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8- Traición.

Aprovechando el descuido de Agnes, Dámaris abrió la puerta de salida con el mismo cuidado que se acuesta a un recién nacido. Inspeccionó el exterior de la cabaña. Lo bueno de que Agnes no viviese con los demás era que no había gente cerca para frustrar la huida.

A paso ligero se adentró en el bosque, debía aprovechar las horas de sol que quedaban para recorrer la mayor distancia posible pues a saber qué bestias habitaban en la oscuridad. Rezó por encontrar algún pueblo cercano antes de que cayera la noche o Alexander saliera a buscarla. Sabía que no se daría por vencido tan pronto y eso hizo que apretara la marcha.

Había oído a los piratas decir que se dirigían a Irlanda pero a pesar de que su madre era irlandesa no conocía a sus parientes maternos. Estaba en tierra extraña. Ni siquiera sabía en qué parte de Irlanda se encontraba ni cómo de lejos estaría de Belfast, tierra de los O'Reilly, para pedirles socorro.

Ya pensaría en eso después, lo importante ahora era avanzar.

Cerca de dos horas después, con los pies doloridos y la moral intacta, el crujido de una rama al ser pisada alertó a Dámaris. Miró a su alrededor y no vio a nadie. Retomó la marcha a paso más ligero esa vez.

En ese momento habría preferido la vestimenta de hombre, pues la agilidad y movilidad que las calzas le ofrecían eran mil veces mejor para una huída que la falda larga. Además al tomarlo por muchacho era más fácil escapar de peligros como la violación y demás atrocidades. Un sudor frío acompañado por una oleada de náuseas se apoderó de ella al pensar en tal posibilidad.

—No es tiempo para debilidades, Dámaris, lo importante ahora es mantenerse a salvo —se animó, pasando saliva.

Los pasos se escucharon más cerca, parecía un grupo, y Dámaris empezó a correr. Se escondió tras unas rocas con la esperanza de dar esquinazo a quienquiera que la persiguiera.

—Maldita sea —gritó alguien—. ¿Adónde se ha metío la moza?

—No puede andar muy lejos —dijo otro—. Puedo golerla.

Dámaris cogió una piedra puntiaguda en cada mano y empezó a retroceder con cuidado de no hacer ruido. Entonces un hombre andrajoso saltó de lo alto de la roca y se plantó delante de ella.

—Eh, muchachos, la he encontrao. —El andrajoso se relamió los labios cuarteados y sorbió por la nariz para limpiarse los mocos con el dorso de la mano después. Los otros tres aparecieron detrás de él con la misma sonrisa lasciva y diabólica.

—Si dais un paso más hacía mí os mataré. —La voz de Dámaris sonó más calmada de lo que realmente se sentía. Los hombres se rieron.

—¿Con qué?, ¿con esas piedrecillas?

Más carcajadas.

Los cuatro se acercaron peligrosamente y Dámaris chocó contra un tronco que le impidió

la huida. Una vez más se encontraba a merced de unos bárbaros y sin escapatoria. ¡Cuánto lo detestaba! ¿Esta era una de las tragedias que Agnes había predicho? ¿Cuántas más faltarían para alcanzar la felicidad prometida?

A pocos metros de distancia, en diagonal a la escena, Alexander permaneció oculto tras un arbusto con arco y flecha preparado.

Al volver de hablar con Scott, el pirata se encontró con que Dámaris había vuelto a huir. No le sorprendió, pero tampoco había esperado que ella avanzara tan rápido. No perdió tiempo regañando a Agnes por no haberle avisado ni haber impedido que la joven escapase, si no que a lomos de Rufián galopó en su búsqueda. No le fue difícil seguir el rastro, aquella mujer dejaba huellas tan evidentes que incluso un ciego las vería. Y aquí se encontraba, agazapado y listo para acabar con el grupo de malnacidos que, al igual que él, había dado con la beldad morena gracias a sus deslices.

—¿Conocéis a Alexander FitzGerald? —La pregunta de Dámaris no sólo pilló a los cuatro hombres por sorpresa, también llamó la atención de Alexander y esperó para ver qué se proponía—. Por vuestras caras deduzco que sí —suspiró con dramatismo—. Pues bien os diré que soy de su propiedad y si osáis tocarme un pelo mi señor os lo hará pagar muy caro ya que es un amo muy celoso en lo que a mí respecta. Estoy segura de que no es eso lo que queréis, ¿verdad?

—Estás mintiendo —dijo uno sin convicción—. No le importas mucho si te deja sola por el bosque.

—Oh, pero es que no me dejó sola. Fui a recoger bayas y me perdí, y si fueran tan amables de apartarse de mi camino podré volver con él. Estoy segura de que mi señor se alegrará mucho de verme regresar sin un rasguño. No creo que ande muy lejos, de hecho podría estar más cerca de lo que pensáis y no le hará ninguna gracia vuestro comportamiento. —Los hombres estaban confusos y no se dieron cuenta de que Dámaris se acercaba hasta que golpeó a uno en la cabeza con la piedra que llevaba en la mano y lanzó una segunda a la entrepierna de otro. Cogió una rama del suelo y encaró a los dos que quedaban.

Los hombres la miraron con cara de pánico y salieron corriendo sin ayudar a sus amigos que aullaban de dolor en el suelo y se esforzaban por levantarse y huir también.

Dámaris, con una sonrisa jocosa pintada en los labios, se infló de orgullo. Ojalá hubiese podido ver la misma cara de pánico en el rostro de ese FitzGerald engreído, ¡cómo lo habría disfrutado! De momento se conformaría con haberse librado de él, la lástima era no poder ver su cara al descubrir que había escapado.

—Al menos ha servido de algo tu altivo nombre, FitzGerald.

—Te has alejado mucho para buscar esas bayas, damita. —La euforia de Dámaris se esfumó en cuanto oyó la voz de Alexander—. Tu señor quiere que regreses con él sin oponer resistencia.

—Alexander... —la joven le puso una mano en el pecho y lo miró con gesto suplicante—. Dejadme marchar, os lo ruego. Sea cual sea el precio que ese maldito Scott os pague, mi padre lo doblará, es muy generoso y quedará en deuda con vos de por vida. Scott no es un buen hombre y desconfío incluso en que os pague la suma que os ha prometido.

—No me importa que tu padre quede en deuda conmigo.

—No creáis nada de lo que Scott os ha dicho. Lo que cuenta de mi familia no es ci... —Alexander la agarró por la muñeca y la condujo de vuelta al poblado—. ¡Suéltame, patán, que me haces daño!

Alexander montó a lomos de Rufián y sentó a Dámaris delante de él. La joven dama siguió despotricando durante el viaje de vuelta, pero él la ignoró, cosa que avivaba el fuego de su enfado.

Cuando entraron por la puerta de la casa, Agnes se enfrentó a Dámaris muy enfadada con los brazos en jarras y la asaltó.

—Eres una jovencita ingrata. Por tu culpa Alekai se ha enfadado conmigo.

—No estoy enfadado contigo, Agnes, pero no puedo decir lo mismo de la ingrata. —La anciana habló en un idioma que Dámaris no entendió y se encerró en su habitación.

Al quedar a solas con Alexander en un lugar cerrado a cal y canto, por primera vez en su vida Dámaris sintió verdadero miedo. Más que cuando el de la viruela la había amarrado al árbol y la había amenazado. El pirata estaba plantado a dos pasos de ella. La miraba fijamente con una expresión indescifrable y se preguntó si la golpearía o le haría algo peor. Vestía un jubón negro sin mangas dejando unos musculosos y bronceados brazos al descubierto, lo que no calmaba a Dámaris en absoluto ya que aquello era una prueba fehaciente de su fuerza. Podría acabar con ella de así quererlo.

El pirata tomó asiento y apoyó los codos en las rodillas separadas. La señaló con un dedo.

—No voy a dejarte ir y cuanto antes te hagas a la idea será mejor para ti.

—¿De verdad no tienes otra forma de ganarte la vida que secuestrar, matar y robar?

—Naciste en una cuna de oro, damita, no sabes lo que es que las tripas te duelan de hambre, ni pasar el invierno a la intemperie en las montañas y que solo el instinto te mantenga vivo. No me juzgues por el modo en que vivo. Es por culpa de hombres como tu amado padre por quienes tanto yo como otros muchos nos vemos obligados a hacer lo que sea con tal de sobrevivir.

—Siempre hay una opción.

—¿De verdad lo crees?

Él la miró con intensidad. Vio pasar por su rostro un asomo de dolor, tal vez ella había despertado algún viejo recuerdo...

Alguien aporreó la puerta tan fuerte que Dámaris pensó que la echarían abajo. Alexander abrió notablemente enfadado, dispuesto a golpear a quien llamase de esas maneras a casa de Agnes. Entraron Scott y media docena de sus hombres.

—¿Qué quieres, Scott? No se te permite entrar aquí, ya lo sabes.

—Me llevo a la prisionera. —Scott asió por el brazo a Dámaris y esta se resistió cansada de ser la muñeca de trapo de todos. Alexander se puso entre la puerta y ellos.

—No es así como quedamos. Ella se quedará conmigo. —Alexander agarró a Dámaris por el otro brazo—. Suéltala.

—¿Adónde me llevas, asqueroso? —inquirió ella. Alexander y Scott se desafiaron con la mirada y Dámaris le dio un rodillazo en la entrepierna a este último.

Los hombres de Scott se lanzaron contra ellos. Alexander golpeó a uno en la cabeza con el mango de su espada y noqueó a otro. Dámaris empujó a uno hacia la hoguera y este se echó encima el estofado de Agnes. Rompió una maceta en la cabeza a otro haciendo que cayese en redondo al suelo.

A los dos restantes los despachó Alexander en una pelea cuerpo a cuerpo. Los seis hombres de Scott, y él mismo, se retorcían en el suelo.

—Válgame Dios. Salir ahora mismo de mi casa, gañanes. —Agnes golpeó con la escoba a los cuerpos tirados en el suelo. La anciana parecía desaparecer cuando la cosa se complicaba y reaparecer para echarle la culpa de lo sucedido al primero que encontrase. Golpeó con ahínco a Ross Scott—. ¡Y tú, desgraciado, sal ahora mismo de aquí si no quieres que te maldiga por mil vidas!

Alexander se cargó a Dámaris al hombro y salió corriendo rumbo a la playa. Los demás hombres de Scott no tardarían en darse cuenta de lo ocurrido e irían a por ellos. Buscarse otro enemigo justo ahora era lo último que FitzGerald necesitaba.

Alexander, hombre curtido en fugas, siempre tenía un plan de escape y sus hombres lo esperaban cerca de la orilla con un bote preparado para volver de improvisto al barco si hacía falta.

Y la hizo.

Dámaris no entendía lo que estaba pasando. Tan solo una cosa parecía cierta y era que Alexander había traicionado a Ross Scott por ella. Por ella. ¿Acaso sus palabras habían logrado convencerlo y la entregaría a su padre?

El semblante de Alexander se había vuelto duro como el granito. No hubo forma que la joven leyera alguna emoción en él mientras remaban hacia el barco, pues su mirada estaba puesta en la playa. Scott y sus hombres habían llegado a la orilla y se movían con rapidez para ir tras ellos.

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