Capítulo 25
Capítulo 25
Ana tardó unos segundos en reaccionar. Ante ella, las palabras inscritas en el cristal adquirían un significado especial. Para él, simplemente eran una advertencia: una amenaza de lo que le aguardaba en Ariangard. Para ella, sin embargo, era mucho más. Aquella era la letra de Elspeth, Ana lo sabía, la había visto millones de veces anteriormente, a lo largo de todos aquellos años, por lo que la puerta de la esperanza volvía a abrirse...
Incapaz de escuchar nada más allá del latido de su propio corazón, la joven permaneció unos segundos totalmente paralizada, con la mirada fija en las letras. Poco a poco, éstas iban desapareciendo con la bajada de la temperatura, borrando así el rastro de su hermano. No obstante, Ana las había visto, y eso le bastaba para entender que, de alguna forma, Elspeth seguía con vida.
Unos segundos después, cuando volvió en sí, descubrió que Armin había sufrido algo parecido a ella. El guardaespaldas seguía con la mirada fija en el cristal, pálido y con los ojos abiertos de par en par. La visión había logrado sorprenderle, aunque no asustarle. Al menos no todo lo que cabría esperar de una situación como aquella. Ni era la primera vez que le amenazaban, ni probablemente sería la última, aunque sí desde la ultratumba. Aquella escena, sin lugar a dudas, había sido realmente perturbadora...
Claro que, ¿había sido real?
Lentamente, sintiendo las dudas despertar en su mente, el hombre volvió la mirada hacia Ana en busca de una respuesta. De haber sido cualquier otra su expresión, habría llegado a creer que podría haber sido una simple alucinación; que se estaba volviendo loco o que, simple y llanamente, necesitaba relajarse. Sin embargo, el rostro de Ana lo decía todo: los ojos brillantes al borde del llanto, los labios entreabiertos en una expresión de sorpresa, la mandíbula ligeramente desencajada...
Se llevó la mano a la cintura, allí donde guardaba el arma, y la palpó en busca de la seguridad que ésta siempre le ofrecía. En aquel entonces su presencia no resultó tan reconfortante como de costumbre, pero al menos sirvió para que acabase de serenarse.
El ideólogo de aquella broma de mal gusto iba a pagarlo muy caro.
—¿Ha sido cosa tuya?
—¿Cosa mía?
Ana tardó unos segundos en comprender el significado de la pregunta. La mezcla de emociones sumada al cansancio que arrastraba tras la intervención le había embotado la cabeza de tal modo que incluso le costaba pensar con claridad.
Frunció el ceño.
—¿Qué demonios insinúas? —preguntó a la defensiva—. ¿¡Crees que es una broma!?
—No sé lo que creo —admitió Armin.
El hombre volvió la mirada hacia el espejo y mantuvo la mirada fija unos segundos en los dos rostros que éste reflejaba. Ya no quedaba rastro alguno del mensaje, pero sí inquietud en sus semblantes.
Por un instante, se preguntó si no estaría durmiendo.
—¿Sabes si ha entrado alguien más aquí? ¿Hay autorizado algún otro usuario?
—Que yo sepa no. He pasado todo el día en la cubierta médica... si ha entrado alguien, no lo sé. Pero no, en principio no deberían haber podido. Además... —Ana le rozó suavemente el antebrazo para llamar su atención y que la mirase—, ese mensaje era para ti, Armin, no para mí. ¿Le has dicho a alguien que ibas a acompañarme al camarote?
La sonrisa forzada de Leigh al despedirse de él en el pasadizo de las instalaciones médicas acudió a su memoria. Armin había podido percibir su descontento al comprender sus intenciones, pero no creía al joven Tauber capaz de hacer algo como aquello.
¿O quizás sí?
Una desagradable sensación de desconfianza se apoderó de él. Además de saber de la existencia de la brújula y de su peculiar procedencia, Leigh era la persona con la que más había hablado sobre los orígenes y prácticas de Ivanov. Aquel joven le había contado su tétrica historia y, sin mostrar temor alguno, se había adentrado en los recuerdos del turbio pasado del Capitán para escudriñar hasta el último detalle... ¿Acaso no le convertía aquello en el candidato perfecto para estar tras aquella "broma"?
Antes de que su mente empezase a unir piezas y convirtiese al joven charlatán en el culpable de lo sucedido, Armin abrió de nuevo el grifo. El agua volvió a salir tan caliente o incluso más que antes, lo que provocó que el vapor empañase rápidamente el cristal.
—¿Cómo es posible? —preguntó Ana, a su lado. Acercó el dedo al cristal y dibujó un círculo sobre su superficie—. ¿Dónde está?
Armin cruzó los brazos sobre el pecho y observó en silencio el espejo. No entendía nada de lo que estaba sucediendo: ni cómo habían logrado entrar en la estancia sin autorización ni cómo habían logrado que el mensaje desapareciese, pero descubriría al culpable. Apretó los puños con fuerza, sintiendo como, tras la sorpresa y el miedo, la rabia empezaba a abrirse paso en su interior. Nadie se reía de un Dewinter y sobrevivía para contarlo.
Se encaminó hacia la puerta de salida. En apenas unos segundos su mente ya había diseñado un plan de acción con el que enfrentarse a aquella pequeña crisis.
—Eh, ¡eh! ¡Espera!
Antes de que lograse salir del baño, Ana lo cogió del brazo y le detuvo. Por un instante, Armin se había olvidado de ella, de su brazo y de la expresión de terror con la que la había encontrado al volver la vista atrás.
—¿Dónde vas? No irás a dejarme así, ¿no? Ese mensaje... —La mujer lanzó un fugaz vistazo al espejo—. ¿Es posible que Elspeth esté a bordo?
—¿Elspeth a bordo? —La mera pregunta logró dejarle boquiabierto. De todas las posibilidades existentes, aquella era la más descabellada de todas—. ¿De qué demonios hablas?
—¡Es su letra! —aseguró ella con vehemencia—. ¡Te lo juro, Armin! ¡Es su letra!
Un escalofrío recorrió su espalda al ver la expresión con la que pronunciaba aquellas palabras. Ana no hablaba por hablar: estaba convencida de lo que decía, y así lo demostraba el brillo intenso de sus ojos azules.
Necesitó unos segundos para empezar a atar cabos. Al parecer, al igual que le estaba sucediendo a él con la brújula, Ana estaba empezando a obsesionarse con su hermano. Minutos atrás aseguraba haberlo visto en sueños y ahora creía verlo en la caligrafía del mensaje del espejo... ¿sería posible que, después de casi un año, la mente de la joven empezase a sufrir las consecuencias de todo lo vivido en Sighrith?
Por un instante, Armin sintió lástima por ella. A lo largo de su vida había visto a muchas personas, la mayoría miembros de Mandrágora, obsesionarse con algo hasta acabar perdiendo la cabeza, y no deseaba que Ana acabase igual. Después de todo lo que había vivido, la joven merecía algo mejor, y más ahora que tan cerca estaba de conseguirlo. Al fin y al cabo, ¿acaso no había dicho Havelock que su abuelo materno la esperaba en Egglatur? Con suerte, allí podría empezar de cero.
—Ana...
—¡Te lo juro! —insistió ella con voz aguda, llevándose ambas manos al pecho, a la altura del corazón—. ¡Te lo juro por mi vida!
—No hace falta que lo jures por nada: te creo —aseguró tratando de mostrarse lo más convincente posible—. Ahora deberías descansar un poco; yo tengo cosas que hacer, y...
—¿Descansar? —Ana parpadeó con incredulidad—. ¡Pero después de lo ocurrido...! ¡Después de...! —Volvió a mirar el espejo—. Y toda esa sangre...
Antes de que el nerviosismo pudiese alterarla más, Armin apoyó la mano sobre su hombro y la acompañó fuera del baño con suavidad, plenamente consciente de que permanecer allí más tiempo no la ayudaría. Una vez en el dormitorio, cerró la puerta tras de sí y desvió la mirada hacia la entrada principal.
—Te llevaré con Leigh: él se encargará de ti mientras yo me ocupo de descubrir qué ha pasado aquí. Tú intenta dormir un po...
—¡No necesito que cuide de mí! —Ana abrió ampliamente los ojos y alzó el dedo índice, acusadora—. ¡Demonios, Dewinter, ni se te ocurra tratarme como a una niña! ¡Ya no soy la Ana Larkin que conociste en Sighrith hace un año! ¡Quiero ayudar! ¡Quiero ser útil! Sabes perfectamente que puedo hacer cosas. Además, vuelvo a estar bien... —Alzó el brazo derecho torpemente y le mostró la palma abierta, como si aquel simple gesto bastase para demostrar que estaba recuperada—. ¡Déjame ayudar! ¡Ese mensaje era para ti, sí, pero ha aparecido en mi camarote, y con la letra de mi hermano! ¿Quién mejor que yo para ayudarte a descubrir qué está pasando?
La pasión con la que pronunció todas y cada una de aquellas palabras logró dejar a Armin sin argumentos. Ciertamente, ya no había rastro alguno de la joven asustadiza que había conocido en Sighrith; la princesa aterrorizada a la que su hermano había sacado del fondo de un lago había quedado atrás. Ahora, en su lugar, había una joven fuerte y decidida a la que los miedos no parecían poder frenar; alguien que le recordaba tanto a sí mismo que el guardaespaldas tuvo la certeza de que, aunque lo intentase, no lograría impedir que se involucrara. Ya no había celda en la que poder encerrarla, Ana había elegido su camino y bajo ningún concepto iba a permitir que nadie la apartase de él.
Empezaba a entender lo que su hermano menor había visto en ella el día en el que había decidido regalarle su pistola. Aquella chica era especial, y no solo porque fuese capaz de hacer cosas tan inquietantes como lo de leer el libro en blanco de Rosseau. Era una lástima que estuviese tan lejos; de haber estado allí presente, en aquella sala, Orwayn se habría sentido muy orgulloso de "Larks".
Le mantuvo la mirada durante unos segundos. Hacía tiempo que nadie desarmado le retaba de aquel modo tan rotundo.
Finalmente, le tendió la mano.
—Te propongo algo: tú me dejas ayudarte, y yo a cambio seguiré fingiendo que me creo esa tontería de que no tienes mi brújula. ¿Qué te parece? —propuso Ana.
—No tengo tu brújula —respondió él con sencillez, tratando de parecer lo más natural posible, tal y como Veryn le había enseñado. Si aquel dispositivo maldito tenía que darle quebraderos de cabeza a alguien, prefería ser él el elegido—. Ese trato no tiene sentido.
—Mientes fatal, Armin.
—Yo no soy el "Conde".
—Y doy gracias por ello. —Ana sonrió tímidamente, aún con la mano alzada—. Vamos, en el fondo lo estás deseando. Confía en mí: en Sighrith no nos fue del todo mal después de todo. Hacemos buen equipo... además, muy pronto me perderás de vista. Egglatur me espera, ¿recuerdas?
Armin vaciló por un instante, dubitativo e intranquilo ante el mero hecho de plantearse que aquella mujer participase en una operación que podría realizar perfectamente solo. Ciertamente, en el planeta natal de la princesa las cosas no les habían ido del todo mal: ambos habían salido con vida e incluso habían logrado acabar con un Pasajero y con Elspeth. No obstante, incluso así, le preocupaba que su presencia pudiese resultarle molesta. Ana podía llegar a ser muy incómoda cuando quería... y tozuda. Cuando a aquella mujer se le metía algo en la cabeza, era imposible sacárselo. ¿Cómo iban a poder entenderse entonces?
Desvió la mirada hacia su mano. Los dedos se curvaban en un ángulo inadecuado, como si no pudiese controlar bien la fuerza que debía ejercer en las falanges. Aún tardaría un tiempo en aprender a dominar su recuperada extremidad...
—Aceptaré con una única condición: me obedecerás en todo momento. Si te digo que saltes, saltarás, y si te digo que te vayas...
—Me iré. Seré buena, Dewinter —Ana tomó su mano con fuerza y se la estrechó, sellando así el trato—. ¡Tenemos un trato!
—Tenemos un trato, sí... —Armin volvió la mirada hacia su alrededor, pensativo, y una vez recuperada la mano, cruzó los brazos sobre el pecho. Podía sentir la sangre ya casi seca manchando su ropa a la altura del pecho, allí donde la marca de Mandrágora había brillado minutos atrás—. No le expliques a absolutamente nadie lo que ha sucedido, ¿de acuerdo? Esto debe quedar entre tú y yo.
—¿Entre tú y yo? ¿Y qué pasa con Helstrom? ¿Y con Leigh? ¡Ellos deberían saberlo!
El hombre negó con la cabeza con decisión, rotundo. En cualquier otra situación no habría dudado en acudir en busca de ayuda y consejo a los maestros y al resto de miembros del equipo. En aquel entonces, sin embargo, tratándose de un enemigo invisible más propio de un cuento de terror que de alguien real, prefería mantenerlo en secreto. Cuanta menos gente lo supiese, mejor.
—A nadie —insistió—. Debemos ser precavidos. Lo más importante ahora mismo es saber si alguien ha entrado en tu camarote mientras estabas en la cubierta médica. Imagino que debe haber algún tipo de registro vinculado al lector ocular que controla el acceso. Voy a echarle un vistazo; tú mientras tanto mantén los ojos bien abiertos: tengo que ir al taller a por el equipo de conexión.
Obediente, Ana sacó del interior de la mesilla de noche su pistola y se plantó en una de las esquinas de la estancia, con el arma preparada. Lo vivido en el baño le había despejado la cabeza, aunque poco a poco el cansancio volvía a hacer acto de presencia. Los párpados le pesaban toneladas y tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para lograr mantenerse despierta.
Unos minutos después, diez o quince, Ana no lo sabía con exactitud, Armin volvió a entrar en la estancia con un maletín entre manos. Lo depositó sobre una de las mesas, alzó la mirada hacia el techo de la sala y empezó a inspeccionarlo. Parecía buscar algo. Pocos minutos después cogió una silla, la acercó a la pared y se subió sobre ella, con un cuchillo entre manos.
—¿Qué haces? —preguntó Ana, con curiosidad.
Pero no obtuvo respuesta alguna. Armin deslizó los dedos sobre la superficie lisa del techo y los detuvo a unos diez centímetros de la esquina. Dibujó una línea imaginaria con el dedo índice y acercó el cuchillo. Al hundir la punta, un destello metálico chisporroteó momentáneamente en la sala, justo antes de que todo el tendido energético se apagase.
Un panel de emergencia de color azul se iluminó sobre la puerta del baño.
—Abre el maletín y pásame la varilla de luz que hay dentro: es de color azul y mide cerca de diez cen...
Antes incluso de acabar la frase, Ana ya se la tendía. El hombre la cogió con la mano libre, presionó un botón lateral para activarla e iluminó con el haz de luz la zona en la que había hundido el cuchillo. Sea lo que fuese que buscaba, parecía haberlo encontrado.
Bajó de la silla de un salto y se acercó al maletín. En su interior, desordenado y enterrado entre multitud de herramientas de aspecto bastante extraño, había todo lo que necesitaba para realizar la conexión cervical: el cable de enlace, largo y dorado, las clavijas vinculantes y los adaptadores. Había también un conjunto de sensores y decodificadores para los casos de conexión más complejos, pero en esta ocasión Armin decidió que no los necesitaría. Así pues, eligiendo el material básico, el hombre fue extrayendo los materiales uno a uno hasta tenerlos todos a su alcance. Limpió con la camiseta las agujas de entrada que atravesarían su carne hasta alcanzar los nervios cervicales, insertó las clavijas en los adaptadores y, tras realizar unas cuantas comprobaciones con lo que parecía ser una placa metálica acabada en ocho púas, se encaminó con el cable colgado en el hombro a la silla.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Ana sin lograr apartar la vista de las agujas de conexión. Incluso después de lavarlas, el tono rojizo del metal evidenciaba su continuo uso—. ¿Vas a conectarte?
—Por lo que he podido saber, hay bastantes miembros de la tripulación que se conectan asiduamente a la red de a bordo, así que no creo que sigan mi señal —explicó Armin—. Podría también salir al pasadizo e intentar manipular la consola, pero desconozco su lenguaje de programación y es probable que me llevase mucho tiempo. Haciéndolo desde aquí me resultará más fácil: abordar bases de datos es una de mis especialidades. Además, en caso de que el proceso se alargue más de lo necesario nadie me verá. ¿Sabes lo que eso significa?
Ana asintió con la cabeza, con el arma bien sujeta en la mano. Mientras su yo psíquico permaneciese ocupado, perdido en el laberinto de datos, códigos y portales virtuales que conformaban la red de la "Pandemonium", ella cuidaría de su yo físico.
—¿Necesitas que te ayude?
—No.
Ya en pie sobre la silla, Armin acercó el cable y las clavijas hacia el punto del techo donde había realizado la incisión y empezó a trabajar. Desde su posición, sumida prácticamente en las sombras salvo por el resplandor fantasmagórico que emitía el panel de emergencia, Ana no podía ver lo que hacía su compañero, pero podía imaginarlo. Durante los meses a bordo de la "Estrella de plata", la joven había asistido a las suficientes sesiones de conexión como para conocer el proceso. Lo que no sabía, sin embargo, era cómo iba a crear el punto de conexión. Aparentemente, lo que había cortado era simple cableado y en principio, sin una entrada digital, no podría iniciarse la conexión...
—¿Tienes algodón y alcohol?
—Sí, claro.
—Tráelo: lo necesito.
Durante el breve transcurso del viaje al baño para la recolección de los materiales, Armin finalizó su obra. Injertó las clavijas de entrada en el punto de conexión, el cual había creado él manualmente, y preparó el cableado para la inminente sesión. Adentrarse en las redes virtuales de un lugar como la "Pandemonium" siempre conllevaba un riesgo, pues el hombre no había nacido para ver con los ojos de las máquinas, pero Dewinter siempre estaba dispuesto a asumirlo. Ya fuese durante un colapso nervioso causado por una conexión fallida o a causa de un balazo, el joven daría por buena su muerte si con ello lograba conseguir su objetivo.
Tomó asiento en la silla y depositó los cables sobre sus rodillas. Las agujas que había injertado al final de éste relucían peligrosamente con la luz del panel, ansiosas por hundirse cuanto antes en la carne.
Ana empapó un trozo de algodón con alcohol y acudió a su encuentro. Normalmente era el propio Armin quien realizaba aquel sencillo proceso de higienizar la zona de conexión: consideraba aquella parte del ritual algo muy íntimo y privado. En aquel entonces, sin embargo, fue ella quien lo hizo sin tan siquiera avisar. Ana apoyó el algodón sobre su piel y empezó a dibujar círculos por la zona de la nuca, eliminando así el sudor.
—¿Vas a atarme también los cordones? —murmuró Armin entre dientes, incómodo. Le arrebató el algodón de un brusco tirón y repitió la operación—. Necesito que estés atenta: yo me ocupo del resto.
Molesta, la joven prefirió no ver el resto del proceso. Ana se alejó unos pasos hasta alcanzar la pared mientras Armin clavaba las agujas en la carne, iniciando así el proceso de conexión; fijó la vista en la puerta y, en silencio, aguardó a que los minutos transcurriesen silenciosamente.
El vacío repentino que se había apoderado de la sala resultaba descorazonador.
Recostado sobre la silla y con los cables clavados en la nuca, el cuerpo de Armin permanecía muy quieto y tenso, como una cuerda de guitarra a punto de romperse. Su expresión vacía era inquietante: bajo los párpados cerrados, Ana sabía que los ojos estaban en blanco. Estar a su lado en aquellas circunstancias resultaba extraño, pero era curiosamente reconfortante. Siempre que él estaba en la sala, la joven se sentía más segura. Ana no estaba muy segura del motivo, pues las aventuras vividas en Sighrith quedaban ya muy atrás en el tiempo, pero tampoco quería descubrirlo. Simple y llanamente disfrutaba de su presencia, de sus silencios y sus escasas sonrisas, pues a pesar de que aún no había llegado a asimilarlo, tenían fecha de caducidad.
Egglatur... el mero hecho de pensar en su futuro lejos del maestro Helstrom, de Leigh o de los sighrianos le producía dolor de estómago. Ana se había acostumbrado a vivir con ellos, a sus viajes y a sus aventuras, y no estaba del todo segura de querer abandonarles. Irónicamente, tras la destrucción de su vida anterior en Sighrith, era ahora cuando Ana empezaba a vivir. La joven había aprendido a valorar a sus compañeros, su compañía y sus palabras; escuchaba y aprendía de las enseñanzas de Helstrom, reía con las ocurrencias de Leigh, compartía el silencio con Armin y disfrutaba de las largas veladas de charla con sus camaradas sighrianos. Incluso había llegado a apreciar a Gorren y sus reprimendas. El maestro era duro con ella, sí, pero lo hacía por su propio bien, y Ana era consciente de ello...
Entonces, teniendo en cuenta todo lo que había conseguido obtener durante aquellos meses, ¿cómo dejarlo todo y viajar a un lugar en el que no había más que promesas que bien podrían ser falsas y un hombre al que ni tan siquiera conocía? Ya fuesen familia o no, Florian Dahl no había estado a su lado en Sighrith, cuando había pasado noches y noches llorando de puro miedo, ni tampoco en Belladet, mientras la torturaban, encerrada en una celda. Entonces, ¿cómo confiar en él? ¿Cómo creer que alguien salido de la nada le iba a devolver una vida que aún no sabía si quería recuperar?
Ana no se imaginaba dejando atrás a sus compañeros, pero tampoco enfrentándose al resto de su existencia entre aventuras y tiroteos. Así pues, ¿qué debía hacer? La paz y lujo que Egglatur prometía resultaban muy tentadores...
Armin se sacudió violentamente en la silla. Sus piernas se movieron espasmódicamente, primero la izquierda y luego la derecha, y seguidamente lo hicieron los brazos. El hombre alzó los párpados, dejando a la vista los ojos totalmente en blanco, y extendió la mano hacia Ana, como si intentase cogerla... como si le implorase algo. Aterrada, la joven acudió de inmediato a su encuentro, olvidando la pistola sobre la mesa junto a la cual se encontraba. Tomó con fuerza su mano para inmovilizarla, se situó tras él y contempló la escena. Varios hilos de sangre procedentes de las agujas dibujaban rayas sobre su espalda. No había mucha cantidad, pero el fluido era oscuro, casi negro. No tenía buen aspecto.
—Te va a doler, pero no tengo otra opción —advirtió a voz en grito—. ¡Lo siento!
Ana cerró los dedos alrededor de las agujas y, sin aguardar ni un segundo más, tiró con todas sus fuerzas. Armin volvió a sacudirse violentamente al producirse la desconexión, pero recuperó la conciencia. El hombre se llevó las manos a la nuca, herido, y durante unos segundos permaneció muy quieto, con una clara expresión de dolor cruzándole el rostro. El proceso había sido mucho más brusco y violento de lo esperado, pero lo agradecía.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¡Armin! —Se acuclilló delante de él y le cogió del mentón, obligándole así a mirarla. Su rostro, aunque pálido y desencajado, poco a poco iba recuperando la normalidad—. ¿Estás bien? ¿Me oyes?
El hombre tardó unos segundos en reaccionar ante la pregunta. Su mente, ahora saturada de información, iba reorganizándose poco a poco tras el trauma de la desconexión repentina.
Ana le acarició la mejilla con la punta de los dedos, temerosa. Temía que se desmayase de un momento a otro por su culpa. O peor aún, que le diese un infarto. No estaba preparada para nada de aquello.
—Armin... ¡Demonios, Armin! ¡Dime algo...! Dime...
Lentamente, con los dedos manchados de su propia sangre y el pulso tembloroso, el hombre alzó la mano hasta la suya y la presionó con suavidad, tranquilizador. Ahora que el sudor frío había empezado a perlar su frente, era cuestión de minutos que recuperase el control total de su dolorida mente.
Ana dejó escapar un suspiro de alivio. El miedo seguía atenazándole los músculos, pero poco a poco empezaba a calmarse.
—Lo he visto... —anunció Armin al fin en apenas un susurro. Tenía la voz quebrada—. Lo he visto... ha... ha entrado esta tarde... ha... ha...
—Tranquilo, tranquilo... vamos, no hay prisa. —Le dedicó una sonrisa tranquilizadora—. Coge aire. ¿Estás bien? ¿Necesitas algo? ¿Quieres agua?
Dewinter dejó caer la cabeza hacia atrás, agotado. El esfuerzo le había dejado sin aliento; beber un poco de agua y refrescarse la cara le iría bastante bien.
Poco después, algo más recuperado, aceptó el pañuelo que Ana le entregaba y se limpió has heridas del cuello. Hasta que no acelerase el proceso de cicatrizado la sangre seguiría cayendo, así que optó por taponarlas.
No obstante, antes tendría que hacer otra visita.
—¿Qué ha pasado? ¿Lo has visto, verdad? —preguntó Ana una vez el hombre hubo recuperado el aliento. Cogió el vaso de agua vacío que éste le devolvía y lo dejó sobre la mesa—. ¿Quién era? ¿Quién...?
Armin se puso en pie. Las rodillas aún le temblaban ligeramente, pero el temblor pronto desaparecería. Era cuestión de tiempo. Se apartó unos pasos de la silla, pensativo, y se detuvo junto a la puerta del baño para echar un vistazo dentro. El espejo seguía igual a como lo habían dejado, intacto.
Volvió la mirada hacia la joven. Ésta le miraba con interés, ansiosa por descubrir la identidad del culpable, aunque también algo temerosa. Saber que alguien había entrado en su camarote durante su ausencia la hacía sentir muy violenta.
—Armin...
—Eras tú, Ana —dijo al fin—. Entraste a media tarde.
Ana abrió los ojos, perpleja. Retrocedió un paso.
—¿Yo? ¿Pero de qué demonios hablas? ¡Estaba en la cubierta médica! ¡Es imposible! ¡Armin, te lo aseguro! ¡Es imposible! ¡Te juro por mi alma que estaba en uno de esos tanques verdes! ¡El maestro...!
—¿Realmente crees que es imposible? —interrumpió él. Armin palpó con la mano la culata de la pistola que colgaba de su cinturón. En su rostro se adivinaba una expresión extraña, inquietante—. Yo te vi en el tanque, Ana: fui a verte. Estuve con Helstrom bastante rato, prácticamente toda la tarde: sé que no saliste de allí.
—¿Entonces...?
Antes incluso de acabar de pronunciar la palabra, la respuesta acudió a la mente de Ana. Pensándolo fríamente, a bordo solo había alguien capaz de suplantarla. Alguien cuya lealtad residía únicamente en sí mismo.
Alguien cuya naturaleza lo convertía en alguien imprevisible y peligroso.
—Tiamat —comprendió Larkin en apenas un susurro—. ¿Pero por qué...? ¿Por qué querría hacer algo así? Creía que era uno de los nuestros... creía que...
—No lo sé, pero lo voy a descubrir —aseguró él con decisión—. Si lo que quiere es jugar, jugaremos, pero te aseguro que esto no va a quedar así.
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