7- Nuevo intento.
El conde Douglas era un hombre con gran poder, tanto dentro como fuera de Escocia. Su antepasado había logrado restaurar el honor del clan ayudando a Roberto de Bruce en la lucha por la independencia y desde ahí el clan ganó fuerza y renombre.
El poder traía consigo tanto lucro como extravío, por lo que los Douglas se habían vuelto más desconfiados cada vez y escogían con cuidado a sus amigos cercanos.
Ross Scott, jefe del clan vecino, uno de tantos, había hecho buenas migas con Archibald pues habían crecido juntos y se habían llegado a convertir en hermanos de armas. Su vínculo era fuerte, Archibald confiaba en él como en ningún otro e incluso tenían negocios juntos. Archibald habría jurado que uno de los problemas había sido mezclar su amistad con el dinero, pues este tenía la habilidad de corromper los corazones más puros.
Con el paso del tiempo Scott se había vuelto reservado y codicioso. No compartía con su amigo todos los detalles de sus negocios. Archibald no pensó siquiera en la posibilidad de que su amigo lo estaba traicionando hasta que hubo pruebas que lo demostraron.
Uno de los hermanos de Archibald encontró arcas de oro, el oro con que se pagaba el impuesto a los Douglas por su protección. Scott lo negó todo, como era de esperar y Archibald se peleó con sus propios hermanos quienes insistían en la culpabilidad de Scott.
Poco después de esto, los clanes rivales de Douglas los acusaron de incursión y tomaron represalias. Aquello estuvo a punto de convertirse en una carnicería. No fue así gracias al hermano menor del conde quien expuso ante todos al culpable: Ross Scott. De nuevo, Archibald se negó a creer en la culpabilidad de su amigo, pero una tras otra se presentaron pruebas contra él. Pruebas que lo señalaban como cabecilla de grupo en las incursiones ya que sus propios hombres lo delataron diciendo que Scott les había asegurado que eran órdenes del conde. Los Scott no eran un clan muy numeroso y sabían que una guerra como la que estaba a punto de comenzar les salpicaría por mucho y las pérdidas serían irremplazables. Scott seguía defendiendo su inocencia, pero Archibald no podía hacer nada ante todas esas pruebas. Su mejor amigo, el hombre a quien no solo había confiado su vida sino la de todo su hogar, lo que más amaba, lo había traicionado. Archibald se mostró terriblemente tranquilo ante esto. Condenó a su amigo a morir ahorcado a la mañana siguiente.
Pero como Dámaris pudo comprobar, Scott estaba vivito y coleando y es que, sin saber cómo, había logrado escapar. Aquello había pasado hacía apenas cuatro años y la joven recordaba bien cada detalle. Había sido una experiencia traumática para ella ver a su padre pelear de ese modo con sus tíos, y como el hombre al que había querido tanto como a uno se convertía ahora en un desconocido.
Ahora, Scott presidía la estancia sentado en una poltrona en el centro forrada con pieles de zorro y tachonada con piedras preciosas. Parecía el trono de un antiguo rey vikingo; ostentoso y basto a partes iguales.
El interior de la cabaña estaba decorado con tapices y varias mesas con sus bancos. Se notaba la calidad y riqueza tanto en tapices como en muebles. Eran piratas con gusto de reyes y se dedicaban al contrabando, ¿qué se podía esperar? Esta versión era más parecida a las historias de Tessa.
Al menos una docena de pares de ojos la observaban, pero la atención de Dámaris estaba por entero en el hombre sentado en el trono con una alfombra de oso a sus pies.
Con la velocidad del rayo, Dámaris se plantó frente al hombre canoso y presionó la hoja afilada del puñal que había encontrado en el camarote contra la yugular mientras con la otra mano le asió el pelo echándole la cabeza hacia atrás. FitzGerald tenía diferentes escondites para sus armas y Dámaris había escogido aquel puñal del tamaño perfecto para su mano. Era fácil de esconder y letal si herías a tu contrincante en el punto adecuado y ella, loado sea Dios, sabía cuál era. Aproximó su rostro al de Scott.
Ninguno era capaz de moverse. El salón se había quedado silencioso hasta el punto que podía escucharse perfectamente las olas del mar a lo lejos y el chillido de las gaviotas, así como el correteo de los niños y sus risas.
Los hombres actuaron con calma, acercándose a ella con espadas, puñales y sables en mano. Dámaris presionó la hoja contra la piel de Scott y eso hizo que brotase un hilo de sangre.
Scott levantó las manos ordenándoles a todos que estuvieran quietos. Demostraba una tranquilidad estoica para estar a un paso de morir cercenado.
—No podía ser otra persona más que vos, cobarde —escupió cada palabra.
—Vamos a calmarnos, milady. Lady Douglas se escandalizaría al
verte actuar así.
—No os atreváis siquiera a mencionar a mi madre, maldito, no sois digno de eso. Vuestra boca ensucia su nombre. —Dámaris ejerció más presión en la herida. La sangre empezó a manar y se deslizó desde la hoja por el puñal hasta su mano.
Ross Scott pasó saliva y la joven comprobó que su estoicidad tenía una grieta. Dámaris quería destripar y matar a ese malnacido, pero antes necesitaba saber qué estaba tramando. Estaba tan cegada por la furia y la sed de venganza que no se percató de que Alexander había avanzado hasta colocarse a su espalda. La agarró por la cintura e instintivamente Dámaris se defendió blandiendo el puñal, que acabó hiriendo a Alexander en el antebrazo.
FitzGerald le arrebató el arma y la ató con la cuerda que le dio Billy. Dámaris no pataleo ni peleó, clavó su mirada de asco y odio profundo en Scott.
—Gracias. —Alexander asintió pegando la espalda de Dámaris contra su pecho. Lord Culpable apretó un paño contra la herida y Dámaris sonrió abiertamente, pues, por la cantidad de sangre seguramente le había cortado alguna vena. Él sonrió en respuesta—. No voy a morir, Dámaris. En mi destino no dice que serás tú quien acabará con mi vida.
—No estéis tan seguro de ello. —Dámaris se lanzó hacia él, pero estaba bien sujeta y no pudo dar ni un paso—. ¿Qué esperáis de todo esto, Ross Scott?
Dámaris escupió en el suelo después de pronunciar aquel nombre que le producía demasiado asco como para pensar en el decoro.
Scott hizo una señal y todos abandonaron la cabaña. Excepto Alexander. Lo necesitaba para mantener a raya a la fierecilla.
—Lord Douglas ha vuelto de Francia. —Hizo una mueca de dolor y cambió el paño ensangrentado por uno limpio—. Juré que me vengaría de los culpables y que limpiaría mi bien nombre, y soy un hombre que cumple sus juramentos.
—¿Vengarte de los culpables? —soltó una risa cínica—. ¿Acaso crees que mi padre es un hombre tan maquiavélico como vos? Su único error fue confiar en un miserable como vos.
—Ese no es un asunto que vaya a discutir con una niñita como tú. —Scott tiró el paño al suelo. La herida ya no sangraba, lo que desilusionó muchísimo a Dámaris—. Alexander, la dejo a tu cuidado —levantó la mano señalando hacia afuera—. Retiraos, y mándame a Betty.
Alexander tiró de Dámaris hacia la puerta y a ella no le quedó otra que seguirle el paso, porque sospechaba que si caía al suelo el muy bárbaro era capaz de arrastrarla por todo el poblado antes que ayudarla a levantarse. Caminó dirigida por él y mirando bien a su alrededor, buscando pistas que le dijeran dónde estaba.
Ahora que ya sabía quien era Lord Culpable, necesitaba escapar cuanto antes y alertar a su padre y hermanos. Scott ya había puesto en marcha su plan de venganza, ahora le tocaba a ella idear el suyo propio e impedir por todos los medios que Scott se saliera con la suya.
Scott había dicho que su padre ya había vuelto de Francia. Dámaris se permitió unos momentos para recordarlo. Hacía un par de años que no lo veía. En su última carta había dicho que estaría con ellos por navidad, pero no que volvería tan pronto. Se moría por preguntarle cosas de la corte francesa como qué vestía la reina, qué tipo de comida bebían, si el tiempo era más favorable que el de las lowlands. Todo ello le parecía ahora una completa tontería. Quería que su padre la absorbiera entre su fuertes brazos y sentir el refugio de su pecho contra la mejilla.
Dámaris frunció el ceño al darse cuenta de que se alejaban demasiado del poblado.
—¿Adónde vamos?
—Por lo visto todavía no me voy a librar de ti, así que te llevo conmigo.
—¿Es que no vivís en el poblado con los demás? —Dámaris aceleró el paso para caminar a su lado. Todavía tenía los brazos atados a los costados, Alexander la tenía sujeta por el extremo de la cuerda. Una zancada de él eran como tres pasos suyos por lo que le tocaba ir a la zaga para poder caminar a su ritmo.
Alexander hizo un alto que Dámaris aprovechó para respirar. Él le quitó las cuerdas y aminoró la marcha. Ya había distancia suficiente entre Scott y Dámaris de modo que si a la muy sádica se le ocurría volver a terminar el trabajo, Alexander la interceptaría.
Sus reflejos habían estado distraídos, por nada del mundo creyó posible que Dámaris iba a saltar sobre Scott y mucho menos armada con un puñal que a todas luces había robado de su camarote.
—Este no es mi poblado, pero cuando estoy aquí me hospedo en casa de la vieja Agnes. —Se puso las manos en las caderas—. La próxima vez intenta no robarme. Se supone que el ladrón soy yo y tú la santa.
—Vuestro camarote parece una armería. ¿Por qué guardáis tantos puñales? Parece que esperáis que alguien os mate en cualquier momento.
—Soy pirata.
Dámaris esperó que añadiese algo y al no hacerlo insistió.
—¿Ent...?
—Está justo ahí —la cortó.
La vieja Agnes, como él la había llamado, vivía en una cabaña de madera. Bueno tanto como una cabaña no era. Más bien se trataba de una casa hecha en la roca, como si hubiese convertido aquella cueva en su hogar.
Entraron sin llamar tal y como el pirata tenía por costumbre.
A mano izquierda había un crepitante fuego con un caldero guisando algo que olía tremendamente bien. Al lado había una ventana grande decorada con diferentes tipos de plantas. Las paredes de roca habían sido revestidas de madera y algunos tapices y pieles colgadas de ellas impedían que entrara el frío en el interior. El suelo también estaba revestido de madera, pero este no llevaba alfombras ni pieles. Dámaris vio dos puertas que, supuso, darían a las alcobas. Aparte de eso el lugar era muy modesto y solo contaba con una pequeña mesa con dos sillas y un tronco tallado que hacía de asiento. Que, por cierto, resultó ser más cómodo de lo que aparentaba.
Dámaris se percató entonces del corte que le había hecho a Alexander cuando este la había apartado de Scott. Rozó la piel con los dedos para comprobar el grado de la herida.
—¿Qué haces? —Alexander la miró como si le hubiese salido otra cabeza.
—No sangra mucho, por lo que veo solo os hice un corte superficial. —Rasgó un trozo de tela de la camisa que llevaba puesta, la mojó en el agua que había en un cubo y limpió la herida con un cuidado que asombró al pirata.
—¿También eres curandera?
—Me he criado rodeada de hombres a los que les encantaba jugar a la guerra y venían día sí y día también con heridas y quemaduras. Entonces decidí aprender curas y así vengarme un poco por que no me dejaban ir a jugar con ellos. —Se encogió de hombros como si aquella explicación fuese la más normal del mundo. Sus miradas se encontraron. El añil sumergió al avellana en sus profundidades, hacia un lugar recóndito que solo los antiguos amantes podían reconocer. Dámaris se separó abruptamente—. Necesito caléndula o áloe vera para poneros en la herida antes de vendarla. De ese modo cicatrizará bien además de prevenir una infección.
Alexander estuvo tentado de alargar la mano y acariciarle las mejillas sonrojadas.
—No te preocupes por mí, damita, que he salido de heridas peores y sigo vivo —se jactó.
—No por mucho tiempo si os empeñáis en vivir como un lobo salvaje.
—¿Qué tiene de malo la vida de lobo?
—Es muy triste —dijo ignorando su queja de no querer ser atendido civilizadamente. Se acercó a la ventana y trasteó entre las diferentes plantas que había hasta dar con la que necesitaba. Cortó una hoja de aloe— vivir con la incógnita de no saber si al día siguiente volverás a abrir los ojos. ¿Moriré hoy o tal vez mañana? Yo desde luego no podría vivir así. Me habría salido un bulto en la boca del estómago por culpa de la incertidumbre.
Alexander la miraba atentamente mientras untaba el gelatinoso interior del aloe sobre la herida. Nunca antes lo habían tratado con ese cuidado. Era cierto que tampoco era algo que esperase. Se limitaba a lamerse las heridas en silencio y seguir como si nada.
—¿Acaso alguien sabe el día y la hora de su muerte? Si me dices que sí juro que te creeré.
Un fantasma de sonrisa bailó en los labios de la mujer y Alexander deseó poder ver com esos labios se desplegaban y daban paso a una preciosa sonrisa.
—No. No sé el día ni la hora de la muerte de nadie —respondió tras finalizar la cura.
—Entonces tu vida no dista tanto de la mía como crees. La diferencia es que yo no espero a que los mejores años de mi vida se consuman y el tiempo se escurra entre mis dedos, perdiendo algo que jamás recuperaré. —Alexander deseó que ella alzara la vista y lo mirase. Que le dejara indagar en los secretos que se escondían tras ellos—. Dime algo, Dámaris, ¿acaso no disfrutarías dejándote guiar por el viento? —la tentó. Ella seguía centrando la atención en algún punto en el suelo—. ¿Subir a un barco y navegar sin rumbo fijo? Vivir tus propias aventuras. Crear tu propio camino y dejar una huella permanente en este mundo.
La vieja Agnes salió por una de las puertas y sonrió mostrando una boca desdentada al reconocer a Alexander. La entrada de la mujer sirvió para que Dámaris diera un paso atrás, poniendo distancia entre el pirata y ella.
—¡Alekai! Esta vez has vuelto antes. —La anciana le dio un maternal abrazo que él respondió—. ¿Y quién es esta joven? A ver, deja que te vea, muchachita. —Agnes inspeccionó el rostro de Dámaris y la joven se envaró bajo el escrutinio. La anciana cogió su mano y dibujó con un dedo las líneas de su palma—. Tienes manos de señora... Veo que provienes de linaje, hija de un hombre poderoso, tu sangre es fuerte. Vivirás largos y felices años hasta el día de tu muerte. También te esperan tragedias y una encrucijada... —el rostro de la anciana se ensombreció. Cuando los ojos de Agnes, de un gris pálido que Dámaris nunca había visto, se fijaron en los de ella, la anciana dio un paso atrás con la rugosa mano echa un puño sobre el pecho.
—¿Y...? —la joven esperó que la anciana añadiera algo. Pero Agnes le soltó la mano y fue a mover la comida del caldero. La siguió—. ¿Qué más habéis visto, señora?
Agnes no la miró y siguió moviendo la comida rumiando algo acerca del orden del Universo. Había centrado su atención en el caldero y parecía no escuchar nada de lo que Dámaris decía.
Alexander tomó a Dámaris del brazo y la llevó aparte.
—No le preguntes qué ha visto. Si no te lo dice, no preguntes.
—Pero...
—Dámaris.
La joven calló.
De repente la anciana se acercó a ella con la misma sonrisa y simpatía que al entrar por la puerta. Fue tan extraño que la recorrió un repentino sudor frío.
—Debéis estar hambrientos. Comed un poco de estofado para entrar en calor. El frío de aquí hace que a una le duelan los huesos y se le enfríe la sangre.
Ambos aceptaron los cuencos de madera y agradecieron la comida caliente, pues a decir verdad la necesitaban.
—¿No te parece que vas un poco atrevida y más aún teniendo en cuenta el frío que hace, muchachita? —Agnes miró con desaprobación el atuendo de Dámaris, a quien le pareció ver un asomo de sonrisa en los labios del pirata, que acentuó el ceño fruncido y siguió comiendo—. Las jóvenes de hoy estáis más salidas que un cerco viejo.
—No estoy así por voluntad propia, señora. Fue... —calló antes de revelar que fue Alexander quien la despojó de sus ropas. Sospechó que aquello haría que la anciana la juzgase aún peor—. Perdí mis ropas y tuve que usar las que FitzGerald me prestó.
—¿FitzGerald? —Agnes levantó la cabeza del cuenco en el que había estado machacando hierbas—. ¿Quién es ese y, por Dios santo, cómo las perdiste?
—Soy yo, Agnes —respondió Alexander con condescendencia.
—¡Tú eres Alekai! —exclamó de lo más ofendida.
—Así solo me llamas tú.
—Ese fue el nombre que yo te di y es tu único nombre. Los demás no me importan así que eres Alekai —miró a Dámaris con enfado—. Se llama Alekai, no FitzGerald. Ese apellido no trae más que desgracias. —La joven asintió sin decir nada por temor a que la ira de la vieja Agnes recayese sobre ella de nuevo. Había algo en ella que la ponía soberanamente nerviosa. La anciana se levantó para rellenar los cuencos vacíos y al sentarse frente a ellos tenía el gesto arrugado, más si cabe—. ¿Por qué Alekai te prestó su ropa?
—La suya estaba empapada y rota por lo que tuve que prestarle la mía. Eso es mejor que ir desnuda por ahí, Agnes.
—Desde luego —asintió con solemnidad, volviéndose a levantar—. Ven, muchacha. Voy a ponerte ropa decente. Así vestida te pueden tomar por ramera. —Agnes la miró de arriba abajo con ojos de mujer juiciosa—. ¿Lo eres?
—¡No! —Dámaris no quiso que su voz sonase tan chillona.
—Mejor. No soporto a esas mujerzuelas. Yo solo...
Agnes le contó que únicamente había conocido a un hombre, bíblicamente hablando, y que no se necesitaba conocer a más. Que el acto marital era asqueroso y solo debía hacerse para tener descendencia, lo cual era un mandamiento divino, y una vez logrado el cometido no hay que repetir el proceso.
Descubrió que aquella mujer no solo había criado a Alexander, sino que también era su abuela por parte de madre. Que el padre de Alekai, como le hacía llamarlo, nunca se había ocupado de él y cuando su pobre hija murió a causa de unas fiebres a los pocos meses del parto, fue ella quien lo educó y crio. Pese a sus esfuerzos por hacer de él un hombre decente, los genes proscritos de su padre habían ganado.
La herencia de la sangre no se puede cambiar, dijo la vieja Agnes ayudando a la joven a desenredarse el pelo, lo que fue una tarea hercúlea. Dámaris poseía una larga cabellera de rizos indomables que disfrutaban desafiando cualquier peinado.
Al salir de la alcoba, Dámaris volvió a sentirse como la dama que era pese a llevar bastas ropas. Si bien la ropa masculina le pareció de lo más ligera, no le gustaba ir por ahí así vestida.
Alexander ladeó la cabeza al verla vestida como a una mujer y no como a un muchacho. Con el cabello negro azabache trenzado a la espalda y aquel vestido verde oscuro estaba preciosa. A él siempre le gustaron las mujeres de la nobleza, damas distinguidas que se decoraban con joyas y utilizaban las mejores telas, llamativas y variopintas, para sus vestidos, pero sin duda, Dámaris con aquel atuendo tan sencillo sería capaz de eclipsar a la más hermosa de las reinas.
Ya la había visto como a Eva antes de la caída y sabía que tenía un cuerpo bonito. Era como un bocado delicioso y prohibido. Dios era testigo de cuánto habría disfrutado seduciéndola, verla arder en deseos. Alexander disfrutaba de lo prohibido e inalcanzable, y Dámaris Douglas era ambas cosas para él por lo que su atracción se triplicaba hasta el punto en que lo atormentaba en sueños. Se dijo a sí mismo que eso no duraría mucho, en un intento por calmarse. También estaba su carácter fuerte. Una cualidad que valoraba en una mujer ya que una más débil habría caído en el bucle de la autocompasión pasado un día a su lado.
Dámaris ya había superado ese día.
El pirata volvió a hacer una burlona reverencia y Dámaris le dedicó una mirada cargada de reproche.
—Tengo cosas que hacer, Agnes, pero no tardaré —informó. Sus ojos seguían sin apartarse de ella. Dámaris se pasó la trenza sobre el hombro y jugueteó con el límite—. ¿La podrás vigilar por mí? Es como una gata curiosa que todavía no ha aprendido a portarse bien.
—No te preocupes, hijo.
La anciana volvió a entrar en la alcoba.
—No salgas de aquí o ya sabes lo que te espera —el pirata acercó peligrosamente una mano a su trasero. Dámaris previno y se alejó de él.
—Que tengáis un buen día, FitzGerald. —Alexander la miró unos segundos más antes de marcharse—. Ni creáis que voy a quedarme aquí esperando que me uséis como bien os convenga. Soy una Douglas y nuestro lema es "Jamais Arriere". ¡Y no pienso rendirme!
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro