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2- Primer intento.

Alexander llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta.

—¿Está bien? —preguntó un hombre, al otro extremo de la estancia.

—Sí. La dejé en la cama. —El hombre soltó un gruñido gutural y Alexander levantó las manos con aire inocente—. No la toqué, simplemente la dejé en el sitio más seguro.

El hombre se pasó una mano por el cabello canoso y exhaló el humo de la pipa por la boca. Alexander no terminaba de fiarse de él, nunca lo había hecho y sus razones tenía. Por eso odiaba verse envuelto en uno de sus muchos complots. También tenía sus razones para haber aceptado el trabajo, razones mucho más importantes que su aversión hacia el hombre que tenía delante.

—Como bien sabes este asunto es delicado y no podemos dar ningún paso en falso —dijo. Exhaló el humo, que se elevó como una nube de tormenta alrededor de sí mismo. Tal vez un augurio de lo que se les venía encima—. Si todo resulta como lo planeado, merecerá la pena y tus hombres y tú cobraréis la otra mitad de lo acordado. Por ahora vamos viento en popa. —El hombre caminó por la estancia, una tan derruida como la alcoba donde estaba Dámaris—. Protégela con tu vida, FitzGerald.

Aquello era una amenaza en toda regla y ambos lo sabían.

—¿No quieres verla y comprobar por ti mismo que sigue de una pieza? —Hizo un ademán en el aire.

El hombre pasó junto a Alexander quien no se había separado de la puerta.

—Si quieres seguir respirando, lo estará. De lo contrario a mí es a quien menos deberías temer.

Alexander se hizo a un lado y el hombre se marchó, dejando tras de sí una nueva nube grisácea.

—No es así como debería pasar esto —habló para sí.

Él también buscaba resolver su pasado, pero los métodos del hombre que acababa de irse lo habían obligado a actuar de forma distinta. No se tomaba por un santo ya que en el pasado había hecho cosas peores por beneficio propio, solo que en esa ocasión era diferente. Le resultaba despreciable tener a Dámaris secuestrada y verse obligado a tratarla así.

Se frotó las manos en los muslos y regresó sobre sus pasos a la alcoba donde estaba aquella niñita malcriada.

La niñita en cuestión había salido de la cama y la sorprendió inspeccionando la estancia, o, estaba seguro, buscando una forma de escapar.

Las mejillas de la joven se encendieron al ser descubierta con las manos en la masa y rápidamente se cubrió con la capa que había a los pies de la cama. Alexander tuvo que esconder su diversión tras una máscara de enfado.

—¿Qué hacíais?

—Busco mis ropas, ¿dónde están? Tan solo llevo esta camisola que además estoy segura de que no es mía. —Dámaris achicó los ojos, comprendiendo entonces—. ¿Quién me desvistió?

—Yo. Estábais empapada y llena de barro así que tuve que quitarosla. Os he dejado ropa para que os vistáis vos misma. A no ser que preciséis de mi ayuda —sugirió.

—No teníais ningún derecho —estalló ella. El calor le subió desde las plantas de los pies a la coronilla—. Y no pienso vestirme como un muchacho.¡Es indecente!

—De nada por salvaros de pillar una neumonía, milady. —Alexander repitió una burlona

reverencia, lo que hizo que Dámaris volviese a crisparse. Apoyó el antebrazo en el alféizar de la chimenea antes de clavar la vista en el fuego.

El pirata tenía un perfil atractivo. A decir verdad todo en él era atrayente. Lo rodeaba un aura de fuerza, poder y oscuro misterio que atraía a Dámaris como la luz a una polilla. Pasó saliva y apartó la mirada de él pues a la mente le acudían pensamientos impropios de una cristiana apostólica romana como ella. ¿Pero qué le pasaba? Ni que fuese la primera vez que veía a un hombre guapo.

A sus dieciséis años había tenido los suficientes pretendientes apuestos y con mejores modales que Alexander como para que su bárbaro atractivo la alterase de tal modo. Quizás fuera justo eso lo que la atraía tanto. Un hombre como él exudaba peligro por cada poro y ella era una joven que disfrutaba de los desafíos como la que más. Se obligó a pensar en el plan de escape que era mucho más importante, se recordó.

En su inspección había descubierto una palanca que confiaba abriese un pasadizo secreto y solo esperaba el momento de quedarse a solas de nuevo para escapar por él. Pero claro, FitzGerald parecía no tener intención de dejarla sola.

Esperó y esperó. El carcelero no se marchaba por lo que se volvió a meter en la cama y se tapó con las pieles fingiendo dormir. Relajó el ritmo de la respiración hasta parecer realmente dormida, por cierto que casi fue así.

Alexander se acercó a ella para comprobar si realmente dormía. Le apartó el pelo de la cara, aproximó su rostro al de ella, sus alientos se entremezclaron y el olor a cuero y sudor masculino la inundó. Contuvo el impulso de apartarse permaneciendo inmóvil.

Alexander por fin salió de la alcoba.

Sin perder más tiempo la joven se vistió con la ropa de muchacho y presionó la palanca. ¡Un pasadizo! Pese a su miedo por la oscuridad y no tener antorcha ni vela alguna que la iluminase, se internó en el estrecho pasadizo. Notó a las ratas y otros insectos apartarse de su camino, incluso pisó a más de uno con sus pies descalzos. ¡Qué no daría por un par de botas de montar! Quitó telarañas y se deshizo de una serpiente que le subió por la espalda. Se enorgulleció de no haber gritado.

Tan solo la desesperación por ser libre le dio fuerzas para avanzar. Chocó contra un muro de piedra y rogó a Dios que hubiese alguna otra palanca, clavija o lo que fuese para poder salir. Palpó a tientas y encontró otra palanca, la presionó y la pared de roca se deslizó. Ante ella apareció un bosque y la luz de la luna menguante se abrió paso.

Lanzó una plegaria de agradecimiento y echó a correr. Pese al miedo que sentía, la desazón y la angustia, sonreía de alegría por haberse librado de aquél pirata y haber burlado al destino.

La alegría no duró mucho porque pisó una trampa y una cuerda se cirnió en torno a sus tobillos, haciéndola volar por los aires hasta quedar colgada boca abajo. Trató de liberar el pie sin suerte.

Vaia vaia. ¿Qué tenemo aquí? Un pilluelo ha caío en la trampa. —Un hombre rollizo se acercó y le cogió la cara por la barbilla para inspeccionarla. Dámaris le mordió.— ¡Hijueputa! —El hombre le propinó un guantazo que le partió el labio.

—Seamus ¿qué has atrapado?

—Gertrudis ¡el hijueputa me ha mordío! —Seamus le enseñó a su mujer el mordisco entre quejidos. La mujer le dio un manotazo y se acercó a Dámaris.

—Madre del amor hermoso. Es una chica, Seamus. No sabes diferenciar una vaca de un caballo por eso la vida nos va como nos va. ¿De dónde sales tú, niña? —agregó dirigiéndose a Dámaris.

Dámaris luchó por soltarse y esa vez tampoco lo consiguió.

—Por favor, suéltenme —imploró—. Unos hombres me persiguen y necesito salir de aquí. Mi padre es un lord muy rico y si me ayudan les recompensará.

Gertrudis no se creyó que aquella muchachita harapienta y vestida con ropas de varón fuese ninguna dama. Pensó que se trataba de una desgraciada que huía de su familia, tal vez de un marido, y los maltratos de ellos.

—Mira, hija, nosotros no queremos problemas.

—Y no se los daré. Solo déjenme ir, por favor. Es todo lo que le pido.

De la nada apareció una flecha que rompió la cuerda y Dámaris cayó contra el suelo. Solo gracias a que cayó encima de Gertrudis no se rompió el cuello. Se levantó rápidamente y salió corriendo, pero unos fuertes brazos la atraparon y cargaron sobre su hombro. Dámaris pataleo, maldijo y amenazó a su nuevo captor.

—¿Tan mal anfitrión soy que huyes sin despedirte, damita? —Alexander chasqueó la lengua y le dio un azote en el trasero—. Ahora tendré que castigarte, milady.

—¡Soltadme ahora mismo, maldito gañán! Casi hacéis que me rompa el cuello. Creí que me necesitábais viva.

Alexander lanzó una mirada furiosa a uno de sus hombres que portaba arco y flechas. Este escondió el arco tras la espalda, debió encontrar algo interesante en el suelo para mirarlo con intensidad.

—Eso ha sido un accidente que no volverá a pasar. ¿Verdad, Finger?

El aludido se apresuró a negar con la cabeza sin atreverse a levantarla.

Dámaris siguió tratando de zafarse del agarre sin éxito. Estaba condenada a ser atrapada una y otra vez. ¿Lograría escapar algún día? Desde luego no dejaría de intentarlo así muriese en el intento.

Alexander lanzó a Dámaris sobre el catre sin delicadeza. La joven lo insultó pero él permaneció impasible y cerró la puerta. Aquello hizo que Dámaris pasase saliva, esperaba lo peor. Se quitó la cuerda del tobillo, se puso en pié y se dirigió a la puerta con decisión. Alexander le cortó el paso.

—¿Adónde crees que vas?

—Necesito atender una necesidad urgente.

—Ahí tienes el meadero —señaló el rincón donde, efectivamente, estaba el meadero. Dámaris lo miró boquiabierta, lo señaló con un esbelto dedo.

—No esperéis que atienda mis necesidades delante de vos, FitzGerald.

—No tienes otra alternativa, Dámaris. Me has demostrado que no puedes quedarte sola ni cinco malditos minutos.

—¿¡Cómo os atrevéis a tutearme y obligarme a asearme delante de vos!? Estáis mal de la cabeza, FitzGerald.

—No tienes nada que no le haya visto más de un centenar de veces a otras mujeres. Además te recuerdo que fui yo quien te desvistió y que no hay rincón de tu cuerpo que no haya visto...

Alexander hizo una pausa intencionada y Dámaris levantó la mano para abofetearlo, pero el pirata fue más rápido y la agarró por la muñeca. Le puso ambos brazos detrás de la espalda y la acorralo contra la fría pared de piedra, inmovilizándola. La respiración agitada de la joven y el forcejeo por soltarse hicieron que la camisola se le cayese de un lado y dejase al descubierto un hombro desnudo. Alexander le acarició las clavículas y Dámaris se puso rígida, presa del pánico. Por culpa de su carácter se encontraba en aquella situación tan desafortunada. Si solo hiciese caso a su madre por una vez y se comportase como una dama dócil... La mano de él ascendió hasta rozar los labios con el pulgar y una sensación de deja vù los recorrió a ambos. El pirata se apartó bruscamente de ella como si quemase (y por cierto que lo hacía) antes de salir de la celda y cerrar la puerta tras él. Necesitaba poner distancia entre ellos si quería seguir con la misión por delante. Después, cuando todo se resolviera podría encargarse de ella como debía, hasta entonces pensaba hacer acopio de todas sus fuerzas para controlar la situación.

Dámaris quedó con la respiración entrecortada y confundida. ¿Qué acaba de pasar?, se preguntó. Ese pirata era despreciable, ¿cómo se atrevía a dejarla encerrada en esa celda mugrienta?

Se llevó una mano al pecho y trató de normalizar la respiración. Por un momento temió que FitzGerald abusara de ella. No era raro que en su situación sufriese todo tipo de agravios en los que la violación y la tortura eran muy comunes. Se dijo que el tiempo que durase aquel secuestro, evitaría por todos los medios volverse a quedar a solas con él, no fuera que sus peores temores acabaran cumpliéndose. Necesitaba un arma con que defenderse.

Mientras elaboraba un nuevo plan, la sensación de deja vù volvió a apoderarse de ella. Buscó entre sus recuerdos a Alexander, pero no pudo recordar haberlo visto antes de esa noche.

Sus manos formaron un puño a ambos costados del cuerpo, miró al techo cubierto de telarañas.

Annie, su tía, solía decir que el destino era caprichoso y sus métodos no siempre eran los deseados, pero sí efectivos. Ella desconocía el motivo que este debía tener para hacerla pasar por la traumática experiencia de un secuestro, pero como que se llamaba Dámaris Ishbel Douglas que se cobraría la deuda y llegaría al fondo del asunto.

Debido al descubrimiento del pasadizo, la habían encerrado en un calabozo sin ventanas y con una sola puerta de entrada y salida. La única luz provenía de una pequeña ventana de un palmo por un palmo que había en la puerta y, aunque apenas iluminaba la celda, aquello era mejor que la total oscuridad.

Con la esperanza que solo la desesperación podía ofrecerle buscó una nueva forma de escapar, otra palanca o lo que fuese que la sacara de allí. No encontró nada. Por suerte no había ratas, pero sí un número considerable de insectos asquerosos.

Todavía buscaba una vía de escape cuando entró un hombre y le entregó una manta. Ni siquiera la miró, se limitó a hacer la entrega y cerrar con llave al salir. Dámaris apretó los puños y aporreo la puerta gritando toda clase de improperios y maldiciones. Si tratas con canallas tienes que volverte un canalla, a la porra hacer el papel de víctima, y si ellos la trataban como a una cualquiera ella los trataría como a los bastardos malnacidos que eran.

Cuando se cansó de gritar y luchar con la puerta, se deslizó hasta el suelo apoyando la espalda en la pared. Se abrazó las piernas y, meciéndose, lloró.

Lo que más deseaba era dormir y que al despertar todo lo ocurrido fuese una pesadilla. No

sabía por qué le pasaba esto a ella y juró una vez más que se las iban a pagar.

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