro, se dividieron. Ana fue guiada a través de un auténtico laberinto de pasadizos y escaleras hasta una elegante alcoba que el propio Havelock había asignado para ella.
—Alteza, si necesita algo solo tiene que presionar el llamador que tiene junto al cabecero de la cama para contactar conmigo —exclamó la mujer que la había guiado tras activar el suave alumbrado nocturno y abrirle la cama—. ¿Quiere que le prepare un baño? ¿O prefiere acostarse ya? Permítame que la ayude con las botas...
Por un instante, Ana regresó de nuevo a su castillo, allí donde su querida Justine la ayudaba y velaba por su seguridad hasta tal punto que la joven jamás había llegado a dejar atrás del todo la infancia. Ella la vestía, la peinaba e incluso la maquillaba. Por suerte, aquella época había quedado ya muy atrás, y Larkin no necesitaba a nadie que la ayudase.
Ella ya no era una princesa.
—No, no. No hace falta —aseguró—. Puedo encargarme yo de todo.
—No es un problema para mí, Alteza, al contrario: estoy aquí para ayudarla...
—¡He dicho que no necesito ayuda! —insistió Ana, tajante. Se acercó a la puerta acristalada que daba a la terraza y la abrió. Fuera soplaba una agradable brisa marina que impregnaba del olor a sal todo a su paso— Puedes decírselo a David de mi parte.
—¿David? —La mujer sacudió la cabeza con decisión, dando un paso al frente—. No me envía el señor Havelock, Alteza. A mí me envía el señor Dahl...
Ana suspiró profundamente, agotada, logrando con aquel simple gesto que su asistente abandonase la estancia. Estaba demasiado cansada como para discutir.
Ya a solas, la joven salió a la terraza y se apoyó en la barandilla a contemplar el cielo estrellado. Ante ella, las olas lamían con voracidad la playa de arena blanca que había delante del edificio, a escasos metros.
Creyó escuchar un suave canto procedente de las olas.
Ana volvió la mirada hacia el océano y dejó que sus ojos se perdiesen en el vaivén del agua. El paisaje era hermoso, el lugar tranquilo y el silencio absoluto, pero incluso así fallaba algo.
Se sentía sola.
—Por favor... —murmuró alzando la vista de nuevo hacia las estrellas—, no tardéis: os estoy esperando.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro