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Capítulo 31

Capítulo 31



La cubierta estaba en completo silencio cuando las puertas del elevador se abrieron. Aquel era un lugar silencioso que únicamente visitaban androides y el personal de mantenimiento para realizar reparaciones puntuales o utilizar alguna de las bodegas. En aquel entonces, sin embargo, no había nadie. Ana salió de la cabina con paso rápido, impulsada por la rabia que a lo largo de todo el descenso la había acompañado, y se adentró en los pasadizos. A su alrededor había decenas de salas y cubículos en cuyo interior, encerradas tras pesadas puertas, había todo tipo de mercancías.

Sin prestar atención alguna a ninguna de las salas, Ana avanzó a gran velocidad por el pasillo con su objetivo en mente. Desconocía la ubicación exacta donde se encontraba el prisionero, pero se hacía a la idea. Si el instinto no le fallaba, que no lo hacía, desde luego, se encontraría cerca de las celdas donde tenían encerradas a las dos bellum de Belladet, y aquel camino sí que lo conocía.

Apenas un par de minutos después, Ana alcanzó la zona preparada para el afinamiento de los prisioneros. Se trataba del ala oeste, un lugar delimitado por varias barreras en cuyo interior se hallaban catorce habitaciones de pequeñas dimensiones preparadas para largos periodos de encierro. En aquel entonces, con tan solo dos habitantes hasta la fecha, la seguridad se reducía a un par de androides de vigilancia armados a los que Ana había aprendido a evitar gracias a las enseñanzas de Marcos Torres. La joven empleó uno de los pasadizos laterales para evitarlos, aguardando entre las sombras hasta el momento oportuno, y una vez dentro, se apresuró a alejarse lo más rápido posible de los accesos.

Las celdas estaban separadas entre sí por estrechos pasadizos a los que los guardias no solían acceder. Era un lugar tranquilo y sombrío, sin apenas iluminación, en el que era complicado encontrar a nadie. Aquella noche, sin embargo, la zona había estado muy concurrida. Tras llevar al nuevo prisionero hasta una de las celdas, los maestros y David Havelock habían pasado varias horas interrogándolo. Ana imaginaba que habrían sido momentos muy intensos llenos de gritos y, seguramente, algún que otro golpe. A diferencia de Helstrom, Gorren no era de los que únicamente dialogaban. Por suerte, el interrogatorio ya había quedado atrás y, a aquellas horas, no quedaba nadie por la zona.

Guiándose por el piloto de luz rojo que marcaba la presencia de un prisionero en el cubículo, Ana se acercó sigilosamente a la puerta. En ésta tan solo había una rendija para poder ver al preso, pero para ella era más que suficiente. Con un vistazo le bastaba para saber si se trataba de él.

Se puso de puntillas y se asomó. Al otro lado de la puerta, atado de pies y manos contra la pared con cadenas de energía, una mujer de larga cabellera negra y ojos claros permanecía muy quieta, con la vista gacha. Sus ropas, demasiado anchas para aquel esbelto cuerpo, revelaban alguna que otra mancha de sangre oculta entre los pliegues. La mujer tenía el pelo muy despeinado, y los ojos y los labios hinchados, aunque Ana no sabía si era de llorar o de haber sido golpeada. En general, su aspecto no era demasiado bueno: parecía profundamente cansada y herida, como si llevase mucho tiempo allí encerrada.

Ana la observó durante unos segundos, pensativa, preguntándose de dónde habría sacado la idea para aquella apariencia. A continuación, tras asegurarse de que estaba firmemente sujeta, volvió la vista hacia el panel de control que había junto a la cerradura electrónica. Era la primera vez que veía uno como aquél, pero Elim y el maestro Helstrom le habían enseñado tantas veces cómo utilizar aquel tipo de sistemas que confiaba en que su visita no acabaría allí.

Cruzó los brazos sobre el pecho y empezó a revisar el dispositivo. Runas, letras, cifras, símbolos... Ana no entendía nada de lo que aparecía en la pequeña pantalla de la consola. Acercó la mano derecha a la botonera donde en vez de números había símbolos y paseó la yema del dedo índice por su superficie. En momentos como aquél, la joven no podía evitar preguntarse por qué no habría prestado más atención a las explicaciones del maestro...

—Sabía que tarde o temprano aparecerías.

Sobresaltada por su repentina aparición, Ana no pudo evitar dar un brinco. Giró sobre sí misma, con el pulso acelerado, y comprobó que, recién salido de uno de los pasadizos colindantes, el dueño de la voz la miraba con fijeza, divertido ante su presencia.

Llevaba un cigarrillo a medio fumar entre los labios, colgando despreocupadamente en la comisura.

—Demonios, David, ¡que susto!

Havelock sonrió satisfecho. Llevaba varios minutos oculto observándola, vigilando de cerca todos y cada uno de sus movimientos. Al igual que los maestros, el Rey sin planeta esperaba la aparición de la joven tarde o temprano, y no se había equivocado.

Dio una calada al cigarrillo y se adelantó unos pasos hasta alcanzar la puerta. Aquella noche, vestido con unos pantalones oscuros anchos, una sencilla camiseta de tirantes y una cazadora oscura, el noble parecía más cómodo que nunca.

—Eres tan predecible... —Se cruzó de brazos y apoyó el hombro sobre la puerta, adquiriendo una pose de lo más despreocupada—. Sabía que vendrías.

Tanta seguridad logró arrancar una sonrisa a Ana. La mujer cruzó también los brazos y le mantuvo la mirada, a la espera. A diferencia de lo que cabría esperar, Havelock no parecía molesto con su presencia allí, al contrario: llevaba tanto rato aburrido que, ya fuese su visita o la de cualquier otra persona, era más que bienvenida.

—¿Ah sí? —Ana entrecerró los ojos—. ¿Y por qué estabas tan seguro?  

—Eso no importa. —Havelock le dio una larga calada al cigarro y le tiró el humo a la cara, desafiante—. ¿Qué pretendías? ¿Abrir la cerradura? ¿Liberar al prisionero? Después de lo de antes, no tendría mucho sentido. He de admitir que has logrado sorprenderme. Florian Dahl tenía muchas esperanzas en ti: había seguido de cerca los experimentos del doctor Cerberus y confiaba en que, con suerte, habría logrado despertar en ti algún tipo de potencial, pero creo que no esperaba unos resultados tan sorprendentes como éstos.

Una sensación de vacío se apoderó de Ana ante la mención del apellido del famoso doctor. La joven bajó los brazos, repentinamente vacilante, como si le hubiesen dado en su talón de Aquiles, y dio un paso al frente.

—¿Qué sabes sobre esos experimentos? —preguntó en apenas un susurro—. ¿Qué te dijo? ¿Te explicó algo?

—No me explicó demasiado, pero por lo que he podido saber, hizo un seguimiento. Todo desde la lejanía, desde luego, ya lo sabes, pero creo que sabe bastante al respecto. —Havelock dio otra calada al cigarro—. A mí no me lo va a explicar, pero estoy convencido de que a ti sí. Aprovecha la ocasión: en Egglatur tendréis tiempo más que de sobra para hablar.

Decepcionada por la respuesta, Ana recuperó la determinación que la había llegado hasta allí. Dejó caer los brazos a los lados y señaló la puerta con el dedo pulgar de la mano izquierda.

—¿Ha dicho algo? ¿Habéis logrado que hable?

—Poca cosa. Lo único que repite una y otra vez es que él... —Havelock puso los ojos en blanco—. O bueno, ella, lo que demonios sea, solo ha venido a traer un mensaje.

—¿Un mensaje?

—Eso dice. Un mensaje que, al parecer, ya ha entregado.

 David se alejó de la puerta para dejar que Ana volviese a asomarse. Dentro de la celda, al margen de cuanto la rodeaba gracias a los sistemas de insonorización, la prisionera permanecía muy quieta, con la mirada perdida. Tenía los hombros caídos, la expresión lánguida y los miembros, firmemente sujetos a la pared, sin fuerza aparente.

Parecía derrotada.

—Está herida.

—Está fingiendo: nadie le ha puesto la mano encima.

—¿Ah no?

Havelock negó con la cabeza. A pesar de la intensidad del interrogatorio, ninguno de los maestros ni él habían puesto una mano encima al alienígena. En varias ocasiones Gorren lo había planteado como una posibilidad a tener en cuenta, pero los tres habían llegado a la conclusión de que no era necesario. Si no quería hablar ahora, que no lo hiciese: era su decisión. Cuando empezasen a pasar las horas encadenado, sin agua ni comida, poco a poco su determinación se iría minando.

El tiempo, en el fondo, no era un problema para ellos.

—No lo entiendo: ¿acaso su testimonio no es importante?

—Lo es, desde luego, y lo necesitamos antes de alcanzar K-12. Por suerte, aún quedan un par de días por lo que confiamos en que lo haga antes de aterrizar.

—¿Un par de días? Eso no es nada: aguantará.

Una sonrisa maliciosa se dibujó en los labios de Havelock ante la respuesta de Ana.

—Un humano sí, desde luego, sin embargo, alguien como él... —Dejó escapar una carcajada—. La cuenta atrás ha empezado. En las condiciones atmosféricas en las que se encuentra, habrá muerto en menos de veinticuatro horas de deshidratación. Es por ello que confiamos en que, tarde o temprano, hablará. Los engendros de su especie no acostumbran a tener demasiada lealtad a individuos de otras: simplemente se guían por sus propios intereses. ¿Realmente crees que va a sacrificar una vida eterna por alguien como el Capitán? —Negó con la cabeza suavemente—. Jamás.

Permanecieron unos minutos observando al prisionero en silencio. A pesar de lo cerca que se encontraban de él, éste no daba señal alguna de reconocimiento. El confinamiento, tal y como habían podido saber gracias a las dos prisioneras de Belladet, era total y absoluto.

Mientras le miraba, Ana se preguntó en qué estaría pensando el alienígena. Sabía para quién era el mensaje que había traído, eso lo tenía claro, pero no era capaz de entender qué podría haberle ofrecido el Capitán para convencerle de realizar una tarea tan peligrosa. Teniendo en cuenta su naturaleza, ¿qué habría tan interesante como para poner en peligro la propia inmortalidad?

Era innegable que el enemigo disponía de muchos recursos...

—¿Puedo hablar con él?

—¿Para qué? No te va a responder.

—Bueno, por intentarlo no se pierde nada.

—¿Y cuándo prefieres hacerlo? ¿Antes o después de contarme cual era el mensaje?

La malicia con la que formuló la segunda palabra logró dejar a Ana sin argumentos. La mujer volvió la mirada hacia él, asombrada. Le sorprendía que, sabiéndolo, no hubiesen acudido a su encuentro anteriormente en busca de respuestas. Era innegable que disponían de tiempo más que suficiente para discutirlo durante aquellos dos días de navegación restantes. Ana suponía que, de no preguntárselo aquella noche, lo habrían hecho al siguiente amanecer. No obstante, incluso así, le sorprendía la tranquilidad con la que, aparentemente, se lo estaban tomando. ¿Sería posible que, en el fondo, no les importase?

En realidad, sí que les importaba, desde luego. Conocer el destinatario y el mensaje que traía el alienígena eran básicos para el viaje. Sin embargo, tras tantas semanas juntos, los maestros conocían tanto a Ana que simplemente habían dejado fuese ella quien acudiese a su encuentro. Después de todo, ¿para qué perseguirla cuando, tarde o temprano, vendría ella?

En el fondo, y aunque a Havelock le costase comprenderlo, era cuestión de confianza.

—Os lo iba a decir —mintió. Ana se apartó unos pasos de la puerta y se cruzó de brazos, a la defensiva—. No sé exactamente cuándo, pero...

—¿Por qué me mientes? —respondió Havelock son sencillez, sin apartar la mirada de la rendija a través de la cual controlaba al alienígena—. Entiendo que lo hagas con tus maestros, ¿pero conmigo? —Se encogió de hombros—. Yo no tengo nada que ver en toda esta historia. En el fondo, estoy aquí de pura casualidad. Si te hubiésemos encontrado unos meses antes, te aseguro que ni tan siquiera me habría acercado a este sector.

Ana le mantuvo la mirada durante un instante, pensativa, reflexionando en lo que acababa de decir. Havelock, en el fondo, tenía razón. De no ser por ella, ni tan siquiera habrían estado allí, a punto de enfrentarse a uno de los más temibles enemigos jamás conocidos. Ella no les había pedido que viniesen, desde luego, aquello había sido cosa de Florian Dahl, pero incluso así no podía evitar sentir cierta culpabilidad. Y al igual que sucedía con ellos, le pasaba también con el resto. ¿Helstrom habría seguido con aquella aventura de no haberse cruzado con ella? El sector Scatha había sido importante para Mandrágora en otros tiempos, desde luego, pero no en las últimas décadas. Al igual que en Sighrith, los miembros de la organización tenían guaridas diseminadas por toda la galaxia. Así pues, pensándolo fríamente: ¿realmente valía tanto el sector? Ana sabía que aquella operación no se estaba realizando por ella, era evidente, pero no podía evitar preguntarse si, en caso de no haberse cruzado en sus vidas, habrían sido ellos los encargados de realizar aquella misión. Helstrom y Gorren quizás, hacía años que perseguían al Capitán, aunque no podía asegurarlo. ¿Pero y Armin? ¿Qué pasaba con él? ¿Acaso no había sido su supervivencia lo que le había arrastrado hasta allí?

Más que nunca, Ana empezó a sentirse responsable de todo lo acontecido.

Se volvió hacia la puerta, silenciosa, y se asomó de nuevo. El alienígena seguía quieto, mortalmente pálido y con expresión sombría. Fingía estar agonizando.

Lo observó durante unos segundos, sintiendo como la rabia empezaba a despertar en ella. Creía poder percibir sus silenciosas carcajadas al reírse de ella.

—Abre: quiero hablar con él.

—No te va a decir nada.

—Ya veremos: abre.

Havelock dudó por un instante en sí debería avisar a los maestros antes de hacer nada, pero finalmente obedeció. Se retiró hasta la consola de control y presionó varios botones del teclado, descifrando así las claves de seguridad. Ana pudo ver por el rabillo del ojo como la pantalla cambiaba en varias ocasiones. Pocos segundos después, la cerradura electrónica de la puerta emitió un suave siseo. Ana la empujó lateralmente y se detuvo bajo el umbral. Ante ella, en la misma posición pero con un amago de sonrisa asomando en los labios, el alienígena la observaba con fijeza.

A su lado, Havelock desenfundó su pistola y le quitó el seguro.

—No te acerques —le aconsejó en apenas un susurro—. A pesar de estar inmovilizado no quiero correr ningún riesgo, ¿de acuerdo?

Ana asintió. El alienígena tenía tanto las manos como los pies firmemente sujetos a la pared, pero no se fiaba de él. Teniendo en cuenta su capacidad para cambiar de cuerpo, no se podía descartar la posibilidad de que lograse liberarse, por lo que no era del todo descabellado ser precavidos.

Desenfundó también su arma, aquella que Helstrom había conseguido para ella, y la amartilló.

—A la primera tontería te pego un tiro —advirtió con severidad—, ¿te queda claro?

El alienígena ladeó ligeramente el rostro, con los ojos muy abiertos y los labios curvados en una sonrisa, adoptando así una expresión burlona. Parecía satisfecho ante la visita.

—Sabía que vendrías a verme, Ana —respondió—. Te estaba esperando... lo de hace unas horas estuvo francamente bien. Me habían dicho que podías hacer cosas sorprendentes, pero ha sido más de lo que esperaba. De haber querido, podrías haberme matado.

—Podría haberlo hecho, sí. Y de hecho, podría hacerlo ahora.

—Y sin embargo no lo haces... ¿por qué será? —El alienígena volvió la mirada hacia Havelock por un instante, intrigado ante su presencia—. ¿Qué hace el "Rey" aquí? No esperaba que vinieses acompañada... y mucho menos por él.

Ana y David intercambiaron una mirada llena de complicidad. Al menos, por el momento, el alienígena estaba hablando mucho más de lo que habían logrado los maestros horas atrás.

—Veo que me conoces bien —advirtió Havelock desde el pasillo.

—Tu historia es conocida por todos. Dali, en otros tiempos, fue un planeta muy visitado por los de mi especie. Siendo sus gobernantes simpatizantes de la Serpiente, los míos eran bienvenidos. Personalmente nunca lo visité, no había nada que llamase mi atención, pero oí hablar de él.

—No he venido aquí a hablar de Dali precisamente, alienígena —le espetó Ana con brusquedad, recuperando así su atención—. Vas a responder a mis preguntas, ¿de acuerdo?

—¿Y qué pasa si no lo hago?

No respondió a la pregunta. Ana se adentró en la celda, acercó el arma a la cabeza del alienígena y apoyó el cañón entre sus ojos, logrando así resolver su duda. El alienígena trató de apartarse, nervioso ante la cercanía de la pistola, pero el poco espacio y la presión ejercida por el arma se lo impidieron.

Ana se acuclilló ante él, sin apartar el arma, para que las miradas quedasen a la misma altura. Deslizó el dedo por el gatillo.

—Sé que eres inmortal. Tu vida se puede alargar eternamente... pero siempre y cuando tu organismo no sufra daños graves. Dime, alienígena, ¿un disparo en la cabeza cuenta como daño grave?

   Havelock dejó escapar una risita desde el pasadizo. Se acercó a la puerta y se apoyó en el marco, con el arma preparada.

—Por como tiembla, yo diría que sí.

Satisfecha, Larkin ensanchó la sonrisa. El alienígena no temblaba, o al menos ella no lo notaba, pero estaba asustado: se le notaba en los ojos. Se preguntó cómo era posible que los maestros no le hubiesen hecho hablar.

—¿Cuál es tu  nombre? —preguntó Ana, empezando así el interrogatorio.

—¿Acaso importa?

Ana le golpeó la frente con la culata del arma, logrando arrancarle un grito de dolor. El golpe no fue especialmente fuerte, pero sirvió como advertencia.

El alienígena entornó los ojos.

—¡Existe un tratado entre los míos y Mandrágora! ¡No puedes torturarme! ¡Havelock, tú lo sabes! ¡No podéis...!

—Eso díselo a Tiamat —respondió Ana con diversión, y volvió a golpearle la frente—. Además, yo no formo parte de Mandrágora, así que hago lo que quiero. Vamos: ¿vas a responder?

La amenaza de un nuevo golpe le hizo cambiar de opinión. El alienígena se apresuró a responder.

—Ladón; me llamo Ladón.

—Bien, Ladón... dices que viniste a entregarme un mensaje: que el Capitán te envío. ¿Cuál era el mensaje? ¿La brújula? ¿El Capitán te pidió que me entregases la brújula?

Antes de responder, el alienígena lanzó una última mirada hacia Havelock, suplicante. Tal y como acababa de asegurar, los acuerdos impedían que los miembros de Mandrágora pudiesen torturar a los de su especie. Después de muchos años de colaboración, los altos cargos de ambos bandos habían llegado a aquel acuerdo. Aunque no fuese algo oficial, se consideraban aliados por lo que se protegían mutuamente. No obstante, con una traición de tal calibre de por medio, el tratado perdía su vigor.

Lanzó un largo suspiro.

—La brújula te llevará hasta la pirámide. Como ya te dije, varios de los Pasajeros te están esperando: el Capitán sabía que acudirías a Ariangard en su búsqueda.

—¿Cómo lo ha podido saber? ¿Quién se lo ha dicho?

—¡No lo sé! Simplemente lo sabía... y os está esperando. No a todos, desde luego, te espera a ti, Ana. Es por ello que me contrató para que te hiciese llegar la brújula. Desea que llegues a la pirámide. Quiere ofrecerte un trato...

—¡Un trato! —Havelock se removió en la puerta, incómodo—. ¿De qué demonios hablas?

Ana se puso alerta. Por el momento, salvo su nombre, no había descubierto nada nuevo, pero tenía un mal presentimiento.

Volvió a apretar el cañón contra su frente, empujando así su cabeza contra la pared.

—¿Qué trato quiere ofrecerme? ¡Vamos! ¡Habla! ¿¡Qué trato quiere!?

—¡No lo sé! ¡¡No lo sé!! ¡Te lo aseguro! ¡No lo sé!

Ya fuese cierto o no, aquella respuesta provocó que Larkin estrellase con todas sus fuerzas la culata del arma contra su frente. Ladón se sacudió y empezó a aullar de dolor, repentinamente tembloroso. Era evidente que no estaba acostumbrado a que le golpeasen.

Sangre oscura empezó a frotar de una brecha abierta sobre los ojos.

—¡Eso no es una respuesta! ¡Vamos! ¡Responde! —Ana volvió a apoyar el arma, esta vez en el pómulo derecho—. ¡Hablaste de mi hermano! ¿¡Está en K-12!?  ¿¡Está Elspeth...!?

—¡Ana! —exclamó Havelock tras ella, con perplejidad—. ¿De qué demonios hablas, Ana? ¡Elspeth está muerto!

—¡No lo está! —respondió ella, alzando el tono de voz. Cogió el mentón de Ladón con la mano y empezó a ejercer presión sobre él con los dedos—. ¡Dijiste que no lo estaba! ¡¡Dijiste...!!

Un nuevo aullido de dolor escapó de la garganta de Ladón al clavarse las uñas en su piel. El alienígena volvió a sacudirse con nerviosismo, tratando de quitársela de encima, pero no logró apartarla. Ana le golpeó la cara con el dorso de la mano.

—¡Di la verdad!

—¡Está muerto! —dijo al fin—. ¡Está muerto, sí! ¡Pero la muerte no es un impedimento para el Capitán! ¡Su cuerpo está muerto, pero no su alma! ¡Su alma...!

—¿De qué demonios estás hablando? —inquirió Havelock con perplejidad.

—¡Su alma está en la pirámide, junto al resto! ¡Todas las almas están atrapadas en su interior! —Ladón clavó la mirada en Ana—. El Capitán quiere negociar: ¡quiere llegar a un acuerdo contigo! Quiere...

—¿Por qué? ¿Por qué quiere negociar conmigo? Después de todo lo que ha hecho...

—Elspeth se lo pidió. Fue antes de abandonar su cuerpo, de morir en Sighrith... o quizás  haya sido ahora, no lo sé. Creo que, aunque el Capitán no lo admita, Elspeth le susurra al oído... tengo la sensación de que no ha logrado extinguir su conciencia definitivamente, y es por ello que quiere negociar contigo. ¡Es por ello que eres importante para él! Desconozco las condiciones: ¡lo desconozco todo! ¡Pero sé que quería que llegaras a la pirámide...! Y con la brújula lo conseguirás...

Se hizo el silencio en la celda. Ana volvió la mirada hacia Havelock, dubitativa, lúgubre, pero no dijo palabra. Estaba demasiado confusa como para poder hacerlo. Y no era la única. Tanto David como el alienígena se mantenían también en silencio. El primero por no saber exactamente qué decir; el segundo, simple y llanamente, por temor a recibir más golpes.

Ana se incorporó con lentitud y retrocedió hasta alcanzar el umbral de la puerta. Tenía varias salpicaduras de sangre en la cara.

—¿Qué crees? —le preguntó en apenas un susurro—. ¿Crees que es posible que diga la verdad? Si realmente es un nigromante, ¿cabe la posibilidad de que Elspeth se encuentre de alguna forma en la pirámide?

—Yo no creo en las almas ni en ese tipo de cuentos, Ana, lo siento. —Havelock lanzó un rápido vistazo al alienígena—. Simplemente creo que es una trampa. Intentan atraerte hacia la pirámide utilizando el recuerdo de Elspeth, nada más. Es tu punto débil.

—Ya... pero... ¿por qué yo? Si realmente mi hermano no está involucrado en todo esto... ¿por qué tanto interés en mí?

Havelock no respondió. El hombre le mantuvo la mirada durante unos instantes, pensativo, tratando de encontrar la respuesta, pero finalmente desistió.

Se volvió hacia Ladón.

—Dime una cosa, alienígena: ¿cuántos Pasajeros hay en K-12?

—No lo sé. Uno, dos, tres... —El alienígena negó suavemente con la cabeza. Después de los golpes, varias líneas de sangre atravesaban su rostro—. No lo sé.

—Ya... ¿Y qué hay de ti? ¿Qué te ha prometido? ¿Por qué alguien de tu especie iba a arriesgarse de esta forma por el Capitán? Esta es una guerra entre humanos al fin y al cabo. ¿Por qué arriesgarte?

Los ojos de Ladón refulgieron de pavor. El ser alzó la mirada hacia Havelock, tembloroso, vacilante, y, por un instante, tanto él como Ana pudieron ver pánico en su semblante.

—Esto no es cosa solo de humanos, Havelock. Ni muchísimo menos. Hace mucho tiempo que el Capitán dejó de ser un simple hombre... y pronto lo descubriréis por vosotros mismos. Y será entonces, cuando al fin abráis los ojos, cuando entenderéis que la única manera de sobrevivir es eligiendo el bando correcto...

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