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Capítulo 23

Capítulo 23



—¿Nigromancia? ¿De verdad ha dicho eso? Vaya, una de dos, o ese tal Tiamat está totalmente loco, o tenemos serios problemas. Personalmente me decanto por la primera opción, pero nunca se sabe. Hay quien dice que existen razas alienígenas más sabias que la Humanidad.

Se encontraban en una de las cubiertas de observación, acomodados sobre cajones de suministros cerrados. Sobre ellos, en forma de círculo, varios mamparos abiertos les dejaban ver las estrellas. Aquella cubierta no era demasiado popular entre los residentes de la "Pandemonium", pues durante las primeras jornadas de viaje siempre estaba llena de cajas y bidones, pero Leigh la consideraba la más tranquila. Así pues, tras cenar con el resto de agentes y los maestros en uno de los salones, Leigh y su mascota, Ana, Maggie y Elim se habían retirado para disfrutar de unas cuantas horas de tranquilidad antes de acostarse.

—¿Qué es eso de la nigromancia? —preguntó Elim, con los brazos cruzados tras la nuca y un cigarrillo en los labios. Al igual que Maggie, el joven bellum estaba tumbado sobre una voluminosa caja precintada en cuyo interior creían que había latas de aceite—. Suena antiguo.

—Eso es lo de los muertos, hombre —exclamó Dawson a su lado, con los ojos cerrados. Después de un día entero de entrenamiento en el gimnasio junto a Torres, Havelock y varios de sus hombres, la mujer estaba agotada—. Los que roban los cadáveres para experimentar.

—¿Hay gente que roba cadáveres? —preguntó Ana con repulsa, impresionada—. ¿¡Quién querría hacer algo tan atroz!?

Los dos soldados intercambiaron una mirada llena de diversión a la que Leigh no tardó en unirse. A pesar de llevar un año con ellos, viviendo una vida totalmente fuera del ámbito en el que hasta entonces se había movido, Ana seguía descubriendo cosas que la dejaban boquiabierta.

—¡Que inocente es usted, Alteza! —exclamó Elim en tono burlón—. Pues claro que se roban cadáveres: ¿de qué te crees que es la carne en lata? ¿De cordero? —Soltó una carcajada—. ¡De muerto!

Los cuatro rieron ante la ocurrencia del menor de los soldados. Tilmaz estaba exagerando, desde luego, pero no mentía al asegurar que existía dicha práctica.

—Es cierto que se utiliza en laboratorios clandestinos, para estudios y todo tipo de prácticas prohibidas. Para eso y para el robo de órganos y tejido, claro —explicó Leigh, retomando la palabra—. Pero no, la nigromancia es otro tipo de práctica. ¿Cómo podría explicarlo con términos que podáis entender...?

—¿Nos estás llamando tontos, Don Charlas? —le reprendió Elim, y volvió a reír—. Que te den.

—¿Don Charlas? —Leigh parpadeó con perplejidad—. ¿¡De dónde demonios sale eso!?

—Bah, da igual, hombre. —Ana le rodeó los hombros con el brazo y lo atrajo hacia ella, para darle un rápido beso en la mejilla. El simio saltó entonces sobre su cabeza, celoso por la falta de atención, y empezó a darle suaves tirones del pelo hasta que la joven decidió rascarle el cuello—. Explícanos eso, vamos. Tiamat dijo que era una especie de arte, una práctica extraña con cánticos ceremoniales, sangre, muerte, símbolos extraños, alquimia... —Alzó la vista hacia las estrellas, en busca del recuerdo pertinente. Tiamat había empleado muchísimas palabras para intentar explicar el significado de nigromancia. Palabras que, en su mayoría, no había entendido, pero recordaba algunas—. No sé, ha dicho muchas cosas.

Leigh se convirtió en el centro de atención. Elim apagó el cigarro, seguramente para que el humo no le nublase la visión, mientras que Maggie decidió abrir los ojos e incorporarse. A pesar del tono jocoso de la conversación, los cuatro eran plenamente conscientes de la gravedad de lo que estaba sucediendo, y no querían perder detalle.

—Tiamat no mentía: la nigromancia es un arte místico en la que el conocimiento de lo prohibido permite a sus practicantes realizar todo tipo de actos a costa de quedar malditos en la mayoría de los casos. No es una ciencia que haya sido estudiada en profundidad, pues desde tiempos remotos el ser humano la ha temido, pero siempre ha estado muy presente en la sociedad. —Leigh cruzó los brazos sobre el pecho, adoptando una expresión de serenidad—. La verdad es que no sé demasiado al respecto, pero sé que es temible, y que juega con temas que nunca deberían tratarse. Si realmente ese tal Capitán es un nigromante, y visto lo visto, es posible que así sea, debemos ser precavidos. Nadie sabe hasta dónde puede llegar su poder.

Permanecieron unos segundos en silencio. Ana acarició de nuevo el cuello del mono mecánicamente y se dejó caer de espaldas sobre la caja, repentinamente agotada. En su mente, la joven veía al Capitán realizando todo tipo de sacrificios humanos a algún dios maligno para conseguir alargar su vida eternamente.

Cerró los ojos. El mero hecho de imaginarlo le revolvía el estómago.

—Pues no es que hayas resuelto muchas dudas, Don Charlas —exclamó de repente Elim. El joven sacó otro cigarro y se lo encendió, con expresión despreocupada—. Todo eso son cuentos, como lo de los fantasmas y la magia. Si realmente existieran, ¿acaso no habría pruebas? —Sacudió suavemente la cabeza—. Lo siento, pero no me lo creo. Si la tecnología no ha logrado encontrar el secreto de la vida eterna, no me creo que ese tío lo haya conseguido degollando a unas cuantas cabras y bañándose en su sangre.

—¡Eli! —exclamó Maggie con repulsión. Golpeó el hombro de su compañero con la mano—. ¡No seas asqueroso!

—Yo tampoco me creo eso de las cabras —admitió Ana—, pero Tiamat parecía bastante convencido. Según él, existen ciertas prácticas que el hombre jamás podrá llegar a entender... Bueno, ni el hombre ni los de su especie, claro está. —Se encogió de hombros—. Sea como sea, él cree que el Capitán atrae a sus víctimas utilizando la brújula que encontré en el "Dragón". Además, no elige a gente cualquiera; elige a sus víctimas con cuidado, para, el día de mañana, poder emplear sus cuerpos como recipiente. Por lo visto los cuerpos que posee duran muchos años: siglos incluso. Solo cuando ya están demasiado dañados decide cambiar.

—¿Y qué pasa con esos recipientes? —preguntó Maggie con precaución—. Me refiero... si ahora tiene el cuerpo de Elspeth... ¿qué pasa con él? ¿Significa eso que está muerto?

Ana le devolvió el mono a Leigh y se bajó de la caja de un salto, repentinamente incómoda. Llevaba bastantes horas reflexionando al respecto: formulándose una y mil veces aquella misma pregunta. ¿Estaba Elspeth realmente muerto? Y en caso de ser así, ¿cómo había podido hacerle llegar la brújula? Aunque pareciese una locura, Ana estaba plenamente convencida de ello. Y no solo eso. Había soñado con él; en ningún momento se le había presentado físicamente, pero sí que había sentido su presencia; incluso había oído su voz. Elspeth estaba en algún lugar, esperándola, y la joven tenía la sensación de saber dónde.

Recorrió unos cuantos metros por la sala hasta situarse bajo uno de los mamparos y alzó la vista hacia las estrellas. Podía ver su pálido rostro reflejado en el vidrio, lleno de dudas, atormentado.

—Yo vi cómo Dewinter mataba a Elspeth —confesó en apenas un susurro—. No sé si lo sabíais, pero estaba delante de él, hablando, cuando le alcanzó el pecho. En aquel entonces pensé que el disparo había sido mortal, que lo había matado en aquel mismo momento, pero al parecer el recipiente debe estar vivo para poder realizar la migración, así que al menos logró sobrevivir unas cuantas horas más... ¿Después? Después no sé qué habrá sido de él, pero confío en que sigue vivo. Es más... —Se llevó la mano al pecho—. Siento que está vivo. Él me envió la brújula al "Dragón" por lo que confío en que, cuando lleguemos a nuestro destino, estará esperándome.

Al volver la vista atrás Ana creyó ver una lágrima resbalar por el rostro de Maggie Dawson. La mujer parecía emocionada, aunque la joven no sabía exactamente por qué. A veces, cuando hablaba de su hermano con ella, la soldado se comportaba de forma extraña. Ana suponía que, durante el tiempo que habían pasado juntos, había llegado a sentir auténtico cariño por su hermano, aunque sus reacciones le parecían excesivas. A veces, más que su subordinada parecía su viuda, y eso no le gustaba en absoluto. De todos modos, no la culpaba por ello. Elspeth, el auténtico Elspeth, no el monstruo que Rosseau había traído a Sighrith, había sido un gran hombre.

—Eso sería increíble —exclamó Maggie. Se frotó la mejilla con el dorso de la mano con rapidez, tratando de borrar las lágrimas, y se dejó caer de nuevo—. Me quedé con ganas de despedirme de él.

—¿Vivo? ¿Realmente crees que sigue vivo? —Elim estaba perplejo—. ¿Vosotras os estáis oyendo? ¡Habláis como auténticas lunáticas! Elspeth está muerto, y si no es así, rezo porque no tarde en estarlo. ¿Acaso creéis que, en caso de seguir con vida de alguna forma, es feliz viendo lo que el Capitán está haciéndole a su planeta? ¡Mató a su propio padre! —El joven sacudió la cabeza violentamente—. Cielos, eso sería demasiado cruel: ojalá no haya tenido que ver nada de todo esto: no se lo merecería.

Ana respiró profundamente, sin saber cómo reaccionar ante la vehemente aportación de Elim. Hasta entonces, las veces que se había planteado aquella posibilidad, lo había hecho desde su punto de vista, egoístamente. Ana simplemente quería volver a ver a su hermano, poder mirarle a la cara y despedirse de él, pero en ningún momento se había planteado la posibilidad de que aquel sentimiento fuese mutuo. Si realmente Tiamat tenía razón y el Capitán se había apoderado de su cuerpo, ¿acaso podría ser feliz viendo todo lo que estaba sucediendo? Conociéndole, la respuesta era evidente.

Apretó el puño con fuerza, sintiendo como las uñas se le clavaban en la palma. Aquellas ideas no tenían sentido alguno; Ana no tenía nada en lo que basarse para creer que seguía con vida salvo sus sueños, pero en situaciones límite como aquella, la joven no podía evitar dejarse llevar por sus anhelos más íntimos.

—Elspeth...

—Yo sí creo que Elspeth está vivo —reflexionó Leigh a media voz, con la mirada fija en Ana. El joven la había oído hablar en varias ocasiones sobre aquel mismo tema, sobre sus sueños y sus ilusiones, pero hasta entonces nunca se había posicionado—. Pero no como tú crees, Larks. Si realmente es cierto que Rosseau se ha apoderado de su cuerpo, cosa que no dudo teniendo en cuenta las filmaciones que llegan desde Sighrith, es más que probable que su mente siga tan unida al Capitán como ha estado hasta ahora. Es decir... puede que se hayan convertido en una única entidad. —Tauber se bajó también de la caja—. ¿Sabes lo que realmente pienso? Pienso que el Capitán te ha hecho llegar esa caja a través de tu hermano... que lo ha utilizado a él para que tú te confíes. El Capitán quiere atraerte hasta Ariangard, y aunque aún no sé el porqué, tengo la sensación de que formas parte de sus planes. De lo contrario, ¿qué sentido tendría todo esto? ¿Para qué te mandaría la brújula, si no?

—Bueno, también hay otra posibilidad —añadió Elim, repentinamente pensativo—. Si realmente Elspeth sigue vivo dentro del Capitán... ¿acaso no querrá venganza? Quiero decir, no debemos olvidar que Dewinter le pegó un tiro... que lo hirió de muerte. Si realmente Rosseau es tan listo como parece, ¿acaso no es posible que sepa que él está a bordo? ¿Qué viajamos juntos? —Sacudió la cabeza—. Estoy convencido de que lo sabe...

—¿Insinúas que están intentando atraernos para ajustar cuentas con Dewinter? —Maggie parecía perpleja—. Demonios, Eli, eso es realmente rebuscado...

El joven se encogió de hombros, restándole importancia. En su mente, su peculiar y retorcida  mente, aquel plan no era en absoluto rebuscado. Al contrario.

—A mí no me lo parece. Yo, en su lugar, lo haría: intentaría vengarme del tío que me ha matado... claro que, en el fondo, no es más que una teoría. Lo más probable es que Elspeth esté muerto.

—¿Y qué pasa entonces con la brújula? —insistió Ana—. ¡Elspeth me mandó la brújula!

—¡Eso no es cierto! —le reprendió Elim, alzando el tono de voz—. ¡Tú misma lo dijiste cuando contaste tu historia! ¡La vendedora dijo que era Elspeth quién te la había dado, pero fue a Rosseau al que perseguías! ¿Quién te dice que, en realidad, no ha sido él quién te la ha mandado para que des muerte a su asesino? —Se puso en pie de un ágil salto, repentinamente aburrido de aquella conversación—. Es una teoría absurda, ¿pero acaso no lo son todas las demás? Puestos a decir tonterías, ésta es la que tiene más lógica. Y ahora, señoritas, Don Charlas, me retiro: ya he perdido suficiente tiempo por hoy.

Furiosa ante lo que ella consideraba una respuesta fuera de tono, Ana le vio salir con paso sosegado, tranquilo. Desde lo ocurrido en la biblioteca de Belladet, Elim y ella mantenían una relación muy tensa que, aunque en ocasiones lograba suavizarse, casi siempre les arrastraba a situaciones tan incómodas como aquella. Elim era irónico, hiriente e incluso a veces despectivo. Ana sospechaba que su comportamiento se debía a su deseo de castigarla por lo ocurrido, pero tras varias jornadas de viaje, la mujer empezaba a estar bastante harta de él.

Agotada y con los dientes tan apretados que empezaban a rechinarle, Ana no tardó en abandonar la cubierta. Tras ella, Leigh hizo ademán de seguirla, preocupado, pero Maggie le detuvo. No era el momento.

—¡Pero...!

—Déjala en paz, Tauber —advirtió Maggie, palmeándole el hombro—. Déjala.



Armin no había sido consciente de la hora hasta que, al apartar la vista de la brújula, sus ojos se habían cruzado con el crono del taller. Aquella noche se había hecho prometer a sí mismo que se acostaría pronto, que descansaría y que seguiría con sus investigaciones al amanecer. El joven estaba cansado y lo necesitaba. Sin embargo, enfrascado como estaba en sus tareas de investigación con la exótica pieza que Ana había decidido traer del "Dragón", había perdido por completo la noción del tiempo.

Depositó sobre la mesa la lente microscópica que había estado utilizando hasta entonces para estudiar el fondo de la brújula y se frotó los ojos. No necesitaba verse en un espejo para imaginar que los tendría enrojecidos. Solía pasarle cuando se esforzaba más de lo debido. Por suerte, Veressa no estaba allí para recriminárselo.

No era la primera vez que le pasaba. De vez en cuando, cuando encontraba algo que realmente lograba apasionarle, Armin pasaba jornadas enteras encerrado en su taller,  investigando y aprendiendo. Para él, los misterios que aquel tipo de objetos y tecnologías albergaban en su interior eran mucho más interesantes que cualquier conversación o distracción insustancial que tanto parecían gustar al resto de mortales. A su hermano mayor, por ejemplo, le apasionaba conocer gente nueva. Veryn era capaz de pasar horas y horas conversando con alguien al que desconocía por el mero hecho de hablar. Según sus propias palabras, aquella era su mayor fuente de información: las habladurías. La pasión de Veressa, en cambio, se encontraba en el conocimiento. Al igual que su mellizo, la joven Dewinter podía pasarse horas y horas delante de un libro de medicina extrayendo hasta el último de sus detalles. Su campo de estudio se centraba en la medicina y la herbología, pero en muchas ocasiones habían compartido laboratorio y taller. Después de todo, ¿acaso no le había fabricado todo tipo de instrumental para llevar a cabo sus extraños y cada vez más retorcidos experimentos?

La pasión de Orwayn, por el contrario, estaba totalmente alejada del campo científico o humano. El menor del clan podía pasarse semanas enteras perdido en el bosque, poniendo a prueba sus habilidades y mejorándolas día a día. Orwayn había nacido para la guerra, para luchar y matar, y Mandrágora se aprovechaba de ello.

Hacían bien.

Dispuesto ya a abandonar el taller, Armin guardó la brújula en la caja de seguridad que había preparado para el dispositivo y empezó a recoger el instrumental. Ahora que al fin veía ya la hora de salir del taller, el guardaespaldas empezaba a sentir de nuevo el cansancio caer sobre él. Los párpados le pesaban toneladas, notaba las manos entumecidas y la cabeza dolorida.

Aquella noche cogería la cama con ganas... pero eso sería más tarde. Pocos segundos antes de acabar de guardar la última herramienta, el sonido de unos pasos rápidos en el pasillo captó su atención. Armin alzó la vista hacia la puerta, reconociendo al instante a su dueño, y permaneció quieto hasta que, un momento después, Leigh Tauber abrió y entró.

El guardaespaldas tuvo la tentación de clavarle en la garganta el destornillador que había sobre la mesa al verle aparecer con aquel repugnante mono colgado del hombro.

—Suponía que seguías por aquí... —comenzó el joven, adentrándose en la estancia sin pedir permiso. Cogió uno de los sillines gravitatorios y se dejó caer. Juntó las manos sobre la mesa—. Traigo noticias.

—¿Noticias? —Armin cogió el destornillador con la mano derecha y empezó a girarlo entre los dedos, tanteando la situación. El simio parecía fascinado con él—. Me iba ya, así que a no ser que sea algo realmente importante, no me interesa.

—¿Por quién me tomas? ¡Por supuesto que es importante! —exclamó Leigh con alegría. Señaló con el mentón el sillín vacío que Armin tenía a su lado para que se acomodase—. Creo que ya sé quién es el Capitán.

Sorprendido por el anuncio, Armin acudió a la puerta y la cerró de un empujón, en busca de un poco de intimidad. Los tripulantes de aquella nave se habían mostrado por el momento bastante correctos, discretos y educados, pero Dewinter sabía por experiencia que ésos eran los peores.

—¿De qué demonios hablas?

Leigh cruzó los brazos sobre el pecho y dibujó una amplia sonrisa, satisfecho. Horas atrás, poco antes del mediodía, Armin y su nueva amiga, Vel Nikopilidis, habían acudido a su encuentro con cierto material que necesitaban que revisara. En un inicio, únicamente se había tratado de varios pergaminos llenos de letras y palabras que ellos no parecían entender. No obstante, tras una larga conversación llena de tiras y aflojas, Tauber había logrado convencerles para que le dejasen ver la famosa brújula de la que tanto hablaban. Y así había sido cómo, durante los breves instantes que se la habían dejado ver y manosear, Leigh había conseguido sacar lo suficiente del instrumento como para, horas después, tener una idea bastante clara de cuál era la identidad de su temible enemigo.

—He dicho que de qué hablas, Tauber —insistió Armin, cruzando ya los brazos sobre el pecho y adoptando una expresión amenazante—. Deja de sonreír como un idiota y responde.

—Oh vamos, no seas tan antipático, hombre. Antes bien que acudiste a mí a por un poco de ayuda.

—Tauber...

—De acuerdo, de acuerdo.

Leigh metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y extrajo de su interior un pequeño terminal portátil que depositó sobre la mesa. Al presionar la pantalla, ésta se encendió, inundando de códigos todo el cristal. Su dueño apoyó tres dedos en su superficie, los mantuvo cuatro segundos y, una vez la imagen cambió, los apartó.

Empezó a teclear con la yema de los dedos sobre la pantalla.

—Antes, cuando me dejaste la brújula, me fijé en que había unos símbolos inscritos en su interior... un poco inquietante, ¿eh? —El joven ensanchó la sonrisa de nuevo, satisfecho consigo mismo—. Los símbolos no me resultaban en absoluto familiares por lo que opté por seguir otra línea de investigación. No sé si te habrás fijado, pero he tomado una pequeña muestra de las marcas. —Hizo una pausa—. ¿Lo habías notado?

Una desagradable sensación de derrota se apoderó de Armin al darse cuenta de que, en aquella ocasión, Tauber había sido más astuto que él. El guardaespaldas le había dejado el dispositivo durante tan poco tiempo que ni tan siquiera se había planteado la posibilidad de que hubiese trasteado con él.

Frunció el ceño. No debería haber fallado.

—No, la verdad —admitió a regañadientes—. Empiezo a entender porque acabaste desterrado en el planeta Coran...

—No es mi culpa que sea más rápido que vosotros, amigo. —Se encogió de hombros, pletórico—. Sea como sea, estuve analizando la muestra y, como imagino que ya sabrás, estaba hecha con sangre. Muy poco original, y mucho menos si hablamos de un ritual nigromántico.

—¿Un ritual nigromántico? —Armin arqueó ligeramente las cejas, sorprendido—. Creo que me he perdido algo. ¿De qué estás hablando?

Mientras le explicaba todo lo que Tiamat le había explicado a Ana, Leigh dio los últimos golpecitos sobre la pantalla hasta alcanzar los documentos que se había descargado de la red de información de Mandrágora. Se trataba de varios archivos antiguos, muy antiguos, en los que se hablaba de diversos sucesos acontecidos en un mismo lugar: la Tierra.

Sorprendido ante la teoría del alienígena, la cual, en el fondo, tenía bastante sentido teniendo en cuenta los extraños símbolos que había encontrado en la brújula, Armin optó por sacar el objeto del cajón y volver a mirarlo.

Resultaba curioso ver como los latidos del objeto desaparecían cada vez que se encontraba en compañía de alguien...

—¿Crees que puede tener razón?

—Es posible —admitió Leigh—. No se sabe mucho de la nigromancia... o mejor dicho, no se sabe todo lo que nos gustaría. Siempre ha sido un campo de estudio mal visto. Y entiendo que lo fuera en otros tiempos en los que la creencia en un Dios Todopoderoso marcaba el ritmo de vida de los hombres, pero hoy en día... en fin, creo que es una especie de estigma que arrastramos desde entonces. —El joven giró el terminal hacia Armin y señaló la pantalla con el dedo índice—. Hace unos meses que la división C.O.B.R.A. asaltó los bancos de datos de la Tierra y se hizo con los historiales de millones de personas. Como imagino que ya sabes, esa gente, nobles y comerciantes muy acaudalados todos, malditos sean esos sucios bastardos, llevan muchísimo tiempo invirtiendo escandalosas cantidades de dinero en estudios peligrosamente cercanos a la clonación: duplicación de células madre, fabricación y potenciación de órganos, copia del ADN... en fin, proyectos muy turbios que, aunque bordean la legalidad, están blindados.

—¿Y bien?

"Don Charlas...", pensó Armin.

—La cuestión es que crucé la muestra de sangre que obtuve de la brújula con la de la base de datos, y...

—Espera, espera... el dueño de esa sangre podría pertenecer a cualquier planeta: ¿por qué elegiste el banco de datos de la Tierra?

—¡Oh! Cierto... —Leigh desvió la mirada hacia la brújula y señaló la esfera—. Los códigos que me trajiste están en kalidiano, uno de los dialectos de la Tierra. No es demasiado conocido; de hecho, es bastante minoritario por lo que opté por probar suerte. Bueno... —Sacudió suavemente la cabeza, gesto que imitó su mascota, como si ambos acabasen de recordar algo—. Realmente era minoritario, se considera una lengua muerta desde hace cerca de tres siglos.  

—¿Y tú la conoces?

El joven abrió los ojos teatralmente, fingiendo alarma.

—¿Acaso tú no?

—Demonios, Tauber, ¿qué te han dado de cenar?

Leigh soltó una carcajada, risueño. A pesar de que intentaba mantener la fachada y disimular cuando se encontraba junto a Ana, seguramente para impresionarla, según sospechaba Armin, lo cierto era que se comportaba como el  niño de diecinueve años que realmente era: un niño  muy inteligente y con muchos recursos, desde luego, pero un niño al fin y al cabo.

—Lo aprendí hace tiempo en la Academia Lunar —reveló, orgulloso. Tan solo los agentes que trabajaban en el sector Solar tenían derecho al acceso a la más selecta de todas las Academias de la red de Mandrágora—. Desde el primer día en el que me sacó del orfanato, el maestro Gorren supo que tenía potencial. De hecho, es probable que fuese ése el motivo por el que me recogió. —Se encogió de hombros, restándole importancia—. Sea como sea, la cuestión es que recibí una muy buena preparación académica. Los alumnos cada año seleccionábamos materias y campos de conocimiento a través de los cuales nos íbamos especializando. En mi caso, dado que tenía facilidad para las lenguas, decidí aprender varios dialectos con los que poder infiltrarme en el Planeta Madre en caso de ser necesario. Y uno de ellos, como supondrás, es el kalidiano. Me sé incluso una canción, ¿quieres que te la cante?

Armin se tomó unos segundos para responder. A pesar de que había oído hablar bastante sobre el joven Tauber, sus palabras lograron sorprenderle. Por muy buena que fuese la Academia, era evidente que Leigh tenía algo que le hacía especial. Algo que, tal y como él mismo acababa de admitir, era probablemente el motivo por el que Gorren había decidido arriesgarse y sacarle del orfanato. Aquel muchacho, el tipo del mono que nunca se callaba, no solo era un auténtico bocazas: también era un genio.

No pudo evitar reprimir una leve sonrisa. Poco a poco, Tauber empezaba a ganarse su respeto.

—Quizás más tarde. Ahora, si no te importa, me gustaría saber qué pone en la brújula. Imagino que has podido traducir el texto.

—Desde luego... aunque la próxima vez, Armin, no hace falta que os molestéis en traducir el binario: lo conozco también. —El joven cogió la brújula y la volvió hacia él, para poder leer así sus inscripciones—. Es una especie de texto sagrado. He intentado buscar su procedencia, pero no he encontrado absolutamente nada en los registros. Lo único reseñable es uno de los nombres que aparecen: Astaroth. ¿Sabes lo que es?

—Ilumíname.

—Se trata de una entidad antigua, muy antigua, considerada demoníaca por nuestros antepasados. Te hablo de muchísimo tiempo atrás, siglos y siglos antes de que el ser humano lograse salir de la Tierra. Al parecer, Astaroth, el cual poseía una posición bastante privilegiada entre los suyos, demonios todos, sentía cierto interés por los librepensadores. He encontrado varios escritos en los que aparece resolviendo dudas y ayudando a ese tipo de gente. Al parecer, le gustaba responder preguntas... y de hecho, en ese texto, se le da las gracias, imagino, por haberlo hecho. Pero en fin, a lo que íbamos: ¿querías saber quién era el Capitán, verdad?

Armin asintió. Tanta información empezaba a provocarle dolor de cabeza, lo que, sumado al sueño, empezaba a afectarle notablemente, pero sabía que, de dejar en ese punto la conversación, no lograría conciliar el sueño.

—Pues bien, como te decía, he cruzado la muestra de sangre con la base de datos y, ¡sorpresa! He encontrado varios sujetos registrados. Y me dirás: ¿cómo es posible que haya varios? Luego te expondré mi teoría, pero vaya, debes saber que, aunque todos los registros coinciden, únicamente uno tiene el porcentaje de correspondencia al 100%. ¿Qué quiero decir con esto? Que de los tres, pues son tres, la sangre de uno de ellos coincide al 100% con la de la brújula. Es decir, ese hombre fue el que inscribió los símbolos en la brújula... o, al menos, se utilizó su sangre para ello. Los otros dos, como pronto descubrirás, tienen esa sangre en su organismo, pero diluida, como si se les hubiese hecho algún tipo de transfusión.

—¿Intentas decirme que el Capitán, pues entiendo que estamos hablando de él, era un buen samaritano que donaba sangre?

—Si coincidiesen en el tiempo, sí, me atrevería a decir que así fue, pero hay una diferencia de casi un siglo entre unos y otros, por lo que me inclino a pensar que, cada vez que el Capitán cambia de cuerpo, parte de la sangre de su cuerpo original le acompaña. No sé exactamente cómo, pero...

—¿Puede que sea a través de una especie de ritual? Por lo que tengo entendido, los nigromantes son dados a hacerlos.

Leigh asintió con la cabeza, totalmente de acuerdo. En su mente, el joven ya veía al Capitán, al primero de todos, realizando un macabro ritual con cuchillos, animales muertos y velas con la víctima a la que pretendía robarle el cuerpo tendida sobre un altar.

—Si pudiésemos analizar el cadáver de Rosseau, podríamos confirmar esa teoría —reflexionó Armin, repentinamente pensativo—. Mis hermanos andan por la zona, si se lo pidiésemos podrían conseguirlo, estoy convencido.

—Desde luego serviría para confirmar la teoría: la sangre parece ser un componente esencial para el Capitán. Los cambios de cuerpo, la brújula... me dan bastante que pensar.

—Antes de que te pongas a ello, recuerda que aún no me has revelado su identidad.

—¡Cierto! Mira...

El joven señaló la pantalla de su terminal portátil. En ésta, sobre un fondo blanco y amarillo, aparecía la fotografía de un hombre joven de poco más de treinta años, y su ficha personal. Su nombre era Andrey Ivanov, y había nacido hacía ya más de cuatrocientos años en la Tierra en el seno de una familia de médicos muy bien posicionada. De cabello oscuro, tez blanquecina y ojos azules, el joven de los Ivanov, hijo único, había nacido y crecido en un entorno agradable y familiar en el que había recibido todo aquello que deseaba.

—¿El tal Andrey Ivanov es el Capitán? —preguntó Armin con cierta sorpresa—. Parece bastante normal.

—Eso parece. Me he estado informando: estudió medicina y se especializó en neurocirugía artificial y bioquímica genética. Al parecer, era todo un cerebrito. A los veintiséis años se casó con la hija de un barón de la zona y tuvo dos hijos. —Leigh alzó la vista—. Veintiséis años... ¿tú tenías veintiocho, no?

—Sigue.

—Bueno, bueno. Era un tipo muy bien posicionado y reconocido por la comunidad científica del planeta. Además de trabajar en uno de los hospitales más célebres de la Tierra, colaboraba activamente en la Universidad de Ciencia Especializada de Baviera. Y bueno, muchas otras cosas... en resumen: era un pez gordo. Y  no solo eso. A los veintinueve recibió la herencia de sus padres tras su repentino fallecimiento en un accidente ferroviario, lo que le convirtió en uno de los hombres más ricos del planeta. Ocho meses después, desapareció repentinamente de su mansión, durante la celebración de su trigésimo cumpleaños.

—¿Desapareció sin más?

—No exactamente...

Leigh deslizó el dedo lateralmente sobre la pantalla y la imagen varió. Ahora, en lugar de la imagen y la ficha personal del doctor, se podía ver una captura de lo que parecía ser un noticiario de la época. El joven amplió la imagen y le tendió el terminal a Armin, para que pudiese verlo más de cerca. El artículo, aunque nítido, tenía la letra demasiado pequeña.

—Ivanov desapareció dejando atrás ochenta y cuatro cadáveres en su mansión —empezó Leigh mientras el guardaespaldas leía las primeras líneas—, incluidos los de sus hijos y su esposa. Como imaginarás, tratándose de gente de postín, la noticia causó mucha alarma social... y no solo por la cantidad de víctimas, sino por cómo se dieron sus muertes. La imagen es un tanto grotesca, te lo advierto: ¿realmente quieres verla?

Un leve asentimiento de cabeza bastó para que nuevamente cambiase la imagen. Leigh presionó sobre la pantalla y en ésta apareció una inquietante imagen en tonos oscuros en la que se podían ver decenas de figuras colgadas del techo boca abajo por los tobillos y situadas estratégicamente formando un círculo. Todos ellos tenían los ojos abiertos, sonrisas caricaturescas cruzándoles el rostro, como si se las hubiesen cincelado antes de morir y, a lo largo de los brazos, trece cortes perpendiculares por los que la sangre habían manado hasta acabar con sus vidas.

Armin permaneció unos segundos observando la imagen, empapándose de todos los detalles. Bajo los cuerpos, en forma de círculo, había una gran mesa revestida por un mantel negro en cuya superficie había decenas de copas de vino y cirios rojos casi consumidos, como si llevasen horas prendidos.

—Esto no parece un asesinato —reflexionó Armin—, parece un suicidio colectivo.

—Lo parece, desde luego, pero analizando los restos de las copas encontraron ciertas sustancias inhibidoras de la conciencia a través de las cuales se cree que Ivanov pudo causar la muerte de todos sus invitados. Sea como sea, nunca se sabrá la verdad. No hubo ningún superviviente, así que todo son meras conjeturas. El Capitán desapareció, y durante muchos años nadie supo nada sobre él... hasta que, al fin, alguien lo encontró. 

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