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Capítulo 36

Capítulo 36



El sonido de los pasos al avanzar entre la maleza sigilosamente marcaron el inicio de una cuenta atrás en la mente de Ana. Consciente de que los segundos se acababan, la joven desprendió muy lentamente los nudos con los que las cuerdas la sujetaban al tronco, con movimientos prácticamente imperceptibles, y dejó los cabos sobre sus piernas. A continuación, sintiendo el nerviosismo crecer en su pecho, deslizó la mano hasta el costado, donde reposaba su pistola.

Ana no quería pensar qué habría pasado con los guardias que vigilaban el perímetro; sabía que necesitaba tener la mente lo más clara posible, pero le resultaba complicado. Demasiado complicado.

Desvió la mirada hacia abajo y contó a más de una docena de mujeres. Se estaban apostando a su alrededor, entre los troncos, trazando así un círculo perfecto del que no podrían escapar. En cuanto lo cerrasen, estarían perdidos.

Desde luego eran inteligentes.

Era una lástima que las hubiese visto.

Ana cogió aire, cerró los ojos y se encomendó a la Serpiente, tal y como hacían los miembros de Mandrágora. A continuación, alzando ya el arma y dirigiendo el cañón hacia una de las figuras, lanzó un ruidoso y agudo silbido.

Y disparó.

Los gritos y las detonaciones se multiplicaron a gran velocidad a su alrededor. Preparados para un posible ataque, todos sus compañeros se habían acomodado en las ramas con las armas a mano, dispuestas para ser utilizadas, por lo que, tan pronto la señal de alerta les despertó, las empuñaron y empezaron a disparar.

Varios balazos pulverizaron en apenas unos segundos la rama donde se encontraba Ana, obligándola a saltar. Durante la caída la joven sintió la fuerza de varios proyectiles impactar sobre ella, en el costado, pero también la dureza del suelo al estamparse contra éste. Ana se incorporó, giró sobre sí misma y, escabulléndose entre las sombras, buscó cobertura tras unos árboles no muy lejanos. Una vez allí, se ocultó detrás de uno de los troncos y empezó a disparar. Ante ella, iluminándose continuamente con cada detonación, había una grotesca escena de disparos, sangre y muerte en la que miembros de ambos bandos caían al suelo continuamente, abatidos.

Mientras disparaba, Ana pudo ver a varias figuras caer desde lo alto de los árboles. En la mayoría de los casos los chalecos acolchados del uniforme impedían que las balas alcanzaran la carne, pero no detenían los golpes. Los disparos les propulsaban varios metros con su fuerza, y a no ser que tuviesen una superficie plana sobre la que mantener el equilibrio, acababan siendo abatidos.

Varios disparos pasaron muy cerca de su cabeza al ser vista por una de las guardias. Hasta entonces, la joven había logrado derribar a cuatro sin ser vista. Ana se ocultó tras el árbol, sintiendo la vibración de la madera al ser alcanzada por las balas, y se lanzó al suelo de boca para empezar a reptar entre la maleza. No muy lejos de allí encontró otro tronco tras el cual cubrirse. Se arrastró hasta allí, se incorporó con gracilidad y derribó a la guardia, la cual, oculta entre unos zarzales, aún disparaba hacia el primer árbol. A continuación intentó buscar otro objetivo al que abatir, pero antes de que pudiese localizarlo una bala le impactó de pleno, lanzándola al suelo de espaldas. Ana cayó de espaldas, sintiendo como el pecho le empezaba a arder, y por un instante se quedó sin oxígeno.

El golpe había sido tan fuerte que había expulsado todo el aire de los pulmones.

Soltó el arma en el suelo, se llevó las manos a la garganta y empezó a jadear. Parecía estar respirando fuego.

Otros tantos disparos volaron a su alrededor, rasgando y arrancando las hojas de cuanto la rodeaban. Procedente de la lejanía, la guardia que disparaba empezó a avanzar, pero pocos metros antes de alcanzarla cayó al suelo, con el cráneo destrozado. Ana se incorporó con lentitud, logrando recuperar poco a poco la respiración, y la observó. Acto seguido, recuperó su arma del suelo y se levantó. Cada vez había menos disparos y gritos, pero seguía habiendo los suficientes como para mantenerla alerta.

Larkin barrió la zona con la mirada, asegurándose de que ya no hubiese guardias por los alrededores, y se adelantó unos metros, volviendo así al núcleo del combate. Una vez allí, se agachó junto a uno de los troncos, lugar junto al cual yacía el cadáver de uno de los dalianos, y volvió la vista atrás. Tres guardias ocultas tras un montículo de tierra seguían disparando sin cesar a distintos objetivos. Su posición privilegiada impedía que pudiesen ser alcanzadas con facilidad, aunque había quién lo intentaba. Lamentablemente, tal y como Ana comprendió de inmediato, no lo lograría. Aquellas mujeres tenían armamento más que suficiente como para acabar venciendo a su grupo por desgaste.

A pesar de saber que probablemente habría otros guardias por los alrededores, Ana se incorporó y empezó a bordear la zona, tratando de alcanzar las espaldas del enemigo. Sabía que atacar a tres desde la retaguardia las volvería en su contra; que se convertiría en el único blanco, pero confiaba en sus posibilidades. Con suerte, podría acabar con ellas antes incluso de que pudiesen girarse.

Ana se movió con fluidez por la zona, empleando los árboles y los matorrales para ocultarse. A su paso se cruzaba con muchos cadáveres, más de los que desearía, pero también con bellator heridas cuyo estado de agonía era tal que ni tan siquiera se atrevía a mirarlas. Reptó con rapidez entre la maleza, guiándose por el sonido de los disparos para no perder la orientación, y no se detuvo hasta, bordeada toda la zona, alcanzar los árboles que había tras el montículo de tierra. La joven se detuvo tras uno de los troncos y se asomó. Ante ella, convertidas en poco más que sombras, tres figuras femeninas vestidas de amarillo y violeta disparaban sin cesar.

Aquello tenía que acabar.

La joven alzó el arma, apuntó el cañón hacia la cabeza de la primera de ellas y presionó el gatillo. La denotación iluminó por un instante la zona, lo suficiente para que Ana viese a su objetivo desplomarse sobre la tierra. Inmediatamente después, volvió el arma hacia la siguiente mujer, la cual ya se estaba volviendo hacia ella, y disparó. Esta vez el tiro le alcanzó y atravesó el pómulo antes de estrellarla contra el murete.

Finalmente, consciente de que la tercera mujer ya volvía el cañón de su arma hacia ella, Ana volvió a presionar el gatillo, con el objetivo fijo en su frente, pero no hubo detonación. La joven volvió a repetir la operación, perpleja, desesperada. Su dedo golpeaba el gatillo con fiereza, pero no había respuesta alguna. Simplemente, no tenía balas. Su adversaria, en cambio, sí. Ana escuchó varias detonaciones seguidas y, al instante, salió disparada hacia atrás, alcanzada por los disparos. Nuevamente el chaleco logró detenerlos antes de que alcanzasen la carne, pero tal fue la fuerza del impacto que salió rodando varios metros, hasta acabar chocando de espaldas contra un tronco. Ana cayó al suelo, conmocionada, y se quedó muy quieta, totalmente desorientada. El cuerpo le dolía horrores, como si acabase de caer por un barranco, y en algún lugar, aunque aún no sabía cuál, podía sentir el cálido manar de la sangre...

Una nueva oleada de disparos iluminó el bosque. Ana intentó incorporarse, pero no lo consiguió. En la lejanía escuchó carreras, gritos y detonaciones; maldiciones, lamentos y llantos.

Y después, pasados unos segundos, nada.

Se hizo el silencio.



Ana despertó un rato después, tendida en el suelo. No sabía cuándo había perdido la conciencia, pero tan pronto abrió los ojos entendió el porqué. A pesar de que le habían inyectado varios calmantes, la joven sentía tal dolor en todo el cuerpo que le resultaba incluso complicado respirar. Ahora que al fin la adrenalina se había esfumado sentía las consecuencias de las caídas, los disparos y las heridas.

La joven se incorporó en el suelo con lentitud, maldiciendo su suerte, pero no dijo palabra alguna. Volver la vista a su alrededor y ver la triste escena que la rodeaba fue más que suficiente para hacerla entender que, al menos de momento, no tenía derecho alguno a quejarse.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

—Aprovecha las últimas horas de oscuridad —murmuró Helstrom a su lado.

El maestro estaba tendido en el suelo, con la espalda apoyada sobre un árbol. Tenía el rostro lívido y los ojos muy brillantes, como si le ardiesen de fiebre. Tenía las manos y la cara cubiertas de sangre, las botas quitadas y la chaqueta abierta dejando entrever un vendaje que le cubría el pecho. Su aspecto era muy malo, aunque no tanto como el de los cinco cadáveres que, tendidos a su alrededor, observaban el cielo nocturno con la mirada ciega.

Ana sintió nauseas al reconocerlos a todos. Todos ellos eran dalianos, gente que había decidido acompañarla, excepto uno. Se incorporó con lentitud, obligándose a sí misma a no hacer caso del insoportable dolor que parecía atenazarle todos los músculos, y se acercó a él. Ante ella, con en el rostro ahora tranquilo, yacía Marcos Torres con el cuello totalmente destrozado.

Se arrastró unos metros atrás. La joven se dejó caer de espaldas, conmocionada ante la imagen, y miró a su alrededor. No muy lejos de allí, ayudándose de los troncos para apoyar las espaldas, varios de sus compañeros se curaban mutuamente las heridas. Tiamat le vendaba la parte derecha del cráneo a Gorren, cubriéndole por completo el ojo, mientras que Maggie se encargaba del enorme y profundo corte que atravesaba prácticamente todo el muslo derecho de Leigh.

—¿Dónde está Armin? —acertó a murmurar apenas sin fuerzas.

—Elim, Dewinter, Zoey y Arnold están por los alrededores, vigilando —respondió Helstrom en apenas un susurro. Le costaba hablar.

—¿Y los otros?

—No hay otros.



A pesar de las recomendaciones de sus compañeros, Ana no logró descansar ni un minuto. Durante las horas previas al amanecer, demasiado impresionada por lo ocurrido, la joven iba y venía de un lado a otro, tratando de ser útil, aunque sin lograrlo. Larkin, al igual que el resto de supervivientes, había sufrido muchas heridas, pero dentro de la gravedad, no era la que estaba más grave.

Helstrom era el que peor suerte había sufrido. Su situación era grave, y con el paso de las horas, iba a peor. De hecho, tal era su estado tras haber sido alcanzado por un disparo en el pecho que muchos eran los que dudaban de su supervivencia. Nadie lo decía abiertamente, desde luego, pero era evidente por el modo en el que le miraban.  

Gorren tampoco había tenido demasiada buena suerte. Además de haber recibido sufrido todo tipo de golpes y cortes al caer desde lo alto de la rama donde se encontraba cuando todo empezó, el hombre había perdido el ojo durante el ataque. Al parecer, tras un intenso intercambio de disparos, una de las mujeres le había atacado con un cuchillo.

—Sé que te va a costar creerlo, Tiamat, pero después de todo he tenido suerte. —Le escuchó decir Ana en cierto momento, mientras se limpiaba la sangre de las manos y de los brazos con un trapo—. De no ser por ella, a estas alturas estaría muerto. Recuérdame que te debo una copa, Dawson.

Maggie, Elim, Armin y los dos dalianos habían sido los únicos que habían logrado salir indemnes del enfrentamiento. Leigh tenía un corte muy profundo en la pierna que le dificultaba mucho el caminar. El joven trataba de quitarle importancia asegurando de que estaba bien, que podía continuar, pero nadie parecía creerle. Sus palabras, al igual que las pocas que había pronunciado Helstrom antes de quedarse dormido, no se tenían en cuenta.

Tiamat también había recibido algunos golpes, pero parecía bastante sereno. Él, al igual que la mayoría de los que se encontraba de guardia durante el ataque, había logrado evitar el enfrentamiento al encontrarse con otra patrulla de un tamaño muchísimo más reducida en los alrededores.



—Está todo limpio —anunció Armin tres horas después, tras regresar al improvisado campamento finalizada la intensiva búsqueda por los alrededores—. Si hay más, no están por los alrededores.

Ana estaba registrando uno de los cadáveres del enemigo entre los árboles cuando Armin, Leigh y los dos dalianos regresaron. La joven se detuvo por un instante para poder escuchar, pero no alzó la vista. Tenía cosas importantes que hacer. La joven llevaba ya cerca de una hora revisando los cuerpos por orden del maestro Gorren. Philip había tomado aquella decisión tras ver que no se apartaba de Helstrom, aunque no parecía demasiado seguro de querer llevarse nada de lo que pudiese encontrar. Simplemente quería que la muchacha se distrajese y, en cierto modo, lo estaba logrando.

—De acuerdo —respondió el maestro—. Descansaremos un par de horas, hasta la salida del sol, y seguiremos. No tiene ningún sentido que nos quedemos aquí.

—¿Seguir? —preguntó Elim con sorpresa. Su mirada se volvió hacia Helstrom, el cual seguía durmiendo apaciblemente en el suelo, junto al resto de cadáveres de los suyos. No muy lejos de allí, Maggie, Tiamat y Leigh cavaban—. No creo que él pueda seguir, maestro. Antes le estuve limpiando la herida y no creo que vaya a sobrevivir mucho más. Necesita atención médica muy urgente.

—Estoy de acuerdo contigo, Tilmaz —admitió Gorren bajando el tono de voz—, pero me temo que estamos demasiado lejos. Aunque lo intentásemos, Helstrom no sobreviviría al viaje de regreso al campamento de Havelock. Él lo sabe, yo lo sé y, desde luego, vosotros lo sabéis. La única forma de salvarle es buscar algún claro desde donde pueda ser evacuado por aire con una lanzadera, y según los datos que obtuvimos con el barrido orbital, ese claro no está demasiado lejos de aquí.

—Debemos continuar —resumió Armin con brevedad—. Entendido, maestro.

Elim y Gorren siguieron charlando durante un buen rato mientras que los dalianos se unían a los compañeros que cavaban y Dewinter acudía al encuentro de Ana. La joven dejó lo que estaba haciendo al sentir sus pasos acercarse y, durante unos segundos, permaneció en silencio, sin saber qué decir. A pesar del transcurso de las horas, aún seguía conmocionada por lo sucedido.

—Levanta.

Tomó la mano de Armin cuando éste se la ofreció para ayudarla a ponerse en pie. El mediano de los Dewinter no había sufrido demasiadas heridas durante el asalto de las mujeres de Belladet, pero su rostro evidenciaba el cansancio acumulado de las últimas jornadas.

Por un instante le recordó al mismo hombre que, un año atrás, había perdido la pierna.

—Déjame ver tus herida —le pidió sin apenas darle opción a negarse. Armin se acuclilló y le levantó la camiseta, en busca de los hematomas dejados por los disparos. Deslizó la mano suavemente por el costado, allí donde los primeros disparos la habían alcanzado mientras bajaba del árbol—. ¿Te duele?

Ana asintió. Los fármacos que le habían dado habían suavizado el malestar, pero aún podía notar todos y cada uno de los golpes palpitando con fuerza.

—¿Te molesta al respirar?

—Un poco —admitió—, pero sobre todo al moverme. Tiamat cree que puedo tener alguna costilla fracturada.

—Y no se equivoca.

Armin comprobó inspeccionó el resto de moratones antes de incorporarse y bajarle la camiseta. El alienígena le había explicado el estado de Ana, pero hasta verlo con sus propios ojos no se había quedado realmente tranquilo.

Dejó escapar un suspiro de alivio. Tiamat no le había mentido al asegurarle que, aunque herida, su vida no corría peligro.

—Vamos a intentar evacuar a tu maestro. Imagino que ya lo sabes, pero si no le sacamos rápido de aquí es muy probable que muera.

Ella asintió suavemente con la cabeza, incapaz de negar la evidencia. Sin necesidad de ver lo que el vendaje de Helstrom ocultaba, la joven era consciente de que necesitaba asistencia urgente.

—No le conozco demasiado, pero tengo la sensación de que es un hombre orgulloso al que va a ser difícil de disuadir de abandonar la lucha. Los agentes de Mandrágora vivimos sabiendo que tarde o temprano llegará el día en el que tendremos que entregar nuestra vida por la causa: es probable que él crea que ese día está muy cerca. Y quizás no se equivoque; es todo un honor morir luchando, pero creo que, con suerte, podríamos llegar a atrasar ese día. No obstante, no va a ser fácil. No creo que vaya a aceptar irse dejándote atrás.

—Bueno, es cierto que estamos muy unidos, pero...

—Ana, la decisión es tuya, desde luego. —Bajó el tono de voz—. Pero creo que, al menos en esta ocasión, deberías tragarte el orgullo y sacrificarte por él; tratar de alargarle el máximo posible la vida y, en caso de que no lo consiguiesen, estar a su lado en los últimos momentos. Eres importante para ese hombre. Además este lugar es muy peligroso, lo estás viendo... pero como ya he dicho, es tu decisión.



Varias horas después, con el primer rayo de luz, se pusieron en marcha. Atrás dejaban a la mitad del grupo, amigos y conocidos a los que jamás volverían a ver, pero también el buen humor y el ánimo que hasta entonces les había guiado. El brutal ataque nocturno por parte de las guerreras de Belladet les había dejado muy tocados, y pronto, muy pronto, lo haría aún más.

Las horas de descanso sentaron bien a Helstrom. A pesar de la gravedad de la herida, el hombre podía moverse con relativa facilidad. Ana suponía que su entusiasmo y su fuerza se debían a todos los estimulantes que le habían inyectado, y no se equivocaba. La dosis de fármacos que había recibido antes de dejar atrás el campamento era lo suficientemente alta como para mantener en pie a cualquier moribundo, y él no era menos. Y al igual que él, el resto de miembros del equipo avanzaban. Algunos con más ánimo que otros, pero todos con un mismo objetivo: sacar cuanto antes al maestro del terreno de juego.

La jornada fue larga y agotadora. A medio día dejaron atrás el bosque para adentrarse en un profundo y peligroso pantano a través del cual el avance era realmente muy complicado. Su suelo fangoso era terriblemente resbaladizo. Afortunadamente, con la llegada de la tarde lograron alcanzar un sendero a través del cual, tras casi dos horas de caminata cuesta arriba, salieron a una zona más despejada. Tiamat y Gorren les guiaron a través de un estrecho camino situado junto al cauce de un río de agua clara y, a punto de caer la noche, llegaron al fin a la tan deseada pradera.

A simple vista parecía un lugar amplio y boscoso dotado de una naturaleza de dimensiones titánicas poco vista hasta entonces. Sus exóticas plantas y césped se extendían tanto en altura como anchura a lo largo de muchos metros cuadrado, estableciendo así un entorno extraño e intimidante. En cierto modo, era como entrar en otra realidad. Atrás quedaban los bosques sombríos, los pantanos y los ríos: allí todo era totalmente diferente.

 Sustituyendo sus pistolas por cuchillos, el grupo empezó a adentrarse entre la maleza abriéndose paso a machetazos. Gorren confiaba en poder encontrar un lugar mínimamente despejado y elevado donde poder establecer el campamento y contactar con la nave, pero cuanto más avanzaba, más complicado lo veía. Aquel lugar, aunque mucho más despejado que el bosque a simple vista gracias a la ausencia de árboles, gozaba de una naturaleza muy densa a través de la cual era muy difícil moverse.

—Quizás deberíamos establecernos aquí mismo, maestro —sugirió Tiamat superados los primeros diez minutos de avance. Aunque el alienígena no sudase tanto como el resto, estaba agotado—. No creo que podamos aguantar mucho más así.

Gorren prosiguió con su avance durante un par de minutos más, pero finalmente se dio por vencido. La frondosidad de las plantas y la dureza de sus ramas estaban acabando con las pocas energías que aún le quedaban. El maestro ordenó que se abriese un círculo de seguridad a su alrededor y se instaló en el centro, junto con un Helstrom cada vez más agotado. Ana, tan obediente como el resto, golpeó y cortó con todas sus fuerzas las ramas que los rodeaban hasta limpiar la zona.

Una vez finalizado el trabajo, empapada de sudor, se dejó caer pesadamente en el suelo y cerró los ojos. No recordaba haber estado jamás tan cansada. La joven se cubrió el rostro con la mano, tratando así de cubrirse de la luz solar y, dejándose llevar por el agotamiento, se quedó profundamente dormida.

Unos minutos después, o quizás horas, nunca lo sabría, el estruendoso sonido de decenas de detonaciones a su alrededor la despertaron. Ana se incorporó de un brinco, sobresaltada, desconcertada por el repentino estallido de ruido, pero rápidamente volvió a lanzarse al suelo. Segando las hojas y las plantas a su paso, una lluvia de disparos segaba el aire por encima de su cabeza.

—¿¡Qué demonios está pasando!? —gritó, desesperada.

Pero nadie respondió. Creyó ver a Leigh oculto entre la maleza, disparando a un enemigo invisible, y a Tiamat en la lejanía, pero poco más. La espesura y altura de las plantas que la rodeaban le impedía ver más allá.

Ana desenfundó su pistola y la alzó, sin saber exactamente a dónde apuntar. Los disparos iban y venían de todas partes, pero ni sabía quién era el enemigo, ni dónde se encontraba.

Empezó a ponerse nerviosa.

Una ráfaga de disparos le pasó a escasos centímetros de la cabeza. Ana se dejó caer al suelo de espaldas, con un grito en la garganta, y giró sobre sí misma, dispuesta a empezar a arrastrarse en busca de alguna cobertura. Antes de conseguirlo, sin embargo, una figura surgió de entre la espesura y se abalanzó sobre ella, con un puñal entre manos. Ana sintió su peso caer sobre ella con brutalidad, hundiéndole el pecho contra el suelo. La joven se sacudió, tratando de quitársela de encima, pero no lo consiguió.

Sintió el metal clavarse con brutalidad en su espalda, atravesar el tejido y hundirse en la carne, a la altura del omóplato.

Su adversario arrancó el cuchillo y volvió a alzarlo, dispuesto a hundirlo en su espalda de nuevo. Parecía dispuesto a acabar con ella sin piedad.

Pero no podía permitirlo.

Ana aprovechó los pocos segundos de ventaja que el ataque le daba para girar sobre sí misma y enfrentarse cara a cara a él. Tal y como había temido, ante sus ojos volvía a haber una mujer de rostro hosco y uniforme amarillo y púrpura. La bellum bajó el arma, dispuesta a clavársela en la cara, seguramente ente los ojos, pero Ana no se lo permitió. Se zafó con gracilidad bajo ella, logrando así evitar ser alcanzada por el cuchillo, el cual se clavó en el suelo, y la derribó de un golpe de culata en la cara. Con su adversario ya en el suelo, Ana apuntó y disparó, pero no hubo detonación alguna.

No había recargado.

Las manos de la bellum volaron a su cuello. La mujer la derribó con su propio peso y, subiéndose de nuevo sobre ella, empezó a presionarle la garganta. Ana forcejeó y pataleó sin éxito. Aquello no funcionaba. Acto seguido, empleando las rodillas para ello, le golpeó la espalda con todas sus fuerzas, propulsándola por encima de ella. Necesitó tan solo un instante para recuperar el aire. Arrancó el cuchillo del suelo, lo blandió como si de un puñal se tratase y, sin darle opción a defenderse, se abalanzó sobre la mujer, clavándole el arma en la espalda, a la altura del corazón.

—¡¡Vete de aquí!! —gritó alguien desde la oscuridad. Por su voz, Ana creyó que se trataba de Armin, aunque no estaba del todo segura—. ¡¡Ana, huye!!

Una nueva ráfaga de disparos impidió que pudiese permanecer mucho más tiempo allí. Con el arma ensangrentada entre manos, Ana se incorporó y empezó a correr hacia el interior de la maleza. Los pocos minutos de luz que quedaban se estaban esfumando, y con ellos la posibilidad de orientarse. No sabía hacia dónde iba, ni qué encontraría en su camino, pero no le importaba. Sabía que debía alejarse de los disparos lo antes posible, y para ello solo había una opción.

Corrió durante unos minutos, fuera de sí. Las ramas y las plantas le golpeaban con furia en la cara, pero no la detenían. Ana empleaba las manos y los brazos para abrirse paso entre la maleza. Siguió avanzando unos metros más, creyendo dejar la batalla atrás, hasta alcanzar ver árboles. Salió de entre la maleza, se adelantó unos pasos y se detuvo. El bosque no estaba lejos, pero se encontraba al otro lado de un gran desnivel de más de veinte metros de caída.

—¡Oh, no!

Sin darse tiempo a poder arrepentirse, Ana se agachó en lo alto de la pendiente, la cual tenía casi 180 grados de inclinación, y se a dejarse caer. En cualquier otro momento, escapar no habría sido una opción viable, pero en aquel entonces, armada únicamente con un puñal, sabía que no le quedaba otra alternativa. Quedarse allí supondría su muerte. Así pues, apoyó las manos firmemente en el suelo, sacó las piernas por el desnivel y, a punto de dejarse caer, algo la detuvo. Alguien en realidad. Ana sintió unas firmes manos cogerla del pelo y tirar de ella con brutalidad.

La arrastró varios metros hacia las plantas.

—¿A dónde creías que ibas, serpiente? —escuchó decir a la figura.

Un golpe seco en las costillas la dejó sin aliento. Ana se dobló sobre sí misma, gimiendo de dolor, y se quedó tendida en el suelo, con el cuchillo caído junto a las manos. A continuación, sin que pudiese hacer nada para impedirlo, recibió cuatro patadas más. Una de ellas le alcanzó la cara; el resto, por suerte, logró pararlas con los brazos. Ana recibió otro pisotón, esta vez en el hombro, y quedó tendida en el suelo, boca arriba. Ante ella, alzándose como una torre infinita, se hallaba la figura alta y poderosa de la Praetor Emile Arena.

Tez morena, ojos negros, cabello blanco... nunca había logrado olvidar su rostro.

La mujer hincó las rodillas en el suelo y acercó la pistola a la cabeza de Ana. Tenía la armadura y la cara manchada de sangre, pero sus ojos refulgían llenos de energía, triunfadores.

Apretó el cañón del arma contra la mejilla de la joven.

—Se acabó tu suerte, Ana Larkin. El viaje acaba aq...

Ana le golpeó la mano con rapidez, antes de que pudiese acabar la frase. La mujer apretó el gatillo a consecuencia del golpe, pero la bala no alcanzó su objetivo: se hundió junto a la cabeza de la joven, a apenas unos centímetros. Le había ido de muy poco. Ana se incorporó con celeridad y estrelló su cabeza contra la de la Praetor, logrando así derribarla con el golpe. Se abalanzó sobre ella y empezaron a forcejear.

Intercambiaron golpes y patadas, insultos y maldiciones, hasta que finalmente la superioridad física de Arena dio al traste con los intentos de Ana por vencerla. La mujer la derribó de un puñetazo en la cara, arrancó el arma del suelo y la alzó, dispuesta a acabar de una vez por todas con ella.

Ana vio el cañón acercarse peligrosamente a su cara...

Pero nuevamente no la dejó disparar. Larkin interpuso la pierna entre ella y la mujer, la apartó de una fuerte patada en el pecho y, dejándose llevar por el instinto, giró sobre sí misma hasta alcanzar y caer por el barranco junto al cual habían estado combatiendo.

No le había dejado otra opción.

Lo último que vio antes de sumirse en la oscuridad total fue el rostro ensangrentado de Arena asomarse por el saliente, con el arma entre manos.

Había sorpresa en su mirada.

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