4- Rufián.
La puerta de la celda se abrió de golpe y a Dámaris le costó distinguir la alta figura de Alexander. Después de que las velas de afuera se consumieron, dejó de entrar luz por la puerta así había terminado sumida en total oscuridad. Cuando apareció él con una antorcha la cegó momentáneamente.
Alexander la encontró en un estado lamentable con el pelo enmarañado y la misma ropa sucia de la noche anterior. Ignoró los sentimientos de lástima y culpa y la cogió rudamente por el brazo. Dámaris trató de deshacerse del agarre pero los dedos del pirata parecían garrotes de hierro aferrándose a su brazo.
—¿Todavía vais a violentarme más? ¿No os cansa ser tan vil y ruin? ¡Cuando os confeséis al cura no olvidéis mencionarle esto para que el Altísimo perdone vuestros crímenes que seguro han de ser muchos, FitzGerald! —Alexander paró la marcha y Dámaris chocó contra su duro cuerpo.
—¿Acaso no te callas nunca? Pareces una cotorra, se te oía en todas partes gritando y lloriqueando como una niña consentida. Ah, espera, eso es justo lo que eres. —Dámaris le golpeó el pecho con los puños y Alexander la agarró del pelo, haciéndola sisear—. Si vuelves a hacer algo mínimamente parecido te castigaré y esta vez no será un simple encierro en una celda. Te azotare tan fuerte el trasero que no podrás sentarte en una semana. Como mínimo.
La voz serena del pirata hizo que la joven dama deseara retroceder, más se negó a hacerlo. Le sostuvo la mirada, desafiante. Alexander le dio un azote en el trasero para enfatizar sus palabras y Dámaris botó del suelo. Siguieron la marcha con ella sobándose el culo.
—¿Habéis dejado todo en su sitio? —preguntó Alexander a uno de sus hombres que lo acompañaban.
—Sí, capitán —respondió un pirata calvo y con barba abundante. Este también llevaba un aro de oro en la oreja, como todos los demás—. Las pruebas son tan evidentes que solo alguien con sesos de mosquito las pasaría por alto.
Al salir fuera, Dámaris aspiró profundamente el aire limpio y fresco. Después de haber pasado la noche en aquel cubículo que apestaba a abono necesitaría muchas bocanadas de ese aire para eliminar el olor de su nariz. Parecía que el hedor se le hubiese pegado a la piel y el único modo de deshacerse de él sería rascándose con un cepillo para caballos.
Alexander la montó a horcajadas delante de él en el caballo, un majestuoso pura sangre negro como la noche. Dámaris no pudo contener las ganas de acariciarle las crines y hablarle dulcemente al oído diciéndole lo majestuoso que era. Alexander frunció el ceño. Normalmente las mujeres, y muchos hombres, temían a su montura (un shire de pedigrí con un carácter particularmente hostil) por lo salvaje que era, ella en cambio trataba al semental como a un tierno potrillo.
—¿Cómo se llama? —El tono de la dama siguió siendo dulce.
—Rufián.
Dámaris le lanzó una mirada displicente por encima del hombro.
—No os habéis esmerado mucho en el nombre.
—Nos queda un largo camino por delante para que descubras por ti misma por qué se llama así —respondió demasiado cerca.
—Tu señor no sabe apreciar tu hermosa majestuosidad. —El pura sangre relinchó y Dámaris rió como si acabara de contarle algo gracioso—. Lo sé, lo sé.
—¿Hablas con los caballos?
—¿Vos no? —inquirió a su vez—. Dice mucho de un hombre el nombre que pone a su montura.
—¿Ah, sí? —Alexander ciñó el brazo alrededor de la cintura de Dámaris y la pegó a su pecho. Sin decir nada la joven se limitó a seguir acariciando la crin de Rufián. Alexander hizo señas a sus hombres y emprendieron la marcha hacia el interior del bosque—. ¿Y qué dice de mí el nombre de Rufián además de lo evidente, Dámaris?
Hablaba en tono confidencial, como si no quisiera que los demás se enterasen de la conversación. Su nombre lo pronunciaba con un tono más grave y eso hacía que la recorriera un cosquilleo por la intimidad que implicaba. Se acomodó en la silla.
—Hay dos opciones —reveló—, la una es que sois un hombre práctico, que no os complicáis la vida. Al pan pan y al vino vino, como se suele decir. Aunque un hombre práctico no casa con ser pirata y contrabandista y menos aún con secuestrar a damas nobles de las que sabe que un fiero ejército removerá cielo y tierra para salvarla. Eso son demasiados problemas y un hombre verdaderamente práctico se alejaría de tales cosas. Así pues, en vuestro caso, el nombre de vuestro semental significa que sois un arrogante. Alguien a quien le gusta alardear de ser un rufián, un granuja, y que impone sus deseos sobre los demás a base de fuerza, cosa que es bastante evidente.
Alexander no dijo nada, pero sí reconoció internamente la veracidad de sus palabras. A decir verdad ambas eran acertadas. Era un hombre práctico y a la vez hacía uso de la fuerza para conseguir lo que quería. Aquella demostración no era por arrogancia sino porque quien demuestra poder es respetado, y el respeto era algo que él valoraba mucho. La gente puede seguirte durante un tiempo por miedo (el miedo es un sentimiento fuerte que mantiene prisionero al ser humano, solo aquel que es lo suficientemente valiente como para enfrentarlo logra librarse de las cadenas), pero es el respeto quien logra ganarse la lealtad de los hombres.
Desde niño tuvo que luchar por hacerse con un lugar en el mundo. Su nacimiento trajo consigo la trágica muerte de su joven madre, algo de lo que todavía le costaba no culparse. Si una cosa había aprendido desde edad muy temprana es que solo sobrevive el más fuerte, los débiles no tenían cabida en el mundo en el que él vivía.
—Vaya. Veo que sacas muchas conclusiones de un simple nombre.
Dámaris se encogió de hombros.
—Soy mujer, pero estoy bien instruida y me gusta aprender así como dar mi opinión en ciertos asuntos. Tengo mis propias ideas y mi propia perspectiva de las cosas, aunque eso os parezca extraño.
Alexander aproximó la boca al oído de Dámaris. La joven se puso recta como una vara más ladeó la cabeza, prestando completa atención.
—Viniendo de ti me resulta fascinante.
—¿Os burláis de mí?
Tal vez no había sido tan buena idea montarla delante de él y menos todavía haberse inclinado a buscar su contacto, pero no pudo evitarlo. Se demoró un instante más en incorporarse y darle la escasa distancia que podía.
—¿Me podéis decir adónde vamos? —continuó Dámaris.
—Ya lo verás. Es una sorpresa —bisbiseó.
—¿Vais a dejarme en mi castillo y a marcharos para que nunca más vuelva a veros y me olvide de que existís?
—Lo siento, damita, pero esa sorpresa no entra en mis planes. La que te tengo es mejor.
—¿Para mí o para vos, FitzGerald?
—¿Acaso nunca te quedas sin preguntas? Santo Dios, si sigues hablando te amordazaré.
—Que pronto perdéis la paciencia. —Dámaris cruzó los brazos y bufó y, como en sincronía, Rufián la imitó.
El trayecto siguió en silencio. Un silencio solo roto por la diatriba de los otros hombres. Dámaris pudo contar a media docena y se fijó en que todos hablaban y reían a excepción del hombre que le llevó la manta la noche anterior. Él permanecía en silencio, mirando en derredor, siempre alerta. ¿Sería mudo?
Entonces la joven cayó en la cuenta de su propio aspecto.
Iba vestida con unas calzas de hombre que se le ceñían a los muslos y una camisola casi transparente que le quedaba enorme, además se le bajaba de un hombro constantemente. Y el cabello... ay Dios sin duda debía tenerlo hecho un desastre. Su cabellera era una mata frondosa de bucles negros como la medianoche que alcanzaban las corvas. El peso solía ocasionarle dolores de cabeza, por ello solía trenzarlo hasta que el dolor era tan fuerte que necesitaba dejarlo libre. ¿Y si había cogido piojos en esa mugrienta celda? ¿FitzGerald sería capaz de raparla la cabellera?
Al sentir el frío de la mañana se acercó instintivamente a Alexander en busca de calor. Él, al notar el castañeo de dientes de la joven, la rodeó con su capa y sacó una manta de las alforjas para ponérsela en el regazo.
Sin ser consciente de ello, Dámaris suspiró de placer al sentirse arropada y protegida del frío. Aquello caldeó a Alexander quien se removió en la silla, de nuevo. Les quedaba un largo camino por recorrer y el pirata no estaba seguro de poder aguantar tanto tiempo con la dama entre sus brazos.
Estaba tan cerca de él y a la vez tan lejos...
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