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Capítulo 12

Capítulo 12



Ana permaneció más de veinticuatro horas encerrada en la misma sala donde había despertado sin comer ni beber. Durante todo aquel periodo la bellum al mando la interrogó una y otra vez empleando para ello todo tipo de técnicas, pero apenas logró arrancarle unas cuantas palabras sin sentido aparente. El hambre y la deshidratación, sumadas al dolor infligido habían logrado crear una coraza que nada ni nadie parecía ser capaz de atravesar. Con cada hora que pasaba, Ana se volvía más fuerte mentalmente, aunque perdía fortaleza física.

Las horas de interrogatorio se le hicieron largas e insoportables. Ana escuchaba una y otra vez las mismas preguntas, pero nunca respondía. La bellum quería nombres, objetivos y localizaciones. Quería saber con quién había venido, para qué y dónde estaban. También preguntaba sobre lo sucedido en Sighrith y los miembros de la División Azul de la M.A.M.B.A; mencionaba nombres que no conocía, y otros que sí. La mención del Conde en varias ocasiones logró desconcertarla; al parecer Veryn Dewinter tenía mucho más peso en Mandrágora de lo que había creído inicialmente, pero igualmente no dijo palabra alguna al respecto. Ana se guardó para sí misma lo poco que sabía sobre la organización hasta que, cumplidas las veinticuatro horas, la bellum abandonó la celda. Pocos segundos después, tras intercambiar unas palabras con ella al otro lado de la puerta, tres guardias entraron, acompañadas por dos androides que cargaban con lo que parecía ser una mesa de operaciones.

—¿Qué es eso? —preguntó Ana, temblorosa.

—Vaya, ¿ahora te decides a hablar? —respondió una de las bellator con expresión sombría. Entre manos traía un inyectable de considerable tamaño—. Lástima que sea demasiado tarde.

Mientras otra guardia le inmovilizaba la cabeza para evitar accidentes, la mujer le clavó la aguja del inyectable en el cuello sin ningún tipo de delicadeza, justo encima de la clavícula. Ana sintió el frío líquido adentrarse en su cuerpo y extenderse por sus entrañas con pavorosa rapidez, implacable. Cerró los dedos alrededor del apoyabrazos, sintiendo una aguda sensación de malestar nacer en su interior, pero rápidamente una neblina blanca se apoderó de su vista y su cerebro. Ana parpadeó un par de veces en un intento desesperado por recuperar la visibilidad, pero no lo consiguió. En vez de ello, lo único que consiguió con el esfuerzo fue potenciar aún más el efecto del sedante que acababan de inyectarle.

—¿Qué me vais...? —murmuró, pero no logró acabar la frase.

Ana se quedó dormida con las palabras en la boca.



Unas horas después, o quizás días, en aquel entonces no lo sabía, Ana despertó tirada en el duro suelo de una celda. La mujer estaba prácticamente desnuda salvo por una bata oscura bajo la cual yacía con el cuerpo bañado en sudor frío, tenía el cabello empapado y los músculos engarrotados, como si llevase días sin moverlos. Los ojos le escocían también, al igual que las palmas de las manos y de los pies; sentía la garganta seca y los pulmones fatigados de haber estado respirando muy rápido.

Parpadeó un par de veces, confusa, tratando de enfocar la vista. La claridad le molestaba a los ojos, pero poco a poco éstos iban acostumbrándose. Permaneció unos segundos inmóvil, tratando de ordenar los pensamientos, mientras la celda iba tomando forma a su alrededor. Ana se encontraba en el interior de un pequeño cubículo cuyos muros eran barrotes de energía. No era un lugar demasiado amplio, pero tenía espacio suficiente para ponerse en pie. Al fondo había una sucia letrina de olor nauseabundo excavada en el suelo arenoso, en el otro extremo un banco sobre el cual reposaba un paquete cerrado y, unos metros por encima, un estrecho pero largo ventanal a través del cual entraba la luz del sol.

Poco a poco, con la ayuda de su brazo izquierdo, pues el derecho no parecía responderle, Ana se incorporó en el suelo. Tenía el cuerpo amoratado de los golpes recibidos, y por cómo le dolía, imaginaba que también la cara. Le dolía también el costado, allí donde se veían las marcas de varios cortes, pero lo que más le preocupaba era el brazo derecho. Ana lo depositó delicadamente sobre el regazo y comprobó que lo tenía vendado.

—¿No puedes moverlo?

Ana dio un brinco en el suelo al escuchar la voz. Creía estar sola. Alzó la vista, a la defensiva, y descubrió que, más allá de los barrotes de su celda, otra de las mismas dimensiones albergaba a un segundo prisionero en su interior: un hombre.

Se movió incómoda bajo la bata. Le dolía tanto el cuerpo y la cabeza y se sentía tan desconcertada que ni tan siquiera respondió. Su mente era incapaz de ordenar tantas ideas a la vez. Simplemente le mantuvo la mirada durante unos segundos, confusa, preguntándose qué estaría sucediendo, hasta que el hombre pareció aceptar su silencio como respuesta.

Le dedicó una débil sonrisa carente de humor.

—Es probable que aún lo tengas paralizado. Te trajeron aquí los cirujanos, así que imagino que te han debido hacer algo... Además, han ido viniendo a revisarte el brazo. Creo que tienes algún tipo de corte o herida bajo las vendas.

Ana lanzó un fugaz vistazo al brazo vendado, acercó la mano izquierda y separó delicadamente los pliegues del vendaje con los dedos. El extraño estaba en lo cierto: oculto bajo el vendaje tenía un corte de casi quince centímetros de longitud cosido arcaicamente con hilo de fibra de platino.

—Ahí, en el banco, tienes algo de ropa. Yo de ti me la pondría, te sentirás algo más reconfortada. Me giraré, ¿de acuerdo? Avísame cuando acabes...

Totalmente de acuerdo con el hombre, Ana se levantó con lentitud, asegurándose de que las piernas no fuesen a fallarle al ponerse en pie, y se acercó al banco. Sobre éste, guardadas en el interior de una funda de color verde, había varias prendas dobladas. Ana las extrajo: ropa interior, pantalones anchos y camisola amarilla. Una vez ya vestida, volvió a sentarse en el banco y desvió la mirada hacia el otro prisionero. Él también vestía el mismo uniforme.

—Ya está —advirtió en apenas un susurro. La garganta le dolía demasiado para más—. Ya puede girarse; gracias por su consideración.

El hombre giró sobre sí mismo y asintió con la cabeza a modo de respuesta. Se trataba de un hombre mayor, de unos sesenta años y constitución imponente, con el cabello grisáceo de aspecto bastante descuidado peinado hacia atrás y el rostro surcado por arrugas.

Le dedicó una sonrisa amable carente de varios dientes. Él, al igual que Ana, tenía moratones repartidos por todo el cuerpo, los ojos entrecerrados y heridas y cortes en las manos.

—¿Dónde estamos?

—Al norte de Belladet, casi en las afueras. No estoy del todo seguro, pero diría que este es el bloque G de la penitenciaría Liberall.

—¿Liberall?

—Se le puso ese nombre en honor a su constructor. —El hombre tomó asiento en su banco y juntó las manos sobre las rodillas. El intenso calor de la celda dibujaba brillos en su piel—. Soy Marvin, prisionero 241.687. Tú eres Ana, ¿verdad?

El hombre se señaló con el dedo índice la pechera de su uniforme amarillo. En ésta, grabado en letras negras, se podía leer su nombre, Marvin Lawer, y su número de prisionero. Ana lo leyó un par de veces antes de comprobar el suyo. Ana Larkin, prisionera 241.800.

—Sí... —Volvió la vista a su alrededor. A pesar de haber al menos ocho celdas más como las suyas, todas estaban vacías—. ¿Dónde está todo el mundo? ¿Somos los únicos?

—Esta zona es para prisioneros con alto peligro de fuga, Ana. El resto está repartido por otros módulos... —El hombre entrecerró los ojos, como si intentase leer algo en su mirada—. Me pregunto cómo una jovencita como tú acaba en un lugar como éste... no pareces peligrosa, precisamente.

—¿Y acaso usted sí?

El hombre se encogió de hombros en una expresión de fingida inocencia que, sin lugar a dudas, no coincidía con la carrera delictiva que le había arrastrado hasta allí. Ana sabía el motivo por el que estaba allí y no en una celda cualquiera: la bellum al mando sabía que había muchísimas posibilidades de que intentasen rescatarla. Tarde o temprano el maestro acudiría a su encuentro, y necesitaría mucho más que simples muros para intentar detenerle. El motivo de la presencia de aquel hombre allí, sin embargo, era todo un misterio.

Un misterio que prefería no descubrir.

Se puso en pie y tocó los barrotes de energía con la punta de los dedos de la mano izquierda. A pesar de su aspecto, finas barras de un amarillo chispeante, no había corriente eléctrica alguna que los recorriese.

—Son indestructibles —advirtió el hombre al ver a Ana intentar forzarlos—. Te lo digo por experiencia: no se pueden quebrar ni manipular.

—¿Cómo lo sabe? ¿Lo ha intentado?

—Llevo una semana aquí metido, ¿qué te crees que estuve haciendo todo el primer día? —El hombre negó con la cabeza—. Es una prisión de alta seguridad: la única forma de salir es cuando abren las puertas, y créeme, no suelen hacerlo.

A pesar de su consejo, Ana siguió manoseando las barras. Tal y como aseguraba el prisionero, lo más probable era que el material de las que estaban hechas no pudiese manipularse. Tenía aspecto de ser muy sólido. No obstante, su objetivo no era romperlo ni forzarlo: incluso siendo un material normal, no habría tenido suficiente fuerza para hacerlo.

Su objetivo era otro.

—¿Quién está al mando? ¿Esto pertenece al Reino o al gobierno local?

—Helena pertenece al Reino en su totalidad: desde la llegada de la Parente, la guardia planetaria no tiene ninguna importancia. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. Pero creo saber por dónde van los tiros... Eres prisionera de la Praetor Emile Arena, la mano derecha de la Parente. Ella dirige toda la seguridad de la zona desde aquí, esta misma prisión. Si llevas un tiempo en la ciudad habrás visto su fea cara en algún anuncio.

Ana hizo un alto en su inspección para clavar la mirada en los ojos del prisionero. Tenía un mal presentimiento al respecto.

—¿Piel oscura y pelo blanco? ¿Con ojos negros y un sol en la frente?

—La misma.

Ana frunció el ceño con desagrado. Durante el interrogatorio había notado la deferencia con la que trataban el resto de bellator a la mujer del pelo blanco. Algunas lo hacían con respeto, sobre todo las más adultas; otras, incluso, con miedo. Ella, en cambio, las trataba a todas por igual, con dureza y frialdad. No hacía distinciones entre ellas, ya fuesen novatas o veteranas, y eso era algo a tener en cuenta. Además, ella misma se había ocupado del trabajo más sucio, desde el interrogatorio a las torturas, y todo sin ayuda de nadie.

Dejó escapar un suspiro, inquieta. Se trataba de una mujer dura; una mujer con las ideas muy claras y un compromiso muy fuerte con el Reino de la que no iba a ser fácil escapar. Además, si realmente era la persona al mando de la seguridad de la ciudad, las cosas se complicaban aún más. Arena disponía de demasiado personal a su servicio como para no empezar a dudar sobre un posible rescate.

Siguió con la inspección.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? Antes dijo dos días, ¿verdad?

—Sí. Te trajeron hace dos días... aunque tú eres la de la biblioteca, ¿no?

Ana se detuvo en seco. La idea de que aquel hombre supiese que había habido un incidente en la biblioteca le preocupaba.

—¿Cómo lo sabe?

Se encogió de hombros.

—Ato cabos, nada más. Hace tiempo que se espera una intervención por parte de Mandrágora en la biblioteca. No sé qué demonios tienen ahí dentro, pero al parecer esperaban un ataque...

Un escalofrío recorrió la espalda de Ana. Al igual que Lawer, ella también empezaba a unir cabos, y no le gustaba lo que estaba empezando a sacar en claro.

—Era una trampa.

—Podría ser —admitió el hombre, pero sin darle mayor importancia—. Lo cierto es que, fuese lo que fuese lo que sucedió, han pasado ya ocho días desde entonces. Lo que significa que, como mínimo, llevas una semana aquí, Ana.

—¿¡Una semana!?

Una bocanada de nerviosismo la oprimió el pecho, impidiéndole que pudiese respirar. Ana se dejó caer en el banco y se llevó la mano izquierda al cuello. Sentía la garganta cerrada de puro nerviosismo. ¿Cómo imaginar que llevaba una semana separada de los suyos? Una semana en la que había sufrido todo tipo de humillaciones y vejaciones con tal de arrebatarle los secretos de una organización que, en el fondo, ni tan siquiera le importaba.

Cerró los ojos y trató de dejar la mente en blanco. El miedo que aquella afirmación había despertado en ella amenazaba con paralizarla, y no podía permitírselo. Una semana era mucho tiempo, desde luego, pero Ana sabía que volverían a por ella: Armin había dado su palabra.

Claro que, ¿acaso valía de algo la palabra de un miembro de Mandrágora?

Antes de que las dudas pudiesen apoderarse de ella, Ana abrió los ojos y se puso en pie de nuevo. Ya fuese con o sin su ayuda, saldría de aquel lugar. La mujer era plenamente consciente del destino que le aguardaba en caso de no hacerlo y no lo deseaba bajo ningún concepto. Así pues, con las piernas y el brazo sano temblándole compulsivamente, Ana regresó junto a los barrotes y siguió con la inspección.

Tenía que encontrar la forma de escapar costase lo que costase.

—No te esfuerces... —insistió Marvin desde su celda con voz queda—. No vale la pena. Acabas de despertar tras mucho tiempo inconsciente, no has comido ni bebido... ¿Por qué no paras un momento y te relajas? Además, te aseguro que no tienes demasiada buena cara...

—¿Y qué debo hacer entonces? ¿¡Esperar a que decidan ejecutarme!? —Ana sacudió la cabeza con vehemencia—. ¡Nunca! No pienso ponérselo tan fácil.

—¿Ejecutarte? Oh, no... —Una sonrisa extraña se dibujó en los gruesos labios del prisionero. Se dejó caer de espaldas sobre el banco—. Tranquila, Ana, no van a ejecutarnos. Al menos no lo harán aquí. Dentro de dos días seremos trasladados, así que tómatelo con calma.

—¿Trasladados? —Ana palideció. Cada nueva noticia era peor que la anterior—. ¿A dónde? ¿¡De qué demonios estás hablando!?

El prisionero se tomó unos segundos para responder. Cruzó los brazos bajo la cabeza, desvió la mirada hacia el techo de la celda y, cerrando los ojos, confesó lo que Ana jamás habría querido escuchar.

—Nos van trasladar a la Tierra, Ana. Eliaster Varnes, uno de los Parentes más influyentes de Tempestad y, según dicen, mano derecha de la Suprema, ha reclamado nuestra presencia, así que si tienes un Dios tal y como se rumorea, empieza a rezarle... porque lo vas a necesitar.

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