Castle Douglas.

Archibald Douglas estaba sentado en una robusta silla frente al hogar con la mirada perdida en el fuego. Pese a no ser un hombre muy mayor, las guerras lo habían envejecido antes de tiempo y las canas plateaban su cabello en otro tiempo tan negro como el de Dámaris. En ese momento sus pensamientos pertenecían a su única hija. Se preguntaba dónde podría estar y cuál de sus enemigos la habría secuestrado pues, ninguno se había pronunciado todavía para pedir rescate. Si bien el más acérrimo de todos era Crichton, no descartaba que pudiera haber sido otro. Estar en lo más alto significaba la envidia de muchos y esa era razón suficiente para hacer el mal contra el prójimo.

El conde despreciaba a los envidiosos y traidores y durante su vida le había tocado encontrarse con muchos.

Los Douglas habían recorrido sus tierras de punta a punta sin encontrar a Dámaris. Lo único que encontraron, la noche anterior, fue a un grupo de hombres mutilados y sin tartán o escudo que los identificase. Archibald había enviado a Archie y Duncan a seguir el rastro, unas huellas de caballo que se alejaban hacia el sureste. Todavía no habían vuelto con noticias.

—Padre.

Archie irrumpió en el salón escoltado por sus hermanos. Portaba una cesta y Duncan le entregó una nota. Por sus caras el conde supo que ya sabían el contenido de esta.

Archibald Douglas lanzó por los aires la mesa más cercana, preso de la ira. El conde salió del castillo en tropel seguido por sus hijos y hombres.

Ya sabía quién había secuestrado a su hija. Después de tenerla a salvo entre sus brazos, se cobraría una antigua deuda.