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Capítulo 7

Capítulo 7



—Jaime era un buen tipo, lamento su pérdida.

Las largas y estrechas avenidas de Belladet se abrían ante ellos, inacabables, con el sombrío y lejano desierto de fondo. Con la caída de la noche, una suave brisa fría se apoderaba de la ciudad, sacando así de las profundidades de la tierra a sus habitantes. A aquellas horas la ciudad era totalmente distinta. Todos los negocios y lugares que cerraban durante el día ahora estaban abiertos y llenos de gente.

A un par de kilómetros al sur del hotel encontraron un conjunto de plazas monumentales por las que deambular lejos de los bares y su música. Pasearon tranquilamente por ellas durante largo rato, hasta alcanzar un mirador desde donde las vistas de la ciudad eran impresionantes.

—¿Estabais muy unidos?

—Lo normal. —Leigh se sentó en la barandilla, de espaldas al desnivel que separaba la zona alta y baja de la ciudad—. Era un tipo distante, nunca había tenido demasiada suerte, pero se podía confiar en él. Cuando era un niño, con siete u ocho años, perdió a sus padres. Alguien les delató.

—¿Les delataron? ¿Gente de la calle?

—No, de dentro. Compañeros de la organización. Verás... —Palmeó la barandilla para que subiese a su lado y poder así contemplar la hermosa plaza que acababan de atravesar. Ana le tendió la mano para que la ayudara a subir y se unió a él—. No es la primera vez que sucede. En situaciones límite, cuando es tu vida la que pende de un hilo, las personas somos capaces de vender nuestra propia alma con tal de sobrevivir. En el caso de Jaime, el Reino logró infiltrar a un agente en su grupo. Para cuando quisieron darse cuenta, era demasiado tarde. Él tuvo suerte, al ser tan pequeño retiraron las acusaciones y lo internaron en un orfanato. Eso sí, antes de cumplir la mayoría de edad tuvimos que sacarle de allí: ya sabes cuál es la posición del Reino respecto a aquellos que consideran "mancillados" por el enemigo.

Ana alzó la vista hacia una de las fuentes. En el centro, escupiendo agua por sus bocas, cinco estatuas de hermosas bailarinas giraban sobre sí mismas, unidas por las manos en una danza sin fin. Sus prendas y melenas, aunque de piedra maciza, se movían con la brisa, dando un realismo a la escultura estremecedor.

—Lo sé.

—Hay más agentes del Reino infiltrados entre los nuestros de lo que muchos quieren admitir. Hay muchos compañeros que lo niegan, que aseguran que son rumores creados por el propio enemigo para desestabilizarnos, pero te aseguro que es cierto. Ya no se puede confiar en nadie. Es por ello por lo que lamento la pérdida de Jaime, él era uno de los legales.

—Bueno, para ser francos, Marcos, Maggie, Elim y yo no somos partidarios de vuestra organización, pero tampoco del Reino. —Ana apoyó las manos sobre la barandilla y alzó la mirada hacia el cielo. La intensidad de las luces de los carteles impedía que se pudiesen ver las estrellas—. Se podría decir que somos neutrales.

—¿Neutrales? —Leigh negó con la cabeza—. Eso no existe, Larks. En el momento en que no estás a favor del Reino te conviertes automáticamente en su enemigo. ¿Y sabes qué pasa con los enemigos del Reino? —Leigh ensanchó la sonrisa algo más animado—. Que se convierten automáticamente en nuestros amigos.

Una pareja de bellator uniformadas con la coraza y el casco reglamentario pasaron en aquel momento por la plaza. Al igual que al resto de sus compañeras, a ambas mujeres les faltaba el seno derecho e iban armadas, aunque su expresión era más arisca de lo habitual. Al parecer, buscaban algo.

Las observaron hacer una rápida búsqueda por los alrededores. Por el terminal portátil que una de ellas consultaba en su muñequera, probablemente un detector de calor, supusieron que debían buscar a alguien.

Aguardaron en completo silencio a que se alejaran y, una vez fuera de su alcance, bajaron de la barandilla para encaminarse hacia uno de los callejones. No muy lejos de allí, a unos quinientos metros, se hallaba uno de tantos accesos al río subterráneo que atravesaba la ciudad. Descendieron una escalinata y se adentraron en un túnel poco iluminado. En su interior, ocultas entre las sombras, otras tantas bellator vigilaban la zona.

—Eso que dices... —exclamó Ana una vez recorrido el túnel. Al final de éste, algo más iluminada, había una gran galería en cuyo centro, custodiado por un canal dorado, las aguas del río corrían a gran velocidad—. No puede ser del todo cierto. Rosseau, por ejemplo, es enemigo del Reino, pero no es vuestro aliado. Y como él hay muchos.

Se detuvieron junto a la orilla para contemplar el curso del agua. A su alrededor había bastantes parejas que aprovechaban la falta de luz para disfrutar de un poco de intimidad.

—Por cierto... —murmuró Ana en tono burlón, lanzando una fugaz mirada hacia una pareja de no más de quince años que se besaba con escandalosa pasión—. No te hagas ilusiones, Leigh.

Ambos rieron con complicidad.

—Nunca lo haría, princesa. —Leigh se llevó la mano a la sien e hizo una floritura a modo de reverencia—. Ahora hablando en serio, las cosas con Rosseau no son tan fáciles como parecen a simple vista. No sé si debería decírtelo, pero bueno...

—¿Qué pasa?

No lo dudó demasiado.

—Verás, aunque en la actualidad lo consideremos nuestro enemigo, al principio no era así. Cuando el Capitán se cruzó en nuestras vidas vimos en él a un posible aliado; alguien con quien combatir al Reino. Ese hombre, o ser, o lo que sea, puede invadir planetas en muy poco tiempo... demasiado poco tiempo. Como comprenderás, cuando oímos hablar de su existencia, acudimos en su búsqueda de inmediato. Bueno, yo no, claro. Yo ni tan siquiera había nacido, pero sí Helstrom y Gorren.

Una desagradable sensación de decepción se apoderó de Ana al escuchar aquellas palabras. A lo largo de los años la imagen que el Reino había dado de Mandrágora había logrado calar hondo en ella. Para Ana, el enemigo era la encarnación del mal: sus miembros eran demonios que habían nacido para destruir y todo aquel que siguiese sus pasos no merecía otra cosa que morir. Desde su unión con Helstrom, sin embargo, aquella imagen había ido variando. Mandrágora seguía siendo lo que era, una organización que luchaba contra el Reino, pero poco a poco la imagen de demonios desalmados había ido desapareciendo. Con aquella confesión, muy a su pesar, las cosas cambiaban notablemente. Bajo su punto de vista, no todo valía con tal de conseguir un objetivo.

—¿No se supone que lucháis para liberar a los hombres de la opresión del Reino? —preguntó con ironía—. Aunque francamente, no sé de qué opresión os quejáis. Yo tengo mis más y mis menos con ellos, pero el resto de la ciudadanía vive bastante bien.

—¿Qué vive bastante bien? —Leigh abrió mucho los ojos, sorprendido—. ¡Cómo se nota que te has criado en un castillo, Larks! La mayor parte de la población malvive. Podría decirte mil cosas de las que suceden ahí fuera, desde planetas enteros prácticamente esclavizados para poder pagar los impuestos, o rutas comerciales neutralizadas por puro capricho a causa de las cuales millones de ciudadanos se mueren de hambre en las calles. Incluso podría hablarte de planetas enfermos en los que la gente muere por no poder pagar vacunas, o de millones de hombres y mujeres que acaban perdiendo la vida en una mesa de laboratorio a cambio de unas monedas con las que dar de comer a sus hijos. Las regularizaciones impuestas por los rex y gobernadores planetarios son esclavistas en muchas ocasiones, querida. Tú has tenido la suerte de haber nacido en un sector en el que los líderes han sido justos con sus pueblos. En el planeta en el que nací yo, todas las niñas que naciesen con el cabello negro eran ejecutadas. ¿Sabes lo que eso significa, Larks? —Negó con la cabeza—. Me alegra que no lo hayas tenido que sufrir, te lo aseguro, ¡pero el hecho de que no lo hayas visto no implica que no exista! Es por ello por lo que Mandrágora lucha a diario. Siglos atrás, cuando el Reino no existía, los hombres eran libres de decidir qué hacer con su vida y su futuro. ¿Por qué debería obedecer las órdenes de alguien elegido a dedo por la Suprema? Es más, ¿quién es ella para mí? ¡Si ni tan siquiera le he visto la cara! Yo solo acepto órdenes de aquellos que luchan por mi bienestar, no por el suyo propio. Por ello entregué mi vida a Mandrágora... y sí, sé que intentar unir a Rosseau a nuestra causa a pesar de conocer sus métodos es un crimen, pero me temo que no nos han dejado otra alternativa.

La vehemencia de Leigh se esfumó junto con su discurso al pasar junto a ellos una pareja de muchachos. Les observaron pasar en silencio, demasiado sumidos en sus pensamientos como para percatarse incluso de que estaban discutiendo, y no volvieron a hablar hasta quedarse de nuevo a solas.

—Rosseau es un cerdo: un cabrón sin alma que no merece vivir, y te aseguro que vamos a matarle. Pero si para acabar con él o con el Reino necesitamos ayuda de gentes cuyos métodos no sean los mejores, o incluso ayuda alienígena, no la vamos a rechazar. En otros tiempos, no solo los humanos vivían en la galaxia. ¡El intercambio comercial entre distintas especies ha existido siempre! ¿Por qué debemos negar ahora su existencia? Es más, ¿por qué debemos erradicarlos? Sé que es complicado, pero si vieses lo que muchos de nosotros hemos visto, lo entenderías.

Volvieron a quedarse en silencio, esta vez voluntariamente. Se mantuvieron la mirada, pensativos, y permanecieron así durante largo rato, tratando de hallar en el otro un poco de comprensión. Ana no lo había tenido nada fácil en los últimos tiempos, era evidente, pero por el modo en el que hablaba, la suerte tampoco había sonreído a Leigh.

En el fondo, quizás no fuesen tan diferentes. Procedían de entornos totalmente distintos y habían tenido que enfrentarse a la vida desde posiciones opuestas, él desde lo más bajo y ella desde lo más alto, pero al final, ya fuese el Reino o el destino, la suerte o la desdicha, ambos habían sido arrastrados hasta el mismo punto.

Arrepentida, Ana apoyó la mano sobre su hombro y lo apretó con suavidad, arrancándole una sonrisa. Ni tan siquiera valía la pena planteárselo.

—No vamos a ponernos a discutir, ¿verdad? —preguntó en tono confidencial.

—Bueno, si tenemos que hacerlo, hagámoslo por algo que realmente valga la pena y no por esos cerdos. Ya sea sirviendo a un bando o a otro, nuestro objetivo es el mismo.

—Estoy de acuerdo... —Ana consultó su crono—. Empieza a hacerse un poco tarde, quizás deberíamos volver. El hotel está lejos de aquí.

—Sí, volvamos... pero antes haz la pregunta.

—¿Pregunta? ¿Qué pregunta?

La expresión de Leigh se ensombreció. El joven volvió la mirada a su alrededor, en busca de posibles oyentes, y bajó el tono de voz.

—Te he dicho que queríamos que Rosseau se uniese a nosotros, pero es evidente que las cosas no salieron bien... ¿No quieres saber por qué?

—Ilumíname.

—Rosseau no cree en la raza humana. Nos desprecia: nos considera parásitos que deben ser exterminados. Su odio hacia nosotros es irracional, y su objetivo es someternos. ¿Comprendes ahora por qué no puede ser uno de los nuestros? Él busca la destrucción del ser humano, nosotros su liberación.

—Si lo que intentas es convencerme...

—No, no es eso. —Leigh le cogió la mano—. Solo creo que debes saber la verdad, nada más. No somos tan malos como te han hecho creer a lo largo de todos estos años... pero tampoco tan buenos. Tenlo en cuenta. Volvamos.

Rehicieron el camino hasta la plaza en silencio, disfrutando de la noche. Con cada hora que pasaba, la temperatura descendía más y más, provocando así que pronto Ana se sintiese muy cómoda. Durante el trayecto no encontraron a prácticamente nadie, pues la mayoría de los ciudadanos estaban o en sus casas o en las tabernas, pero no tenían sensación de peligro. Las patrullas, aunque no siempre a la vista, estaban muy presentes por toda la ciudad.

Alcanzada la plaza, Ana se detuvo junto a la fuente de las bailarinas. Al otro extremo, ocupando el muro donde anteriormente ellos se habían sentado, un grupo de cinco chicos y dos chicas charlaban y reían a carcajadas, ajenos a cuanto sucedía a su alrededor.

Ana estiró la mano hacia uno de los chorros y dejó que el agua fría le bañase los dedos.

—Eh, Leigh, ¿estás mejor?

—Sí. El paseo me ha ido bien, te lo agradezco.

—Antes has dicho que no estabais muy unidos, solo lo "normal". ¿Qué significa eso?

Cruzó los brazos sobre el pecho, pensativo.

—Nos apoyábamos y ayudábamos siempre que podíamos, lo normal entre compañeros. Nunca hablábamos de temas demasiado intensos, ni me contaba sus historias ni yo las mías. Al menos mientras estábamos sobrios, claro. Pero vaya, teníamos una relación cordial. Recuerda que me salvó la vida en al menos cuatro veces... Es una lástima, me hubiese gustado poder devolverle el favor.

—Ya... Es lo normal entre compañeros, claro. —Volvió a meter la mano bajo el chorro de agua—. Verás...

—¿Qué pasa?

—Necesito tu ayuda. —Ana se volvió hacia Leigh—. Sabes que me han dejado fuera de la misión, ¿verdad? Lo escuchaste.

—Sí, lo escuché. Bueno, tienen sus razones...

—Las tengan o no, yo también quiero ir. Tú lo dijiste cuando nos conocimos... somos compañeros, y los compañeros se ayudan mutuamente. —Alzó la mano al ver que iba a interrumpirle—. No, por favor, escúchame. Sé que es una locura, pero esto es importante para mí, Leigh, de lo contrario no te lo pediría...

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