14- Nuevo rumbo.
—Capitán —llamó Niall, uno de los piratas más longevos que Alexander había conocido. Fue este quien lo propuso como capitán en lugar del anterior, que los había abandonado a su suerte. Niall se rascó la barba gris, dubitativo—. Sé que no es asunto mío pero, ¿qué vamos a hacer con la chica? Scott debe de estar buscándonos por mar y tierra para rebanarnos el pescuezo.
—Todo a su tiempo, Niall —respondió Alexander, haciendo un alto en su camino hacia el camarote—. De momento seguirá con nosotros y mientras tanto quiero que se la trate con el debido respeto.
El pirata cabeceó. Retorcía el pañuelo que solía cubrir su calvicie, sin atreverse a enfrentar la mirada de su capitán.
—¿Qué más, Niall? —inquirió.
—He seguido a la dama —dijo—. Primero creí que iba a aliviarse a un sitio retirado y al ver que no volvía, fui en su búsqueda. La encontré gritando en el acantilado.
—Dilo ya, Niall —lo cortó.
—Me dio la impresión de que saltaría y temí de que se hiciera daño, pero volvió sobre sus pasos al cabo de un rato. Creí que tenías que saberlo, capitán. Yo... no creo que se la deba dejar sin supervisión, capitán. Parece capaz de hacer una locura.
—Has hecho bien. —Alexander apretó el hombro huesudo del hombre—. No la pierdas de vista. Si termina herida no nos servirá de nada.
El pirata cabeceó y volvió a sus labores. Cualquiera que fuese.
Alexander y Billy el Grande quedaron a solas en el camarote del capitán. Estudiaron los mapas de navegación para tomar la ruta más segura. El barco lo dejarían atracado en la cueva, pero necesitaban los botes para cruzar hasta Isle of Man desde donde tomarían un barco hasta la costa de Escocia.
—La mar está todavía revuelta —informó Alexander a su segundo al mando—, pero nada que ver con el temporal de ayer. Si salís pronto llegaréis antes de que anochezca y la tormenta os pillará en tierra.
—Me reuniré con nuestro contacto en El pico y el palo, como siempre.
Billy se pasó una mano por la cabeza rapada. Antiguas cicatrices surcaban las manos y los brazos del pirata. Cicatrices que lucía con orgullo ya que para su tribu, en el sur de África, eran símbolo de fuerza y respeto. Alexander aún recordaba el día que lo vio por primera vez en el muelle de Marsella. Su piel tenía un marrón opaco y las cicatrices eran entonces algo rosadas, recientes. El odio y el dolor en su mirada era tan profundo que un aura oscura lo rodeaba, motivo por el cual la gente evitaba cruzarse en su camino. Cuando se plantó frente al de Alexander y le pidió un puesto en su tripulación, dudó. No sabía hasta qué punto podría ser bueno tener a un hombre como él a bordo donde solían pasar largos meses en el mar (sin pisar tierra y con el ánimo por los suelos si la cosa no salía bien o se alargaba de más), cercados en el barco. Bien podría destrozarlos a todos con sus manos desnudas, estaba seguro de ello, pero, por el contrario, también sería un buen arma en los asaltos. Al final, Alexander hizo caso omiso del sentido común y lo aceptó en su tripulación. Tres años habían pasado desde ese día y Alexander no podía estar más contento de tenerlo a su lado como amigo y hombre de confianza.
—Bien. Iréis todos excepto Ron, Greg y Niall que se encargarán de las yeguas. —Alexander maldijo. Se dejó caer en una silla y le pasó la botella a Billy tras dar un trago—. Reza para que todo salga bien o necesitaremos un buen semental para cubrir a las yeguas ya que a alguien se le ocurrió llevar a Rufián a tierra.
El trabajo de Scott los había pillado con otro entre manos. Alexander y sus hombres volvían del sur de España con media docena de yeguas bereber. Una de las razones por las que había llevado a Rufián con él en ese viaje era para ver su reacción con las hembras y cómo respondían estas ante el semental. Si bien faltaban varios meses para la época de celo, Alexander no terminaba de estar seguro de si Agnes había cuidado del caballo o si Scott habría hecho algo con él. Maldijo de nuevo.
—Todo saldrá bien y no hará falta buscar otro semental, Alekai —aseguró.
—Ve con cautela, Billy. No sabemos quién puede ser el traidor ni sus compinches. No hasta que vuelvas de El pico y el palo.
—Eres como una gallina clueca —replicó Billy, con una mueca de fastidio.
—Llévate una capa por si refresca y no olvides el gorro de lana que te regalé por tu cumpleaños —agregó con exagerada voz de preocupación—. No quiero que se te hiele el poco cerebro que tienes, chico.
—Anda y que te den por donde amargan los pepinos. —Billy golpeó el hombro de su amigo antes de salir y llevarse consigo la botella de licor.
Alexander se levantó por otra botella de oporto, cortesía del marqués de Salisbury, reconocía el gusto del noble. Esta vez lo diluyó con agua especiada, no quería emborracharse. Estaba asqueroso. Finalmente bebió directamente de la botella.
Repasó la lista que Billy y él habían hecho con los nombres de todos los hombres con los que había compartido botín en el último año. Alguien había vendido información sobre ellos y la situación era lo suficientemente delicada como para no dejar ningún cabo sin atar. Alguien que estaba tan cerca de Alexander o de Ross Scott como para enterarse de algo que guardaban tan celosamente en secreto. Billy, que además de mole era un excelente espía, había descubierto un complot interno, pero desconocían los nombres de todos los implicados de modo que no se fiaban de nadie. De ahí que hubiese salido por patas con Dámaris al hombro. Hasta que Billy no regresara Alexander no sabría lo que tendría que hacer a continuación. Prefirió invertir el tiempo en recordar a todos esos rostros, ya que no le cabía ni duda de que habría más de un comprometido en este asunto, antes que volver arriba y atormentarse a sí mismo con la mujer que había desencadenado el mayor de sus dolores de cabeza.
*****
Dámaris estuvo encerrada en la cabaña el resto del día. Necesitaba otro plan de huída, y rápido. Empezaba a volverse loca de estar allí sin hacer nada. Sus pensamientos regresaron una vez más a su padre. ¿Habría envejecido mucho desde la última vez que lo vio? ¿Qué diría cuando sus hermanos le hablaran de las fechorías que había hecho en su ausencia? Lo más seguro es que restase hierro al asunto alegando que su hija era toda una Douglas, zanjando así cualquier discusión. ¿Habría cambiado eso ahora? No lo creía, pero existía tal posibilidad.
El conde de Angus tenía debilidad por la menor y única hija que había engendrado. Mientras que a sus hermanos los trataba con dureza, a ella siempre la había consentido y dejado ser un espíritu libre. A diferencia de Melania, madre de Dámaris, Archibald apoyaba el temperamento de la joven y hacía caso omiso a las advertencias de su esposa e hijos sobre que si seguía así no llegaría a buen puerto. Una vez Archibald partió a Francia, Archie, su hermano, la había atado en corto y puesto vigilancia a todas horas ya que Dámaris solía disfrutar yéndose sola a pasear por sus tierras bien caminando o a caballo. Para vengarse de su hermano le había jugado más de una mala pasada a los guardias haciendo que pisaran trampas, entre otras cosas, de modo que todos acababan cansados y renunciando al puesto como escoltas. Los dos últimos guardias apenas llevaban una semana con ella cuando esos bandidos los habían matado sin piedad.
Salió de la cabaña para encontrarse con el campamento vacío. Ningún hombre de FitzGerald estaba cerca, tan sólo una hoguera casi extinta y tres yeguas. Una sensación de abandono y alegría la invadieron al mismo tiempo. ¿Y si la habían dejado sola en medio de aquella isla, dejada a su suerte?
Se dirigió al túnel por el que se llegaba a la cueva donde estaba atracado el barco. Tenía esperanza de encontrar algún bote que le permitiera salir de la isla hasta la costa que vio desde el acantilado.
En la entrada del túnel se topó con Alexander y Dámaris casi cae de bruces al suelo por la impresión.
—¿Me buscabas? —Su tono petulante hizo que Dámaris sintiese ganas de abofetearlo. Tenía el pelo castaño mojado y le había empapado el cuello de la camisa. Varias gotitas se deslizaban por su pecho al descubierto y se perdían en dirección al estómago. Y más allá, tal vez. La joven dio un paso atrás, chasqueó la lengua.
—Nada más lejos de mis intenciones.
—¿Y cuáles son tus intenciones, damita?
—Encontrar un sitio decente con agua para darme un baño —mintió con la mayor de las solturas. Se echó la larga trenza de ébano por el hombro, la acarició distraídamente, cosa que solía hacer cuando estaba maquinando uno de sus planes. Archie y Colin lo habrían adivinado de inmediato. Por suerte Alexander no la conocía tanto—. ¿Acaso no hay ningún arroyo o lago donde pueda asearme?
—No. Hay una balsa que acumula el agua de lluvia a pocos metros de aquí. Tendrás que llevar el agua desde allí a la cabaña que hay más retirada de las otras, la destinada al aseo personal. —Alexander arrugó el entrecejo y acarició con el pulgar el corte en la mejilla de Dámaris—. ¿Cómo te has hecho eso?
—Me caí. —Dio un paso atrás—. ¿Dónde está la balsa?
Alexander echó a andar en dirección opuesta al campamento y ella, después de mirar con mortificación el túnel, lo siguió.
Después de que los demás se marcharan en el buque, Alexander se había sentado en las rocas con la botella de oporto a un trago de ser vaciada. Quien dice un trago dice lo justo para humedecer los labios.
Le había entregado a Billy una nota con los veinte posibles implicados. Solo era una orientación, por si el contacto de El pico y el palo no había dado todavía con ellos. O si sabía algo que ellos no.
Mientras pensaba en toda esa gente y revisaba que todo estuviera en orden antes de que partieran, su mente había estado ocupada. Fue después cuando sus pensamientos volvieron a Dámaris y lo que había sentido en casa de Agnes.
Cuando la encontró rodeada por esos bandidos, que habían interferido en sus planes y que Alexander había matado sin remordimiento por lo que iban hacerle a la muchacha, sintió una especie de hilo invisible que le unía a ella. Ese sentimiento se acrecentaba a medida que pasaba más tiempo con ella. Pero lo que había sentido en casa de Agnes fue más potente. Más tangible. Se frotó el pecho con los nudillos, sintiendo de nuevo esa sensación. Gruñó al levantar la botella y encontrarla vacía. La estrelló contra las rocas opuestas, se desnudó y dio un rápido chapuzón para calmar las ideas y serenarse un poco. Después se encaminó al túnel. Encontrarsela justamente a ella de frente lo descolocó cuasi más que la botella que acababa de vaciar.
De pronto se oyó un chasquido y Alexander salió volando por los aires. Alguien había puesto una trampa y, por el tamaño y peso que sujetaba, se diría que estaba especialmente pensada para un hombre. El pirata danzaba en el aire con una cuerda atada alrededor de sus tobillos, a varios palmos del suelo.
En la voltereta la daga que llevaba en el cinto se le cayó al suelo.
—¡Me voy a cagar en su puta madre! Dámaris, dame la daga. —La joven sonrió con tanta satisfacción y maldad que Alexander supo que no lo ayudaría. Había estado distraído, con los sentidos embotados a causa del alcohol. Hipó—. Que me des la daga, maldita sea.
—Por cosas como ésta es que confío en que Dios existe.
Dámaris soltó una carcajada gutural cargada de felicidad, que valió una rayita menos en el mural de Alexander FitzGerald.
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