13- Atrapada (2/2)
Alexander estaba apartado del grupo, pero no apartó sus ojos de ella mientras comía junto a sus hombres como una igual, sin hacer muecas ni quejarse por comer de un basto cuenco de madera, sin mesa en la que apoyarse y bebiendo vino especiado o cerveza en lugar de leche. Sentía una punzada en el pecho al ver como sonreía les sonreía o como se inclinaba hacia un lado cuando Finger le susurraba algo al oído y ella respondía con un aleteo de pestañas u otra maldita sonrisa. Hasta entonces los celos eran un sentimiento desconocido para Alexander, pero desde que Dámaris había aparecido con su carácter indomable y desafiante, sentía celos de pensar en cualquier hombre que se le acercara o le hiciera reír con sus gracias. Ciertamente los celos eran como una enfermedad que te corroe por dentro y despierta instintos primarios, malvados, en quien los porta. No le gustó sentirse así. Finger era un buen chico, no tenía motivo para sentir celos de él ni de ninguno de sus hombres.
Había pasado la noche practicando con la espada y el arco solamente porque el sueño se le resistía. Se maldijo a sí mismo y a Scott por haberlo metido en esto. No tenía ninguna necesidad de complicarse la vida de este modo. Le iba bien asaltando barcos y haciendo contrabando. El secuestro nunca había sido su método. El capitán del Hangman jamás hacía prisioneros, eran una carga que necesitaba mantenimiento del que no recibían ningún tipo de lucro. FitzGerald solía dar dos opciones a los tripulantes de los barcos que asaltaba. Una era rendirse y ser dejado a su suerte en un bote, la otra era oponer resistencia y acabar colgado del palo mayor.
Sí, había gente que hacía su fortuna a base de secuestros y recompensas. El propio rey de Escocia vivía prisionero en el castillo de Windsor en Inglaterra, esperando por un rescate que no llegaría mientras el duque regente pudiera evitarlo. Ese no era el tipo de trabajo con el que Alexander pensaba hacer su fortuna ya que le parecía decadente. Dámaris era su primera vez y si todo salía, también sería la última.
Dejó atrás al grupo y se dirigió al túnel por el que se llegaba al barco donde Billy lo estaba esperando para recibir órdenes. Tenía asuntos importantes que retomar y con los que sería capaz de alejar a Dámaris de sus pensamientos.
—Hubo una vez en que acabamos en los calabozos de un finolis lord inglés. —Henry imitó a la perfección a quien bien podría ser Louis, el hijo de lord Hamilton, que era un hombre repelente en extremo. Dámaris solo lo había visto en un par de ocasiones, pero fueron suficientes para que lo detestara. Tenía un aire de superioridad que la hacía querer arrojarle un cubo de estiércol a la cara. Todo el aspecto de un lord inglés, como decía Henry.
—Y el capitán nos salvó —murmuró Finger inclinándose hacia Dámaris. Henry le dio un cogotazo.
—¡Que no me cortes cuando estoy hablando! —Finger se sobó la nuca y se incorporó en el asiento—. Bien. ¿Por dónde iba? Ah, sí... Pues acabamos en los calabozos. Tuvimos una escaramuza en una taberna (nosotros ganamos), y acabamos en los calabozos como ya he dicho. A la mañana siguiente nos iban a colgar, cualquiera que nos echara el ojo sabría que somos piratas y sobre nuestras espaldas recaen tanto los crímenes que hemos cometido como los que a ellos les conviene que seamos culpables. Entonces apareció el capitán, que en ese tiempo era un marinero más de la tripulación, vestido como uno de esos finolis.
>>Golpeó a los guardias y abrió todas las celdas. Cuando casi habíamos salido, aparecieron una docena de guardias armados y el capitán acabó con ellos tan rápido que los soldados no se dieron ni cuenta. Entonces aparecieron más y más soldados y todos luchamos codo con codo contra ellos. Logramos escapar y volver al barco justo antes de que el viejo capitán levara anclas.
—El muy hijueputa nos había dejado tirados como a perros. —Ron levantó las manos—. Perdona.
—Como iba diciendo... —Henry le lanzó una mirada desdeñosa—. Justo antes de que ese hijueputa levara anclas subimos a bordo, y los atamos a él y a los traidores y los subimos a un bote, dejándolos a su suerte. Entonces nombramos al capitán capitán y desde entonces todo nos ha ido bien. El capitán es un buen hombre, sí señora. Él no nos abandonó.
—¿Cuánto hace de eso? —inquirió Dámaris.
—Cinco años, lo recuerdo bien. Ha sido el capitán más joven que he tenido en mis veinte años como marinero.
—¿Y qué edad tiene el capitán?
—Oh, no lo sabemos, milady, pero es joven.
Henry fue el primero en dar por finalizada la conversación e ir a donde quiera que tenía que ir. Los demás siguieron su ejemplo e incluso Finger se marchó.
Dámaris se fijó en que cada hombre iba a lo suyo y nadie la vigilaba. Tenía vía libre. Aprovechó la oportunidad para escabullirse y huir. Corrió por entre los árboles como alma que lleva el diablo y rezando una y otra vez por conseguir escapar de una vez. Unos metros más adelante acababa el bosque y empezaba a verse un claro. Corrió más rápido. Los pulmones le quemaban del aire helado, las piernas le ardían y se había hecho un corte en la mejilla con una rama debido a su presurosa carrera. Pero nada de eso importaba. Era capaz de sacrificar cualquier miembro del cuerpo si aquello le aseguraba el éxito. Sin con ello podía advertir a su padre de lo que Scott estaba planeando.
Llegó a un acantilado desde el que podía verse otra costa próxima, ¿sería Escocia? Tal vez Inglaterra o Irlanda. Siguió por el borde y no vio más allá. Se encontraba en una isla de la que el único modo de salir era o en barco o bien volando, comprendió. La primera idea no la tentaba demasiado y la segunda era imposible.
Gritó a las olas y al viento. Gritó por su mala suerte y el sol, que ahora se le antojaba ridículamente brillante, parecía reírse de ella.
No supo cuanto tiempo se quedó ahí de pie gritando y maldiciendo, pero cuando se cansó volvió sobre sus pasos sintiendo el alma más pesada. Volver al campamento era la opción más razonable y lo sabía.
Al llegar al conjunto de cabañas, todo seguía igual, ninguno pareció darse cuenta del tiempo que había estado ausente ni de que había intentado escapar. Entonces lo entendió. ¿Para qué molestarse en atarla y tenerla vigilada si la única forma de salir de allí era por el barco que la había traído? Un navío difícil de timonear para una sola e inexperta mujer como ella. Esa jugarreta por parte del capitán Alexander FitzGerald merecía cinco rayas en contra.
—Que sean diez.
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