21- Vino dulce y canela.
Tres pares de ojos la miraban en silencio. Dos con interés y un tercero con diversión mal disimulada. Dámaris salió del estupor e hizo una formal reverencia.
—Es una sorpresa para mí veros aquí, Fitz... Scott —se corrigió, y Alexander detectó el ácido en su voz. El muy patán tenía una sonrisa en el rostro que Dámaris deseó borrar de un manotazo. ¿Estaría mal golpear al invitado de su padre? Al ahijado desconocido de su padre. Dios sabía que tenía motivos suficientes para hacerlo.
—Espero que la sorpresa haya sido grata, milady.
—Supongo que tanto como lo es caminar sobre ascuas.
—Hay quien podría encontrarlo agradable —comentó Alexander, disfrutando nuevamente de provocarla. Había extrañado el modo en que los ojos de Dámaris tomaban un azul intenso, muy parecido al de las profundidades del mar, y como su boca se convertía en una línea recta. El rubor que le subía al rostro acentuaba estas facciones—. Sé de cierto que existen tribus donde caminan sobre las ascuas con el fin de tener mayor control sobre su temperamento.
—Oh, ¿habláis de vuestra propia tribu? Supongo que no han de estar contentos con vos, pues.
—Buenas noches, milores —intervino Mike. Hizo una reverencia a lord Douglas y centró su atención en Dámaris—. Vengo a robaros a vuestra hermosa hija. Prometió sentarse junto a mí durante la cena.
—Eso no será posible —dijo lord Douglas—. Como anfitriona de esta fiesta su lugar está junto a mí, en el asiento de honor.
Si a Mike le disgustó la respuesta de lord Douglas no lo demostró, tomó la mano de Dámaris y le besó el dorso, tras lo cual se marchó.
Archibald escoltó a su hija hasta el atrio que presidía la cena. Había cochinillo, faisanes, verduras cocidas y una cantidad ingente de comida. Dámaris se sentó a la izquierda de su padre y Alexander ocupó la diestra. La cena transcurrió entre brindis por la homenajeada y animadas charlas, más Dámaris y Alexander no volvieron a dirigirse la palabra.
Las mesas fueron apartadas tras la cena para dejar paso al baile y Mike se aproximó una vez más a Dámaris.
—¿Bailaréis conmigo, Dámaris?
—¡Lo estoy deseando! —Dámaris enlazó su brazo con el de Mike. Sonrió con coquetería, una que bien podría derretir la nieve de las highlands, mientras caminaba junto a él hasta el centro, donde los demás ya habían iniciado la danza al son de las gaitas.
Alexander no había perdido detalle de la conversación desde donde estaba, sentado a la mesa con el codo apoyado en ella. Colin, por su parte, no había perdido detalle de los movimientos de Alexander y al seguir el curso de su mirada, sus sospechas se vieron confirmadas.
—Lord Douglas, si me disculpáis iré a unirme al resto —dijo. Señaló con el mentón al bullicioso grupo de bailarines.
Archibald inclinó la cabeza, con lo cual Alexander abandonó la mesa.
—No me gusta como ese hombre mira a Dámaris, padre.
Colin ocupó la silla de Dámaris. El conde siguió el recorrido de Alexander, como les decía algo a los músicos antes de plantarse directamente donde estaba Dámaris bailando con McCain.
—Mi hija es una muchacha bonita, salta a la vista. —Archibald vació la bebida de la jarra—. No te preocupes por eso, hijo. Dámaris se casará con quien yo decida.
—¿Dónde están Archie y los demás? —preguntó Colin, regresando la atención a su padre. El joven moreno estalló al comprender el silencio del conde—. ¡Los habéis enviado a una incursión y me habéis vuelto a excluir!
—Colin —ordenó.
El joven se levantó de un brinco y salió del salón hecho una furia. Archibald hablaría más tarde con su hijo menor sobre los planes que tenía. Cuando el muchacho se calmara.
Alexander se acercó a Dámaris, que reía ridículamente alegre de algo que McCain acababa de decirle. El tipo era pretencioso ¿acaso no se daba ella cuenta?
Mike no desperdiciaba la ocasión de ponerle las manos encima, y Dámaris no parecía ofendida por ello en absoluto. De hecho era como si lo invitase a hacerlo libremente.
La siguiente pieza que sonó fue una cuadrilla que consistía en bailar parejas de dos e ir intercambiando entre sí. A Alexander no le costó encontrar una compañera de baile y unirse a los demás. Mientras daban vueltas, Alexander forzó un encontronazo con Dámaris hasta que la tuvo frente a él.
La joven lo miró con sorpresa. Con las mejillas rojas y la respiración acelerada debido a la danza. Alexander sonrió triunfal. Él tampoco desaprovechó la ocasión de ponerle las manos encima.
Dámaris sabía que no podía dejarlo ahí sin más y marcharse ya que sería una falta grave de respeto y más viniendo de la anfitriona. Por lo que bailó con él. Sentir como sus fuertes brazos la alzaban y giraban con ella, casi la hizo desfallecer. La atracción entre ambos era innegable.
La pieza acabó, pero ellos permanecieron la una en brazos del otro; Dámaris con las manos sobre sus hombros y Alexander rodeándole la cintura. El tiempo se convirtió en eternidad mientras se miraban ignorando que se habían quedado solos en mitad de la pista improvisada. Alexander se inclinó hasta que sus labios le rozaron la oreja.
—Me gustaría hablar contigo en privado —dijo Alexander. Su voz sonaba ronca y sus pechos casi rozaban el de él. Terreno movedizo.
—Sois un descarado. —El cálido aliento de Dámaris se derramó sobre Alexander y un cosquilleo le recorrió la espalda.
Dámaris dio un paso atrás. Alexander le ofreció el brazo cuando la pista volvió a llenarse de bailarines y salieron juntos hacia la muralla.
Mike se había acercado a la pareja antes de abandonar el salón, pero Alexander lo había despedido con un movimiento de la mano. Justo como Dámaris lo había visto hacer a sus hombres para que se apartaran. FitzGerald era como un cabestro, con ideas fijas e inamovibles.
El aire frío ayudó a calmar sus nervios. Dámaris se apartó unos pasos de él y bajó las escaleras en dirección al invernadero del patio trasero, rodeado de árboles desnudos y rosales espinosos. El invierno había llegado a las lowlands y las primeras nevadas ya habían teñido los picos de las montañas, así como el suelo había sido tamizado por la nieve. Dámaris deseó haberse puesto un calzado más adecuado para el exterior en vez de los delicados zapatos de ante con suela demasiado fina. Suerte que el cabello suelto le hacía de mantón y cubría sus hombros semi descubiertos. Se volteó cuando se alejaron lo suficiente de oídos curiosos y miró a Alexander poniendo los brazos en jarras. A pesar de que apenas le llegaba por los hombros y el pirata hacía dos de ella, estaba dispuesta a enfrentarse a él y pedirle explicaciones.
—¿Qué haces aquí, FitzGerald? ¿Sabe mi padre que fuiste tú quien me secuestró e hizo de mi vida un infierno durante el cautiverio?
Alexander no ocultó su diversión y admiración hacia la mujer menuda de negros cabellos y piel translúcida como la luna. Era hora de ir quitándose la máscara y mostrarse tal y como era realmente. Tal y como desearía haber hecho ese primer día que se vieron después de tanto tiempo. Claro que ella no lo había reconocido entonces y parecía no hacerlo todavía.
Con las manos juntas en la espalda y vestido tan elegante como todo un lord, Alexander estaba guapísimo. Al contrario que la mayoría de los hombres, Alexander no necesitaba usar relleno en los hombros, ni ninguna otra parte, para que estos se viesen anchos y fuertes, se notaba a simple vista que era natural. Al tacto eran simplemente insuperables, como había podido comprobar durante el baile. Tenerlo tan cerca de nuevo y sentir su aura poderosa le aceleró el pulso. Cosa que empeoró cuando Alexander se inclinó hacia delante y sus rostros quedaron próximos el uno del otro.
—Esta noche estás especialmente hermosa, Dámaris. —Le apartó un mechón de la cara.
El tono confidente e íntimo con que le habló le calentó la sangre. Su aliento se derramó sobre ella como el rocío. Olía a vino dulce y canela. Dámaris se lamió el labio inferior.
Alexander rodeó su cintura con un brazo mientras le levantaba el mentón con la otra mano. Ella no lo miró a los ojos pues pensó que si lo hacía sucumbiría, pero claro ¿acaso no lo estaba haciendo ya?
Las oscuras pestañas de Dámaris formaron dos medias lunas sobre sus mejillas y Alexander le acarició el mentón con el dorso de los dedos. Él sentía un creciente deseo por ella. Durante los últimos días su recuerdo lo había estado atormentando. Por no hablar de lo largas que se habían vuelto sus noches después de haberla dejado marchar.
La estrechó más contra sí.
Entonces sus labios se encontraron por primera vez.
Alguien tiró de Dámaris y la separó de Alexander de una forma tan brusca que gruñó de un modo nada femenino.
—¿Cómo te atreves a tratar así a una dama? —Mike apuntó a Alexander con la espada desenfundada—. ¡No estás en una maldita taberna!
—¿Qué crees que estás haciendo, Mike? ¡Suéltame! —Dámaris se zafó del agarre.
—Este hombre os ha ofendido, Dámaris, no penséis que va a quedar así. No en mi presencia. —Mike blandió su espada frente a Alexander, quien iba desarmado—. Después de esto nunca volverás a acercarte a ninguna mujer. Lo juro.
Mike se lanzó contra Alexander con demasiada confianza. Al pirata, acostumbrado a peleas de taberna donde lo que tenías a mano era suficiente, no le costó desarmar y golpear a Mike. El laird cayó inconsciente al suelo después de un golpe en la mandíbula.
—¡Alexander! ¿Qué has hecho? ¡Lo has matado!
Dámaris auxilió a Mike.
—Tan solo lo he dejado inconsciente. Mañana despertará con un fuerte dolor de cabeza, eso es todo.
—¡Eres un bruto!
—Esto es entre tú y yo, ¿a qué viene él?
—¡Pensó que me forzabas! —Dámaris puso la cabeza de Mike en su regazo y, después de comprobar que respiraba, le palpó la cabeza en busca de heridas. Si el golpe de Alexander no le había abierto una brecha, lo habría hecho la caída al suelo. No tenía nada aparte de un chichón.
—Está inconsciente —repitió Alexander, sumamente molesto por las atenciones que Dámaris prestaba a McCain—. ¿Acaso es tu prometido?
—No digas tonterías, FitzGerald.
—Entonces no entiendo por qué te preocupas tanto por él.
Alexander cargó en los hombros el cuerpo laxo de Mike ante las protestas de Dámaris por que lo soltara. Alexander hizo señas a un par de criados para que se llevaran al hombre y lo atendieran. Al voltearse se encontró con la mirada recriminatoria de Dámaris. Ella podía no darse cuenta de las verdaderas intenciones de McCain, o sí, pero lo que Alexander no iba a permitir es que nadie más se interpusiera en su camino.
—Te has comportado como todo un bruto pirata —espetó—. Un bruto sin modales.
—Hace un momento no te quejabas de mis modales, damita —señaló, con una de sus odiosas sonrisas arrogantes.
—¿Pero quién te crees que eres? No pierdes ocasión en insultarme. Eres despreciable. Ojalá pudiese volver atrás para no cruzarme contigo jamás —maldijo dando media vuelta. Alexander le cortó el paso plantándose frente a ella.
—¿Adónde vas? No hemos acabado.
—Oh, ya lo creo que hemos acabado. —Dámaris lo esquivó y echó a andar hacia las cocinas—. Es más, ni siquiera hemos empezado. ¿O crees que un simple beso iba a borrar todo lo que me has hecho pasar? —continuó.
—Quizás un beso no. Déjame probar con otros métodos. Conozco algunos infalibles que serán capaces de hacerte olvidar incluso tu apellido. —Movió las cejas.
Alexander había vuelto a cortarle el paso, Dámaris levantó la barbilla para encararlo.
—Ni. En. Un. Millón. De. Años. —Enfatizó cada palabra con un toque en el pecho. Alexander le tomó ambas manos y depositó un cálido beso en cada dorso. Un escalofrío recorrió de nuevo el cuerpo de Dámaris, más lo apartó de un empujón cuando le lamió ambas palmas.
—¡Valiente marrano! Sois un invitado de mi padre —dijo, volviendo al tono formal en un desesperado intento por levantar un muro entre ellos— y no quiero faltaros al respeto. No me volveréis a tocar.
—Entonces tendré que esperar a que me supliques que te toque.
—El infierno se congelará primero —blasfemó—. Que tengáis una buena noche, Scott.
—Resístete todo lo que quieras, damita, al fin volverás a ser mía. Solo que todavía no lo recuerdas.
Dámaris lo dejó atrás, Alexander no se lo impidió. La vio marcharse con la espalda recta, orgullosa como una reina y él no pudo hacer más que sonreír.
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