5- El Hangman.
Cabalgaron desde Lanark hasta el puerto de Kirkcudbright sin descanso y por el camino más largo. Lo que lo convirtió en un viaje de más de ocho horas en vez de las siete habituales. Fueron por el bosque y evitaron los caminos, los piratas sabían que los Douglas les daban caza y debían actuar con cautela para llevar a la prisionera al lugar citado.
Durante el viaje Dámaris no abrió la boca de nuevo, ni siquiera para quejarse cuando sus tripas rugieron de hambre; desde el día anterior no había probado bocado. Al menos FitzGerald tuvo la amabilidad de compartir con ella el vino de su odre y una torta de avena que, aunque pasada, ayudó a calmar el hambre.
Los demás miembros del grupo no paraban de parlotear, y acabó sabiendo el mote de cada uno. Supuso que serían motes porque ¿quién en su sano juicio pondría de nombre a su hijo Sanchís, Ojituerto, Muleta, Pachón o Finger? Tan solo el pirata mudo tenía un nombre decente: Ethan.
Los piratas hablaron de lo que harían con el dinero de la recompensa. Cada uno con sus palabras, pero todos acababan queriendo lo mismo: un festín de comida y una buena moza en el regazo. Los hombres son tan simples, pensó la joven.
—¿Y cuáles son vuestros planes por el oro de mí recompensa? —se interesó Dámaris. Deseó con todas sus fuerzas saber cómo echar una maldición sobre aquel oro.
—Ya es suficiente recompensa poder deshacerme de ti.
—Oh. Así que vos mismo os buscáis los problemas y os arrepentís después. Creí que aquí la niñita caprichosa era yo.
No había terminado la frase cuando se arrepintió de sus palabras. Se puso rígida anticipándose a la reprimenda que vendría a continuación, pero la carcajada de Alexander la desconcertó más que una bofetada en el rostro.
Alexander se inclinó y le apartó el cabello a un lado para susurrarle al oído:
—Todavía no has aprendido a domar tu lengua, damita, y nada me gustaría más que ser yo el que te enseñe a hacerlo.
Un momento se comportaba como el bárbaro pirata que afirmaba ser y al siguiente la trataba con la intimidad de un amante.
—Para ello deberíais ser paciente conmigo, cosa que habéis demostrado no ser, pero claro tampoco se le puede pedir a un pirata que se comporte como un caballero.
—Dulzura, no tienes ni idea de lo que es un hombre de verdad mucho menos un caballero.
—Un caballero desde luego no me habría obligado a vestirme de este modo ni habría invadido mi intimidad desvistiéndome y echándomelo en cara después —sentenció.
—Es toda una suerte que yo no sea un caballero, de lo contrario ahora mismo estarías enterrada, muerta de neumonía, por haber sido pudoroso en vez de práctico. Habría sido una lástima privar a mis hombres de tu recompensa por algo tan trivial.
—Estoy deseando perderos de vista. —Dámaris cruzó los brazos y se alejó todo lo que pudo de Alexander, claro que compartiendo montura aquello era algo difícil.
Era entrada la tarde cuando llegaron al puerto.
Dámaris esperó con ansia ese momento pues era la oportunidad perfecta para pedir ayuda. El puerto siempre estaba abarrotado de gente, y los Douglas poseían varios negocios cerca del muelle así como barcos atracados. Antes de que padre marchase a Francia, visitaba a menudo Lanark donde disfrutaba asaltando las bodegas de los barcos de su padre que traían especias y telas exóticas de las Indias orientales.
De niña soñaba con hacerse a la mar y visitar la tierra de su madre: Irlanda, pero padre nunca la había dejado navegar en ninguno de los barcos por ser demasiado joven y sus hermanos se encargaron de perpetuar la prohibición del conde en su ausencia.
Una vez Alexander frenó a Rufián, la joven se apeó del caballo y echó a correr gritando pidiendo ayuda.
No había dado cinco pasos cuando chocó contra Ethan, quien la hizo caer de culo al suelo.
—¿Adónde vas, damita? —La sonrisa socarrona de Alexander la enervó. Sin más preámbulos la metió en un saco de arpillera y se la cargó al hombro.
Un grupo de rollizos marineros los miraron y Alexander dijo lo suficientemente alto para que lo escuchasen, que las esposas debían ser atadas en corto si uno quería mantenerlas a raya o de lo contrario correrían de regreso a las faldas de sus madres al primer parpadeo. Los marineros rieron y le desearon suerte con su nueva esposa.
—¡Sácame de aquí hijo de la gran ramera! ¡Te voy a matar! Juro que me las vas a pagar, FitzGerald, y que cuando salga te voy a echar la cara abajo. —Dámaris pataleó y se removió luchando por salir.
—¿Qué forma es esa de hablarle a tu señor, damita? —Alexander le azotó el trasero, Dámaris gritó—. Escúchame bien. Vas a dejar de hacerte la loca para hacerte la muerta. Porque si no... —volvió a azotarla, esta vez más fuerte.
Las carcajadas y comentarios obscenos de los piratas la avergonzaron, pero siguió pataleando hasta que le llegó un nuevo azote y se quedó inmóvil. Alexander se asustó y pensó que se habría desmayado, hasta que escuchó un débil sollozo. Dámaris se tapó la boca para amortiguar el llanto y agradeció que aquellos bárbaros hijos de su maldita madre no la vieran llorar. No se habría perdonado que fuesen testigos de tal debilidad.
Alexander y sus hombres parecían simples marineros que llevaban provisiones a su barco, y no llamaron la atención de los alguaciles ni soldados. Por el puerto pululaban los hombres de Douglas, y los piratas los sortearon para evitar un encontronazo.
Una modesta goleta los esperaba al final del puerto y al verlos. Uno de los piratas empezó a dar voces para que todos despertaran. Se apearon de la embarcación un par de fulanas antes de que el grupo subiera.
—Te estábamos esperando, capitán. Todo está listo para levar anclas —gritó el pirata, tieso como un remo.
—Ya he visto como me esperáis. —Alexander paseó la vista por la cubierta y después sobre los dos piratas a cargo de la goleta. Había prendas femeninas y botellas de ron vacías por cubierta. Aquello lo puso furioso—. Hablaremos más tarde. En marcha.
<<Sí, capitán.>> fue la respuesta unánime. Quitaron amarres.
Alexander dejó a Dámaris en el suelo y le quitó el saco de arpillera. La joven lo acuchilló con una mirada que él respondió con una sonrisa ladeada. La goleta tardó cerca de una hora antes de llegar al barco pirata que los esperaba anclado a una distancia prudencial de la costa. En la popa se leía el nombre Hangman. Dámaris no podía estar más de acuerdo con el nombre, ¡su capitán era un verdadero verdugo!
Alexander la llevó hasta su camarote en la popa del barco. Se preparó para una pelea, pero la joven se limitó a sentarse en una silla apostada en la esquina más alejada de él. La imagen resultaba cómica ya que su postura era la de una verdadera reina, con la espalda recta y las manos entrelazadas en el regazo, pero su aspecto era un desastre pues tenía la melena echa un lío, la cara sucia y vestimenta de hombre. Por cierto que en ella resultaba muy sensual. Las calzas le ceñían los muslos y el trasero, mientras que la camisa ancha y escotada no dejaban duda de que se trataba de una mujer y no de un muchacho.
—¿Ya habéis terminado —soltó Dámaris, y Alexander alzó una ceja interrogante— de evaluarme?
—Ni siquiera he empezado, damita.
—Y espero que no lo hagáis.
—¿Volvemos a los formalismos? Hace un momento me tuteabas.
Dámaris levantó el mentón e hizo un ademán con la mano. Era el mismo gesto que usaba la nobleza para despedir a un molesto plebeyo.
—Me dejé llevar por la ira. Por vuestra culpa el padre Christoph me obligará a hacer penitencia por un año. —Alexander soltó una estruendosa carcajada—. ¿Y ahora de qué os reís?
—No es posible que seas tan atrevida y le tengas miedo a un cura, como si él pudiese perdonarte los pecados.
—Él es un intermediario. El que nos ayuda a caminar en rectitud para merecer el cielo.
—Damita, los curas son unos saca cuartos. La Iglesia lo es. ¿Acaso piensas que Jesús cobraba por sanar a los enfermos? Ayudar al prójimo es un mandamiento, no una forma de ganarse la vida. Son paganos con el nombre de Cristo sobre sus cabezas.
Alexander se lavó la cara con el agua de una palangana apostada en la esquina del camarote, cerca de Dámaris. Se quitó la camisa y se aseó con un paño limpio. Dámaris se sonrojó y apartó la mirada en el momento justo que se cambiaba las calzas. ¡Valiente sinvergüenza! ¿Acaso no conocía lo que es el pudor?
—No me extraña que os dediquéis a la piratería y el contrabando siendo ateo como sois.
Alexander se puso unas calzas de piel negras y una camisa del mismo color. El azoramiento de la joven y le divirtió, no estaba acostumbrado a tratar con jóvenes virginales que apartaban la mirada ante su desnudez en vez de hacer lo propio con ella misma. Se puso de cuclillas frente a Dámaris y la obligó a mirarlo de frente. Al verlo tan de cerca con la luz de la tarde entrando al camarote por los ojos de buey, Dámaris pudo distinguir motas doradas en sus ojos color avellana. Alexander le cogió un mechón de cabello y lo acarició entre el pulgar y el corazón.
—No he dicho que fuese ateo. Simplemente no creo en la Iglesia ni en sus leyes. Si lees la Biblia te darás cuenta que van en contra de todo lo que ahí se dice. Los romanos mantuvieron a sus antiguos dioses poniéndoles nombres de santos cristianos. Pero supongo que ese no es un tema adecuado para una joven beata como tú —le dio un toque en la punta de la nariz. Ella hizo un mohín y se apartó, lo que provocó una sonrisa de perlados dientes por parte de él. Alexander se puso en pie y se dirigió a la puerta—. Te he dejado algo de agua para que te asees un poco, hueles a caballo mojado. Puedes usar lo que quieras de mi ropa limpia, no sé si habrá algún vestido olvidado por alguna parte.
Dámaris se puso primero roja de vergüenza y luego de ira. Se levantó para golpear a aquél impertinente. El leyó sus intenciones y, con esa reverencia burlona que Dámaris ya odiaba, cerró y atranco la puerta desde fuera.
—¡Maldito pirata! Os odio. ¡Os odio con todas mis fuerzas!
Dámaris aporreo la puerta hasta que se cansó. Paseó la vista por el camarote y al ver su reflejo en un espejo bruñido de cuerpo entero, comprobó que Alexander tenía razón. Se olió y se espantó a sí misma. Como detestaba que ese rufián tuviese razón.
Después de estar limpia se sintió de mejor humor. Habría deseado tener una tina en la que bañarse plácidamente y poderse enjuagar bien el cabello, pero se tuvo que conformar con asearse en el rincón donde Alexander había hecho lo propio.
Al abrir el arcón en el que FitzGerald tenía la ropa, desechó un vestido granate que seguramente habría pertenecido a su amante y se puso unas calzas, camisola y jubón. ¡Antes vestiría ropas de varón que de fulana!
Dámaris no sabía qué le deparaba el futuro, ni quién sería ese lord que ordenó secuestrarla del que hablaron los piratas mientras creían que ella dormía en la celda. La ignorancia era lo que más la perturbaba, pues su mente era libre de imaginar todo tipo de desenlaces y Dios sabía que era lo suficientemente imaginativa como para esperarse lo peor. Para no sumirse en pensamientos tan morbosos, Dámaris husmeó por el camarote.
En la inspección no encontró grandes cosas de valía, y eso le extrañó. Solía contarse que los piratas cubrían sus barcos de oro y estando en el camarote del Capitán Pirata esperó toparse con exquisitas joyas. Por el amor de Dios, aquel hombre tan siquiera contaba con una mesa y sillas. Incluso el catre era un sencillo jergón lo suficientemente estrecho como para una persona. Dámaris no conseguía imaginarse a Alexander ahí durmiendo con sus anchos hombros y gran estatura. Una de dos; o Alexander FitzGerald era el peor pirata de la Tierra o todas las historias que había escuchado acerca de ellos eran un completo invento.
Cabe resaltar que tales historias eran afirmadas por Tessa, su doncella y mejor amiga, y a ella le gustaba mucho exagerar y chismorrear. La doncella era capaz de ser pájaro de mal agüero con tal de tener algo que contar.
También existía la posibilidad de que Alexander no fuese como los demás piratas... En fin, ¿y eso qué más daba? ¿Acaso la trataba con el debido respeto? Eso debería ser más que suficiente para mandarlo a la horca. La mirada reprobatoria del padre Christoph acudió a su mente y pidió perdón por desearle el mal al prójimo, ¡pero Dios era testigo de la maldad que estaba haciendo con ella!
Hubo algo que sí le llamó la atención y fue una estantería de libros. No le sorprendió ver los volúmenes de náutica y astronomía, sino el ejemplar de poesía Amore e Passione. Acarició la portada. Dámaris había leído aquellos poemas en infinidad de ocasiones, era capaz de recitarlos todos y cada uno de memoria. Era uno de esos libros prohibidos que ninguna muchacha decente debería leer, pero cuando lo encontró por casualidad en la biblioteca privada de padre y empezó a leerlo, no pudo parar. Guardaba el ejemplar con recelo y a menudo repasaba sus páginas en la intimidad de la noche, a la luz de una candela.
No tardó en anochecer y cuando oyó la puerta desatrancarse, escondió el libro. Apareció Ethan e hizo lo mismo que la primera vez; le dejó una bandeja con comida y se marchó sin decir nada.
—Al menos no me ha castigado sin cenar. Ahora veremos si eso es comestible por que buena pinta desde luego no tiene.
Dámaris miró con sospecha el cuenco de sopa de patatas. También le pusieron una hogaza de pan, pescado asado y vino especiado. La verdad era que todo le supo a manjar, y no supo si la culpa era del hambre que tenía o el cocinero era buenísimo.
Era entrada la madrugada cuando Dámaris se quedó dormida con el libro encima. Alexander entró y se la encontró en esa postura relajada en el catre.
Desde que subió a bordo había estado al timón del barco, poniendo rumbo a Irlanda. En un primer momento bajó a la bodega donde los hombres ponían sus hamacas para descansar unas horas antes de llegar a su destino, pero los ronquidos y flatulencias no le dejaron pegar ojo. Parecía ser el único al que le molestaban los ruidos ya que los demás dormían como bebés. Así pues acabó cediendo al deseo de dormir en tranquilidad sin importarle si a ella le molestaba o no su presencia. No iba a desperdiciar horas de sueño por una gata persa de ojos añil.
Regresó el libro a su sitio y se acostó junto a la joven. Dámaris tenía un sueño profundo, como pudo comprobar, pues a pesar del ruido que hizo y de moverla para hacerse hueco, no se despertó.
Alexander le acarició la mejilla con el dorso de la mano. Era una joven preciosa. De carnosos labios rosados, piel pálida como la luna, cabellos negros como la noche y espesas pestañas que formaban dos medialunas en sus mejillas. Tenía rasgos finos, de dama, la fuerza de su carácter se delataba en su ceño fruncido incluso al dormir y mandíbula apretada.
Dámaris se movió y Alexander permaneció inmóvil. La joven lo abrazó y apoyó la cabeza en su pecho, el pirata la rodeó con los brazos y descansó la barbilla en su coronilla.
Aquella noche Alexander no tapó los ojos de buey con una tela oscura para que la luz de la luna pudiese iluminar la figura de Dámaris.
Una semana. Ese era el tiempo que el lord le había asegurado que duraría todo aquello. En una semana sería libre para encargarse de resolver sus propios asuntos.
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