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12- Atrapada (1/2)

El paisaje de la noche anterior no tenía nada que ver con el de esa mañana.

El día amaneció despejado, los rayos dorados del sol habían dispersado las nubes grises y en su lugar habían decorado el lienzo del cielo con colores de un rosa pálido que se fue aclarando con la subida del astro rey. Pese a que el otoño estaba ya avanzado y que la mayoría de los días el sol quedaba oculto por las nubes de lluvia, el día era especialmente colorido. Las hojas secas formaban una escalera de colores que iba del amarillo brillante al marrón oscuro que cubrían la tierra como un tapiz árabe. Dámaris lo interpretó como un buen augurio y su ánimo se vio influenciado en consecuencia. Se desperezó en la cama, mucho más cómoda que aquel estrecho camastro en el que había dormido la noche anterior, antes de levantarse. Abrazada a sí misma se apoyó en el quicio de la ventana.

A esa hora tan temprana los piratas ya estaban en pie, unos preparando el desayuno y otros enterrando algunos baúles bajo tierra. Parte de las yeguas que habían desembarcado bebían del abrevadero mientras otras parecían haber montado guardia alrededor de la choza de Dámaris. Fue una de ellas quien la había despertado con sus relinchos. Lo cierto sería decir que la yegua solo la instó a levantarse, ya que se había pasado la noche en un duermevela.

No podía perdonar su comportamiento de la noche anterior, cuando había perdido el control sobre sí hasta casi suplicar a FitzGerald que la tomara. Su comportamiento no distó mucho del de una gata en celo.

—No me lo puedo creer. —Escondió la cara entre las manos cuando su memoria se empeñó en hacerle un nuevo resumen de la escenita de anoche—. Ay, Dios, ¿cómo podré siquiera mirarlo a la cara? Qué bochorno. Si mi madre se entera me mandará al convento. En cambio Annie aplaudiría mi audacia. Sois tan distintas y os extraño tanto... —suspiró, ciñó todavía más los brazos imaginando que eran ellas quienes lo hacían—. Os echo de menos.

A Dámaris se le hizo un nudo en la garganta al recordar a su familia que debía de estar muy preocupada por ella. ¿Y padre? Scott había dicho que ya había vuelto de Francia. No había vuelto a verlo desde su partida hacía dos largos años. Cada noche rezaba por él y por que volviese a casa pronto, ahora que por fin había vuelto se encontraba con su hija secuestrada. No le hacía falta estar presente para saber cuál había sido su reacción. Podía verlo perfectamente caminar de un lado a otro, con las manos bien sujetas en la espalda, vociferando y quejándose de la ineptitud de todos.

Suspiró con pesar. Aquél era el tercer día de secuestro y cada vez se le hacía más cuesta arriba, ¿cómo iba a soportar un día más sin abrazar o pelear con sus hermanos? Y sus sobrinos...

—Dios, dame fuerza y valor para vencer a mi enemigo.

Cuando Alexander entró a buscarla la encontró rezando de rodillas. Esperó paciente a que la joven acabase sus oraciones.

Había esperado a que ella misma saliese ya que después de anoche no se fiaba de sí mismo si volvían a quedarse a solas. Como un demonio, lo que más deseaba en ese momento era encerrarse con ella en esa cabaña y acabar lo que había empezado, de decirle lo que todavía no había podido. Pero no lo haría. Todavía no era el momento propicio para ello y maldecía a todos los elementos que se empeñaban en interferir en sus acciones. Había esperado pacientemente durante más tiempo del que cualquier persona está dispuesta a hacerlo, podría esperar un poco más, se decía una y otra vez. Hasta entonces se limitaría a seguir el plan y a mantenerla a salvo hasta que Billy volviese de su viaje con noticias nuevas.

—¿Rezas por tu salvación? —dijo a modo de saludo, una vez ella hubo acabado. La joven lo encaró y él se preparó para el ataque que sabía que vendría. Debería dejar de provocarla, pero estaba preciosa cuando se enfadaba. Sus ojos eran como dos gemas ardientes y sus labios formaban un tentador mohín. Sí, debería poner distancia entre ellos pero simplemente le resultaba imposible tenerla al alcance de la mano e ignorarla.

—Rezo por mi salvación —replicó. Parecía calmada y Alexander alzó una castaña ceja ante sus palabras— y la tuya, FitzGerald. Ojalá Dios ablande tu corazón de piedra y acabes pronto con esta situación insostenible que solo nos trae desgracia a ambos. Sería un comienzo en el camino hacia tu redención. Podrías salvar tu alma, incluso.

—Damita, mi alma ya estaba condenada cuando llegué a este mundo, pídele algo más fácil. —Le dedicó una diabólica sonrisa, esa que hacía que sus enemigos temblaran de miedo y uno de los motivos que lo llevó a ganarse el apodo de el Verdugo de los mares—. Pídele por un carácter dócil y obediente. Desde luego te iría mejor en la vida.

—¿Mejor para ti o para mí?

—Para ambos. —Asintió, dando veracidad a sus palabras—. A ti para no ser castigada y a mí para no castigarte. Sería un buen comienzo en tu camino hacia ese perdón por el que tanto imploras.

Dámaris sorteó a Alexander y salió de la cabaña. Finger levantó una mano para saludarla, en la otra llevaba un cuenco de comida. Dámaris le sonrió coquetamente e ignoró la presencia de Alexander a su espalda. Podía notar como sus ojos estaban clavados en ella y Finger.

—Espero que hayas dormido bien, milady. —Le entregó el cuenco con gachas de avena—. Aunque no tienes buena cara.

—Si yo puedo llamarte Finger, tú puedes llamarme Dámaris. —El pelirrojo se sonrojó pero asintió—. No he dormido muy bien. El catre era demasiado duro para mí, pero mucho más cómodo que el del camarote de FitzGerald. —Removió la comida del cuenco distraídamente—. Supongo que es cuestión de acostumbrarse.

—Cuando se lleva una vida como la nuestra cualquier sitio es bueno para dormir —terció Cook, el cocinero—. Aunque mis huesos no piensen lo mismo.

Cada uno fue sentándose y formando un semicírculo alrededor del fuego para desayunar. A Dámaris no le pasó por alto lo disimuladamente que los hombres taparon el hoyo en el que habían estado guardando los baúles. Poco antes del amanecer ella se había topado con que cavaban un hoyo profundo, frustrando así su plan de huída. También influenció mucho el hecho de que el bosque estuviera inquietantemente silencioso y oscuro y no sabía dónde estaba ni con qué se toparía.

—Como aquella vez que naufragamos en Bamburgh —comentó Ron. Un rubiasco de piel rosácea y musculoso—. La guardia venía a por nosotros y tuvimos que escondernos en unos túneles subterráneos una semana entera. Sin comida ni agua, sumidos en total oscuridad.

—¿Qué dices de una semana? —lo contradijo Greg, un hombretón no mucho más alto que Dámaris de piel marrón y rasgos indígenas—. Fueron diez días y perdimos todo el cargamento. Guardias hijueputas. —Escupió al suelo.

—Fue una semana, lo recuerdo muy bien —reiteró Ron.

—No se veía nada de luz, ¿cómo podías saber cuando amanecía o era de noche?

—¿Entonces tú cómo sabes que fueron diez días, listillo?

—Tengo un método. Por las veces que necesito evacuar al día —se jactó.

Dámaris perdió el hilo de la conversación cuando la disputa por quién tenía razón se hizo más acalorada.

—¿Siempre son así? —preguntó Dámaris a Finger sin apartar los ojos de los aspavientos de Greg.

—Son peor, mil...Dámaris. A veces llegan a las manos. Incluso pelean por decir quién es más peleón.

Dámaris soltó una sincera carcajada que Finger siguió. Tenía que admitir una cosa; aquellos piratas eran más civilizados de lo que esperaba. Apenas iban sucios y no se comportaban como bárbaros sinvergüenzas, aunque carecían de modales. Los demás parecían tan acostumbrados como Finger a los modos de aquel par.

—No dejes que sus peleas te engañen —prosiguió Finger—, cualquiera que se meta con uno tendrá al otro encima antes de darse cuenta.

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