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18- Noveno día.

Nueve días habían pasado desde el secuestro de Dámaris y seis desde que partió la tripulación a la costa.

Alexander, que había divisado el buque durante su paseo diario con Dámaris, recibió a Billy en la cueva. Estaba ansioso por saber las nuevas noticias. Mantuvo una larga y tendida conversación con su segundo al mando antes de subir y reunirse con los demás para la cena.

Alexander buscó a Dámaris, pero no la vio. Niall debió adivinar sus pensamientos porque le dijo que la joven dama había estado metida en la cabaña desde que llegaron los demás y que no había salido desde entonces. Finger también lo escuchó y se ofreció a llevarle la cena él mismo.

—Iré yo —dijo FitzGerald, cogiendo el cuenco de estofado de manos de Cook. El cocinero miró significativamente a Niall, quien se encogió de hombros.

Dámaris estaba cosiendo una de las camisas de Ron. Se había tomado muy en serio la tarea de remendar cosas, a sus pies había un canasto con prendas arregladas. Ni se molestó en levantar la mirada.

—Estoy seguro de que Ron aprecia mucho que remiendes su ropa, pero no es necesario que te prives de cenar por ello. Además Cook ha hecho hoy la cena, que nada tiene que ver con lo que hemos estado comiendo estos días.

Aproximó la mesa a la cama y dejó el humeante cuenco sobre ella.

—¿Qué pasa, Dámaris? —se preocupó cuando ella no mostró reacción alguna.

—He oído decir a tus hombres —dejó a un lado la labor y enfrentó la mirada del pirata— que volveréis a partir mañana.

—Sí.

—¿Yo también? —El corazón de Dámaris latía desbocado. Había escuchado parte de la conversación de unos piratas que se habían sentado cerca de la ventana. Dijeron que las nuevas órdenes los llevarían de nuevo a Escocia antes de que el capitán marcase un nuevo rumbo o misión. No dijeron mucho más antes de cambiar a temas banales—. ¿Cuánto tiempo más durará este encierro, Alexander? Juro que me volveré loca y más porque no entiendo nada de lo que está pasando, y eso hace que enloquezca más y... Ufff, Dios. Necesito entender esto, o al menos salir de aquí. Por favor, Alexander. Por favor llévame contigo y no me dejes en esta minúscula isla.

Alexander miró a Dámaris desde su altura. La joven apenas le llegaba a los hombros y la diferencia de altura era más notable todavía debido al cuerpo delgado de ella y el musculoso de él. En algún momento de la conversación, Dámaris había tomado las manos de Alexander entre las propias, ella parecía no haberlo notado, en tanto que el pirata era plenamente consciente de la delicada firmeza con la que lo sostenía.

Acarició la mejilla de Dámaris, tan suave y delicada como lo eran sus manos. Las de él, en cambio, estaban tostadas por el sol y callosas del trabajo. Durante un efímero momento sintió el impulso de cogerla en brazos y fugarse con ella lejos de todo aquello. A un lugar donde pudiesen empezar de nuevo, siendo Alekai y Dámaris, simplemente, sin lores ni recompensas de por medio. Pero eso desataría una guerra tan sangrienta como la de Harlaw, sino más.

A su mente acudieron en tropel imágenes más nítidas de una guerra pasada, una que se suponía que no debería recordar.

Aturdido, dio un paso atrás.

—Te he traído estofado de cordero. Cook ha seleccionado los mejores trozos especialmente para ti. Cómetelo, por favor.

Y se marchó.

Dámaris no probó bocado. Simplemente no podía después de que Alexander se hubiese ido de aquella manera, con el rostro empalidecido y sin decirle qué pasaría ahora con ella. ¿Y si subía a bordo del barco a hurtadillas? Pero debía hacerlo antes del amanecer.

Apagó todas las velas excepto una y se acostó en la cama. Esperaría a que los demás durmieran antes de salir. Horas más tarde, Alexander la sorprendió comiendo estofado.

—¿Desayunando temprano o cenando tarde? —Alzó una ceja, divertido. Le entregó una gruesa capa de piel.

—¿Me llevarás contigo?

—¿Por qué si no estaría aquí? —replicó él. Dámaris había dejado la comida a un lado, echándose rápidamente la capa sobre los hombros—.Ven antes de que me arrepienta.

—Nada más lejos de mi intención.

Dámaris aceptó la mano que le ofrecía y juntos subieron al barco. Esa vez Dámaris no se encerró en el camarote, vio como el buque zarpaba cuando el sol todavía no clareaba el cielo.

Le gustó ver a Alexander en su elemento tras el timón o ayudando a arriar velas cuando fue necesario.

—No os acerquéis al borde, milady, podríais caer al agua —la advirtió Billy a quien todos apodaban "El Grande".

—Hace tanto que no navego que extrañaba hacerlo. El modo en que el agua se abre paso y como la brisa hace que la sal se pegue en mi piel. Es excitante.

—¿Navegáis con vuestro padre?

—Ya no —suspiró, alejándose del borde y colocándose junto al timón, donde estaba Billy—. No desde que se marchó a Francia. Él solía llevarme con él cuando hacía un viaje pequeño no más largo de dos semanas. Principalmente a Francia, España o Portugal. Después, cuando mi hermano Archie quedó al mando de mi tutela me prohibió volver a navegar.

—Me cae bien tu hermano.

La voz de Alexander hizo que la joven se volteara. El sol ya había salido y, aunque las nubes grises lo cubrían, había luz suficiente para ver el brillo desafiante en sus ojos castaños de motas doradas.

—Os llevaríais bien. Ambos tenéis el mismo afán por controlar mi vida —escupió Dámaris, cruzando los brazos.

Alexander y Billy cruzaron una mirada que Dámaris no vio por estar pendiente de la costa verde que se desplegaba ante ellos. ¿Llegaría muy lejos si se lanzaba? Posiblemente no. Lo máximo que haría sería pescar un buen resfriado. Eso si no aparecía antes algún monstruo marino para comérsela.

El bote, con Alexander, Dámaris, Niall y Ron a bordo, pisó tierra firme antes de llegar la tarde.

Dámaris pensó que estaba ante un espejismo y que el hombre que corría hacia ella no era en realidad su padre. No, no podía ser. ¿Realmente era él? El conde la estrechó entre sus fuertes brazos, envolviéndola en un abrazo de amor.

—Mi pequeña. Mi dulce y pequeña Dámaris, cuanto te he extrañado, mi niña. —La joven seguía perpleja, pero entonces la sonrisa de Archibald la despertó y lo abrazó con fuerza. Por primera vez después de tantos días se sentía en casa, rodeada y protegida por el amor de su padre—. Ya está, mi niña —la consoló.

Archibald se marchó a caballo con su hija y sus hombres sin mirar atrás. Dámaris tampoco lo hizo.

Alexander se quedó unos minutos plantado en la orilla con la mirada en ese punto donde había visto por última vez la cabellera oscura de Dámaris ondeando al viento. Había esperado que ella se girase en algún momento, más no fue así. Niall y Ron no dijeron nada mientras esperaban tumbados en la arena.

De regreso al barco todos estaban de buen humor, bebiendo y bailando mientras alguien hacía sonar flauta y laúd a un ritmo acelerado en compás.

Alexander tomó el relevo del timón. Billy le ofreció una botella de whisky de la que el capitán bebió directamente.

—Por el oro, capitán —brindó el africano. Billy, que conocía bien a su mejor amigo, no dijo nada sobre Dámaris o el conde. Con el rostro de Alexander era suficiente.

Alexander dio otro trago largo.

—¿Crees en el renacimiento? —asaltó Alexander. El pirata asintió—. Entonces crees posible que un alma sea capaz de volver a renacer en otra vida y otro cuerpo y tener una segunda oportunidad.

—Hay una creencia en mi tribu —respondió tras una pausa. Billy no solía hablar mucho de su tribu ni de su tierra, Alexander sabía el motivo, por ello prestó total atención a las palabras de su amigo—. Se cree que después de la muerte, el cuerpo ha de ser quemado para que el alma que retiene dentro pueda salir de él. Cuando ese alma encuentra un nuevo cuerpo que ocupar y que sea compatible con ella, entra en él, pero hasta entonces vaga en la soledad. Los fantasmas son almas que no han encontrado su lugar en este mundo, el modo de renacer y expiar sus faltas en la vida anterior. Por eso atormentan a los vivos. Odian que otros posean lo que ellos no pueden.

Alexander dio un trago más a la botella y se la entregó.

—Celebra y bebe con los demás, Billy. En unas horas estaremos en Portavogie.

—Alekai. —Billy lo miró con aprensión. En todos los años que le conocía nunca lo había visto tan atribulado—. Lo que tenga que ser será.

No hizo falta más palabrería para que el capitán del Hangman entendiese lo que su amigo quería decir.

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