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17- Nada de movimientos bruscos.


Edimburgo.

El fuego que ardía en la inmensa chimenea de la habitación real era una brasa en comparación con la ardiente ira de Roberto Estuardo, duque de Albany.

—Maldita sea, Archibald. —El regente golpeó la mesa con puño firme—. Habéis iniciado una guerra civil. Los Crichton me exigen vuestra cabeza. Debisteis acudir a mí antes de dedicaros a incendiar y arrasar con sus tierras y apresar a su laird.

—Los Crichton secuestraron a mi hija —explicó el conde. Sabía que las noticias correrían más rápido de lo que el fuego había arrasado parte de las tierras de los Crichton, por eso acudió a la capital sin esperar a que el regente lo llamara. Archibald era consciente de que el duque no abogaría a su favor por ser uno de los regentes de Escocia en tanto el verdadero rey, Jacobo I, estaba prisionero en Inglaterra.

—¿Tenéis pruebas de ello? —inquirió Roberto.

Archibald salió un momento de las habitaciones reales y regresó con la cesta y la nota. El duque la leyó. Roberto Estuardo era un excelente estratega que solía mirar más por el beneficio propio que por el del reino. Había sido siempre así. Siempre deseó el trono de su hermano Juan y cuando su sobrino Jacobo fue apresado por el rey de Inglaterra siendo apenas un niño, el duque no puso mucho interés en pagar el rescate, en su lugar se había puesto a sí mismo y a unos pocos lores importantes de Escocia como regentes, siendo él ahora la máxima autoridad del reino. Archibald no confiaba del todo en él. Se lo acusaba de haber sido quien acabó con la vida del hijo mayor de su hermano y Archibald creía que también había vendido al segundo a los ingleses solo para estar él en el poder. El duque era lo suficientemente astuto como para no haber dejado ningún rastro ni pruebas que refutaran la acusación.

—Entiendo vuestro sufrimiento, lord Douglas. Sabéis que yo mismo padecí el secuestro de mi hijo a manos inglesas, pero no pienso permitir una guerra civil entre lores cuando el país todavía se está recuperando de la última guerra. —Albany dejó a un lado la carta—. No se va a perder ninguna vida más en esta revuelta absurda que Enrique no dudaría en aprovechar. Os ayudaré a encontrar a vuestra hija, Archibald. Confiad en mí y liberad a Crichton para que sea juzgado mediante un juicio legal y se os haga justicia.

Archibald no confiaría la vida de su hija en un hombre como él. Se despidió del duque con un movimiento de cabeza.

Roberto podía decir lo que quisiera que Archibald no iba a dar su brazo a torcer en este asunto. Crichton y su hijo permanecerían en las mazmorras de su castillo hasta que le dijeran dónde estaba su hija.

Los Douglas tardaron tres días en atravesar los muros del castillo de Crichton, sin dar con Dámaris. Después de días de interrogatorio, Crichton seguía negando saber nada acerca del secuestro o paradero de su hija.

Al entrar a sus aposentos en el castillo real, Archibald sintió el frío de la hoja contra su cuello.

—Yo que tú no haría movimientos bruscos, Archi —susurró una conocida voz en la oscuridad— o acabarás retorciéndote y sangrando en el suelo como un gorrino.

—Hijueputa. ¿Qué haces tú aquí? —tronó el conde. Hizo amago de sacar el puñal del cinto y no lo encontró.

Ross Scott sonrió entre las sombras, con una mano sostenía la espada con que amenazaba a Archibald y en la otra llevaba el puñal. La luz de las velas iluminaban un costado de su cara, una muy conocida por el conde. Ross avanzó dos pasos e hizo retroceder a Archibald.

—No es así como deberías tratar a un viejo amigo, Archi, y menos a uno que ha salvado la vida de tu hija.

—Maldito bastardo. —Archibald fue a lanzarse contra Scott, pero la espada en su cuello se lo impidió. De su garganta salió un gruñido más similar al de una bestia que al de un hombre—. ¿Cómo no? Tenías que estar tú detrás de la mierda.

Scott asintió sin borrar la sonrisa.

—Deberías escucharme antes de ponerme la soga al cuello, Archi. —El conde levantó una ceja—. Ahora voy a quitar mi espada de tu cuello, y quiero que oigas lo que tengo que decir. Sin trampas ni juegos sucios. Recuerda que soy el único que sabe dónde y con quien está tu hija. —Scott le indicó que se sentase y después, sentándose frente a él, apartó la espada.

—Habla. 

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