Capítulo 13
Os dejo una canción cuyo videoclip creo que se adecua a la perfección a la parte de Belladet :) La canción, además, para los que sepáis algo de inglés, tiene una frase que os va a resultar muuuy familiar...
Capítulo 13
Hasta bien entrada la noche, Ana no se dio por vencida. Durante toda la mañana y la tarde había seguido con su inspección de la celda en busca de algo que la ayudase a escapar. Algo que, tal y como le había advertido su compañero, no había logrado encontrar y, finalmente, agotada y dolorida, se dio por vencida.
Se dejó caer pesadamente sobre el banco que hacía funciones de camastro. Horas atrás le habían traído una bandeja con comida y agua para que se alimentase, pero volvía a tener hambre y sed. De hecho, en el fondo en ningún momento había dejado de sentirlas. La comida, además de tener un sabor repugnante, había sido muy escasa.
Claro que el estómago no era su mayor problema a aquellas alturas.
Con el paso de las horas, el efecto de los calmantes que le habían inyectado había acabado por desvanecerse, dejando así a la antigua princesa tremendamente dolorida. Ana sufría pinchazos por todo el cuerpo, sobretodo en la cara y en las piernas, allí donde se concentraban la mayoría de los moratones y heridas. Le dolía también la cabeza y tenía algo de fiebre, aunque era soportable. Lo que realmente la estaba torturando era el dolor palpitante del brazo, aquel que, tendido junto a su cuerpo, seguía sin responder a sus impulsos.
Aunque a lo largo del día había intentado mantener la mente ocupada y no pensar en ello, Ana empezaba a sentir miedo. La teoría de la anestesia había tenido cierto sentido durante las primeras horas. A veces, por razones médicas, se podía llegar a neutralizar una parte del cuerpo para intentar potenciar su mejoría a base de fármacos. Ana nunca lo había visto hacer, pero sí que había oído hablar sobre ello. Sin embargo, con el paso del tiempo y la caída de la noche, la idea empezaba a perder fuerza. El brazo no estaba anestesiado, pues sentía el dolor punzante que aguijoneaba la herida que cubrían las vendas, pero no reaccionaba. Ana intentaba moverlo, levantarlo, doblarlo, pero éste no respondía a sus demandas. Simplemente pendía flácido en el hombro, como si no estuviese conectado a su cuerpo, como si de un artilugio inútil se tratase, y eso era algo que le preocupaba enormemente.
Presionó la mano izquierda sobre el vendaje y dobló las piernas, quedando así encogida. Si bien el dolor físico era insoportable en según qué momentos, no era comparable con la angustia que sentía. Cuantas más horas pasaban, más complicado se le hacía confiar en que los suyos volverían a buscarla. En un inicio Ana había estado convencida de que así sería, de que Armin acudiría a su rescate, pero tras descubrir que llevaba más de una semana en manos del enemigo, sus pensamientos habían comenzado a cambiar. Ana intentaba convencerse a sí misma de que aún no era tarde, pero la esperanza empezaba a apagarse, y junto con ella, sus fuerzas y su valentía.
Ana cerró los ojos y dejó que el agotamiento físico y mental la arrastrase al mundo de los sueños. El sol no tardaría demasiado en salir, pues en Belladet el amanecer se producía muy pronto, pero hasta entonces lograría descansar unas cuantas horas.
En sus sueños, Ana volvía a estar en la "Estrella de Plata". Aquella nave se había convertido en su hogar en los últimos meses, y la sentía como tal. Ana solo se sentía a gusto en su interior, y más en concreto en su celda, rodeada de sus pertenencias. En este sueño, sin embargo, se sentía como una extraña. Nadie la saludaba al pasar, ni le dedicaban una mirada. Sus habitantes pasaban a su alrededor como si no la viesen, como si nunca hubiese existido.
Asustada, Ana corrió al puente de mando en busca de la capitana. Ella siempre había estado a su lado cuando más la necesitaba. En cierta forma, aunque a ella no le gustaba que lo dijese, Laura Lagos se había convertido en una madre para ella. La escuchaba cuando necesitaba hablar, y la consolaba cuando más necesitaba de ella. En aquel entonces, sin embargo, no hizo ninguna de las dos cosas, puesto que, cuando llegó al puente, éste estaba vacío. No había rastro alguno de ella ni de su tripulación; los puestos de control estaban vacíos, al igual que la cúpula de observación y los camarotes colindantes.
De repente, todo había quedado totalmente vacío...
Salvo por una persona. Ana escuchó unos pasos tras de sí y, en mitad del corredor que conectaba con el resto de la "Estrella de plata", encontró una figura. No era un habitante habitual de la nave, pero por alguna extraña razón, ambos habían visitado los dominios del otro. Se adelantó unos pasos y observó con cautela el rostro macilento del Capitán Rosseau. Sus ojos la miraban con fijeza, cansados, abatidos, como si desease decirle algo. Sus labios, sin embargo, estaban totalmente inmóviles, petrificados.
—La historia se repite —le susurró alguien en el oído.
Los labios del hombre no se habían movido, pero Ana sabía que era él quien hablaba. Había reconocido su voz de la visión de la biblioteca. Intentó acercarse, pero sus piernas no respondieron. Era como estar clavada en el suelo.
—El camino a Ariangard tiene un único destino —prosiguió el Capitán. Alzó el brazo derecho y la señaló con el dedo índice, inquisitivo—. Tú y los tuyos ya estáis malditos... todos los estamos.
Una segunda figura apareció tras Rosseau. En un inicio Ana creyó no reconocerla, pues estaba demasiado lejos, pero poco a poco su rostro surgió de entre las sombras. Joven, pálido y de mirada entristecida, Elspeth la miraba con la melancolía de aquellos a los que el tormento persigue incluso en la eternidad.
—¡Elspeth...!
—Nos veremos pronto, Ana... —murmuró una segunda voz en su mente. Era una voz débil, pero muy familiar—. Te esperaré dentro de la pirámide.
Despertó con un grito ahogado en la garganta. Sus pies habían logrado despegarse del suelo cuando, de repente, la nave había desaparecido para dejar paso a la lúgubre imagen de la sombra de los barrotes rayando el suelo de su celda. Ana parpadeó un par de veces, confundida por el repentino cambio de localización, y se ayudó del brazo izquierdo para incorporarse. El derecho, como hasta entonces, seguía pendiendo sin vida del hombro, herido de muerte.
—¿Elsp...?
El sonido de una detonación lejana ahogó la palabra. Ana se quedó paralizada por un instante, sintiendo una intensa vibración apoderarse de cuanto la rodeaba, y volvió la vista hacia la celda contigua. Pegado a los barrotes y con una extraña e intensa expresión de júbilo cruzándole el rostro, Marvin gritaba y se carcajeaba intermitentemente.
Una segunda explosión la hizo ponerse en pie. A través del ventanal podía percibir los cambios de luz en el cielo de Belladet.
—¿¡Qué demonios está pasando!?
—¡Ya van ocho! —exclamó el hombre fuera de sí. Cerró las manos alrededor de los barrotes y empezó a sacudir el cuerpo adelante y atrás, como si bailase al ritmo de las vibraciones del suelo—. ¡Vamos! ¡Otra más! ¡¡Otra más!! ¡Nos atacan!
Ana se puso en pie sobre el banco y trató de ver qué sucedía a través de la estrecha rendija de la ventana. Ésta quedaba un poco lejos de su alcance, pero poniéndose de puntillas logró a ver el cielo azul de la mañana oscurecido por nubes de humo negro.
Bajó del banco de un salto, sintiendo una extraña explosión de entusiasmo despertar en su interior, y se abalanzó contra los barrotes.
—¿Qué es? —Quiso saber—. ¿Qué está pasando?
Antes de que Marvin pudiese responder, la puerta de acceso se abrió y tres mujeres entraron. Todas parecían bastante nerviosas, con las armas apuntando de un lado a otro, como si una amenaza invisible las acorralara. Cerraron la puerta tras de sí, retrocedieron unos pasos y se detuvieron a cierta distancia de las celdas. De las tres que acababan de entrar, Ana solo reconoció a una, la más joven. La recordaba de haberle traído la comida el día anterior. Las otras dos, tan jóvenes o más que la primera, le resultaban totalmente desconocidas.
Ana se acercó al muro más cercano a ellas y se aferró con fuerza a los barrotes. Procedente del otro lado de la puerta se escuchaba bastante ruido.
Una nueva explosión hizo vibrar toda la estancia.
—¡¡Nueve!! —gritó Marvin fuera de sí—. ¡¡Ya van nueve!! ¡¡El infierno manda a sus caballeros para rescatarme!! ¡¡Os lo dije!! ¡¡Os lo dije...!!
Casi tan sorprendida como las vigilantes por los gritos enloquecidos de su compañero de celda, Ana trató de ignorarle. Resultaba complicado teniendo en cuenta su voz ronca y las majaderías sin sentido que decía, pero dadas las circunstancias era lo único que podía hacer. La mujer era consciente de que aquella sería probablemente la oportunidad de oro que llevaba horas esperando, y no podía desperdiciarla.
—Eh, ¡eh! —gritó intentando hacerse oír por encima de Marvin—. ¿¡Qué demonios está pasando ahí fuera!?
Dos de las guardias volvieron la vista atrás. Una de ellas, una joven de no más de veinticinco años con los ojos oscuros y el pelo rojo recogido en un moño tirante, parecía asustada. Sus manos sostenían el fusil con nerviosismo. La otra, algo mayor y con el cabello rubio muy liso pegado a la cara, parecía algo más serena, aunque sus ojos denotaban cierta preocupación.
—Cállate, Lawer —exclamó la mujer de pelo rubio—. Me va a estallar la cabeza con tanto grito: nadie va a venir a por ti.
Marvin respondió algo, pero el sonido de una nueva explosión ahogó sus palabras. Perpleja, Ana volvió la vista hacia la ventana, pero rápidamente tuvo que sujetarse contra los barrotes. La explosión había sido tan cercana que el suelo se había sacudido con violencia, derribando a una de las tres guardias.
El prisionero aprovechó las circunstancias para empezar a reír a carcajadas, enloquecido. Por alguna extraña razón que Ana no llegaba a comprender, parecía estar disfrutando más que nunca de la situación. Las guardias, en cambio, estaban fuera de sí.
—¡He dicho que te calles! —insistió la mujer tras ayudar a levantarse a la chica pelirroja. Mientras tanto, la tercera se mantenía junto a la puerta, visiblemente atenta a lo que pasaba fuera—. ¡Te juro que como no te calles te acabaré pegando un tiro, maldito depravado!
—¿Qué está pasando? —insistió Ana—. ¿Qué son esas...?
—¡¡Es el infierno!! —aulló Marvin—. ¡¡Es el infierno abriéndose para...!!
Los gritos del prisionero lograron que la guardia pelirroja, ya fuera de sí, desenfundase la vara eléctrica que llevaba cargada a la cintura y se acercase a la celda, dispuesta a silenciar de una vez por todas a Marvin. No se trataba de un arma letal, pero era lo suficientemente dolorosa como para que su víctima permaneciese largos minutos en el suelo inmóvil, sintiendo la electricidad atravesarle el cuerpo con salvajismo. Ana nunca había visto emplearla en persona, pero sabía perfectamente que acabaría con los gritos de Lawer.
Apoyó la cabeza contra los barrotes, sintiendo el nerviosismo oprimirle el pecho. Necesitaba saber qué estaba pasando, y necesitaba saberlo ya.
—¡Pero que alguien me diga algo...! —se lamentó—. ¡Por favor!
El sonido metálico de la vara golpeando contra los barrotes de la celda de Marvin captó su atención. La guardia los golpeaba con virulencia, pero el prisionero se movía más rápido que ella, logrando esquivar sus estocadas. Resultaba sorprendente ver a alguien de su tamaño moverse a aquella velocidad. Y es que, aunque la bellum fuese rápida, él lo era mucho más...
—¡Pat...! —advirtió la otra, al ver que su compañera empezaba a perder la paciencia—. Oh, vamos, no vale la pena.
—¡Callaros todas de una vez! —exclamó la tercera desde la puerta, concentrada en los sonidos procedentes del interior del edificio—. Creo que han entrado...
Desobedeciendo a sus compañeras, la guardia se acercó con paso firme al mecanismo de apertura de la celda y presionó la mano contra el lector de huellas. Ya fuese desde fuera o desde dentro, haría callar al prisionero...
El corazón de Ana empezó a latir con rapidez al ver la puerta abierta. Sus ojos se encontraron fugazmente con los de Marvin, el cual seguía actuando como un lunático, y se acercó al muro que daba a su celda. La mujer abrió la puerta, alzó la vara chispeante y se adentró en el pequeño cubículo, furibunda. A continuación, todo pasó muy rápido... demasiado rápido incluso para ser consciente de lo que hacía o veía. La guardia se abalanzó sobre el prisionero, el cual nuevamente logró zafarse. Se colocó al otro extremo del banco y esquivó un par de golpes más. Ana desconocía cómo lo hacía, pues físicamente parecía imposible, pero Marvin era tremendamente veloz y ágil. Mucho más veloz que su oponente. Intercambiaron unos cuantos golpes más con el mismo resultado hasta que la guardia, fuera de sí, se subió de un salto en el banco y empezó a avanzar hacia él con el arma en alto...
Y fue entonces cuando, alarmada, la otra bellum acudió a su encuentro en las celdas. Ana la observó acercarse con paso rápido, con el rostro contraído en una mueca de pura tensión. Pasó a su lado, se detuvo a un metro de la puerta de la celda de Marvin y desenfundó su vara... o lo habría hecho de no ser porque Ana se le adelantó. La joven se abalanzó sobre los barrotes, pasó el brazo izquierdo entre éstos y, estirando el cuerpo todo lo que pudo para ello, cogió del pelo a la mujer y tiró de ésta hacia atrás. La guardia soltó un grito de sorpresa al verse arrastrada contra la celda. Apresándola contra los barrotes, Ana deslizó el antebrazo sobre su cuello y empezó a presionar con todas sus fuerzas, cortándole así la respiración. En la celda frente a ella, tras un feroz intercambio de golpes, Marvin acababa de hacerse con la vara de la guardia y estaba a punto de estrellarla contra su tórax...
El sonido de un disparo procedente del arma de la tercera guardia, la de la puerta, hizo que Ana se encogiese, pero no que soltase a su víctima. Marvin, aún en su celda pero empleando la vara para electrocutar a la vigilante, vio el disparo pasar muy de cerca. La bala cruzó el aire junto a su cabeza, a apenas unos centímetros, para acabar estrellándose contra el muro trasero.
Ana mantuvo la presión en la garganta de la mujer unos segundos más, hasta que ésta dejó de sacudirse. Una vez quieta, la soltó y vio su cuerpo resbalar por los barrotes hasta acabar en el suelo, desmoronado. Ana volvió entonces a estirar el brazo, alcanzó la correa del fusil que cargaba a las espaldas y empezó a tirar de él. No sabía cómo iba a utilizarlo, pero sabía que, si lograba salir de allí, lo iba a necesitar...
Varias detonaciones volvieron a sonar en la sala. Ana se dejó caer de espaldas al suelo, evitando así por apenas unos centímetros un par de balas, y se arrastró hasta detrás del banco. Acto seguido, otros tantos disparos respondieron a los iniciales. Ana escuchó varias detonaciones seguidas, como si de una ráfaga se tratase, y un gemido de dolor...
Finalmente el sonido de un cuerpo al caer al suelo dio por finalizado el enfrentamiento. Ana volvió la mirada hacia el lateral donde Marvin se encontraba en pie con el cañón del arma humeando, y asomó la cabeza. Al otro lado de la estancia, junto a la puerta, el cuerpo de la guardia yacía con varios disparos atravesándole el cuello y la cara.
Se incorporó con rapidez.
—¿Qué te parece? ¿Tenía o no razón? —exclamó el prisionero, aunque ya no había histeria alguna en su voz. El hombre se colgó el fusil a las espaldas y volvió la mirada hacia Ana, la cual, oculta aún tras el banco, contemplaba la escena con cierta perplejidad—. Hora de largarnos, creo que han venido a buscarte.
El hombre pasó por encima del cuerpo de la vigilante para salir de la celda. Una vez fuera, levantó a peso el cadáver de la bellum a la que Ana había asfixiado y empleó su brazo derecho para abrir la cerradura electrónica.
La puerta emitió un suave chasquido al abrirse.
—Dale gracias a tu dios de mi parte, serpiente —exclamó Marvin a modo de despedida—. Nos vemos.
Ana esperó a que el hombre atravesara la puerta para salir de la celda y acabar de arrebatarle el arma a la guardia del suelo. Se cargó el fusil a la espalda, empuñó la vara eléctrica con su única mano útil y, ya sin volver a detenerse, salió de la celda a gran velocidad.
Procedentes de los pisos inferiores se oían disparos.
Siguiendo los pasos de Marvin, el cual parecía conocer a la perfección el lugar, Ana empezó a correr por un largo y sombrío pasillo de techos bajos. A lado y lado había puertas que albergaban celdas como las suyas, con prisioneros histéricos chillando en su interior. Ana escuchó a varios de ellos suplicarle ayuda, insultarla y amenazarla, pero no les prestó atención alguna. La mujer siguió corriendo, esquivando los cadáveres que, de vez en cuando, iba encontrando tiroteados en el suelo, hasta alcanzar una pequeña sala de control. Se detuvo junto a la puerta abierta, la cual había atravesado Marvin hacía tan solo unos segundos, y cogió aire. Al otro lado del umbral, un par de guardias yacían en el suelo, sobre un charco de su propia sangre.
Se preguntó qué clase de hombre podría actuar a tal velocidad.
Más recuperada, Ana se adentró en la sala de control y avanzó con paso algo más lento hasta el otro extremo de la sala. Tras varios archivadores de gran tamaño y una mesa llena de terminales activos había una puerta que daba acceso a otro corredor. Ana se detuvo junto al umbral, captando ahora más claramente que nunca los disparos, y se asomó. El corredor seguía dos direcciones: una daba a otra zona de celdas como la suya y otra a unas escaleras que descendían. Cogió aire, consciente de que los disparos procedían de allí, activó la corriente eléctrica de la vara y salió a gran velocidad hacia las escaleras.
Varios disparos se hundieron en la pared al alcanzar los primeros peldaños. Ana se agachó, quedando así resguardada tras la barandilla, y empezó a bajar escalón tras escalón con el trasero pegado al suelo. Bajó unos metros más, hasta alcanzar un pasadizo en un nivel intermedio, y se adentró en éste. En su interior, de espaldas a ella en aquellos precisos momentos, una guardia ensangrentada empleaba una fuente para resguardarse y disparar hacia el interior del pasillo.
Ana se agazapó y empezó a correr hacia ella, con el arma preparada. Desconocía quién podía ser su objetivo, pero fuese quien fuese, si era enemigo de la bellum, se convertía automáticamente en su aliado. Así pues, recorrió la distancia que las separaba a gran velocidad hasta caer sobre ella. Ana le golpeó la nuca con la vara, plenamente consciente de que un solo golpe bastaría para dejarla inconsciente, y la empujó hacia el lateral para que cayera en el pasillo. Acto seguido, varios disparos procedentes de un cruce cayeron sobre el cuerpo de la bellum, haciéndola girar sobre sí misma varias veces.
Se agazapó tras la fuente hasta escuchar los pasos del tirador perderse por el fondo del pasillo. Ana aguardó unos cuantos segundos más, aprovechando de nuevo la pausa para coger aire, y reanudó la marcha. En la lejanía, la luz de la mañana se colaba a través de una gran apertura.
Algo se abalanzó sobre ella al alcanzar el cruce. Ana vio la sombra en el suelo antes de que la alcanzase, pero no logró detenerse a tiempo. La mujer perdió el equilibrio, arrastrada por el peso de su atacante, y cayó de lado en el suelo, con todo su peso sobre el brazo izquierdo. Rápidamente, presa del pánico, empezó a sacudirse. Ana pataleó y manoteó cuanto pudo, pero unas fuertes manos la inmovilizaron contra el suelo. Ante ella, con el pelo entrecano cubriéndole los ojos y el rostro sudoroso, se hallaba una cara conocida.
—Tranquila, Alteza —exclamó el maestro Gorren con una expresión severa en el rostro. Soltó la presa con la que le sujetaba los brazos y se incorporó, dejándole así algo de espacio para poder moverse—, no nos vamos a ir sin ti.
—¡Maestro...! —respondió Ana.
Una profunda sensación de alivio se apoderó de ella al ver la mano del hombre tenderse hacia ella. Larkin la aceptó y, sintiendo el peso de todo el cansancio y las heridas caer sobre sus espaldas, se levantó. Las piernas empezaron a temblarle.
—¡Larks!
Procedente del interior del corredor, Leigh se unió al equipo. En aquella ocasión vestía con ropas negras y funcionales, botas militares y una braga con la que se cubría media cara. Tenía el cabello totalmente despeinado, manchas de sangre en el uniforme y en la cara, pero incluso así conservaba su aspecto aniñado.
Dejó caer el arma sobre la cinta que colgaba de su hombro derecho y se abalanzó sobre Ana con rapidez, tomándola en sus brazos como si de una niña se tratase. La estrechó con fuerza contra su pecho.
—Santa Serpiente —exclamó con nerviosismo—. ¡Empezaba a creer que no te encontraríamos! ¿Estás bien? —Sin llegar a soltarla, Leigh se apartó un poco para poder comprobar su estado. Le lanzó un rápido vistazo de arriba abajo—. Pareces entera. Maldita sea, Larks... —Se llevó la mano derecha al oído, allí dónde, oculto por el cabello, llevaba un pequeño intercomunicador de onda larga. Volvió la mirada hacia Gorren, interrogativo—. ¿Maestro?
—Adelante.
—Salimos —repitió Leigh, transmitiendo así las noticias al resto del equipo—. Doce minutos, ¡doce minutos! Repito... ¡Doce minutos para despegue! Salimos ya. —Finalizada la transmisión, Leigh volvió a apoyar la mano sobre el hombro de Ana y la atrajo contra sí con nerviosismo. El corazón le latía con fuerza en el pecho—. Vamos, Larks, es hora de volver a casa.
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