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Introducción

1720 D.C.
Alrededores del pueblo de Redwood

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El otoño estaba próximo a terminar y con él, la temporada de caza. Las hojas rojizas y perennes de los árboles del bosque se negaban a desprenderse de sus ramas por mucho frío que hiciese, aunque las más débiles siempre perecían ante el viento. El suelo estaba húmedo por las lluvias de las semanas pasadas y el olor a tierra mojada inundaba las fosas nasales del cazador. Tenía suerte, pues sus pisadas se amortiguaban en las hierbas embarradas y aunque su olor era prácticamente imposible de ocultar, pudo camuflarlo ligeramente impregnando sus ropas de cieno fresco.

Sus ojos divisaron en la distancia un animal pequeño de pelaje espeso y orejas alargadas: un conejo. Era el primero que veía en horas de sinuosa espera, pero no dejó que su emoción ante la posibilidad de llevar carne fresca a casa cegara su juicio.

Cargó el fusil de caza con pólvora, añadió una bala al cañón, predió la mecha y apuntó sigilosamente a su objetivo. El animalejo movía rápidamente sus orejas y su hocico, seguramente tratando de averiguar qué era ese extraño olor, atípico al que tenía el ambiente normalmente, de dónde salía y porqué presagiaba muerte.

Divisó, tras el tronco de un árbol, a un humano con los ojos encendidos por la codicia y el hambre, y antes de poder huir, la bala le había atravesado el ojo en un tiro limpio. Las aves anidadas en las ramas de los árboles echaron a volar, aterrorizadas por el explosivo sonido del fusil. El cazador sonrió satisfecho al contemplar a su presa tirada en el suelo, pero debía darse prisa porque era consciente de que había zorros y coyotes esperando, al acecho, para hacerse con el sujeto. El olor a sangre les atraía, además.

Desgraciadamente para el cazador, los depredadores naturales no eran los únicos que acudían ante ese hedor.

Justo cuando el hombre se agachaba para recoger el suculento botín, escuchó una respiración profunda a su espalda. Inmediatamente sus músculos se tensaron y su mente divagó hacia el cuchillo que tenía atesorado en su cinturón. Solo tenía que estirar el brazo unos centímetros para hacerse con él y enfrentar a lo que fuera que tenía detrás, pero el extraño fue más rápido, más voraz, más mortal.

El hombre de ojos grises soltaba gemidos guturales y entrecortados, pues era todo lo que su garganta degollada le permitía emitir. Se estaba ahogando en su propia sangre y el final se aproximaba, no sin antes contemplar el rostro de su asesino: su pelaje era negro como el carbón, sus ojos rojos como la grana, y con unos afilados colmillos sobresaliendo de su hocico y unas enormes y afiladas garras, había terminado en un cuarto de segundo con el experimentado cazador.

El feroz animal olisqueó el cadáver cuando la vida por fin había terminado de abandonarle y, sin dedicarle más que un simple gruñido, procedió a devorar el conejo que aquel "gentil" cazador había matado para él.

Sin embargo, unos pasos cortos e inexpertos captaron su atención, y sus puntiagudas orejas se estiraron en la dirección de la que provenían.

El lobo se escondió tras el tronco de un árbol y se preparó para atacar al acompañante de aquel cazador, pero cuando los pasitos estaban prácticamente sobre el cuerpo inerte del hombre, a unos pocos metros, y sus feroces garras arañaron el suelo, deseosas de engancharse en la tierna carne de aquella criatura viva, sus rojizos ojos dieron con el pequeño cuerpo de una niña.

Era un bebé de unos cuatro años que buscaba a su padre en la inmensidad del bosque. Estaba llorando en silencio y no dejaba de murmurar la palabra "papi". Llevaba puesto un vestido blanco manchado de barro y el cabello moreno oscuro, como la madera de aquellos siniestros árboles que conformaban el bosque, suelto en una corta melena que apenas le llegaba a los hombros.

La niña se detuvo junto a él.

Le observó con unos enormes orbes verdes y ladeó la cabeza. La pequeña estaba confundida, porque en su corta vida ese peludo animal no se parecía en nada a los pájaros que tenían plumas y graznaban en los corrales de la aldea, y tampoco tenía la piel rosa como los que se revolcaban felizmente en el barro. Era un ser oscuro que la observaba con desconfianza y enseñando una afiladisima dentadura en su dirección, pero su pelaje se le antojó suave y sus pequeñas manitas picaron con la necesidad de tocarlo.

El lobo, conmocionado por el toque despreocupado de aquella cachorra, tardó en reaccionar y apartarse con un gruñido de las manitas de la pequeña. La niña, que había depositado todo su equilibrio en acariciar aquel suave pelaje, cayó de rodillas y un llanto casi imperceptible asustó levemente al animal. Se acercó a ella y la olisqueó por encima, tan solo para asegurarse de que no se había hecho daño.

¿Qué hacía una criatura tan pequeña e indefensa vagando a su libre albedrío por el bosque?, se preguntó el lobo.

Finalmente, tras mucho meditar la situación, atrapó sutilmente la parte trasera del vestido con mucho cuidado de no pellizcar la carne del bebé, y en volandas se atrevió a cruzar el sendero que conducía al pueblo. Si dejaba que la niña se levantara por su cuenta podría haber visto el cuerpo de su padre, y al lobo, en su salvaje cabeza, no le pareció una imagen adecuada de contemplar. Además, otros depredadores no serían tan indulgentes con un cachorro humano, por lo que consideró que llevarla a su hogar era lo mejor que podía hacer para "protegerla" de algún modo. ¿Por qué lo hacía? No lo sabía, pero la decisión ya estaba tomada y no se iba a echar atrás.

La niña emitía grititos y risas; iba volando, con el suelo bajo su cuerpecito, con los brazos extendidos como si fuera un pajarito. En su cabeza no acababa de entender qué era lo que estaba ocurriendo, ni siquiera recordaba estar buscando a su padre. Solo sabía que volar era divertido.

Finalmente, el lobo dejó a la niña frente a las imponentes estacas que conformaban la muralla de la aldea. La niña aplaudió al reconocer su hogar, pero casi se echó a llorar cuando el lobo la dejó en el suelo y su vuelo se terminó. Al animal le resultó curioso que aquella niña extendiera las manitas en su dirección, como si quisiera darle un abrazo. No lo haría, naturalmente, pero pensó que acercarse a ella conseguiría cesar su llanto. La pequeña hundió las manos en el pelaje que le cubría la cabeza y el lobo cerró los ojos cuando ella le miró. No quería que sus orbes verdes le hipnotizaran; prefería olvidar a aquella pequeña criatura que le había recordado su humanidad.

Con un lametón corto en la barbilla de la niña, se despidió y salió corriendo hacia las profundidades del bosque, perdiéndose entre los árboles y la maleza, y tratando de deshacer el nudo de culpabilidad que se había formado en su pecho por haber matado al padre de tan inocente y buena criatura solo por venganza y odio.

Los llantos desconsolados de una niña hambrienta y perdida en la oscuridad del anochecer alertaron a la población de la aldea. Al abrir las puertas, una mujer de ojos grises salió en busca de su hija sin poder apartar los ojos del horizonte perdido en el bosque, con la esperanza de ver a su esposo regresar, mas no lo hizo nunca. Sumida en una profunda tristeza, y tomando así el mandato de la aldea, obligó a toda la población a permanecer para siempre en la seguridad que proporcionaban las murallas. Nunca más estaría permitido arriesgar la vida en el bosque para conseguir comida.

Cuando la madre, devastada, llevó a su hija a casa y le preparó un baño caliente para apartar toda la suciedad de su cuerpo, observó en su espalda una marca casi imperceptible. No era una herida profunda, pero la cicatriz permanecería ahí para siempre. Un simple arañazo con una rama, pensó, pero no era la verdadera naturaleza de aquel rasguño.

Por mucho cuidado que hubiera tenido el lobo, el filo de sus colmillos marcaron levemente la espalda de la niña, y así se sellaron sus destinos.

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Damas y caballeros, bienvenidos a la aldea de Redwood. Pronto descubriréis quién se oculta tras sus cerradas puertas...

¡Primer capítulo el 1 de febrero de 2024!

Abrazo de oso, Vero~~

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