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Capítulo 40

Capítulo 40



La pirámide estaba rodeada por decenas de sombras. Desde la lejanía no podían distinguir con claridad de qué se trataban, pues las espigas azuladas que cubrían los campos las cubrían, pero Armin estaba casi convencido de que eran formas humanoides; decenas de formas amenazantes que, diseminadas por los alrededores, custodiaban la entrada a los edificios.

Lentamente, sintiendo el peso del nerviosismo y la preocupación concentrarse en su cuello, Dewinter bajó los binoculares y se los tendió a Leigh. A su lado, con las miradas fijas en el horizonte y expresiones sombrías cubriéndoles los rostros, Gorren y Helstrom analizaban la situación.

—Hay demasiados: si son guardianes, no podremos con ellos —dijo Philip a su compañero en apenas un susurro, consciente de que tanto Leigh como Armin estaban muy atentos a todas sus palabras—. Debemos esperar. ¿Cuánto tardarán?

Helstrom consultó su crono de mano antes de responder. Horas atrás, antes de iniciar el viaje motorizado hacia las pirámides, el maestro había contactado con el campamento principal para informarle de lo ocurrido. Dale Gordon, al mando de éste, les había informado sobre los recientes ataques que habían sufrido por parte de las mujeres de Emile Arena, la localización de su nave y los planes de ataque que tenían. Además, también había hablado sobre la posibilidad de transportar algunas tropas con las naves ligeras de rastreo. Éstas solo tenían espacio para el transporte de diez agentes por viaje, pero dadas las circunstancias no podían rechazarlo. Los refuerzos, aunque pocos y lentos en llegar, serían muy bien recibidos. 

—Calculo que en tres horas habrán llegado... cuatro como mucho —respondió Helstrom, visiblemente preocupado—. Es demasiado tiempo...

—Siempre y cuando la chica esté dentro, de lo contrario eso no importará. —Gorren cruzó los brazos sobre el pecho y se volvió hacia sus agentes—. Tiamat, Dewinter, buscadla por los alrededores, tanto a ella como a cualquier posible rastro. Si ha estado por aquí, habrá dejado huella.

Obedientes, los dos hombres tomaron de nuevo los aerodeslizadores y se perdieron entre la naturaleza, dispuestos a rodear todo el perímetro de las pirámides en busca de un rastro por el que guiarse. Gorren dudaba que fuesen a encontrar nada, pues incluso habiendo pasado por allí lo más probable era que la propia naturaleza hubiese borrado el rastro de Ana, pero al menos aquello le servía para ganar algo de tiempo.

Controlar a Leigh Tauber era relativamente fácil; el joven era valiente y obstinado, pero obediente. Además, la herida de la pierna jugaba a su favor. Su movilidad se había visto notablemente reducida y, con ella, su energía. Armin Dewinter, en cambio, era totalmente diferente. Hasta entonces se había mostrado relativamente dócil, obediente e, incluso, comprensivo, pero poco a poco su instinto iba abriéndose paso y el carácter de uno de los clanes más temidos de Mandrágora empezaba a hacer acto de presencia.

Aguardó unos instantes a que los dos vehículos estuviesen lo suficientemente lejos como para poder hablar abiertamente. Leigh parecía totalmente al margen de lo que estaba a punto de suceder; Helstrom, en cambio, lo sabía perfectamente. Después de tantos años juntos, Philip ya no podía sorprenderle.

—No podemos enfrentarnos a lo que sea que nos espera allí en solitario, Alexius. Lo estás viendo: son decenas de ellos. Debemos esperar a la llegada de los refuerzos.

—¿Esperar? —preguntó Leigh con cierta sorpresa—. ¿Y qué pasa con Ana? Es más que posible que esté dentro. ¡No podemos esperar!

—Cállate, Tauber —advirtió Gorren en tono cortante—, esto es cosa de los mayores. Alexius, tú lo entiendes, ¿verdad? Sabes perfectamente que podría ser un suicidio. Debemos atacar: golpear al Capitán con toda nuestra fuerza y herirlo de muerte, pero no así. Hacerlo en solitario no serviría de absolutamente nada: moriríamos en el intento.

—Podríamos morir, sí —admitió Helstrom—. Me parece sensato lo que dices.

—Pero...

El maestro Alexius negó suavemente con la cabeza. Sus ojos cada vez más brillantes a causa de la fiebre miraban con respeto el complejo de estructuras triangulares. El enemigo se les había adelantado otra vez; era más numeroso y, probablemente, más poderoso. Por suerte, ellos tenían el factor sorpresa y, si el instinto no le fallaba, a un infiltrado con el que confiaba poder contar. 

—No hay peros, Philip, lo más sensato es esperar a que lleguen los refuerzos.

—¿Esperar? —Perplejo, Leigh no pudo reprimir su necesidad de expresar abiertamente su opinión—. ¡Demonios! ¿Estamos locos? ¿¡Qué pasaría si Ana estuviese dentro!? ¿Y si estuviese a punto de morir? ¡No podemos esperar!

—¿Quién te dice que no ha muerto ya? —respondió Gorren con severidad—. Leigh, no pierdas la perspectiva. Aunque tuvieses razón, ¿realmente estás dispuesto a arriesgar toda la misión por un intento de rescate que no tiene ninguna probabilidad de salir bien? —Negó suavemente con la cabeza—. Todos sabemos el motivo de nuestro viaje. Llegar hasta aquí ha costado mucho esfuerzo y muchas vidas así que no dejemos que haya sido en balde.

—Ya, pero...

Gorren se volvió hacia Leigh y clavó la mirada en él, amenazante. A pesar de que podía llegar a entender los sentimientos del joven, pues en otros tiempos él mismo había cometido aquel error, sabía que era necesario pararle los pies antes de que fuese demasiado tarde.

—Leigh, deja de comportarte como un estúpido. Perteneces a Mandrágora: no lo olvides. ¿Es necesario que te recuerde que la misión está por encima de todo lo demás?

Leigh hizo ademán de responder, dispuesto a discutir, pero antes de que pudiese decir una palabra Helstrom se lo impidió, ordenándole silencio con un simple ademán de cabeza. Como miembro activo de la organización desde hacía ya mucho tiempo, el joven sabía perfectamente que su superior tenía razón: pertenecer a Mandrágora comportaba aquel tipo de sacrificios. Aquello era algo que Tauber había tardado en entender, pero con el paso de los años y de las pérdidas, había llegado a aceptar. No obstante, en aquel caso, tratándose de Ana, le resultaba especialmente complicado de comprender. Los agentes de Mandrágora aceptaban su destino; se sacrifican por la causa y morían con orgullo. Ella, sin embargo, no formaba parte de los suyos. Para Ana la muerte tenía un significado totalmente diferente, y Leigh no deseaba que tuviese que enfrentarse a ella en solitario. Por desgracia, su condición de agente le impedía desobedecer las órdenes. El joven había jurado cumplir con los deseos de la Serpiente, y si ésta había consentido que los maestros alcanzasen aquella posición, él no era nadie para discutirlo.

Clavó la mirada en el suelo con los puños cerrados con firmeza. Le costaba mantener la boca cerrada, pero sabía que no le quedaba otra alternativa. Aunque quisiera, no podía ni debía discutir su decisión.

Entrecerró los ojos. El mero hecho de pronunciar aquellas palabras le hacía sentir como si estuviese traicionando a Ana.

—No es necesario, maestro.

—Entonces esperaremos.



Había tardado casi diez minutos en localizarlo, pero finalmente tan solo había necesitado pasar junto a la zona para poder percibir las evidencias que Ana había dejado a su paso; las pisadas en el barro, la hierba aplastada, las ramas rotas...

El maestro Helstrom había enseñado muchas cosas a Larkin a lo largo de todos aquellos meses, desde el uso de las armas hasta a controlar su mal carácter, pero no a ocultar su rastro. El paso de la joven era tan evidente que incluso dolía a los ojos.

Armin siguió el rastro a lo largo de unos cuantos minutos hacia el interior del bosque. Todo indicaba a que Ana, si es que realmente era ella, había atravesado aquella zona con paso firme y una dirección clara, sin titubeos ni dudas, como si tuviese algún tipo de instrumento o brújula que la guiase...

Comprobó que no hubiese más rastros. Le extrañaba que Ana hubiese avanzado con tanta decisión en solitario. ¿Sería posible que hubiese sido apresada por alguna de las sombras que custodiaban las pirámides? Por el rastro dejado, no parecía que nada hubiese inducido ni imposibilitado el avance, por lo que la teoría del secuestro perdía fuerza. La joven parecía haber sido libre de elegir su camino en todo momento. ¿Significaba entonces que había decidido enfrentarse en solitario a las pirámides? Armin suponía que sí; el guardaespaldas era plenamente consciente de las dudas que últimamente la atormentaban, e imaginaba que, tarde o temprano, habría tomado la decisión. Sin embargo, le sorprendía tanta vehemencia. ¿Acaso no se había detenido ni un segundo a pensar en ellos?

No podía evitar sentirse decepcionado. Armin nunca había pedido lealtad a nadie, y mucho menos a una persona que ni tan siquiera pertenecía a su clan, pero sí esperaba un mínimo por su parte. Entre Ana y él existía un vínculo especial, diferente a los que hasta entonces jamás había tenido, y no deseaba que acabase tan pronto. Al menos no de aquella forma, y mucho menos después de haber discutido.

Empezaba a dudar si no habría sido demasiado brusco con ella...  

  —Dewinter.

La mención de su propio nombre interrumpió el hilo de sus pensamientos. Armin apartó la mirada de las huellas que en aquel entonces estaba inspeccionando, unas especialmente profundas, y volvió la vista atrás. Ante él, recortado contra la luz de la mañana, Tiamat le observaba con el ceño fruncido.

—Veo que has encontrado algo —prosiguió. Se acercó unos pasos para agacharse a examinar más de cerca el rastro. Hundió los dedos en la pisada y se los llevó a la nariz, para olfatear la tierra húmeda—. Es ella, sí... aunque creo que tú ya lo sabías.

Armin volvió la mirada hacia el campo de espigas azules y fijó la mirada en las ahora lejanas pirámides. Le hubiese gustado poder creer en la posibilidad de encontrarla, en que habría decidido esperar, pero lo cierto era que, desde un principio, no había tenido ningún tipo de esperanza. Ana estaba en las pirámides: no necesitaba verlo para saberlo.

—¿Qué son esos seres que vigilan las pirámides? —preguntó Armin—. Parecen sombras a simple vista.

—Y puede que lo sean; la brujería del Capitán escapa a mi conocimiento. No obstante, es evidente que no son humanos cualquiera.

Decepcionado ante la respuesta, el guardaespaldas se alejó unos pasos hasta alcanzar la última línea de árboles antes de acceder al océano de espigas. Las pirámides estaban lejos, más de lo que habría imaginado jamás, pero confiaba en poder llegar hasta su entrada sin poder ser visto. Era algo muy arriesgado, y más cuando no conocía la naturaleza del enemigo, pero tampoco le quedaban muchas otras opciones. Si Ana estaba allí dentro, alguien tendría que sacarla...

¿O quizás no?

Una desagradable sensación de decepción se apoderó de él al darse cuenta de la estupidez que se estaba planteando. Los agentes de Mandrágora no habían sido entrenados para comportarse como estúpidos, y mucho menos él. Su padre y su hermano mayor se habían esforzado demasiado en su formación como para que ahora les pagase de aquella forma. Ana se había buscado sus propios problemas así que, en el fondo, era problema suyo.

Tendría que encontrar el camino de regreso sola...

¿Pero cómo? ¿Realmente iba a dejar que se enfrentase a su destino en soledad? Ana no podría hacerlo; la conocía, y aunque a veces lograba sorprenderle, era plenamente consciente de sus limitaciones. Así pues, ¿qué debía hacer? ¿Desobedecer su código y entrar a por ella, ignorando toda la misión? Aquello no era propio de él; quizás del "Conde", pero no de él.

Se preguntó con sorpresa qué debía hacer. Hasta entonces, pocas habían sido las ocasiones en las que Armin había dado en cómo actuar.

—Aunque hubiese pruebas fehacientes de que Ana está en las pirámides, imagino que sabes que tus maestros no aprobarían su rescate sin esperar a los refuerzos —dijo Tiamat tras él, acercándose a su posición con paso firme—. Somos demasiado pocos. Además, con Leigh y los maestros heridos, la situación es insostenible.

—Lo sé.

—¿Entonces? —El alienígena se detuvo a su lado—. ¿Cuál es el plan?

Él le dedicó una fugaz mirada, confuso.

—¿Plan? ¿De qué plan hablas?

—Del plan para salvar a la chica, Dewinter, ¿de qué iba a hablar sino? Se supone que cada princesa tiene un caballero que vela por su bienestar, ¿no?—Tiamat volvió la mirada hacia Armin, sorprendido—. Espera un momento... no estarás pensando en dejarla ahí dentro sola, ¿verdad?

Antes de que pudiese responder, un susurro lejano captó su atención. Ambos fijaron la vista en las pirámides y, poco a poco, empezaron a escuchar unas voces. Primero eran murmullos, poco más que palabras susurradas cuyo significado parecía carecer sentido. Poco después, sin embargo, el tono fue aumentando hasta convertirse en un lejano cántico cuyas palabras causaban repulsión a los oídos.

El cielo empezó a oscurecer sobre las pirámides.

—¿Qué demonios...? —Tiamat dio un paso al frente—. Cielos, eso no es nada bueno... sea lo que sea que estén haciendo ahí dentro, está a punto de empezar.

—¿El qué? ¿Qué han hecho?

Armin señaló el cielo justo cuando la oscuridad que se cernía sobre las estructuras formó un remolino. Las nubes se tiñeron de carbón y empezaron a girar sobre sí mismas, como si de una monumental tormenta se tratase.

Empezaron a escucharse truenos.

—Brujería.



—¡¡Santa Serpiente!! —gritó Leigh, interrumpiendo la conversación de los dos maestros. El joven alzó el dedo hacia el cielo, acusador, y permaneció en aquella postura durante unos segundos, anonadado ante el repentino cambio de ambiente—. ¡Demonios, miren eso! ¡Es como si se fuese a abrir el mismísimo infierno!

—Nosotros no creemos eso, maldito idiota —respondió Gorren a gritos. El hombre desenfundó su pistola y se adelantó  unos pasos hasta quedar por delante de sus compañeros. Un simple vistazo al cielo le bastó para estremecerse—. ¡Joder! ¿Pero qué...? ¡Es como si se estuviese abriendo una maldita puerta a otra dimensión! —Negó con la cabeza bruscamente—. Esto no es normal... demonios, ¡no lo es! Tauber, quédate con Helstrom: esperad a los refuer...

Philip ni tan siquiera pudo acabar la frase. Un rayo cayó sobre las pirámides, iluminando por un instante todo el campo. El maestro abrió los ojos de par en par, impresionado, pero rápidamente empezó a correr. Adelantándose a pesar de sus heridas, Helstrom y Tauber ya avanzaban a gran velocidad entre las espigas con las armas preparadas.



Deslumbrado por el estallido de luz, Tiamat necesitó unos segundos para recuperar la vista. Aquel planeta, sin lugar a dudas, no era un buen lugar en el que vivir. Su naturaleza salvaje y sus cambios climatológicos eran realmente atroces. ¿Sería por ello que el Capitán lo había elegido? Le costaba entender la naturaleza humana, y más cuando se topaba con seres como el enemigo al que se enfrentaban. Los hombres eran demasiado complicados para su gusto. Tanto que era complicado que alguno le gustase. De hecho, salvo el "Conde" y el maestro Gorren, a Tiamat no le gustaba ninguno más...

O al menos no le había gustado hasta entonces.

Tan pronto recuperó la vista, el alienígena descubrió que se había quedado solo. Dewinter, armado únicamente con su primitivo fusil y sus pistolas, se abría paso a gran velocidad entre las espigas, sin temor alguno... tal y como habría hecho el "Conde".

Su querido "Conde"...

Sonrió con humor. En el fondo, aunque Armin tratase de mantener las apariencias y a veces se comportase como un auténtico imbécil, se parecía mucho más a su hermano mayor de lo que seguramente quería admitir. A aquel hombre le guiaban las emociones, y eso le gustaba.

Le encantaba.

—Qué razón tenías, Veryn... —murmuró antes de cambiar de forma hasta convertirse en una sombra similar a las guardianas que protegían las pirámides y adentrarse en el campo de espigas—. Aún no está del todo perdido.



—¿¡Qué demonios...!? ¡Elspeth! ¡¡Elspeth!! ¿¡Qué me está pasando!?

Una repentina sensación de opresión en el pecho hizo que Ana cayese de rodillas al suelo. Hacía rato que escuchaba los cánticos de los Pasajeros, pero el tono era tan bajo que apenas distinguía sus palabras. En aquel entonces, sin embargo, podía escuchar sus voces gritarle al oído con la misma fuerza con la que, de alguna forma que no era capaz de entender, sentía que alguien le estaba oprimiendo el corazón desde dentro.

Ana cruzó los brazos sobre el pecho y lanzó un gemido de dolor. A su alrededor, la niebla empezaba a oscurecerse.

Con el rostro ensombrecido por la preocupación, Elspeth se arrodilló a su lado. Él no podía escuchar las voces ni el fuego que tanta agonía parecía estar causando a su hermana, pero lo conocía de sobras. Un año atrás, él había pasado por algo muy parecido. Cerró las manos alrededor de los hombros de su hermana y la sacudió con brusquedad, tratando de captar su atención.

—¡Ana! —gritó—. ¡Ana, mírame! ¡Esto se acaba! ¡Están acabando el ritual!

La joven alzó la mirada hacia su hermano, desesperada, pero rápidamente la apartó, acongojada ante la tenebrosa visión. El rostro del príncipe había empezado a difuminarse entre la neblina cada vez más oscura, como si se tratase de un holograma que, poco a poco, iba desapareciendo.

—¡Ana, maldita sea! —insistió, aunque su voz ya no tenía tanta fuerza—. Escúchame: ¡es importante! Es probable que no volvamos a vernos en mucho tiempo así que recuerda lo que te he dicho. ¡Recuérdalo! ¡Me lo has jurado!

Volvió a mirarle, esta vez obligándose a no apartar la vista. La imagen de Elspeth desapareciendo le resultaba muy dolorosa, y más después del tiempo que habían pasado juntos, pero sabía que era necesaria.

Alzó sus manos para alcanzar las de él y entrelazó los dedos, aprovechando los últimos segundos. Más que nunca, los ojos de su hermano le recordaban a los suyos, azules y serenos, pero con la chispa de temor que siempre les acompañaba desde que el Capitán se había cruzado en sus vidas.

—Confía en mí.

Elspeth asintió, agradecido por sus palabras, y depositó un suave y cariñoso beso fraternal en su frente. A su alrededor, dibujando parte del círculo, Ana empezaba a ver el brillo dorado de las llamas de las velas.

—Contactaré contigo —le susurró—. No sé cómo ni cuándo, pero lo haré. Ahora hazlo... escapa, tan solo vas a tener unos segun...

El rostro de su hermano desapareció dejando ante ella la escalofriante imagen del círculo de velas, los símbolos de las paredes grabados con sangre y las tres figuras de los Pasajeros de pie a su alrededor. Uno de ellos, un varón de corta edad de larga cabellera rubia y ojos oscuros, tenía entre las manos el mismo volumen que Ana había visto anteriormente en la mesa. El Pasajero estaba leyendo en voz alta palabras desde fuera del círculo cuya simple sonoridad resultaba dolorosa a los oídos.

Jean Duvois estaba a su lado, con un puñal entre las manos. El ser tenía los ojos cerrados y murmuraba las mismas palabras que su compañero, aunque no parecía ser consciente de ello. Por la rigidez de su rostro y expresión, Ana comprendió que estaba inmerso en algún tipo de trance.

El tercer Pasajero, el cual tenía cuerpo de mujer, se encontraba también fuera del círculo musitando las mismas palabras. Ella, a diferencia de Jean, no parecía estar en trance. Sus ojos negros estaban fijos en Ana, como si la vigilase.

Un escalofrío recorrió la espalda de la antigua princesa al encontrarse su mirada con la de ella. Elspeth le había descrito el ritual a la perfección, y sabía que tan solo gozaba de unos segundos antes de que los Pasajeros, en este caso Jean, se encargasen de no dejarla escapar.

Era vital que se concentrase. Ana volvió a cerrar los ojos, obligándose a sí misma a borrar de su mente la grotesca imagen del lugar donde yacía tumbada en el suelo, y se concentró en el campo de espigas azules. Si una vez lo había logrado, volvería a hacerlo. En el fondo, no era tan complicado. Simplemente tenía que concentrase y dejar que su mente hiciese el resto. Una vez fuera, tan solo tendría que escapar hasta los bosques y perderse entre los árboles.

Sería fácil...

Ana se concentró. El cántico seguía sonando con fuerza en sus oídos, llenando su mente de palabras sin sentido que despertaban todo tipo de lúgubres imágenes de un Sighrith destrozado; demolido por la llegada del Capitán. Océanos teñidos de sangre, bosques arrasados, ciudades en llamas, montañas de cadáveres diseminadas por las calles... y su castillo. Ana pudo ver el que en otro tiempo había sido su hogar envuelto por sombras que siseaban. En su interior, acomodado en el trono de su padre, se encontraba Elspeth... aunque ya no era él. Su hermano se encontraba en un rincón de la sala, oculto entre la penumbra. El hombre que tenía ante ella era el Capitán.

Le dedicó una cruel sonrisa cargada de malicia.

—No puedes escapar —dijo.

Y aunque intentó ignorarle, no lo consiguió. Ana concentró todos sus esfuerzos en el océano de espigas azules, en el cielo y los bosques; en el aire puro y la humedad del ambiente... pero no funcionó. La joven abrió de nuevo los ojos, plenamente consciente de que su intento de huida había fallado y, desesperada, intentó incorporarse, tratando ya de escapar de aquella trampa a pie. Por desgracia, no se lo permitieron. Jean cayó sobre ella con rapidez y cerró los dedos alrededor de su garganta.

Empezó a presionar.



Armin se encontraba ya en los alrededores de las pirámides cuando escuchó los primeros gritos. Era un sonido muy lejano y débil, prácticamente inaudible, pero evidente para sus oídos. Alguien estaba gritando en el interior de la estructura central, la de mayor tamaño, y creía saber quién.

Aquella voz era inconfundible.

Se detuvo por un instante para mirar hacia su objetivo, localizar la entrada y la mejor forma de llegar hasta ella, pero rápidamente la aparición de uno de los sombríos guardianes que la rodeaban le interrumpió. Armin alzó el arma mecánicamente y disparó. El ser se diluyó ante sus ojos, convertido en humo, pero al instante volvió a recuperar su forma inicial y se abalanzó sobre el hombre. Dewinter logró esquivarle moviéndose lateralmente, pero las manos del ser lograron rozarle el brazo. El joven sintió un repentino escozor en la piel, allí donde el ser le había tocado, y rápidamente esta se volvió roja, como si tuviese una importante quemadura.

Empezó a palpitarle dolorosamente.

El ser volvió a lanzarse sobre él, con las manos ahora convertidas en largas garras blancas. Armin alzó el arma, aún sorprendido por el dolor del brazo, y le disparó en el pecho, consiguiendo nuevamente el mismo resultado. El ser se esfumó, pero volvió a aparecer al instante, a escasos metros ante él y con una forma diferente. Ahora, en vez de un hombre, tenía forma de pantera gigante. Dewinter le siguió con la mirada, consciente de que de un momento a otro volvería a saltar sobre él, y preparó la pistola.

Tras él, varias otras figuras humanoides avanzaban a gran velocidad propulsándose sobre las cuatro extremidades, como si de animales se tratasen, dispuestas a atacarle por la espalda. Armin se concentró en el sonido casi inexistente que sus pies y manos generaban en el suelo al acercarse y, llegado el momento oportuno, sintiendo ya su presencia a punto de caer sobre él, se lanzó al suelo y rodó varios metros, logrando esquivar por apenas unos centímetros el ataque de las sombras.

Se incorporó con rapidez y empezó a disparar.

Las sombras empezaron a multiplicarse a su alrededor.



—¡¡Cuidado!!

Leigh se lanzó al suelo justo a tiempo para esquivar la embestida de una de las sombras. Gorren y él llevaban unos minutos disparando sin cesar, apartándolas de su camino a balazos, pero por mucho que las dañaban, al instante volvían a levantarse.

Era demencial.

Tauber giró sobre sí mismo y disparó dos veces su arma, logrando eliminar las dos sombras que se abalanzaban sobre Gorren por la espalda. Inmediatamente después, se puso en pie y avanzó unos cuantos metros más, tal y como se habían propuesto hacer.

El maestro se unió a él unos segundos después, seguido por otras tantas sombras que Leigh erradicó de cuatro disparos certeros. El joven volvió la vista al frente y dio un paso al frente. Ante él, un nuevo enemigo se materializó con el rostro de una mujer. El joven volvió a disparar y, al menos durante unos segundos, ésta desapareció.

No podrían seguir así mucho más.

—¡Debemos retroceder! —advirtió Gorren, plenamente consciente de que la munición empezaba a escasear—. ¡No podemos llegar a las pirámides así!

Leigh maldijo por lo bajo al ver aparecer de nuevo a su adversaria. El muchacho disparó su arma, logrando borrar su imagen momentáneamente, y avanzó un par de pasos.

La herida de la pierna empezaba a palpitarle dolorosamente.

—¡¡Tauber!! —gritó de nuevo el maestro, tras él—. ¡Volvamos atrás!

Nuevamente, el joven avanzó. Leigh disparó dos veces más su arma para avanzar unos cuantos metros. Las pirámides estaban a muchísimos metros de distancia, muchos más de los que podría aguantar con las balas que le quedaban, pero se negaba a retroceder. Ana estaba allí dentro, lo sentía en lo más profundo de su ser, y no deseaba abandonarla.

—¡¡Tauber!!

Algo se abalanzó sobre él por las espaldas justo cuando volvía a disparar. El joven cayó de bruces al suelo, sintiendo un repentino e insoportable escozor en la piel, y giró sobre sí mismo. Uno de los guardianes le había derribado. Leigh trató de alzar el arma contra él, furibundo, pero el ser le golpeó el brazo con poderío, desarmándole de un simple manotazo. Hincó la rodilla en su vientre y extendió el brazo hacia su rostro.

Leigh pudo sentir la punta de sus dedos acariciarle el mentón...

Pero rápidamente se esfumó. Gorren surgió entre las espigas, con el cañón del arma humeante, y le tendió la mano para que se levantase. El joven podía sentir la quemadura de la espalda palpitarle con rabia.

—¿¡Es que no me oyes!? ¡Tenemos que irnos!

—¡¡No!! ¡Tenemos que llegar! Tenemos que ir a las pirá...

Varios disparos procedentes del arma del maestro interrumpieron al joven. Las sombras habían vuelto a aparecer a su alrededor, formando poco a poco una imponente muralla humana a través de la cual era imposible avanzar.

Gorren cogió al muchacho del brazo con brusquedad y empezó a tirar de él, como si de un niño se tratase. Éste intentó plantarse, evitar perder el terreno que habían logrado avanzar, pero tal era su agotamiento que no logró oponer resistencia alguna.

—¡¡Te he dicho que tenemos que irnos, maldito imbécil!! ¿¡Es que no lo ves!? ¡No podemos contra ellos! ¡No podemos...!

El sonido de una potente explosión engulló el resto de la frase.

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