15- Una última vez.
En un principio Dámaris pensó en pasearse por delante de Alexander y deleitarse con el hecho de que el cazador había sido cazado, pero no era tan estúpida como para malgastar un tiempo tan valioso. No sabía dónde estaban los demás ni cuanto tardarían en darse cuenta de que el capitán y la prisionera no estaban o, lo peor de todo, que Alexander se liberase antes de que ella pudiera escapar de ese maldito lugar.
Los intentos de Alexander por librarse de la trampa eran en vano, y por un momento Dámaris sintió lástima por él, sabía lo que era estar en aquella posición y lo impotente que te hacía sentir. De no haberla amenazado como lo había hecho, le habría puesto más a mano la daga para poder cortar la cuerda una vez que ella estuviese lo bastante lejos. En su lugar, se llevó la daga consigo por lo que pudiera ocurrir en el camino. Nunca estaba de más ir protegida y ahora se daba más cuenta que nunca.
—No puedo decir que ha sido un placer conocerte, pero espero que cambies de profesión antes de que termines colgado del cuello.
Ignoró al pirata y sus maldiciones y volvió sobre sus pasos, en dirección al túnel. A la salvación.
Al llegar a la entrada del túnel, dos rollizos piratas salieron. Por lo que la joven pudo escuchar, estaban enfadados porque los demás se habían marchado de la isla y a ellos dos los habían relegado a simples mozos de cuadra. Eso explicaba por qué no se había topado con ningún otro pirata en el camino.
Cuando los dos hombres se hubieron alejado lo suficiente como para no verla, Dámaris entró por la boca del túnel. Una hilera de antorchas encendidas iluminaban el sendero y la joven alzó una plegaria de agradecimiento por ello.
Avanzó con paso rápido pero firme. Al llegar al final escuchó unas voces de fondo. ¿Alexander ya se había liberado? Se apresuró a desatar un bote y subir en él, después de tirar al agua los remos del otro bote. Las aguas estaban revueltas y era peligroso navegar, sobre todo si lo hacía una persona inexperta en un bote. Pero Dámaris que era tozuda como una mula y llevaba la navegación en las venas, no se dejó amedrentar. Había navegado muchas veces con su padre durante su niñez, aunque nunca lo había hecho sola. Y remando. Desechó todo pensamiento morboso y remó como pudo hacia la entrada de la cueva.
Un instante antes de cruzar el arco y adentrarse en el mar abierto, vislumbró la cara enfurecida de Alexander. Dámaris sonrió.
*****
Alexander se balanceó en el aire y el movimiento hizo que la cuerda se ciñera más a sus tobillos. Quien fuera que había montado la trampa sabía lo que hacía. Finalmente logró agarrar una rama caída del suelo. Hizo palanca con ella y ensanchó el nudo, consiguió liberar un pie, se agarró a la cuerda con una mano y liberó el otro pie. Cayó al suelo como un felino y vació el contenido del estómago.
—Esta me la vas a pagar, gatita —juró una vez recompuesto. Se echó el pelo hacia atrás y fue tras Dámaris.
El vino embotaba todavía sus sentidos, pero fue capaz de caminar sin caerse al suelo. Antes de llegar a la balsa, se había encontrado a la joven en la boca del túnel muy nerviosa, algo a lo que no había dado importancia por la sorpresa de encontrársela de cara, entonces cayó en la cuenta de que lo que quería era ir abajo. Niall ya le había avisado de que había tratado de huir y Alexander sabía que Dámaris no desistiría en su empeño tan fácilmente.
Alexander encontró a Ron y Greg charlando alegremente en la entrada al túnel.
—¿Dónde está la dama? —vociferó.
—No la hemos visto, capitán —respondió Greg. Lanzó una mirada confusa a su amigo—. Dimos por hecho que estaba contigo.
—Lo estaba. Pero algún inútil ha puesto una trampa junto a la balsa, la pise y ahora ella ha escapado.
Ron, que rara vez se quedaba sin palabras, boqueó como un pez. La sangre abandonó el rostro moreno de Greg, quien se incorporó con ayuda de la muleta.
—Pusimos la trampa para Niall, capitán, él nos... —Alexander cogió a Ron por la pechera de la camisa. Los ojos del capitán se volvieron negros de cólera y Ron palideció como la tiza.
—Me importa una reverenda mierda qué hizo Niall —replicó entre dientes—. Cuando la encuentre me encargaré de vosotros dos.
Alexander soltó a Ron, que chocó contra la pared, y recorrió el túnel a grandes zancadas. A cada paso maldecía a Dámaris y solo podía pensar en cómo se lo iba a hacer pagar. Aquella niñita no dejaba de darle problemas. Entonces se maldijo a sí mismo por haberse dejado enredar en un plan tan enrevesado. Debió negarse en redondo cuando se lo propusieron y hacer las cosas a su modo.
Alexander llegó en el momento justo en que Dámaris salía de la cueva. FitzGerald no tuvo tiempo de subir al otro bote y remar tras ella. Una ola golpeó tan fuerte el costado del bote en el que iba Dámaris que lo volcó. El pirata se lanzó al agua helada.
Entre la distancia, que era considerable, y las aguas revueltas, fue una odisea llegar hasta Dámaris. La joven había salido a flote e intentaba darle la vuelta al bote sin ningún éxito mientras las olas la golpeaban cada vez con mayor fuerza. Cuando Alexander llegó a ella esta le propinó un puñetazo en la sien y acto seguido echó a nadar en dirección contraria a él, hacia la costa. Alexander, algo aturdido por el golpe, la alcanzó. Ambos forcejearon sin darse por vencido.
—Maldita seas, mujer. ¿Te quieres quedar quieta? —tronó, por encima del viento y las aguas.
—¡NO! No voy a volver a esa islita tuya del demonio. No voy a volver a ser tu prisionera. No voy a volver contigo ni por todo el oro del mundo. ¡Suéltame! Su-él-ta-me.
Los dos se sostuvieron la mirada, desafiándose el uno a la otra, en la eterna rivalidad entre sexos.
Alexander empezó a preocuparse al ver que los labios de Dámaris habían tomado un color azul intenso que resaltaba la palidez de sus rasgos. Le acarició la mejilla con el dorso de la mano y Dámaris se estremeció, no de frío. Sintió como una corriente de energía le recorría el cuerpo, encendiendo una llama de fuego que noto excesivamente caliente en contraste con las aguas heladas en que estaba sumergida.
La mirada del pirata se suavizó, pero en su rostro prevaleció la mueca de enfado y Dámaris lo tomó como una promesa de venganza. ¿Qué le haría esta vez? La primera vez que se había escapado, él la había encerrado cruelmente en un calabozo sucio infestado de bichos, ¿qué no le haría ahora que había estado a punto de lograrlo? ¿Y si la ahogaba?
Dámaris sintió el frío metido en los huesos, los dientes le castañeaban sin control, igual que a él.
—He in-intentado da... darle la vuelta. No he podido —tartamudeó Dámaris.
—Con est-e... Con este temp... oral es imposible —acordó él.
Ron y Greg llegaron hasta ellos con el otro bote y los ayudaron a subir.
—Por San Fergus, capitán —exclamó Ron—. Creíamos que no llegaríamos a tiempo. Hemos tenido que buscar otro par de remos. —Lanzó una mirada acusatoria a Dámaris quien castañeaba con violencia.
Alexander llevó en brazos a Dámaris todo el trayecto desde la cueva a la cabaña. Él también necesitaba entrar en calor, pero estaba mucho más acostumbrado al frío que ella. La joven no dejaba de tiritar y estaba empezando a coger un color azulado de lo más alarmante. Estaba tan ida que no puso reparos cuando Alexander la desvistió por completo, la cubrió con la manta y la echó sobre la cama sin dejar de frotarle los miembros del cuerpo con las manos. Escurrió y envolvió la larga cabellera con una toalla.
Alexander se desvistió también y usó una segunda manta que colocó a modo de barrera entre la parte baja de sus cuerpos de modo que aquella parte tan sensible no estuviera en contacto, la tortura sería inmensa, para unirse a Dámaris en la cama.
Dámaris puso objeción al sentir su duro cuerpo contra el de ella piel con piel pero Alexander no le permitió alejarse sino que se apegó más contra ella.
—No te preocupes, damita, no te haré nada que no quieras. —Alexander le apartó un mechón rebelde de la cara.
Aunque tenía los sentidos embotados por el frío, Dámaris se dio cuenta de la gentileza con que Alexander la trataba. ¿Cómo podía ser alguien tan rufián y tan delicado al mismo tiempo? ¿Acaso quería que se recuperase para poder matarla después con sus propias manos? Lo creía capaz.
—Gr-gr-gra-gracias.
Fue todo lo que pudo decir. Alexander la estrechó con gentileza y Dámaris sintió como el calor le volvía al cuerpo. Poco a poco se fue relajando hasta quedar dormida entre sus brazos...
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