19- Ahijado.
En cuanto Dámaris había reconocido a su padre, el resto del mundo dejó de importar. Solo podía pensar en que por fin estaba a salvo y que la pesadilla que había vivido había terminado. Tardaron un día entero en llegar al castillo Douglas y el viaje sirvió para que padre e hija se pusieran al día. El conde le contó algunas de sus anécdotas más divertidas, pues le encantaba ver como la risa iluminaba el rostro de su hija y hacía que en sus ojos aparecieran delicadas arrugas. Dámaris también compartió sus anécdotas y al conde le costó no echarse a reír.
—¿Por qué no ha venido ninguno de mis hermanos con vos, padre? —preguntó Dámaris, montada a caballo cerca de su padre. Si bien no había rastro de Archie y los demás, sí había un grupo considerable de hombres del clan Douglas como escolta.
—No se los permití.
—¿Por qué? —Dámaris arrugó los labios—. ¿Acaso están enfadados conmigo?
—No lo están —aseguró el conde y su mirada se suavizó al mirar a su hija. Dámaris se fijó en que los ojos oscuros del conde se habían esclarecido a causa de una enfermedad que más adelante lo dejaría ciego. No podía imaginarse a su bravo padre dependiendo de nadie para hacer nada—. No les permití venir para evitar una matanza. Sobre todo a Colin.
—Seguro que Colin me matará en cuanto me vea.
El conde no dijo nada más mientras subían la colina que los llevaría al castillo. Dámaris inspiró el olor a hierba mojada. El paisaje de las tierras bajas de Escocia era el más bello y ese en concreto, montañas y bosques que hacían de las tierras de los Douglas una de las más hermosas y prósperas de Escocia. Aún en un día gris como aquel, Dámaris lo veía todo de color.
La primera en correr hacia Dámaris fue su madre a la que siguieron sus tres cuñadas y sus muchos hijos. Sus hermanos también la estrecharon en un fuerte abrazo, excepto Colin.
El hermano mellizo de Dámaris la miraba desde lo alto de las escaleras que llevaban al salón principal. Sus ojos esmeralda estaban fijos en ella, con los brazos cruzados a la altura del pecho y la mandíbula apretada.
—Hola, Colin.
Dámaris se preparó para una reprimenda pero en su lugar, Colin la estrechó en un primoroso abrazo. Ella, que había aguantado las lágrimas estoicamente, se deshizo en llanto en brazos de su otra mitad. El hermano al que más amaba y odiaba.
—No vuelvas a hacerlo nunca más, ¿me oyes? —bisbiseó Colin. Sus brazos se habían estrechado más en torno a Dámaris—. Nunca vuelvas a abandonarme.
Dámaris negó con la cabeza, enterrándola en el hueco de su cuello.
Esa noche los Douglas celebraron el regreso de su hija y Dámaris se sintió pletórica de alegría.
A un mes de su regreso, la vida de Dámaris Douglas había vuelto a la monotonía de siempre. ¿De verdad alguna vez había estado secuestrada o todo había sido parte de un delirio, de sus ansias de aventura?
Nadie hablaba del secuestro ni de lo que había pasado. Después de contarle a su padre sobre Ross Scott y su plan, el conde se había excusado diciendo que tenía asuntos urgentes que atender. No volvió a preguntarle nada y a los pocos días se marchó a Edimburgo. Archie, Duncan y James vivía cada uno en su propio castillo y también parecían ocupados ya que no habían ido a visitarla ni una sola vez en esos días. Colin era el único que estaba tan malhumorado como siempre, ocupado en la cría de caballos.
—Estás pensando en las musarañas, querida —comentó Annie. Su amada tía la observaba con una ceja alzada.
—Perdona, Annie. ¿Qué decías?
—Cariño. —Annie dejó a un lado su labor de costura y envolvió las manos de Dámaris entre las suyas—. ¿Qué es lo que te atribula? Apenas has estado comiendo, ni siquiera has querido ir al pueblo. ¿Quieres hablar del tema?
Sí, sí quería.
—No. No hay nada de lo que preocuparse, Annie. Es solo que estoy algo nerviosa por esta noche.
—Siempre te ha gustado ser el centro de atención, mi niña. —Annie apretó la rodilla de Dámaris con una de sus nudosas manos—. Te servirá para despejarte. Tu madre ha preparado una celebración mayor a la de tu decimocuarto cumpleaños.
—Ay, Annie, no me apetece ninguna fiesta. Solo quiero estar con vosotros y disfrutar de vuestra compañía. No me apetece estar rodeada de tanta gente. Empezarán a hacerme preguntas que no quiero responder.
El no hablar del tema no haría que dejase de existir y Dámaris estaba segura de que toda Escocia sabía lo de su secuestro. No es que quisiera mentir y ocultarlo, pero tampoco quería alimentar las habladurías sobre ella.
—Al diablo con los chismosos —maldijo Annie, enfatizando sus palabras golpeándose el muslo—. Esta noche bailaremos hasta el amanecer. Yo misma me he encargado de que vengan los mejores solteros a la fiesta. Con suerte la próxima celebración que se haga en esta casa será la de una boda.
Annie le acarició la mejilla con amor y Dámaris compuso su mejor sonrisa. Se ahorró el decirle a su tía que no estaba para pensar en ningún hombre y mucho menos en un matrimonio próximo.
Había tenido tiempo de sobra para pensar durante el último mes y había llegado a la conclusión de que ya era tarde para ella. Se había enamorado de un pirata desalmado pues cada noche Alexander se le aparecía en sueños. A veces revivía sus días en aquella isla, como la relación entre ellos había cambiado y Alexander se había vuelto más caballeroso y menos gañán. Otras veces soñaba con un tiempo pasado y el rostro que veía no era el de Alexander, pero de algún modo ella sabía que era él. Esos sueños eran los más extraños.
Annie la sacó de su ensoñación con un chisme sobre un laird de las highlands que se había casado por tercera vez en la última década. Dámaris, deseosa de tener la mente ocupada, retomó su labor de costura y prestó su total atención a su tía.
Tan solo una cosa, algo que ocurría cada día antes de la puesta del sol, había cambiado en comparación a antes del secuestro. Algo que le recordaba lo que había pasado.
—Otra vez.
La voz malhumorada de Colin hizo que Dámaris levantase la cara del suelo. Se incorporó con un gemido y tomó posición de ataque (puños en alto y piernas separadas). Cinco días después de su regreso, cuando el conde y sus otros hermanos se marcharon, Colin la había citado junto al arroyo del bosque. El salto del zorro, como ellos lo llamaban, era su santuario, el sitio que los había visto crecer, cambiar de niños a adultos y en el que habían pasado largas horas de su vida hablando de sueños y deseos. Un lugar que solo les pertenecía a ellos y el mejor sitio para custodiar sus secretos. Colin le había propuesto entrenarla para que supiera cómo defenderse en caso de que, Dios no lo quisiera, atentaran contra su vida. Dámaris había aceptado sin pensar. El resultado había sido dos horas diarias de duro entrenamiento y si bien la joven no se arrepentía, sí empezaba a hartarse de las órdenes de su hermano menor por diez minutos.
—Repítemelo otra vez, hermano —jadeó Dámaris—. ¿Por qué tenemos que entrenar aquí y no en un lugar más cerca del castillo? ¿Las caminatas de regreso también son parte del entrenamiento?
—No quiero que los demás vean lo que hacemos.
—¿Por qué? Quiero que me teman, como a padre y a los demás. Que todos vean lo que les puede pasar si se meten conmigo.
—Porque... —Colin avanzó rápido. Demasiado para el gusto de Dámaris que volvió a caer al suelo, esta vez de espaldas. Colin se acuclilló a su lado con las manos colgando de los muslos—. Cuanto menos amenazadora parezcas, más posibilidades tendrás de salir victoriosa y si todo el país sabe que te entrenas como un soldado no serías una presa fácil, lo que dificultará muchísimo que puedas escapar. Dado el caso.
La ayudó a levantarse. Dámaris se sacudió la tierra y las hojas secas de la ropa. Había diseñado una falda con aberturas a los lados para tener mejor movilidad, prescindiendo de enaguas y ninguna otra prenda debajo más que un par de medias de lana. El cabello lo tenía trenzado y bien sujeto en la nuca, aunque eso no hubiera impedido que varios mechones se escaparan de rígido moño y se pegaran a su rostro sudado. Normalizó la respiración tal y como Colin le había enseñado a hacer.
—Al diablo con las apariencias.
—Dijo la que no quiere ir a la fiesta por culpa del qué dirán —ironizó.
—¡Es diferente!
Dámaris arremetió contra Colin y ambos cayeron al suelo con ella a horcajadas propinándole golpe tras golpe. El menor de los Douglas acabó rindiéndose. La lección acabó antes ese día.
—Si alguien te molesta —dijo Colin frente a la alcoba de Dámaris— solo tienes que hacerme una señal con la mano y acudiré.
Dámaris lo estrechó con fuerza.
—Gracias, hermano.
Obtuvo un gruñido en respuesta.
Dámaris se acicaló y vistió con sus mejores galas, ayudada por Tessa. La doncella, que era también su mejor amiga, era la que más se había preocupado por que Dámaris se sintiera a gusto en todo momento. Con ella sí había podido hablar sobre el secuestro, más no le había compartido sus sentimientos por Alexander. ¿Para qué? ¿Acaso eso haría que volviera a ver al pirata? Dámaris recordó su primer encuentro con Alexander y se dijo que era mejor así, él viviendo su vida y ella haciendo lo propio.
Si algo había decidido la joven después de su sesión con Annie en el solar es que no iba a quedarse encerrada en el castillo Douglas ni un día más. Disfrutaría de la vida como siempre había hecho y Alexander FitzGerald acabaría convirtiéndose en un lejano recuerdo.
El vestido color burdeos acentuaba su tez pálida y negros cabellos, los cuales había dejado sueltos en un semirrecogido de trenzas que Tessa había sujetado hábilmente. Sabía lo mucho que a los hombres les gustaba su pelo y si de algo disfrutaba Dámaris era de un buen flirteo. El vestido tenía un escote algo más pronunciado al que dictaba la moda y que dejaba el nacimiento de los pechos y parte de los hombros al descubierto. Las mangas estrechas hasta el codo, desde ahí descendían como una cascada de terciopelo. La falda de vuelo ondeaba tras ella, había necesitado ponerse dos faldas para lograr ese efecto vaporoso. Además del cinturón dorado que se ceñía a sus caderas y del que pendía una cadena con un rubí al final y se balanceaba con cada movimiento, no había escogido ninguna otra joya o complemento. El atuendo tuvo el efecto deseado, pues al bajar las escaleras y entrar en el salón principal todos la miraron. Dámaris les obsequió una de sus brillantes sonrisas.
Mike McCain, el joven laird del clan McCain, fue el primero en acercarse y ofrecer el brazo a Dámaris con galantería. Ella lo aceptó. Mike la había estado cortejando desde hacía meses y si Dámaris pensaba que su secuestro espantaría a sus pretendientes, se equivocaba.
—Permitidme deciros que estáis bellísima esta noche, milady —alabó Mike, inclinándose al oído de la joven.
—Siempre sois tan caballero conmigo, sir. —Dámaris hizo una leve reverencia y Mike tuvo una perfecta visión de su escote, que no disimuló al mirar—. ¿Ha venido vuestra hermana con vos?
—No —respondió Mike, tras su examen—. Me temo que se encontraba indispuesta, pero me envió saludos y espera veros pronto.
Un grupo de invitados se acercó a los dos y pronto Dámaris se vio envuelta en varias conversaciones que pasaban de un tema a otro con la rapidez del trueno.
La velada fue alegre y divertida, y, tal y como dijo Annie, no dejaron de bailar. Dámaris ya no recordaba con quien había bailado y con quien no, pues apenas había tenido tiempo de parar a beber algo ¡y eso que todavía quedaba la cena y más música! Los gaiteros parecieron pensar lo mismo que ella y se tomaron un descanso, tomando el relevo de los laúdes.
—Mis disculpas, señores —intervino Colin. Rodeó la cintura de su hermana y la apartó del grupo de jóvenes que revoloteaban a su alrededor—. He de robaros a mi hermana un momento.
—Uff, gracias, hermano. Ya no sabía cómo deshacerme de ellos. No me dejan ni ir al retrete —masculló Dámaris.
—Padre quiere que conozcas a alguien.
El rostro moreno de Colin, tan parecido al de Dámaris, estaba más serio de lo normal. Tenía la mandíbula apretada, gesto que su mellizo hacía siempre que trataba de controlar su explosivo temperamento. Cosa que no solía terminar bien para nadie.
—¿A quién?
Archibald Douglas charlaba alegremente con un hombre que quedaba a espaldas de Dámaris de modo que no podía ver de quién se trataba. Entonces él se volteó.
No. No podía ser él. Verdaderamente no podía.
Alexander sonrió y se inclinó en una reverencia perfecta, sin rastro de la burlona que le había dedicado aquella primera vez. Vestía un jubón burdeos sobre una camisa negra que oscurecía el moreno de su piel. El pelo recogido en una coleta en la nuca y la barba perfectamente recortada. Se parecía más a un aristócrata español que al hombre que ella había conocido pues no había rastro alguno del pirata, tan solo ese pendiente dorado lo delataba. A Dámaris le pareció que estaba más delgado y ojeroso. Estaba demasiado sorprendida para corresponder el saludo, y su sorpresa fue mayor al oír las palabras del conde.
—Hija, quiero presentarte a Archibald Alexander Scott, mi ahijado —anunció el conde—. Aunque ya lo conoces.
Ahijado...
No. Definitivamente Dámaris acababa de escuchar mal y su padre no había querido decir que ese patán de Alexander FitzGerald era ahijado suyo. ¿Qué se había perdido?
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