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3- Lord Douglas y sus hijos.

A kilómetros de allí...

Archibald Douglas caminaba de un lado a otro del gran salón. El conde estaba hecho una furia. Recién llegado de Francia lo que más quería era volver al hogar después de dos años sin pisar su amada Escocia. Amaba a cada uno de sus hijos y nietos, pero era a su única hija Dámaris, la niña de sus ojos, a quien más extrañaba. Durante el viaje pensó en lo mucho que habría madurado ya que al partir era una niña y ahora sería una hermosa joven. Tenía en mente muchos planes de futuro para ella, así que su sorpresa y preocupación cuando llegó y no salió a recibirlo fue mucha, pero cuando se enteró de que había sido secuestrada salió en su búsqueda sin importarle el cansancio.

Sobra decir que no la encontró, pero tenía a la mitad de sus hombres buscándola por doquier.

—¡Malditos seáis! ¿Cómo habéis permitido que se llevasen a mi hija?

La mirada amenazadora y colérica del conde hizo que a los hombres les recorriera un sudor frío. Los despidió con la mano y todos se fueron tan rápido como les permitió el decoro. Y las piernas.

En un lado apartado estaba Melania Douglas abrazada a una prenda de su hija y llorando sin consolación. Archibald la rodeó con sus brazos.

—Mi amor, no llores, la encontraré. Juro que la encontraré así tenga que incendiar el país para ello. —Archibald le secó las lágrimas con los pulgares y Melania lo abrazó sollozando. El conde hizo una señal a sus nueras y estas se acercaron a retirarse junto a la desconsolada suegra. Cuando quedaron el conde y sus cuatro hijos a solas, habló—: Quiero que averigüéis si los Crichton tienen algo que ver en esto. Quiero a mi hija de vuelta antes de dos días, intacta, de lo contrario quemaré cada pueblo hasta que esté de vuelta conmigo.

—Ya tengo a mis hombres vigilándolos, padre. Ninguno ha visto a Dami con ellos, aunque sí han notado comportamientos extraños en algunos miembros del clan. Solo necesitan una orden para asaltar el castillo, sobra decir que están deseosos de cumplir tal tarea.

Archie, el primogénito del conde, permanecía con las manos enlazadas a la espalda y los pies separados mientras hablaba. Su postura era la de un general curtido en batalla. De todos los hijos del conde él era quien más se parecía a su padre tanto en su físico como en carácter, solo que este tenía pleno control sobre su temperamento y eso lo hacía más peligroso. Archie era capaz de hacer caer a un oso en la trampa sin que este sospechara nada.

Duncan, el tercero, permanecía callado mientras hacía rodar el puñal por entre sus dedos sin que el filo llegase a rasgar la piel. También había sacado la tez y cabellos oscuros de su padre, pero era hombre diplomático por lo que recurría a la violencia como último método. A no ser que se tratase de la escoria de los Crichton donde el único método aceptable era la guerra. Si Archie podía engañar a un oso, Duncan era capaz de hacer que las fieras más salvajes comieran de su mano.

—No entiendo a qué diantres estamos esperando, ¡extingamos a esos hideputas y acabemos con esto de una maldita vez! Juro por mi sangre que como hayan tocado un pelo de mi hermana les arrancaré el corazón y se los haré comer. ¡Por Dios que lo haré! —Colin golpeó la mesa con el puño para sacar parte de su frustración.

El cuarto hijo del conde era sin duda el más pasional de ellos. Era como un toro bravío que atacaba ante la menor provocación. Eso lo había metido en más de una escaramuza de las que había salido ileso por la misma razón. Compartía los rasgos físicos con sus hermanos, pero sus cálidos ojos verdes lo distinguían como hijo de su madre.

—Hermanito, si dejas que la rabia te domine no pasarás de los preliminares en la lucha que se avecina. Deja que los mayores nos encarguemos de esto.

Colin enrojeció de ira ante las palabras de James.

James, el segundo, era el más distinto de los cuatro en cuanto a carácter. Siempre afable, pocas veces dejaba que la ira o la venganza lo controlasen.

—Reserva tus energías, Colin. Ya podrás desahogarte cuando llegue el momento. —Intervino el conde antes de que sus hijos iniciasen una pelea.

El muchacho contuvo las ganas de saltar sobre su hermano mayor y borrarle a golpes esa sonrisa jocosa que tanto detestaba.

Archi expuso lo que sus espías habían averiguado hasta entonces. Los cinco hombres se centraron en diseñar un plan para traer de regreso a Dámaris lo antes posible so pena de iniciar una nueva guerra de clanes, y el conde sabía lo poco que aquello convenía a Escocia en esos momentos.

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