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Capítulo 35

Capítulo 35



Las siguientes tres jornadas fueron largas y tediosas. Gozaron de buenas temperaturas que con la llegada de la noche caían estrepitosamente, pero también de lugares donde refugiarse. El avance a través del bosque no era fácil. Aunque la flora era menos letal de lo que esperaban, cuanto más se adentraban, más agresiva era la fauna. Un par de veces al día recibían el ataque de manadas de felinos hambrientos que surgían de entre la espesura. Además de ello, se enfrentaban al acoso de insectos de tamaño de puños que surgían de las aguas estancadas para clavar sus aguijones en sus gargantas y de las aves de carroña que les perseguían desde lo alto de los árboles, a la espera de disfrutar de un buen banquete.

Viajar en solitario podría haber sido letal. Durante la primera jornada, Ana se lo había planteado en un par de ocasiones, sobre todo tras recibir el picotazo en el brazo derecho de cuatro avispas del tamaño de una manzana. Con la caída de la noche, sin embargo, lo había confirmado. Más que nunca, la unión hacía la fuerza.

Durante aquellos tres días de viaje, el grupo se dividió en dos. Ana iba en el segundo, en compañía de un par de dalianos de humor especialmente sombrío, de los sighrianos y Leigh. El resto, con Gorren, Armin y Tiamat a la cabeza, se mantenía a una distancia prudencial, siempre por delante. Durante las paradas, sin embargo, ambos grupos se reunían e, incluso, a veces se mezclaban. Los maestros, los dalianos y los sighrianos iban y venían de uno a otro sin problema, aparentemente a gusto en ambos. Armin, Leigh y Ana, sin embargo, nunca se mezclaban.

—Algún día tendréis que hacer las paces  —le había comentado Tauber en cierta ocasión, mientras descendían un terraplén especialmente peligroso en el que la gravilla resbalaba bajo las suelas de sus botas—. ¿Hasta cuándo se supone que vais a seguir así?

—No te metas, Leigh —había sido su respuesta.

Y aunque en alguna otra ocasión había vuelto a formularle la pregunta, a la espera de un cambio de opinión por parte de ella, la respuesta había sido la misma. Ni habían vuelto a hablar, ni iban a hacerlo: el orgullo se lo impedía.

Alcanzado el anochecer de la séptima jornada de viaje, los dos grupos se refugiaron en el interior de una lúgubre cueva subterránea. Fuera la lluvia caía a raudales, embarrando de nuevo los caminos. Desanimada ante el cambio de temperaturas, Ana perdió el poco buen humor que le quedaba. Se metió en su tienda sin cenar, se acomodó en el interior del saco y desapareció durante horas.



Alcanzada las cinco de la madrugada, la joven se despertó tiritando. A pesar de que el saco como la tienda eran térmicos, las temperaturas eran tan extremas que finalmente el frío había acabado calándole los huesos. Ana se vistió, se recogió el cabello enmarañado en una coleta y salió al exterior. En el interior de la cueva, sentados alrededor de la hoguera que horas atrás se había encendido durante la cena, los dos maestros charlaban en voz baja.

Por un instante, Ana dudó en acercarse, temerosa de interrumpir la conversación. Apenas había hablado con ellos desde lo ocurrido con los monstruos arácnidos y temía que no la recibiesen bien. No obstante, tal era el frío que sus dudas no tardaron en disiparse. Recorrió la distancia que les separaba a grandes zancadas y tomó asiento a su lado, sobre el frío suelo.

Se apresuró a extender las manos hacia las llamas. Hacía rato que las uñas se le habían puesto azules.

—¿Tú tampoco puedes dormir? —preguntó Gorren a la joven, sin apartar la mirada del frente. No muy lejos de allí, el terminal de comunicaciones  no dejaba de emitir interferencias—. Toma un poco, te sentará bien.

Ana tomó un trago de la botella que hasta entonces el maestro había tenido entre manos. La temperatura del líquido era más baja de lo que esperaba a priori, pero dejaba una sensación de calor en la boca y en la garganta que resultaba de lo más reconfortante.

Le dio un segundo trago antes de devolvérsela.

—Este sitio es infernal —exclamó Ana, desviando la mirada hacia Alexius, el cual, al otro lado de las llamas, la miraba con expresión cansada—. Seguimos sin localizar las pirámides, ¿verdad?

—Por desgracia —admitió el maestro con amargura. Extrajo la brújula del bolsillo de la casaca y la alzó—. Nos basamos en esto únicamente, y ni tan siquiera estoy seguro de que funcione de verdad...

—Philip está hoy especialmente melancólico, no le hagas caso —exclamó Helstrom con cierta ternura. Apoyó la mano sobre el hombro de su amigo y lo presionó con suavidad—. Verás, Ana, hasta ahora hemos preferido no informar al equipo al respecto, para evitar que afectase a la moral, pero llegado a este punto no nos queda más remedio.

—¿Qué pasa?

Un relámpago iluminó el exterior, bañando momentáneamente de un potente fulgor amarillo la entrada de la cueva. Los tres hombres volvieron la mirada atrás, sorprendidos por la violencia del estallido de luz, pero no le dieron mayor importancia. Hacía horas que no dejaban de caer rayos.

Gorren dejó escapar un suspiro. Parecía apesadumbrado.

—Hay indicios de que no estamos solos en el planeta, Ana, y no hablo precisamente de los hombres del Capitán.

—Gordon ha informado de que ha habido un par de avistamientos de bellator por los bosques —prosiguió Helstrom—. Todo apunta a que han logrado localizarnos.

—¿Localizarnos? —Ana palideció—. ¿Quién? ¿Cómo es posible? —Se llevó la mano instintivamente al brazo modificado. Su rostro se ensombreció—. Pero... ¿acaso no nos deshicimos de él? ¿Cómo es...?

Se hizo un tenso silencio en el que los dos hombres intercambiaron una breve pero intensa mirada. Ana, al instante, comprendió que la historia no acababa ahí.

—Por sus uniformes, parece que se trata de las mujeres soldados de Belladet, Ana —continuó Helstrom—. La Parente Larsen ha dado con nosotros, pero no a través tuyo. La "Estrella de plata" logró cubrirnos durante unos días, pero me temo que finalmente fue capturada por el enemigo.

—¿¡Capturada por el enemigo!? —El corazón de Ana empezó a latir acelerado—. ¡Pero entonces...! ¿La capitana...? ¿Qué ha pasado con la capitana Lagos...?

Helstrom desvió la mirada hacia las llamas de la hoguera a modo de respuesta, profundamente entristecido. Philip le presionó suavemente el antebrazo, cómplice, y se quedaron en silencio, sumidos en sus propios pensamientos.

Ana permaneció unos minutos más junto a ellos, luchando contra sí misma para lograr mantener las lágrimas a raya, pero, finalmente, dándose por vencida, se alejó hacia el interior de la cueva.

La joven descendió por un estrecho y sombrío pasadizo descubierto horas atrás, mientras aseguraban el terreno, y bajó a la galería inferior, lugar en el que, sumido en la oscuridad casi total, había un hermoso lago de agua helada. Ana pasó por al lado de un par de tiendas de campaña en cuyo interior descansaban un par de dalianos cuyos nombres no recordaba, y no se detuvo hasta alcanzar la otra orilla. Una vez a solas, con solo la luz de una antorcha muy lejana iluminando la estancia, se dejó caer al suelo y hundió el rostro entre las rodillas.

Las lágrimas empezaron a anegar su rostro.

Aunque a lo largo de aquel año le habían repetido una y mil veces que los miembros de Mandrágora eran felices entregando su vida a la causa, echaría de menos a la capitana Lagos.

Ana cerró los ojos y dejó que los recuerdos de los meses vividos a bordo de la "Estrella de plata" aflorasen con viveza en su mente. Recordaba las largas jornadas al lado de Laura Lagos, observándola en silencio. Ella le había enseñado las nociones básicas de la navegación interestelar, pero también a valorarse y a sacar una valentía que nunca había creído tener. Durante mucho tiempo, había sido su confesora; una pieza clave en su evolución.

Sintiéndose profundamente abatida, la joven volvió a abrir los ojos y contempló el lago con tristeza. Se odiaba profundamente por lo ocurrido; odiaba al Reino, y odiaba a aquella perturbada de cabello blanco que durante un día entero la había torturado. Emile Arena... durante un tiempo, Ana había creído que jamás podría olvidar su terrorífico rostro. Ahora, estaba convencido de ello. Ni podía ni quería olvidarlo. No hasta que no se vengase.

Nadie tocaba a los suyos y salía impune.

Inspiró profundamente y dejó escapar el aire con lentitud, tal y como le habían enseñado a hacer en momentos de mayor nerviosismo. Ana se había olvidado momentáneamente del frío, aunque sus miembros volvían a temblar.

Claro que ahora no solo lo hacían por las bajas temperaturas...

Cerró el puño con fuerza y se lo llevó al pecho. Murmuró por lo bajo un juramento. Pasase lo que pasase, las cosas no quedarían así. Una vez acabase su labor en la pirámide, buscaría a esa mujer y a su Parente, y las mataría. Por supuesto que las mataría. Pero primero...

Lo primero era lo primero. Lamentablemente, aún quedaba tanto camino por recorrer.... Tanto...

¿O quizás no?

Una extraña sensación de irrealidad se apoderó de Ana. La joven volvió la mirada hacia la superficie del lago helado y permaneció unos segundos totalmente quieta, paralizada ante la escena que tenía ante sus ojos. Ante ella, reflejadas en el agua con un realismo estremecedor, se encontraban las pirámides. Grandes, oscuras, imponentes...

Su sombra cayó sobre ella, cubriendo de oscuridad todo cuanto la rodeaba. Ana se puso en pie con lentitud, sintiendo una extraña sensación de calidez despertar en su interior, y dio un paso al frente. Aunque en apariencia se trataba de una simple imagen, la joven sabía que era mucho más. Ana era plenamente consciente de que aquel era un atajo en su camino: un salto al vacío gracias al cual podría acabar de una vez por todas con aquella marcha infernal.

Un susurro invadió su mente. Alguien la llamaba desde el interior del lago: desde las pirámides. Susurraba su nombre una y otra vez, y la invitaba a unirse a él dentro de la estructura.

La incitaba a acabar de una vez con todas con aquel viaje.

Ana cerró los ojos y apretó los labios, tratando de aclarar sus ideas. Por un lado, deseaba llegar de una vez por todas a su destino; descubrir qué era lo que realmente la estaba esperando y, quizás así, dar respuesta a sus preguntas. Necesitaba saber si Elspeth la esperaba, y en caso de que así fuera, cómo y porqué.

Y para ello solo necesitaba adentrarse en el lago...

Sin embargo, por otro lado, no quería volver a fallar a los suyos. Su estupidez y vehemencia le había costado la vida a varios hombres, y no deseaba que volviese a ocurrir. Además, Armin no se lo perdonaría. Ana era demasiado orgullosa como para dar su brazo a torcer, pero no lo suficientemente estúpida como para no darse cuenta de sus errores. Había obrado mal y, en caso de dejarse llevar, volvería a hacerlo.

Repetiría de nuevo su error.

No obstante, esa voz... las pirámides...

—¿Ana?

El sonido de una lejana voz al pronunciar su nombre hizo que abriese los ojos. La joven alzó la vista y, no muy lejos de allí, encontró al maestro Helstrom la buscándola con la mirada. Parecía preocupado. El hombre volvió a llamarla y ella, por un instante, se planteó si debía responder.

Ante ella, la entrada a las pirámides seguía esperando su decisión.

Solo tenía que dar un paso al frente...

Anticipándose a él, la joven le dio la espalda al lago y se alejó con paso decidido, dirección a donde el maestro se encontraba. Tomó su mano cuando éste se la tendió y, juntos, se encaminaron hacia el piso superior.

—No te alejes tanto —le pidió en apenas un susurro—. En este planeta el peligro acecha en todos los rincones.

Ana se detuvo un instante para volver la vista atrás: la superficie del lago volvía a estar totalmente limpia, como si siempre hubiese sido así. La joven asintió suavemente con la cabeza, orgullosa de su decisión, y reanudó la marcha.

—Tranquilo maestro, no volveré a hacerlo.

Tarde o temprano llegaría a las pirámides, desde luego; eso lo tenía muy claro, pero no sería ni en solitario ni de aquel modo.



Las nubes seguían cubriendo el cielo al siguiente amanecer. El grupo recogió el campamento y reanudaron la marcha a través del bosque. La lluvia había dejado el suelo cubierto de charcos y de lodo por lo que no faltaron resbalones y caídas durante las primeras horas. Alcanzada la tarde, por suerte, las altas temperaturas afianzaron el terreno.

La jornada resultó larga y agotadora, pero productiva. Tras dejar las cuevas atrás, el grupo se adentró en una zona pantanosa en la que las raíces de los árboles se unían entre sí en el suelo. Allí sufrieron el ataque de varias nubes de insectos de tamaño considerable cuyos aguijones lograron alcanzar a cuatro de los dalianos y a Elim. Afortunadamente para ellos, a parte de un fuerte escozor en la zona afectada que les duraría casi cuatro horas, y una repentina necesidad imperiosa de vomitar el desayuno, las picaduras no causaron mayores estragos.

Durante las últimas horas de la tarde, a punto de alcanzar el anochecer, dejaron atrás el pantano para adentrarse nuevamente en un bosque de árboles azulados. En aquella zona el suelo estaba bastante más seco que en las regiones anteriores, pero incluso así decidieron no instalar el campamento. Aquella noche, aprovechando el grosor de las ramas de los árboles, se acomodarían en lo alto de éstos, ayudándose de cuerdas y otros dispositivos de sujeción para evitar que la humedad del fango les calara en los huesos.

Ana buscó cobijo en lo alto de un roble de dimensiones monstruosas, unos metros por encima del maestro Gorren. El estar tan lejos del suelo le generaba mucha inseguridad, pues no estaba acostumbrada a ello, pero tal era el cansancio acumulado que sufría que tan solo necesitó cerrar los ojos para quedarse completamente dormida. Una hora después, sin embargo, el parloteo nervioso de Philip la despertaría.

—¡Cielos, Alexius! ¡Mira esto! ¡Míralo!

No muy lejos de allí, acomodado en su propia rama en uno de los árboles cercanos, el maestro Helstrom abrió los ojos. Parecía cansado, y no era el único. Unos metros por debajo se encontraba Leigh, completamente dormido, y a mano derecha, vigilando el bosque con unos modernos binoculares, Maggie Dawson.

Del resto de los suyos no había ni rastro.

—¿Qué pasa? —respondió el otro hombre en apenas un susurro. Intentaba evitar despertar al resto—. Philip, son las tantas de la madrugada...

Ana no pudo evitar que un amago de sonrisa se dibujase en su rostro. Más que nunca, el maestro Helstrom parecía un padre regañando a su hijo.

El maestro Gorren alzó el dispositivo que tenía entre manos orgulloso, triunfal. Se trataba del panel de visualización en el que aparecían los datos que transmitían los dispositivos de rastreo orbital.

Desde lo alto, tan solo necesitó echar un rápido vistazo para ver que había un punto rojo parpadeando en la pantalla.

—¡Las tenemos! ¡Las he localizado!

—¿De qué demonios...? —murmuró Maggie. Bajó los binoculares para volver la mirada hacia el maestro, sorprendida. Bajo los ojos grandes y rosados lucían ojeras de puro cansancio. Ensanchó la sonrisa—. ¿¡Es eso lo que creo que es!?

Por fin, tras ocho jornadas de viaje, habían localizado las pirámides.

—¿A qué distancia estamos? —preguntó Ana, sintiendo despertar en ella una emoción que hacía tiempo que creía olvidada.

Instintivamente buscó a Armin con la mirada, deseosa de poder compartir con él su alegría, pero no lo encontró por los alrededores. Al igual que el resto de los suyos, Tiamat, Elim y Marcos, Dewinter estaba patrullando los alrededores. A pesar de ello, no perdió la sonrisa. Hacía demasiado tiempo que esperaba escuchar aquella noticia como para que su ausencia la enturbiara.

—Si seguimos a paso ligero y descansando únicamente las noches, calculo que las alcanzaremos en tres jornadas, no más. Pero si aceleramos...

—No vamos a acelerar más, Philip —advirtió Helstrom en un tono que no dejaba lugar a la réplica—. Estamos todos demasiado agotados como para hacerlo. Además, no sabemos lo que nos espera allí, así que...

—No podemos ir a lo loco, sí, lo sé. Disculpa, ha sido una tontería. —Gorren volvió a mirar la pantalla, emocionado, como si se tratase de un niño con un juguete nuevo, y alzó la vista hacia Ana—. Así pues, definitivo: tres jornadas, Larks, ¿te ves capaz de aguantar sin causar ningún otro conflicto interplanetario?

En cualquier otro momento, Ana seguramente se habría molestado ante aquel comentario puesto que, sin lugar a dudas, el tono de Gorren habría sido distinto. Como de costumbre, el maestro habría sido hiriente, provocador. En aquel entonces, sin embargo, ambos estaban tan emocionados por la noticia que no había cabida alguna para las discusiones o las ofensas.  

Ana le tendió la mano para que él se la chocara.

—No prometo nada, maestro, pero lo intentaré.

Después de la gran noticia, la joven no logró volver a conciliar el sueño. Gorren y Helstrom pasaron un buen rato charlando en susurros, planeando los siguientes movimientos y teorizando sobre qué podrían encontrar en las pirámides, pero finalmente se quedaron dormidos. Ella, sin embargo, estaba tan emocionada que los nervios no le permitieron dormir. La joven se acomodó todo lo que pudo, entrecerró los ojos y, con la mente llena de ideas y planes, tanto de presente como de futuro, empezó a reflexionar.

Y seguramente habría pasado toda la noche así de no ser porque, alcanzada la hora de completo silencio, un susurro en la lejanía captó su atención. Ana volvió la vista hacia los árboles, repentinamente alerta y buscó en la oscuridad. Perdidas entre la maleza, ocultas pero en movimiento, localizó varias figuras humanas observándoles.

Figuras que poco a poco iban adelantando posiciones...

Por un instante, creyó identificarlas como las mismas figuras que les habían estado vigilando hasta entonces; aquellas que, al parecer, tan solo ella y el simio de Leigh parecían ser capaces de ver. Poco después, sin embargo, el chasquido de varias ramas al romperse al intentar acercarse aún más logró que cambiase de opinión. En apenas unos segundos, decenas de figuras procedente de todas las direcciones empezaron a surgir de la espesura.

—Oh, cielos... —murmuró Ana.

Reconoció al instante el amarillo y violeta de sus uniformes.

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