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1- El comienzo.

1414 Escocia.

—¡¡No sois más que una banda de malditos cobardes!! Soltadme ahora mismo u os juro que lo pagaréis caro.

Incluso Dámaris se sorprendió cuando de su boca salieron toda clase de maldiciones y juramentos como si de una campesina se tratase. Ella era una dama de cuna criada para ser buena mujer y perfecta castellana, jamás había necesitado alzar la voz para que se hiciera su voluntad, pero aquellos tipos la habían secuestrado y asesinado a dos guardias que siempre la acompañaban por orden de su hermano Archibald, su hermano mayor y máxima autoridad en ausencia de su padre; el conde Douglas.

Cada semana Dámaris acudía al mercado del pueblo escoltada por dos hombres del clan, primos lejanos que también eran Douglas. Ella jamás comprendió la sobreprotección a la que se veía sometida por parte de sus hermanos mayores, pero en esos momentos deseaba haberles prestado más atención. ¡Ojalá le hubiesen enseñado cómo defenderse de un hombre! Dudaba mucho que su soltura para bordar le sirviera de algo en esos momentos. ¿Y la preparación de ungüentos y pócimas? Tal vez si aquellos malnacidos se fiaban tanto de ella como para dejarla preparar alguna comida podría... Dios del cielo, la desesperación la hacía divagar. Tal vez no supiera defenderse, pero era muy buena asestando patadas en las partes pudendas de los hombres. También lo era lanzando objetos. Forcejeó una vez más con las cuerdas que apresaban sus muñecas.

El grupo de atacantes no había tenido piedad alguna con Dámaris y su escolta. Si bien no era la primera vez que se encontraban con trabas en el camino, aquellos hombres demostraron que no buscaban simplemente oro o joyas. La buscaban a ella. Al ver los cuerpos inmóviles de sus primos y el modo en que los asesinos se abalanzaron sobre Dámaris, un millar de tragedias le pasaron por la cabeza. ¿Se convertiría en una mártir? Rezaba en silencio por que sus hermanos se dieran cuenta pronto de su ausencia y corrieran a salvarla porque Dios sabía que ella ya había intentado escapar, defendiéndose como podía, y se llevó un golpe en la mandíbula que la dejó inconsciente.

—Tenéis suerte de que quien nos paga os haya pedido intacta, milady —dijo un hombre de mediana edad con dientes podridos y la cara marcada por la viruela. Su aliento era tan fétido como el resto de su persona—. Si no habríamos partido vuestro hermoso cuello después de que los seis nos hubiésemos desahogado con vos

—Sea cual sea el precio mi padre lo puede doblar e incluso triplicar, os lo juro. Es un lord sumamente rico, como bien sabréis, por lo que estaría muy agradecido con aquellos que me devuelvan sana y salva. No os delataría y ante mi clan quedaríais como héroes. —Dámaris jamás abogaría en favor de esos malnacidos, pero eso ellos no lo sabían. Bastaba con que creyeran que así sería para que la dejaran libre. Una vez en Castle Douglas, ella misma se encargaría de que recibieran su merecido de forma lenta y dolorosa. Un ejemplo de lo que les pasaba a aquellos que se atrevían a enfrentarse con su clan—. Sabréis que los Douglas gozamos de buena posición en Escocia, mi hermano es un hombre agradecido y podría, incluso, daros tierras como recompensa. Tierras propias y legalmente vuestras.

Todos estaban atentos a la conversación que estaban manteniendo y Dámaris aderezó sus palabras con una mirada directa a cada hombre, de modo que viesen que hablaba enserio. Sin farol.

Una vez se pronunció uno de ellos diciendo que deberían aceptar el trato, la conversación subió a discusión en un suspiro; dos votaban por su oferta mientras que otros preferían seguir con el plan inicial. Un degenerado votó por cumplir la amenaza del de la viruela y Dámaris sufrió un repentino espasmo.

La joven aprovechó el momento para deslizarse por el costado del árbol en el que la habían sentado con las manos atadas por delante y, una vez los perdió de vista, echó a correr como la presa que era pues no sabía lo que les duraría la pelea hasta darse cuenta de su ausencia. Esperó que mucho, pero la suerte no estaba ese día de su parte. ¿Acaso estaba pagando por algún pecado que no recordaba? Untar los calzones de sus hermanos en carne cruda para que los sabuesos los persiguieran no era taaan malo. Tal vez lo malo era que no se arrepentía ni un poquito.

Escuchó gritos a su espalda y descubrió con pesar lo pronto que lo habían notado y corrían prestos en pos de ella. Dámaris reconocía aquel lugar. Todavía estaban en tierras de los Douglas y, si la suerte decidía poner un poquito de su parte, daría con alguna partida de hombres que hubiesen salido a buscarla.

Para tener mayor movilidad y rapidez se subió las faldas y estas, antes de un azul brillante, formaban una nube alrededor de ella lo que daba la impresión de que la joven levitaba como un hada del bosque que está siendo perseguida por depravados sátiros. Los hombres no tardaron en alcanzarla y rodearla. En sus rostros podía verse el enojo y Dámaris supo que no saldría bien parada de aquella.

¡Maldita fuese su estupidez y la avaricia de aquellos bastardos!

La muchacha cayó de rodillas al suelo, aceptando su destino. Quizás era así como estaba escrito que debería morir y reunirse con el Creador, pero como que era una Douglas no moriría sin presentar batalla. Agarró una piedra del tamaño de su mano la cual no era muy grande, pero se las ingeniaría para causar el mayor daño posible.

El de la viruela se acercó a ella y antes de que pudiese estrellarle el puño, un rayo surcó los cielos y un hombre a caballo apareció frente a ellos. ¡Santo cielo, estaba salvada!

—¿Es así como tratáis a mi mercancía?

El alma de Dámaris se hundió aún más al saber que el caballero no era su héroe sino el causante de sus males.

El crepitante fuego del hogar calentaba los entumecidos huesos de Dámaris. Solo ha sido una horrible pesadilla, se dijo, se encontraba sana y salva en su inmensa cama tapada hasta el cuello con la piel del oso que un día cazó su abuelo como celebración de su nacimiento. Inspiró y se desperezó plácidamente hundiéndose en el colchón de plumas, fue entonces cuando notó algo extraño. Ese no era su olor ni aquella su alcoba.

El lugar estaba cubierto de polvo, como si nadie hubiese estado allí en una larga temporada. Las humedades se habían propagado por las paredes de roca y el tejado de madera parecía estar a punto de venirse abajo. Sin duda no aguantaría las heladas de ese invierno. Pese a todo, la estancia se encontraba en acogedor calor gracias al fuego que ardía brioso en la chimenea.

—Veo que ya estáis despierta, milady. —Era la voz del caballero, su carcelero, y la muchacha lo observó con detenimiento.

Alto y fuerte, de hombros anchos, caderas angostas, cabello castaño oscuro con barba de un tono más claro. Sus ojos color avellana la observaban con un brillo que no supo distinguir pero que la alertaban para huir lo más lejos posible de él. Su boca era una línea recta. Vestía unas calzas de cuero negras y camisa blanca que dejaba entrever un musculoso pecho cubierto por una escueta mata de vello. Además un arete de oro pendía de su oreja izquierda, en él se reflejaban las llamas del fuego y a Dámaris le pareció ver siluetas de trolls danzarines. Ese hombre tenía toda la pinta de Príncipe de la Oscuridad.

Removiéndose inquieta se cubrió más con las pieles. Aquel hombre la ponía verdaderamente nerviosa y para peor no lograba deshacerse de la sensación de que le resultaba vagamente familiar.

—¿Quién sois y qué es lo que deseáis? —exigió—. ¿Un rescate? Decidme el motivo por el que me mandasteis secuestrar no sin antes asesinar a dos buenos hombres.

—¿Acaso lady Douglas lamenta la pérdida de sus lacayos, o eran algo más? Es sabido que las mujeres de vuestro clan son muy... —hizo una pausa intencionada, acompañada de una mueca hiriente— serviciales.

—¡No sois más que un bast...!

—Milady recordad que no estáis en posición de provocar mi ira. Vuestra situación actual es muy vulnerable.

El carcelero la miró como un gato a un ratón antes de abalanzarse sobre él y Dámaris sintió una punzada de miedo. Tenía que ser más astuta que el enemigo y caer en sus provocaciones no era muy inteligente. El carcelero parecía estar disfrutando de su posición dominante, con aquel labio ligeramente alzado y su postura relajada, dando por hecho que ella no era rival para él.

Dámaris se hundió aún más en el colchón pero, cuadrándose de hombros, se negó a amedrentarse.

—Al menos podríais decirme vuestro nombre.

—Y vos deberíais comer algo —señaló una bandeja de comida que había en una mesa a su lado. Dámaris no se movió—. Alexander FitzGerald. Pirata y contrabandista para serviros.

Hizo un amago de reverencia y a Dámaris le crispó la burla del gesto.

Dámaris había oído hablar de los piratas, pero jamás se había topado con uno. Para ella los piratas eran como una leyenda, un mito, algo con lo que se les amenaza a los niños para que se porten bien. Las contadas historias que sabía sobre ellos es que eran hombres sin alma que vagaban por los mares en busca de tesoros y, si se daba la ocasión, secuestrar a jóvenes damiselas sin propósito alguno. Si en algo se puede confiar es en la avaricia de los hombres, se recordó.

—¿Qué pensáis hacer conmigo, FitzGerald?

El pirata no respondió, tan siquiera la miró antes de decir:

—Descansad cuanto podáis, milady, partiremos al alba.

Y la dejó a solas con sus morbosos pensamientos.

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