Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

11- Calf of man.

La isla de Calf of Man estaba situada frente a la costa suroeste de Isle of Man, ente Irlanda y Escocia. Con dos kilómetros y medio y seiscientos dieciocho acres, la isla era el lugar perfecto para asegurarte de que un prisionero no escaparía, pues el mar era la única vía y el único modo de cruzar al otro lado era por barco o a nado. Lo segundo no lo había intentado nadie todavía. No había habitantes ya que las rocas puntiagudas que rodeaban la isla hacían prácticamente imposible el acceso a ella. Además, nadie en su sano juicio viviría allí. Pero Alexander no era el hombre más cuerdo del mundo por lo que había aprendido a sortear los peligros y hecho de aquel lugar su guarida secreta.

Cuando Alexander acudió a buscar a Dámaris para desembarcar, la encontró leyendo Amore e Passione de nuevo. Se apoyó en el marco de la puerta y cruzó los brazos a la altura del pecho.

—Veo que es el único libro de mi estantería que te gusta —dijo a modo de saludo.

—Es el que más me llamó la atención. No creí que un hombre como tú leyese poemas y versos.

Dámaris dejó a un lado el libro para mirarlo. Tenía el pelo pegoteado y la camisa mojada se adhería a su torso. Alexander tenía fijación con llevar la camisa abierta hasta el estómago y Dámaris dirigió la vista a ese punto donde el vello oscurecía su piel ya de por sí bronceada. Se preguntó si sería igual de moreno en...

—¿Como yo? ¿Y a cuántos hombres como yo has conocido, damita? No has dejado de juzgarme y a veces las apariencias engañan.

—He oído a qué os dedicais los piratas —replicó más molesta de lo que pretendía—, ¿o me vas a decir que no desvalijas los barcos, que asaltas y vives del contrabando y la piratería? —Dámaris enarcó una ceja, alardeando del gesto típico de la nobleza.

—Tampoco se lleva tan mal. —En su rostro bailó la diversión. Se pellizcó la barbilla con los dedos—. La gente suele exagerar las cosas, no todo es tan violento como parece. Claro que cuando naces en una cuna de plata con una piara de sirvientes dispuestos a limpiarte el trasero cada vez que lo necesitas, el mundo real parece demasiado real.

—¿Asesinar no te parece violento?

—Nunca he matado por placer.

—Hay formas más honradas de ganarse la vida —repuso. No iba a ofenderse por sus anteriores palabras.

—Eso díselo a los cobradores de impuestos. —Alexander extendió una mano. Tenía buen talante, demasiado para el gusto de ella—. Ven. Hemos llegado.

Dámaris quiso declinar la oferta y salir sola, pero había planeado ganarse la confianza del pirata y darle el golpe de gracia en el momento adecuado. Su diminuta mano fue absorbida por la de él, morena y callosa. Masculina. Bárbara.

Había visto a través de los ojos de buey del camarote que se adentraban en una cueva, pues la escasa luz de la luna menguante y las estrellas iluminaban la mar tranquila cuando empezaron a desaparecer para dar paso a la total oscuridad. Solo la docena de velas que la joven había encendido impidieron que esa oscuridad absorbiera el camarote, de lo contrario habría empezado a gritar.

Bajaron por una tabla que hacía de puente entre el barco y tierra firme. Los piratas estaban desembarcando grandes baúles y algunas yeguas. Entonces Dámaris se tapó la boca, cayendo en la cuenta.

—¡Rufián estaba con ellos! Ay, Dios, también has perdido a tu caballo.

Alexander ya lo sabía y se enfadó tanto que casi golpea al bueno de Jimmy por la insensatez de llevar al semental a tierra. Sabía lo poco que al pura sangre le gustaba la mar y que debería estar dando coces por desembarcar. Lo más estúpido de todo había sido llevarlo con él en esa misión. Ya estaba hecho. Más tarde que temprano volvería a por él. Agnes lo cuidaría hasta entonces, o eso esperaba.

El pirata la guió por un pasillo oscuro y la joven se agarró a su brazo para no tropezar y para utilizarlo como escudo de posibles ataques. Si algo había aprendido en los últimos días era que no sabía por dónde iban a aparecer los nuevos peligros.

—¿Qué has hecho con todos esos puñales de tu camarote?

—No quería que te toparas con uno accidentalmente y te lastimaras a ti misma. Tu seguridad es lo primero, querida —respondió como si tal cosa.

—¿Yo o tú?

Alexander sonrió y esta vez su sonrisa fue amplia. Dentada.

—¿Por qué estás tan contento? —inquirió.

Él no dijo nada. Salieron hasta un bosque repleto de acres muy cerca entre sí, apenas se veía otra cosa que no fuese árboles, aunque eso también se debía a que era de noche y solo las antorchas lo iluminaban. Unos metros más por delante, los árboles estaban más dispersos y había varias chozas apostadas en círculo.

A Dámaris le pareció un lugar de lo más siniestro. Tanto como el alegre hombre que caminaba junto a ella. Cuando Alexander la soltó sin antes haberla atado y amordazado, la desconfianza afloró en ella. ¿En qué recóndito lugar de la tierra se encontraban como para que él actuase con semejante abandono?

El pirata se adelantó y ella se quedó ahí plantada. Un búho ululó y Dámaris se apresuró a entrar en el círculo iluminado que los piratas habían formado. Cada uno parecía enfrascado en su labor por lo que se encontró en medio sin nada que hacer. Optó por sentarse en un tronco que hacía las veces de asiento. De hecho el círculo parecía estar formado así a propósito. Cuatro árboles más, todos desprovistos de la corteza y con forma de sillón, daban a la hoguera donde Cook, el cocinero, preparaba un guiso de a saber qué que olía deliciosamente bien.

Uno a uno los piratas fueron sentándose. Algunos simplemente miraban a Cook con

impaciente espera; otros bebían, los demás se habían quedado dormidos en el suelo. Estaban muy relajados en ese lugar, como si no les preocupara ser asaltados ni fueran a ser sorprendidos por nadie.

Contó a una veintena de hombres aparte de Alexander y ella misma. Quería memorizar cada uno de sus rostros, sus nombres y de qué clan venían, si acaso eran escoceses, para después contárselo a su padre. Para ello necesitaría acercarse a ellos, compartir la comida y charlar. Los hombres tendían a hablar de más cuando tenían el estómago lleno.

Entre la tripulación había un muchacho no mucho mayor que ella. Lo reconoció como el que había disparado la flecha la noche del secuestro. Había algo gentil en él, tal vez era el color zanahoria de su pelo y su rostro salpicado de pecas castañas, en todo caso Dámaris tenía pensado utilizar ese algo a su favor. El chico se acercó a ella con un cuenco humeante y Dámaris se lo agradeció con su sonrisa más radiante y una invitación para sentarse junto a ella.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con fingido interés. Removió el guiso con una cuchara.

—Finger, milady —respondió con el gesto contraído. Finger había tornado su rostro tan encendido como su pelo. No estaba a gusto tan cerca de la prisionera, sus ojos recorrían el círculo en busca del capitán. Lo más inteligente habría sido entregarle el cuenco y alejarse, pero se había compadecido de ella al verla tan sola.

Dámaris casi se rió en su cara, pero lo disimuló tosiendo. Se puso a comer mientras hablaba, tal y como, se fijó, hacían los demás.

—Supongo que ese no es el nombre que te dieron tus padres. ¿Con qué nombre te bautizaron?

—No tengo padres, milady. Me abandonaron al nacer y quienes me encontraron me pusieron ese nombre porque decían que era tan pequeño como un dedo. Como veis mi aspecto no ha cambiado mucho desde entonces.

—Está bien, Finger. Gracias por hacerme compañía. No me gusta comer sola, es muy amable por tu parte. —Sonrió con coquetería y Finger apartó la vista de inmediato. El chico era demasiado vergonzoso—. ¿Quién te crió?

—Unos pescadores en el puerto me encontraron y me llevaron a uno de esos sitios que cuidan huérfanos, pero me escapé. Es mejor vivir en la calle, milady. En el orfanato nos daban palizas todos los días. —La voz de Finger se atascó al recordar su infancia. A veces parecía que una eternidad lo separaba de esos días y otras que apenas ayer era ese niño maltratado y hambriento que se había escapado temeroso de perder la vida—. Me crié en las calles, milady.

—Discúlpame, no quería hacerte revivir malos recuerdos. Lo lamento. —Dámaris le dio un reconfortante apretón en la rodilla y Finger la miró a los ojos, primero sorprendido y después sonrío más relajado. Apartó la mano.

—No te preocupes, milady. —Se llevó una cucharada de guiso a la boca—. Eso ya es agua pasada y la vida me ha ido mejor desde entonces.

—No tienes pinta de pirata —prosiguió Dámaris, negándose a que la conversación muriese tan pronto—. Al verte pensé que eras un joven escudero, ¿qué edad tienes?

—Dieciocho, milady, y me gusta más la piratería. Gano más mejor que siendo escudero, los nobles y caballeros no pagan bien ¿sabes? El capitán fue bueno conmigo y me aceptó en su tripulación aunque entonces no sabía navegar ni nada de barcos, aprendí aprisa.

—¿Hace mucho que conoces al capitán? ¿Qué edad tiene? Parece muy joven para dirigir una tripulación.

—¿De qué habláis? —Alexander los sorprendió con su vozarrón grave y por poco no botan del sitio. De hecho Finger sí lo hizo. Saludó al capitán con una inclinación de cabeza y se marchó a paso ligero. El pirata se sentó tan cerca de ella que sus piernas se tocaron. Dámaris se negó a mirarlo a la cara—. ¿Qué pretendes con Finger? —la acusó.

Alexander había estado atento a la escena nada más ver a Finger acercarse a Dámaris con el cuenco de comida. El muchacho sabía que no tenía permitido hablar con la prisionera. Ni él ni los demás. Ni siquiera escuchó lo que Billy el Grande le estaba diciendo sobre el siguiente paso a tomar. Dámaris lo había descentrado y cuando la vio sonreír al muchacho y el modo en que ella había tocado su rodilla, supo que algo andaba mal. A él se le daba bien interpretar el lenguaje corporal y el de Dámaris, en apariencia relajado, gritaba que no estaba cómoda tan cerca de Finger.

—¿A qué te refieres? — Dámaris se removió inquieta.

—A que no quiero que te tomes tantas confianzas con mis hombres.

—¿Pero quién te crees que eres? —Dámaris se puso en pie echa una furia con los puños apretados a los costados—. No me creas una fulana de esas con la que estás acostumbrado a tratar, yo soy una dama. ¡Mi padre es lord Douglas, conde de Douglas, duque de Touraine! ¡Y exijo respeto!

A Dámaris le dio igual la forma lenta y amenazadora en que Alexander se puso en pie. Tampoco le importó su severa mirada. Toda la tripulación los miró abiertamente. El pirata señaló con el mentón la choza a la espalda de ella, la más pequeña.

En cuanto entró por la puerta, Dámaris se abalanzó sobre él con las uñas fuera, pero Alexander la inmovilizó agarrándole ambas manos y pegándose su espalda contra el pecho.

—Parece que disfrutas de mis azotes, Gran Dama, no dejas de provocarme para que te castigue —la provocó.

—¡Venga, vamos! —resolló Dámaris—. Castígame, hay que ser un poco hombre para golpear a una mujer, maldito bastardo.

—Para presumir de ser una dama tan distinguida tienes un lenguaje muy soez —chistó—. Debería lavarte la boca con jabón.

Dámaris se las ingenió para dar un bote y pegarle un cabezazo. Aquello provocó que Alexander la soltara para llevarse las manos a la nariz. Dámaris lo golpeó en el pecho una y otra vez, y él volvió a inmovilizarle los brazos y arrinconarla entre su cuerpo y el suelo, donde habían terminado.

La joven no sabría decir si fue por sus respiraciones aceleradas, porque Alexander todavía llevaba aquella camisa negra abierta; porque sus fuertes brazos y duro cuerpo estaba pegado a ella o por su mirada salvaje y labios tentadores como el pecado, pero lo besó. Lo besó con una pasión y un ardor hasta entonces desconocido. Lo besó con ansia voraz. Lo besó para descargar su ira y frustración en él después de tantos días en el papel de víctima que tanto detestaba. Pero sobre todo lo besó porque lo deseaba. Esa era la verdad. Desde el momento en que lo había visto frente a la chimenea, con la mandíbula apretada y su pendiente de oro lanzando destellos, sus piernas separadas y el pelo despeinado. Desde ese momento había sentido una conexión inexplicable con él, de familiaridad. Sabiendo que lo conocía más incapaz de explicar de dónde o por qué su cuerpo la traicionaba cuando lo tenía cerca.

Alexander también la deseaba. Lo hacía con la intensidad de quien ha esperado demasiado para obtener lo que quiere. La estrechó entre sus brazos y le rodeó con uno la cintura, pegándola más contra sí, mientras con la otra mano le subió la falda hasta llegar al centro de su deseo.

Entonces Dámaris, con un gemido, arqueó su cuerpo dándole pleno acceso a él. Alexander paró. Esa no era la forma y mucho menos el momento. Se separó con férrea voluntad, el rostro de Dámaris cargado de deseo y labios hinchados por sus besos casi lo hicieron flaquear. La sostuvo por la cintura y depositó en la cama.

—Duerme, Dámaris. Ha sido un día duro. —Le besó la frente y salió de la cabaña dejando a la joven deseosa y abochornada al mismo tiempo.

*****

Dumfries, Escocia.

Archibald Douglas miraba con desprecio como las tierras de su rival, John Crichton, ardían. Archie y Duncan habían seguido el rastro hasta una vieja fortaleza que era propiedad del viejo clan enemigo. En él habían encontrado la canasta con la nota acompañada de la ropa que su hija llevaba el día de su secuestro, según había informado una de las doncellas de su hija, manchada de tierra y sangre. Aquella pequeña mancha sirvió para que se lo llevasen los demonios y asolara las tierras de Crichton.

Había una segunda nota, una que habían encontrado clavada en la cabeza de la yegua alazana de Dámaris en la que decía que el conde recuperaría a su hija a cambio de una suma considerable de oro.

La avaricia, siempre la avaricia.

El conde ordenó que quemaran las chozas y matasen a todo hombre del clan que se interpusiera en su camino y presentara batalla, pero que dejasen a las mujeres y niños, pues los Douglas eran hombres y no había honor en hacer tales cosas. La mayoría había huído ante el grito de guerra "A Douglas".

El muy cobarde de John Crichton seguía escondido tras los seguros muros de su castillo y no salió a ayudar a su gente ni mandó a sus soldados, sino que les ordenó permanecer en el castillo y velar por su propia seguridad que era la que realmente importaba.

Archibald despreciaba a ese bastardo y por lo más sagrado juró que lo derrocaría y quemaría cada centímetro de sus tierras si no le entregaba a su hija aquella misma noche. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro